Las conferencias de San Vicente a las Hermanas

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Autor: Luiggi Mezzadri, C.M. · Traductor: Luis Huerga, C.M.. · Año publicación original: 1980 · Fuente: Anales españoles 1980.
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I. Introducción

En cuanto género literario, las conferencias —en francés, «entretiens»— tienen una larga historia. Cuando inaugura el Oratorio de Jesús (10 de noviembre, 1611), Bérulle se compromete a la dirección de sus discípulos por medio de conferencias que debían recordar la tradición patrística o monástica, las «collationes patrum». Eso mismo había hecho San Francisco de Sales con las visitandinas Trátase en uno y otro caso de discursos muy familiares, pero en los que el papel de discípu­los y discípulas es reducido al mínimo. Más que como interlocutor, el superior actúa como conferenciante. En ciertos ambientes cultos decíase mantener confe­rencias para designar reuniones de diversos pensadores que desarrollaban un tema en forma dialogal (Balzac, Pascal, Fontanelle, Malebranche). El Diálogo de los máximos sistemas, de Galileo, sería en el fondo una «conferencia».Claro es que San Vicente no se inspira en estos modelos doctos, sino en algo mucho más sencillo e íntimo que él ejecutaba ya con los misioneros. Es parte de la devotio moderna, y había prosperado en los Países Bajos entre los Herma­nos de la vida común, quienes los domingos se reunían en una estancia para comunicarse los pensamientos aptos a la edificación fraterna. Como en el caso de la meditación y de las misiones, San Vicente toma de experimentos previos los elementos que se le brindan y muy hábilmente los adapta a su comunidad.

Las conferencias tenían lugar en la casa madre de París, que en vida de San Vicente cambió varias veces de sitio. Podían ser en domingo u otro día. A la pri­mera conferencia acudieron 12 Hermanas. El número de éstas aumentó después. De 80 a 100 Hermanas llegaron a participar en ellas. Previamente se anunciaba el sujeto de la conferencia. Pierre Coste cita uno de esos anuncios en la intro­ducción al volumen IV de las Obras completas (SV IX, XIII):

El sujeto de la conferencia concierne a la difunta señorita Le Gras.
Primer punto: Razones que tienen las Hijas de la Caridad para glosar las virtudes de las Hermanas que han ido a Dios, y en particular las de su madre carísima, la difunta señorita Le Gras.
Segunto punto: ¿Qué virtudes notaron en ella?
Tercer punto: ¿Qué virtudes os impresionan más y resolvéis imitar con la ayuda de Dios?
Para el sábado, a las dos.

Las Hermanas se preparaban. Si sabían leer, llevaban un apunte; si no —y en­tonces se elevaba al 86 por 100 el analfabetismo en la mujer francesa— iban con el tema delineado, de suerte que pudieran prever una respuesta simple, personal y vital. En un principio, las Hermanas tropezaron con dificultades. Como los po­bres, tampoco las mujeres sabían expresarse. Tradicionalmente sumisas y de es­casa cultura, eran incapaces de articular respuestas elocuentes. El santo probó entonces a cambiar de procedimiento y buscó un diálogo más inmediato. El mis­mo desmenuzaba el tema e iba haciendo preguntas. No era un interrogatorio áspero o inquisitorial:

Si algunas de vosotras se sienten incapaces de responder, que desechen toda preocupación. Con frecuencia acontece que las menos capaces de hablar causan un efecto mejor, mientras quienes mejor captan y se expresan producen a veces menos bien, aunque las haya que hablen bien con fruto. Mucho tienen que humillarse las que hablan bien, pues es una gracia por la que deben estar reconocidas a Dios; y las que no entienden lo que les es propuesto ni aciertan a decir lo que piensan, que confíen en Dios y se re­suelvan a ejecutar el bien.

