Las Hijas de la Caridad

Francisco Javier Fernández ChentoLuisa de MarillacLeave a Comment

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Author: Benito Martínez, C.M. · Year of first publication: 1995 · Source: CEME.
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Evolución de las Caridades

Santa Luisa de Marillac

Santa Luisa de Marillac

Aunque las Caridades estaban fundadas desde 1617, los dos santos las van a perfec­cionar, acomodándolas a la realidad concreta de las señoras de París y a los pobres de la ciudad. Sin cambiar ni el fin ni la naturaleza, las Caridades de Vicente de Paúl evolucio­naron desde 1629 hasta recibir una nueva fisonomía y una nueva composición. Hasta ese año, pertenecían a las Caridades las señoras de mejor condición económica del lugar. Eran quienes aportaban el dinero, su presencia y el servicio material y espiritual. Entre 1629 y 1631, al establecerse en París las Caridades, se descubrieron varias dificultades. Las se­ñoras de los pueblos —acostumbradas a las labores como cualquier campesina— asistían personalmente a los enfermos pobres: los catequizaban, les hacían las camas, los curaban, les preparaban la comida y las medicinas, y se las llevaban ellas mismas. Ciertamente, al­gunas labores era imposible que las realizaran las señoras de la caridad, como velar a los moribundos o estar pendientes de pobres enfermos graves que no tenían a nadie. Se lo im­pedían las faenas de su propia casa y la oposición de sus maridos o padres. Para realizar estos trabajos de presencia continua y para avisar a las señoras del día de la reunión, ya desde Chátillon, se introdujo en la cofradía la figura de guardianas de los pobres: dos mu­jeres piadosas y pobres que, por un salario, se encargaban de estos trabajos. Las guardia­nas de los pobres pertenecían a las Caridades.

Sin embargo, las señoras de París eran de categoría más noble y de sentimientos más delicados: Se avergonzaban de ir por las calles con la marmita, y les parecía que desde­cía su prestigio hacer cualquier trabajo físico, y más si era un servicio bajo o grosero, y se los encomendaban a sus criadas. Luisa de Marillac, al fundar la Caridad en su parro­quia de San Nicolás de Chardonnet en 1630, ya había encargado a las guardianas hacer las labores bajas que desdecían de las señoras parisinas, además de velar a los enfermos graves y de avisar del día de la asamblea. Cuando las dos guardianas no abarcaban la cantidad de enfermos, las señoras seguían enviando a sus criadas.

No se puede dudar que esta situación de comodidad desagradaría a Vicente de Paúl. Él había fundado las cofradías de Caridad para que las señoras se ocuparan personalmen­te de los pobres y no sus sirvientas. Sin esperarlo, la providencia —decía el santo— abrió la puerta para que entraran unos personajes con los que ni siquiera había soñado. Nos lo cuenta él mismo:

«Margarita Naseau, de Suresnes,… no era más que una pobre vaquera sin ins­trucción. Movida por una fuerte inspiración del cielo, tuvo el pensamiento de instruir a la juventud. Compró un abecedario y, como no podía ir a la escuela para aprender, fue a pedir al señor párroco o al vicario que le dijesen qué letras eran las cuatro primeras; otra vez, les preguntó sobre las cuatro siguientes, y así, con las de­más. Luego, mientras seguía guardando sus vacas, estudiaba la lección. Veía pasar a alguno que daba la impresión de saber leer, y le preguntaba: Señor, ¿cómo hay que pronunciar esta palabra? Y así, poco a poco, aprendió a leer; luego, instruyó a otras muchachas de su aldea. Y entonces, se resolvió a ir de aldea en aldea, para enseñar a la juventud con otras dos o tres jóvenes que había formado… Fuimos allá a tener una misión; se confesó conmigo y me expuso sus ideas. Cuando fundamos allí la Caridad, se aficionó tanto a ella que me dijo: Me gustaría servir a los pobres de esta forma.

Por aquel tiempo, las damas de la Caridad de S. Salvador, como eran de eleva­da posición, buscaban a una joven que quisiera llevar el puchero a los pobres… En­tonces, hicimos que viniese esa joven y la pusimos bajo la dirección de la señorita Le Gras… Vino, pues, a S. Salvador y la señorita Le Gras le enseñó a utilizar reme­dios y a hacer todos los servicios necesarios… Atrajo a otras jóvenes a las que ha­bía ayudado a desprenderse de todas las vanidades y a abrazar la vida devota».