Era fácil a San Vicente establecer contacto con su auditorio. Hablaba de modo muy sencillo, sin abstrusas metáforas ni conceptos complicados. Sus grandes citas provenían de la Biblia y de la vida, las dos caras de la página sobre la que Dios consigna la historia. Hasta tal punto sentía cuanto decía, que a menudo se con­movía, prorrumpiendo en exclamaciones, suspiros, expresiones de emoción. Tenía el sentido de su auditorio, y éste correspondía a él con unanimidad, pues era sencillo. La sencillez no era en el santo un expediente táctico o didáctico:

En cuanto a mí, no sé, pero Dios me da tal estima de la sencillez, que yo la llamo mi evangelio.

Esta atmósfera contribuía a que las Hermanas hablasen. Podían hacer pre­guntas. Había espontaneidad en los intercambios, pues sólo se requería un míni­mo de formalidades. De ahí que todas conviniesen en que Dios habla por boca de las que son preguntadas. El prometió manifes­tarse a los pequeños y humildes, a los que revelaría sus misterios. ¿Por qué no creer que lo que se dice viene de Dios cuando unos pequeños lo dicen a otros?

Con ocasión de una conferencia sobre la obediencia, la relatora, Maturina Guérin, nota:

Esa misma hermana, con el corazón lleno de pena, se excusó de no po­der proseguir, aunque hubiese querido decir otras muchas cosas, y se acu­só de nunca haber obedecido.

Hay una conferencia en la que San Vicente reprende a una Hermana que re­húsa responder, vencida de la timidez.

San Vicente hace otras veces una pregunta general:

¿No queréis daros a Dios?

Y la amanuense nota:

Algunas respondieron que sí, y otras, con un ademán, demostraron que­rerlo.

La respuesta a coro era un lugar común. Al concluir la conferencia del 31 de julio de 1637,

… todas se arrodillaron, y el Señor Vicente añadió: Quiera la bondad divina de tal modo imprimir en vuestros corazones lo que yo, pobre pe­cador, os he dicho de parte suya, que lo recordéis siempre y pongáis en práctica, de modo que seáis buenas Hijas de la Caridad. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

No subsisten todas las conferencias: Para un lapso de veintiséis años se con­servan 120, de las que 119 pertenecen a San Vicente y una al Padre Portail. He aquí su distribución cronológica: 1634-1640, 5; 1641-1650, 42, y 1651-1660, 73.

Y no fueron tomadas taquigráficamente. Durante ellas, una Hermana —Santa Luisa en primer lugar— tomaba apuntes que luego eran completados con los de otras. Eran, por consiguiente, sometidas a un proceso redaccional que a me­nudo revisaba el propio Vicente. Hay dos pasajes que aluden a dicha revisión en la correspondencia con Santa Luisa, quien escribe el 25 de enero de 1643:

Espero que las hermanas hayan hecho buen uso de la instrucción reci­bida hoy de Vuestra Caridad; tal es el vivo deseo que abrigan y ansían siempre abrigar en el corazón. Esto mismo me induce a rogaros muy hu­mildemente nos enviéis el sumario de los puntos tratados, para mejor re­cordar una buena parte de lo que nuestro buen Dios ha hecho se nos diga por labios vuestros.

En otra ocasión remite un texto a San Vicente y escribe:

He ahí el resumen de la conferencia a nuestras queridas Hermanas; lo ha hecho la buena Sor Hellot. He leído una porción de él y confieso haber llorado algo en dos o tres pasajes. Si no volvéis pronto, devolvédnoslo cuan­do lo hayáis leído (SV II, 358, y III, 23).