Seguramente, durante la misión Vicente de Paúl buscaba a alguna joven que, por un sueldo, ayudara a las señoras, como si fuera su sirvienta. La iluminación de Margarita Naseau consistió en hacer ese trabajo de sirvienta sin sueldo, únicamente por vocación. Era una revolución y Vicente de Paúl lo comprendió.

La llegada de Margarita y de otras jóvenes de los alrededores de París embellecieron y animaron las Caridades sin variar el rumbo ni cambiar las estructuras. Sin sueldo y úni­camente por vocación, hacían el trabajo que avergonzaba a las damas de París. Estas mu­chachas eran las sirvientas, no de las señoras, sino de las Caridades y de los pobres. Una nueva concepción de vocación consagrada brotaba en la Iglesia. De una en una o de dos en dos, Luisa las distribuía por las Caridades que las necesitaban en París. Las señoras pagaban su alojamiento y su alimentación.

Los comienzos

A toda joven que seguía los pasos de Margarita Naseau, Vicente de Paúl la enviaba a casa de la señorita Le Gras para que la preparara y la colocara en una Caridad. Con la ayu­da de un eclesiástico, en poco tiempo quedaban preparadas en lo más indispensable para servir a los pobres. A veces, comenzaba con unos días de retiro. Luisa de Marillac se con­virtió así en el centro de acogida, de formación y de distribución, creándose cierta rela­ción entre las jóvenes y la santa. Vicente contempló la relación como dependencia y, al hablar con Luisa, las llama sus hijas. Luisa las miraba ilusionada y ellas se sentían reali­zadas. En el alma de la señorita Le Gras, se volvió a levantar, como un castigo, el voto que sin culpa no pudo cumplir. Luisa y sus jóvenes se sentían estrechamente unidas en la amistad, y la eficacia de su trabajo era tan patente que un día le asaltó la idea de que ha­bía llegado el momento de fundar con ellas una congregación religiosa, y hasta parece que las reunió en algún lugar. Una vez más, consultó con el director que se opuso: «Us­ted se debe a nuestro Señor y a su santa Madre; entréguese a ellos y al estado en que la han puesto, esperando que ellos indiquen que desean alguna otra cosa de usted.

No quedó muy convencida y semanas después insistió. Vicente lo rechazó de plano, pues era convertirse «en sirvientas de esas pobres muchachas», así como «cambiar de estado»; serían religiosas con clausura, y con clausura se acabó el servicio a los pobres. Y le man­dó con firmeza que de «una vez para siempre, no pensase en eso… pues Dios quería que fuera sirvienta de Él y quizás de otras muchas personas de las que usted no lo sería de es­ta otra forma». En febrero de 1633, le anuncia en forma de profecía que «nuestro Señor quiere servirse de usted para alguna cosa que se refiere a su gloria».

No se sabe si esta postura iluminó a Vicente de Paúl, lo cierto es que pensaron cons­tituir un grupo con estas jóvenes, pero dentro de las Caridades. Seguramente, fue tema de conversación y de correcciones entre los dos santos. Vicente y Luisa tenían mo­tivos suficientes para hacer una Caridad especial para agrupar a todas estas jóvenes: la acu­ciante necesidad de escuelas femeninas que tan hiriente había penetrado en el alma de Lui­sa en sus correrías, no la remediaban las señoras de las Caridades, pero sí podían solu­cionarlo estas jóvenes. Pero es que, además, estas muchachas se relacionaban con las se­ñoras de cada Caridad pero no entre ellas, y, por lo mismo, no tenían ningún vínculo es­tablecido entre ellas ni organización interna ni directora o superiora, sino tantas como las Caridades en las que servían. Ninguna superiora podía formarlas en el servicio y en la pie­dad. Luisa sufría también no poder tener jóvenes como en reserva para enviarlas a cubrir necesidades imprevistas o a sustituir a otras chicas enfermas.

Hacia verano, Vicente creyó que la voluntad de Dios estaba ya clara; hacia septiem­bre ya estaba decidido, y por octubre, Luisa comenzó una experiencia de fines de sema­na. En noviembre, todo estaba preparado. Únicamente, faltaba escoger las chicas con las que se formaría la nueva cofradía de la Caridad. Margarita Naseau había muerto en la pri­mavera de ese año 1633 en el hospital de apestados de San Luis. Se había contagiado por acoger en su cama a una enferma de peste, abandonada en la calle. Luisa eligió a María Joly, antigua sirvienta de la señora Goussault. Con permiso de ésta, se había unido al gru­po de Margarita Naseau. No tenía mucha cultura, pero era inteligente, trabajadora, res­ponsable y de un carácter enérgico.

Por fin, el 29 de noviembre de 1633, Luisa de Marillac, María Joly y otras dos o tres compañeras iniciaron la primera comunidad de Hijas de la Caridad. Vicente de Paúl con la autoridad que le daba el arzobispo de París y la Santa Sede como fundador de la Con­gregación de la Misión y de las Cofradías de la Caridad, fundó la «Caridad de viudas y solteras de pueblo». La compondrían pobres muchachas que no estuvieran atadas a padres, maridos o hijos pequeños. No se implantaba en ninguna parroquia, sino en el número 4 de la calle Versalles, vivienda de la Señorita Le Gras, en el arrabal de San Víctor. Vicen­te de Paúl era su director y éste nombró superiora a la señorita Le Gras. Pertenecían al grupo de Caridades de Vicente de Paúl, como la Caridad de cualquier parroquia, como igualmente pertenecerá más tarde la Caridad del Gran Hospital de París. Y, al igual que ésta, la Caridad de la Señorita Le Gras se desarrolló con una impronta especial.

El carisma vicenciano

Según Gobillon y Abelly, fue San Vicente, y no Santa Luisa, quien pensó reunir a las jóvenes para hacer con ellas una Caridad. Es decir, que, según los biógrafos, San Vicente es el verdadero fundador de la Compañía de las Hijas de la Caridad. No podemos acep­tar a la ligera esta afirmación; la cuestión es bastante más compleja. Pienso que debemos considerar a los dos santos fundadores, por igual, de las Hijas de la Caridad.

No se puede dudar que para fundar la Compañía de las Hijas de la Caridad tanto Vi­cente de Paúl como Luisa de Marillac recibieron un carisma divino: una experiencia de Dios que removió su conversión y los llevó a tomar conciencia de su vida; Vicente en 1609, cuando acusado de robo, encontró a Bérulle y éste lo inició en la oración; Luisa en 1607, cuando en el pensionado sintió la soledad y el abandono y se entregó a la oración. La experiencia de Dios y la conversión trajeron una revelación, en medio de una noche purificadora, que les trasmitió una misión: entregarse a los pobres. En los dos, se realiza un cambio de vida; en San Vicente, desde un egoísmo material, en Santa Luisa, desde un egoísmo espiritual. Todo arranca de la noche espiritual: Vicente se ofrece a los pobres pa­ra salir de aquella oscuridad sofocante, a Luisa Dios la sacó de aquella oscuridad angus­tiosa para ofrecerla a los pobres. San Vicente comenzó a realizarlo por sí mismo en Fo­lleville y en Chátillon, Santa Luisa lo descubrió a través del santo en 1629.

Los dos santos se convirtieron en personas carismáticas. Propusieron a los demás su experiencia-revelación y encontraron eco de seguimiento entre la gente, porque la misión constituía una respuesta adecuada a una pregunta extendida sobre la injusticia de los hom­bres y a una necesidad de salvar a los pobres.

Los dos santos fueron personas con carisma de arrastre, porque el Espíritu de Dios co­municó a ambos una capacidad extraordinaria para proponer a los cristianos nuevas vías sobre un modo nuevo de seguir a Jesucristo, porque dio a su palabra fuerza de arrastrar a la gente y la capacidad de activar las ilusiones de los demás.

El carisma fue del Espíritu Santo y ambos correspondieron con una vida ejemplar y una actividad desinteresada. Más que su palabra, arrastraban sus personas y sus vidas. Mu­chas jóvenes aceptaron el carisma de los dos santos y siguieron a Jesucristo tal como ellos lo proponían.

Vicente de Paúl y Luisa de Marillac fueron, por igual, fundadores de la Compañía. Hu­bo un solo carisma en dos personas o, lo que es igual, los dos santos recibieron el mismo carisma divino en favor de la comunidad de pobres.

Vicente de Paúl reconoció su mismo carisma en la señorita Le Gras y descubrió la im­portancia callada de su dirigida en la creación de esta nueva Caridad o Compañía. Con él, ella era su fundadora y será su Directora. Luisa comprendió entonces el porqué de su es­tancia en aquel pensionado: entraba en el designio divino para su formación.