Importa tener presente todo esto para comprender el peculiar género litera­rio de las conferencias. Contienen las palabras de San Vicente, pero no son ex­clusivamente obra suya. Tienen conjuntamente por autores a la comunidad, al fun­dador, a la fundadora, a las diversas redactoras y al coro de las demás Herma­nas. Aunque intenta encubrirse, Santa Luisa se delata en la calidad de las res­puestas. En sus intervenciones es perceptible un dominio soberano de la materia. Vive su espiritualidad y consigue traducirla a conceptos profundos y claros. He aquí un pasaje donde resalta la personalidad de esta mística del Espíritu y de la Caridad:

Mi mente se ocupó de la promesa hecha por el Hijo de Dios a quienes le aman y guardan sus preceptos; he visto lo justas que son ambas cosas. Dios me ha dado una fuerte voluntad de buscarle y una gran confusión de verme honrada con tal poder, del que bajo ningún aspecto soy digna. He visto verificarse plenamente el efecto de esta promesa hoy, cuando Padre e Hijo envían su Espíritu a la Iglesia y claramente nos revelan que la San­tísima Trinidad habita en nosotros, momento en el que nos hacemos hijos adoptivos de Dios.

La venida y morada de Dios en nosotros es señalada por la plenitud de gracias y dones. He ansiado cooperar del todo con éstos, y tomo la resolu­ción de aplicarme más que nunca a retirar los estorbos que mis sentidos y pasiones pudieran interponer para participar en la plenitud que mani­fiestan los apóstoles, cuyo entendimiento era iluminado y henchido por la ciencia necesaria a su vocación, érales refrescada la memoria de las pa­labras y los hechos del Hijo de Dios e inflamaba su voluntad el amor de El y del prójimo; la acción poderosa del Espíritu Santo hacía que enseña­ran eficazmente la grandeza del amor de Dios.

Otras intervenciones de Luisa, las redaccionales, son indirectas, mas no por eso carecen de importancia. De los 52 cuadrenos, 20 fueron escritos por ella; entre los restantes, 16 se deben a Sor Isabel Hellot, 14 a Sor Maturina Guérin, dos a Sor Juliana Loret. Los nombres de otras amanuenses nos son desconocidos.

Tácita o explícita, hay siempre una selección de lo que se menciona y de lo que se omite. Mas puede afirmarse con toda tranquilidad y certidumbre que son palabras, aunque no estenografiadas, de San Vicente. Fielmente nos transmiten la esencia de su pensamiento, y eso cuenta sobre todo.

Las conferencias de San Vicente a las Hijas de la Caridad son un bien pre­cioso que el fundador legó a la comunidad. Esta lo guardó hasta con celo exce­sivo, de suerte que fue largo tiempo un tesoro del que sólo las dos familias vi­cencianas tenían noticia. Las primeras ediciones impresas no podían mostrarse a extraños sin especial permiso.

El siguiente elenco demuestra el sucesivo incremento de la edición y la apro­ximación de ella a criterios científicamente válidos:

1803: Conférences de Saint Vincent de Paul… Explication des Régles, 2 vol., Pa­ris 1803 (con 42 conferencias), ed. por M. Bournac.

1825: Conférences spirituelles tenues pour les Filies de la Charité par Saint Vin­cent de Paul leur instituteur, recueillies de mémoire par quelques soeurs pré­sentes… suivies des conférences de M. Bourgeat…, Paris 1825 (con 50 con­ferencias), 3 vols.

1845: Conférences spirituelles tenues pour les Filies de la Charité par Saint Vin­cent de Paul…, Paris 1845 (94 conferencias ed. por J. Grappin; otros dos volúmenes de circulares y conferencias de los directores).

1863: Conférences spirituelles tenues pour les Filies de la Charité par Saint Vin­cent de Paul…, Paris 1863 (105 conferencias por orden cronológico; sigue un volumen complementario de avisos y conferencias de los superiores ma­yores de las Hijas de la Caridad).

1881: Conférences de Saint Vincent de Paul aux Filies de la Charité, 2 vol., Pa­ris 1881 (las mismas de la precedente por orden cronológico).

1902: Conférences… suivies d’avis et extraits de lettres…, Paris 1920 (110 confe­rencias con cartas de San Vicente y de Santa Luisa).

1923: Saint Vincent de Paul. Correspondence. Entretiens. Documents. Ed. por P. Coste, vol. IX y X, Paris 1923 (120 conferencias).