Una organización incipiente

La Cofradía de la Caridad de viudas y solteras formaría parte del grupo de Caridades que tanto el arzobispo de París como el papa Urbano VIII habían dado facultades para fun­dar a Vicente de Paúl y a los misioneros paúles. Cuando murió la prime­ra de las jóvenes, Vicente piensa que deberían asistir al funeral, no sólo las jóvenes, sino también las oficialas de las Caridades. Si no acudieron fue por celebrarse el funeral de­masiado pronto para aquellas señoras. A pesar de todo, esta Caridad llevará una impronta especial, como luego la llevará la Caridad del Gran Hospital:

Dentro de esta Caridad, formada por campesinas pobres, las jóvenes podían recibir una formación personal, religiosa y técnica, de tal manera que se las capacitaba para desem­peñar dignamente un servicio material y espiritual con los pobres. La superiora, Luisa, po­día enviar a las muchachas a cualquier pueblo y cambiarlas o dejarlas vivir allí para que enseñaran el catecismo y dieran clases a las niñas, pues su labor no se encerraba en los lí­mites de una parroquia.

La ciudad de París seguramente no advirtió el cambio realizado el 29 de noviembre. Aquellas chicas que atraían la curiosidad y la admiración religiosa de las gentes, seguían atendiendo a los pobres enfermos, como antes, continuaban viviendo solas o con otra com­pañera en una habitación alquilada. Sin embargo, ellas se sintieron como otras personas, como si hubiesen entrado en otro mundo. La entrega a Dios era la esencia de esta nueva vida, así como comprometerse a renunciar a formar una familia, y a poner en común to­das sus ganancias para vivir una pobreza desinteresa, obedeciendo a la superiora o a la compañera de turno —vivir la castidad, pobreza y obediencia— era lo más costoso.

Aunque trabajasen en parroquias distintas y pueblos lejanos, estaban centralizadas en una Casa, donde vivían todas algún tiempo al entrar en la cofradía, y siempre encontra­rían allí a Luisa de Marillac, para recibirlas, hablarles o consolarlas. La Casa era el lugar de formación espiritual y humana y profesional de las jóvenes. Era el hito de referencia. El número 4 de la calle Versalles, la vivienda de Luisa, la Casa, era el distintivo caracte­rístico que materialmente las unía. Servía de refugio, de escuela y hasta de seminario. La Casa les borraba la sensación que pudieran tener de aislamiento o de soledad, y les daba seguridad. Allí, se recogían en cualquier momento áspero. En la Casa, encontraban siem­pre a aquella mujer encantadora para acoger e inteligente para resolver sus problemas. Lui­sa daba seguridad y contento. Sacrificarse por sus hijas no le daba miedo.

Hacia enero de 1634, el número de chicas había aumentado y Luisa pensó que era ya tiempo de redactar un Reglamento para organizar el grupo y un horario para distribuir la jornada. Se los envió a Vicente para que los examinara y viera si eran conformes a las conversaciones que habían tenido los dos. Vicente tardó en leerlos (I, c.182). Encontran­do tiempo entre tantos quehaceres, Vicente pudo leer el Reglamento y el Orden del día, y se los remitió a Luisa por el mes de mayo con escasas y pequeñas correcciones, para que lo leyera a las jóvenes ella misma o esperara a que volviera él de Beauvais (c.231). Lui­sa esperó. La admiración que sentía por el padre y director le impedía cometer el pecado de desaprovechar la oportunidad de escucharlo dirigiéndose al grupo de una manera pú­blica y oficial. Así, comenzaron las famosas conferencias de San Vicente de Paúl a las Hi­jas de la Caridad. En el mes de julio, Vicente explicó a 12 muchachas en qué consistía la nueva cofradía y cómo debían vivir. Se han perdido las dos primeras conferencias que ex­plicaban el primer Reglamento que tuvieron las Hijas de la Caridad; sólo se conserva la tercera, del 31 de julio de 1634, comentando el horario. También, se conserva el Regla­mento escrito por Luisa, aunque, sin duda alguna, el plan y las ideas pertenecen a los dos, fijados en las conversaciones que tuvieron a solas.

Por este reglamento, podemos imaginarnos, no sólo cómo quedó constituida la nueva cofradía, sino también qué pensaban los fundadores de aquellas jóvenes pioneras en una curiosa aventura cristiana:

Conociendo la poca cultura de las jóvenes y el bajo rango social del que provenían, les puso como superiora y oficialas (consejeras) a tres señoras de las otras Caridades, viu­das o solteras de edad, especifica Luisa prudentemente. Comenzó siendo superiora Luisa de Marillac, viuda perteneciente a la Caridad de San Nicolás de Chardonnet, y como con­sejeras las señoras Goussault y Polallion, ambas viudas de la nueva Caridad del Gran Hos­pital. En el futuro, las tres oficialas serían elegidas por todos los miembros de la cofradía.

Pero únicamente, la Superiora tenía obligación de residir en la Casa. El primer com­promiso serio de la superiora era recibir a las jóvenes que deseaban pertenecer al grupo, rechazarlas o expulsarlas, así como destinarlas de un lugar a otro. La segunda incumben­cia era más comprometedora: dirigirlas en la espiritualidad y formarlas para el servicio. También, «tendrán la dirección de las viudas» (consejeras), añade Vicente. «En una pala­bra, concluye, Luisa será el alma que animará el cuerpo y lo hará obrar según el designio de Dios».

Las oficialas o consejeras se ocupaban de las cuestiones económicas; una era tesore­ra y la otra ecónoma. Si lo deseaban, podían vivir en sus casas particulares, pero tenían obligación de observar este reglamento; tenían que ir, al menos, una vez al mes para dia­logar sobre puntos del reglamento, y todos los años harían los Ejercicios Espirituales en la Casa Central. «Amarán a las jóvenes, como a hijas de Jesucristo, estimula Luisa, y mi­rarán a la superiora en Nuestro Señor y a Nuestro Señor en ella». El peso de los pobres apretaba fuerte a los dos fundadores. Recordaban los viajes recientes de Luisa animando las Caridades y creando maestras para las niñas. La experiencia había resultado provechosa y pedía continuación. Y se les ocurrió plasmar en el reglamento que la superiora, Luisa, podría enviar a las oficialas, por orden del señor Vicente, a visitar las Caridades de los pueblos.

Da la impresión, por un lado, de que la nueva cofradía es una de esas Caridades de cu­yas señoras, viudas o solteras mayores, se elegían las autoridades, pero por otro, parece que sólo la superiora quedaba integrada enteramente en el cuerpo de la nueva cofradía, y las oficialas tan sólo si residían en la Casa.

Como es de suponer, el reglamento se ocupa también de las jóvenes que «mirarán a las viudas (consejeras) como a sus señoras y madres». Irán a donde las envíe la superio­ra, a la ciudad o al campo. En los pueblos, enseñarán a las mujeres de las Caridades a ser­vir a los pobres enfermos, enseñarán a las niñas de los pueblos y prepararán a otras jóve­nes para que puedan llevar la clase de las niñas.

Luisa de Marillac expuso ya unas líneas de la vida espiritual de sus jóvenes: el fin, por el que todas ellas desean pertenecer a la nueva cofradía, es «honrar a Nuestro Señor, pa­trón de la misma, y a la Santa Virgen, (e imitar) de alguna manera a las mujeres y jóvenes del evangelio que seguían y suministraban las cosas necesarias a Nuestro Señor y a los apóstoles. Y haciendo esto, trabajar en su propia perfección, en la salvación de su familia y en la asistencia corporal y espiritual de los pobres enfermos». Les inculca un espíritu que domine todas sus actuaciones: «Honrarán a la Santa Virgen viéndola en las viudas (con­sejeras); obedecerán a la superiora, viendo a Nuestro Señor en ella y a ella en Nuestro Se­ñor». Termina con unas normas sencillas, que pueden parecernos rigurosas, pero de gran actualidad práctica para entonces: «No saldrán de su cuarto más que de dos en dos, en cuanto se pueda, para ir a la iglesia, por provisiones y a visitar solamente a los pobres en­fermos; no permitirán que los hombres entren en sus habitaciones; jamás se detendrán a hablar con nadie por el camino».

En estas tres sencillas normas, se jugaban todo el porvenir de la nueva cofradía. Un desliz en esas normas, el menor escándalo o habladuría traería de inmediato la supresión de las Hijas de la Caridad o, al menos, su inutilización para el servicio a los pobres.

Durante muchos años, Vicente de Paúl mantuvo una duda: ¿Quién sería la superiora de las Hijas de la Caridad? Todavía el 20 de noviembre de 1654, escribía al P. Ozenne: «En cuanto a la dificultad que se hace de que ninguna de ellas (Hijas de la Caridad) sería capaz de dirigir a las otras, le diré, señor, que durante mucho tiempo he pensado en ello y que he planteado la cuestión de saber qué dirección sería la mejor, bien una de la mis­ma Compañía o bien (la superiora) de las Damas de la caridad o alguna de dichas Damas.