II. Jalones doctrinales

Con calor y convicción más o menos acentuados, la reflexión espiritual nunca ha cesado de repetir y desarrollar el deseo divino del hombre: de éste es Dios fin, pasión, atracción, principio, nieta. En el fondo se ha iluminado siempre el papel que toca al hombre. De reflexionar, en cambio, sobre el tema esponsal, habría que invertir la perspectiva e iluminar no menos el deseo humano de Dios: de El es vocación el hombre, y si a éste convoca una llamada de arriba, no me­nos es atraído el amor de Dios hacia él (A. Sicari, Chiamati per nome. La vocazio­ne nella Scrittura, Milano, 1979).

Humilde y presto a rebajar no sólo la propia persona, sino también las comu­nidades por él fundadas, no acontecía en cambio a San Vicente cuestionar el ori­gen divino de ellas. Cuando mencionaba los comienzos de las Hijas de la Caridad, vibraba su voz, cobraba colorido y calor su lenguaje, por lo demás vigilado y de­liberadamente abatido; su expresión fluía y mostraba trazos de ensueño y poesía. Como un estribillo, decía una y otra vez ser la Compañía de las Hijas de la Ca­ridad obra de Dios:

Una señal por la que se reconocen las obras de Dios… es que se realizan por sí mismas. Las cosas se desarrollan de modo inexplicable y, en fin, lle­gan a hacerse sin que se sepa cómo. Eso pasa con vuestro instituto, mis queridas hijas, pues no sabemos decir quién ni cómo lo hizo. Preguntad a la señorita Le Gras si pensaba en él: en nada pensaba menos. En cuanto a mí, ante Dios puedo deciros que nunca pensé en él. ¿Quién ha pensado, entonces? Dios, hijas mías; El sabía qué iba a hacer.

Para el santo de la voluntad de Dios, el sello de ésta es indispensable: Una obra de Dios se hace por sí sola, y prospera no cuando nosotros deseamos, sino cuando a El place. Importa por consiguiente rehuir el activismo: Dejemos que El actúe y permanezcamos nosotros tranquilos, lo que expresa con la imagen de la carne de nuez dentro de la cáscara. Y hasta es mejor ser pasivos que activos, escribe una vez, pero no para estar mano sobre mano. Como la nuez, así debe estar presta el alma a que la siembren y crear nueva vida, de ahí que sea la pasi­vidad una actitud de místico, absorto en Dios hasta el punto de hacerse con El una sola cosa y no dejar para sí ámbito alguno (SV II 473, II 626, VII 515, IV 122 sigs.).

Referir los orígenes es proclamar la intervención creadora de Dios. Por eso,

… si el pensamiento de reuniros viene de Dios mismo, debéis tener tam­bién por acción de su Providencia el que, con el tiempo, vuestro modo de vida se haya convertido en Regla, y reconocer la necesidad de que ésta se ponga por escrito y así quede memoria de lo que Dios os pide, para trans­mitirlo a las que os sucedan.

La vocación de la primera muchacha que entra en la comunidad abre cierta­mente brecha hacia lo alto, mas también hacia el futuro. Margarita Naseau era una pastorcilla pobre y analfabeta que aprendió sola a leer y escribir para ense­ñar a las muchachas del campo. Cuando supo que había cofradías de la Caridad en París fue allá, atrajo a otras muchachas y, el 29 de noviembre de 1633, cons­tituían entre todas el primer núcleo de Hijas de la Caridad.

Es lógico se preguntase San Vicente qué razones habían inducido a Dios para esperar tanto a suscitar una obra como la de las Hijas de la Caridad, pero oculta la respuesta el secreto de Dios. Es aun así inconcuso el hecho de que estabais destinadas de toda la eternidad.

Importa que la comunidad recuerde los orígenes. Es volver a las propias fuen­tes, a la aurora misma de la creación, al irrepetible momento en que el grupo asume un rostro y una misión en la Iglesia. Inevitablemente, el crecimiento aca­rreará a esta comunidad la rigidez, el envejecimiento, la esclerosis. También en la vida de una institución se dan las grandes estaciones de la existencia: Adoles­cencia, madurez, decadencia y aun la muerte a veces. El santo no demostraba temer a estos fenómenos:

Aunque la Compañía se consumase y aniquilase por hacer el bien, debie­ra estimarse feliz: habría alcanzado su propósito. Consumarse por Dios, no tener ni sustancia ni fuerza sino para que se consuman en Dios; he ahí lo que hizo el Señor, quien se consumó por amor al Padre (SV XIII 179, refe­rido a la CM, pero aplicable a las HH. de la Caridad).

El peligro mortal de las Hijas de la Caridad era otro. En nada insistía tanto Vicente como en que no fuesen religiosas. Un giro religioso, he ahí lo que con­densaba todos los temores del santo. Ser averso a la clausura no era en él con­denar a las religiosas de vida contemplativa. Quería sólo que los muros de un convento no fuesen refugio cómodo y álibi para cohonestar la falta de generosi­dad. Su tiempo ofrecía el espectáculo de conventos litigiosos, exentos de vicios graves pero a menudo inertes, bloqueados en su propio repliegue, incapaces de animar a un mundo átono y lejano. El fuego evangélico no debe ser custodiado por virtuosas vestales, sino que debe inflamar el mundo. Es célebre el pasaje donde el santo pone en guardia a sus hijas para que no sean religiosas:

Mas si surgiese entre vosotras un espíritu turbulento, idólatra, que di­jese: Ojalá fuésemos monjas, sería mucho mejor, ay, hermanas, la Compa­ñía estaría en trance de extrema unción,  remedio, hermanas, y si aún vivís, tratad de impedirlo: gemid, llorad, decidlo al superior; quien dice monja, dice enclaustrada, mientras que las Hijas de la Caridad han de ir por to­dos lados.

Consecuencia inmediata es amar la propia vocación, o sea, ese nuevo rostro querido por Dios en la Iglesia. La Hija de la Caridad es ese rostro resplandeciente de gracia. Es la garantía de que Dios continúa amando al mundo y a los pobres. En la Hija de la Caridad los pobres ven la prueba de que el Hijo de Dios está con nosotros. Su vocación es por ello la más grande que hay en la Iglesia de Dios. Esa grandeza no deriva, como por ejemplo para los sacerdotes, de funcio­nes o privilegios superiores a los de cualquier otro fiel. Privilegio y función de la Hija de la Caridad es dar su vida. Es el ministerio más radical, semejante al de los mártires —el trabajo que hacéis acorta vuestra vida; sois mártires—. Pero hay algo más para Vicente: la llamada al martirio deriva del ser Hijas de la Ca­ridad, hijas de Dios. Hijo se llega a ser no sólo corno término de una subida del hombre hacia Dios, sino también de un descenso de Dios hacia el hombre. Y si el movimiento ascendente es vocación, lo es no menos el descendente. Hija de la Caridad equivale por eso a: vocación de Dios.

Esta reflexión evoca el tema esponsal. Vicente era muy cauto y sobrio: tal vez el abuso de que ese tema era objeto por entonces le induzca a una reacción ins­tintiva. No quería que el vocablo esposa recordase las vocaciones carentes de amor que muchos conventos encerraban, y sin detenerse en la mutua atracción, declara que la Hija de la Caridad ha de ser agitada por la compasión hacia el pobre si participa en los secretos del corazón del esposo:

Precede a todo lo demás la santidad de vuestro estado, que consiste en ser verdaderas hijas de Dios, esposas de su Hijo y verdaderas madres de los pobres; y ese estado, mis queridas hermanas, es tan grande que la mente humana no puede concebir uno mayor para una simple creatura terrestre (SV III 175).