Y bien, he visto dificultades en uno y en otro modo; el de una Hija de la Caridad, a cau­sa de su inexperiencia, y en cuanto a las Damas en general, a causa de la diversidad de es­píritus que se encuentran en ellas, porque no podrá continuar el espíritu que Nuestro Se­ñor ha puesto en dicha Compañía, por no haberlo recibido ella misma. De forma que.., he­mos creído conveniente … elegir por pluralidad de votos a la que la Compañía juzgue que es más indicada de entre ellas mismas».

Ciertamente, esta nueva Caridad, vuelvo a decir, pertenecía a la asociación de Cari­dades que había fundado el señor Vicente, como las Caridades de San Salvador o San Ni­colás de Chardonnet de París, y las de Chátillon, Folleville, Joigny, Montmirail y, más tar­de, la del Gran Hospital de París. Pero así, como la Caridad de Damas del Gran Hospital, sufrió una diferenciación pequeña: extensión supraparroquial de obras, personas y luga­res, y la dirección directa de San Vicente; las diferencias de la Caridad de las jóvenes fue­ron profundas: vida en común, el fruto del trabajo se ponía también en común y, sobre to­do, esas campesinas que componían la nueva Caridad eran conscientes de pertenecer a las Caridades, es verdad, pero todas ellas tenían también conciencia clara de una pertenencia más íntima y más radical a la cofradía de las Hijas de la Caridad.

Así, aparece en el proyecto de reglamento que escribió Luisa, y en él se encierra tam­bién el embrión de un algo más que una simple cofradía de gente piadosa, buscado por los fundadores, sin que vieran por el momento que este algo más sería tanto como luego resultó. La misma conclusión se saca leyendo las cartas entre los dos santos que van de verano de 1633 a verano de 1634. Será la Providencia, a través de los sucesos de la vida, la que determinará la evolución y la naturaleza de lo que luego será la Compañía de las Hijas de la Caridad. Comprendemos así, que no eran palabras vacías de sentimiento, la admiración de San Vicente, pasados los años, cuando atribuía a Dios la fundación de la Compañía.

Teniendo en cuenta esta manera de pensar, no sorprende el papel y la autoridad que desde los comienzos se da a Vicente de Paúl o al misionero que lo sustituya, anulando la presencia del párroco.

En el horario, se refleja la jornada de una Hija de la Caridad; es la historia de su vida diaria. Lo que más se admira del horario es el lugar tan preponderante que ocupa el servicio a los pobres y la formación personal. La vida de piedad se determina en dos momentos puntuales: al amanecer y al anochecer. La jornada comienza a las cinco y me­dia (San Vicente la adelantará a las cinco). A las 6, la oración, fundamental para una vi­da de servicio, y unos cuantos rezos no muy largos; luego el trabajo. No había desayuno, porque ningún pobre lo tomaba. Interrumpían el trabajo para ir a Misa, y de nuevo el tra­bajo hasta las 12 en que comían (luego se adentrará a las 11’30); a la comida, le precedía un examen particular o evaluación de una virtud específica, y la seguía la acción de gra­cias, recordando brevemente la resoluciones tomadas en la oración de la mañana. Después de la comida, se vuelve al trabajo, a la formación personal o al catecismo hasta las 6 en que hacen la lectura espiritual, el examen y, a continuación, la cena. Después de la cena, llegaba uno de los momentos más importantes de la jornada y más deseado por las jóve­nes: la recreación, de la que nadie se podía eximir, a no ser por una necesidad urgente de los pobres. Era el lugar esperado para expansionarse, encontrarse, dialogar, participar y comunicarse. Si aún les quedaba algo de tiempo, lo empleaban a aprender. A las 9, llega­ba el segundo momento fuerte para la piedad: un examen general o evaluación del día, una serie de rezos, y a las 10, a la cama. Al final, Luisa añade una nota para el director o superior Vicente: «Las jóvenes desearían comulgar en las fiestas y en los domingos alguna vez. Observan la práctica de no pedírselo al confesor sin decírmelo a mí, y yo me sir­vo de esta ocasión para advertirlas de algunas faltas que no deben darse en personas que comulgan con frecuencia.

«No guardan el silencio todavía» (San Vicente se lo impondrá en la conferencia en la que explicó el horario: desde el examen general, antes de acostarse, hasta después de la oración de la mañana) (IX,26).

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