III. Un cuerpo revestido de gloria

Ser la Compañía obra de Dios permite al santo insistir en la fisonomía inte­rior de la comunidad y de cada hermana. La mujer fue sacada del costado de Adán, el primer hombre, y llevada ante él; así también Dios de la carne de Cristo forma con sus manos la Compañía y, animada de su Espíritu, la lleva ante El —Adán/Cristo–. La comunidad permanecería inerte sin el Espíritu; con éste es un paraíso, morada de la caridad:

Hermanas —advertirá el santo—, estimad a todas las compañeras más perfectas que vosotras, creedlas a ellas buenas y a vosotras mismas las peores de todas. Si os fundáis en esta máxima, ¿qué acontecerá? Converti­réis esta Compañía en un paraíso, y con todo derecho podremos decir que forma en la tierra un puñado de almas elegidas, cuyo cuerpo un día se re­vestirá de gloria en compañía de Nuestro Señor y de Nuestra Señora. Habrá en ellas un perenne amor de Dios y del prójimo, un aumento de amor de las unas hacia las otras; de ahí provendrá una paz y una concordia que, para decir la verdad, será un paraíso… Por eso, si queremos anticipar el paraíso ya a este mundo, no hay más recurso que observar las reglas, y la caridad será un paraíso.

Admiraba a San Vicente la frescura de sus dos comunidades. Había un amor recíproco extraordinario. La cordialidad es el ligamento de la unión. Había unani­midad profunda tanto en San Lázaro como en la Casa-Madre de las Hermanas:

Cuando alguno de los nuestros vuelve del campo, todos, uno tras otro, van a acogerle con alegre faz, llevándole solícitos lo que necesite; le lava­mos las piernas, si es preciso, para proporcionarle alivio. Vosotras podéis hacer otro tanto, hermanas, acogiéndoos con cordial respeto, sin hablar pre­cipitadamente, lo que a menudo es señal poco amistosa.

No es la regla, la estructura, el hábito, lo que caracteriza a una orden, sino la caridad:

El claustro de Dios… es la caridad; Dios gusta de morar allí, allí tiene un lugar de delicias, un reducto donde halla placer. Sed caritativas y be­nignas, tened espíritu de tolerancia y Dios morará en vosotras, seréis su claustro, le tendréis en vuestra casa y en vuestros corazones.

Corno la gran tradición monástica o religiosa, San Vicente ve realizarse en la caridad el ideal de la Iglesia primitiva, cuando nadie podía ser cristiano si no lo ponía todo en común. Todo: bienes, vida, simpatía, atención. La vida de comuni­dad lo es de caridad si se hace todo en común.

El ideal propuesto por el santo no es utópico. Si habla de amor enseña asi­mismo qué hacer y cómo. La conferencia titulada Sobre la unión entre los miem­bros de la comunidad, del 26 de abril de 1643, es una obra maestra en cuanto al sentido de lo concreto. Analiza, desmenuza la vida en todas sus posibilidades y la reconoce susceptible de llevar una carga de amor.

A diferencia de los autores de impronta quietista, el santo lucha contra la mentira fundamental inscrita en el hombre, consistente en que éste profiere altas palabras pero vive ideales de bajo nivel. En cambio, vivir el amor y la cruz es subir con Cristo a Jerusalén. No es pues la acción de la comunidad brindar có­moda sala de espera a una jubilación precoz; es más bien ofrecer sandalias y túnica, lámpara y pan para arrostrar la tremenda aventura del retorno a Dios. En ese intento de rehacer el rostro del hombre —según la teología de los Padres griegos— Dios emplea el escalpelo:

Veis, hermanas, Dios hace lo mismo con nosotros. He ahí una pobre Hija de la Caridad o un pobre misionero: antes de sustraerse al mundo son rudos y toscos como gruesas peñas, pero Dios quiere hacer hermosas es­culturas, por eso toma el escalpelo y lo blande con fuerza. ¿Cómo? Unas veces los expone al calor y otras al frío; o los manda a visitar enfermos en el campo, donde en invierno hace un frío glacial, mas precisa ir a pesar del mal tiempo. Esos golpes descarga Dios sobre una pobre Hija de la Ca­ridad. Mirándola superficialmente, se la llamaría desgraciada; mas consi­derando los designios de Dios, los golpes aparecen destinados a formar una bella imagen.

La vocación exige valentía: los golpes de Dios son tremendos; pero la fidelidad premia: Lo afortunados que somos, unos y otros, por estar en una condición que todo lo transforma en oro. San Vicente era un padre amoroso, pero no temía lanzar a sus hijos e hijas adonde Dios mandase. Gemía y derramaba amargas lágrimas si uno de ellos no volvía o bien llegaba la noticia de que la muerte ha­bía segado vidas de misioneros o hermanas:

¿Qué vais a hacer, hermanas? Vais a ocupar el puesto de una que su­cumbió, vais al martirio si Dios así lo dispone.

Podía aflorar entonces la prudencia humana:

Creo escuchar a las que se quedan: Pero, señor, ¿adónde van nuestras hermanas? No ha mucho que vimos partir a cuatro; una de ellas está muer­ta y las demás tan enfermas que morirán también; y mandáis otras cuatro que ocupen su puesto para quizá no volverlas a ver. Perderemos a nues­tras hermanas. ¿Qué va a ser de la Compañía?

En el pensamiento de Vicente la voluntad de Dios, a tal punto se había con­vertido en única lógica digna de seguimiento, que él no podía menos de acatarla bajo cualquier forma que se presentase. Podía en cierto sentido disponer de los demás, porque era capaz de disponer de sí mismo. Tenía tal desapego y había entrado de tal modo en la lógica oblativa de la humildad, que martirio, éxito, desgracia o progreso ninguna diferencia significaban con tal que fuesen parte de los planes de Dios. No fue momento supremo en la fe Abraham la invitación a salir de su tierra, sino tener que renunciar a la esperanza de un hijo, mortificar en sí mismo y sacrificar en Isaac el germen de su descendencia. Unión con Dios y desapego de la propia voluntad, he ahí el secreto de una fe que certeramente contagiaba a las Hijas de la Caridad:

Vemos Hijas de la Caridad —decía cierta persona— … que no llevan en la Compañía sino tres o cuatro meses, y a todos maravilla su desasi­miento de todo, su indiferencia y sumisión… Es admirable cómo en tan escaso tiempo modela Dios a esas almas.

IV. Daos a Dios

Según testimonio de Sor Léonie, de no haber elegido el Carmelo, Santa Tere­sita del Niño Jesús hubiese querido ser Hija de la Caridad (H. U. von Balthasar, Hermanas en el Espíritu: Teresa de Lisieux e Isabel de Dijon). La gran mística que supo soldar acción y contemplación e hizo aceptable para la Iglesia la idea de que contemplación es acción, había intuido en el mensaje vicenciano tal preg­nancia de contemplación en la acción, que desconcierta.

Toda la acción apostólica, social caritativa, en efecto, tiene como fundamento a Dios. Dios es quien busca espacio en la carne del hombre. La humildad se con­vierte en virtud activa, origen del dinamismo apostólico, pues hay una finalidad que da sentido al edificio espiritual: la escucha-acción. Los votos preparan la carne para la fecundidad divina. De ahí la necesidad de demoler la falsa religión, que erige en valor absoluto unas veces la regla, otras la voluntad de los grados jerárquicos intermedios —Dios solo es el supremo—, el gusto de la acción.

San Vicente reacciona contra este prurito humano de forjarse ídolos, y re­pite hasta la obsesión: Daos a Dios. ¡Oh Dios mío, nos damos a Vos para que se cumplan vuestros designios sobre nosotros! Concepto que remacha pocos años después: Buen medio de prosperar es darse enteramente a Dios, con la práctica del respeto y de la mansedumbre recíproca; y añade un matiz: Darse a Dios es seguir una vía de perfección. En otra ocasión, darse a Dios es participar en la obra de la creación por el trabajo: Daos pues a Dios, mis queridas hermanas, para trabajar seriamente, a imitación de Su Divina Majestad, que trabaja sin descanso. Sólo Dios basta, decía Santa Teresa de Ávila: el santo se hace eco de ella e invita a reflexionar: Desgraciado quien no se contenta con Dios.

Darse a Dios es unir ambas voluntades, la del hombre y la de Dios, y aun su­mergir la primera en la segunda, hacer de aquélla un cristal transparente a la luz de lo alto. La acción es entonces toda del hombre, mas también toda de Dios, y el alma es toda de Dios, Dios toda ella. El fundador de las Hijas de la Caridad no se contenta con afirmarlo: procede a narrar la historia de esa aventura. Co­mienza con la mansedumbre y el consuelo, todo se convierte en oración y ser­vicio. El santo, que pone sus palabras en boca de una hermana, afirma:

Estaba tan de grado en el servicio de los pobres, les decía cosas tan bellas, sentía tanto consuelo escuchando las lecturas, oyendo la palabra de Dios. ¡Todo me parecía fácil!

Comienza luego la desolación, un duro camino en la más impenetrable noche, y se hace necesaria desde el momento en que Dios quiere quitar al hombre las virtudes nacidas de su propio esfuerzo, lo cual hace estén transidas de egoísmo para vaciar en el hueco una virtud divina. El resultado es una obra maestra que provocará una reacción semejante a la de quien admira un hermoso cuadro. No se tributan alabanzas al lienzo, sino al maestro que lo pintó; así también, hijas mías, viendo la virtud en nuestras hermanas daremos nosotros toda la glo­ria a Dios, pues no son ésas virtudes propias suyas, sino más bien de Dios.

V. Dos alimentos para el hambre humana

Sin entrar en los préstamos de temática que brindan las conferencias, hay Indudablemente en ellas argumentos variados de carácter social o espiritual. Siendo la Hermana el rostro que la caridad de la Iglesia presenta al mundo, obviamente preocupará al santo el diseño de un proyecto completo, según lo que el hombre necesita y Dios quiere.

Dos son los alimentos para el hambre humana: el material y el espiritual. Pues bien, que la hermana no se contente con salir al paso de las necesidades en lo material; No basta con que la Hija de la Caridad asista materialmente a los pobres enfermos, sino que, a diferencia de otros, debe instruirles. Construir estructuras totalizantes: no había modo mejor, según la mentalidad del tiempo; y en la práctica, el Hospital General significaba la reclusión forzosa de los po­bres: se los expulsaba de la sociedad, que no aparecía como susceptible de cam­bio. San Vicente, que captaba la historia en onda espiritual y no sociológica, reaccionó instintivamente y modificó la estrategia: Los pobres no serían convo­cados a encerrarse en estructuras totalizantes; más bien los visitará en casa la Hija de la Caridad, para que halle el amor de Dios un lugar en el corazón del domicilio.

Aquel tiempo dividía al mundo en dos: al exiguo número de privilegiados se contraponía la enorme mayoría de todos los demás, sujeta ésta a aquél por múl­tiples ataduras de dependencia. La elección se imponía a Vicente, que eligió los pobres. No quiso empero servirse de su rabia contra los ricos. Si acaso, escogió el único terreno que aunaba a pobres y ricos: la asociación de ambos a la obra de Dios; eso los comprometía por igual en la acción liberadora y evangelizadora.

Nada de estéril o servil hay en ello: aficionaos, pues, a los pobres, recomien­da a las hermanas; es el correctivo de la dependencia creada entre quien tiende la mano y quien la llena. No hay sólo ternura en el amor de la Hija de la Caridad —advertirá—; hay efectividad, porque sirve a los pobres material y espiritualmente. Hay imitación de Nuestro Señor, quien no daba a los enfermos solamente salud, sino que les enseñaba a comportarse estando sanos.

Los resultados de estas intimaciones no se acusan tanto en lo dicho o escrito cuanto en lo efectuado. Las Hijas de la Caridad se difundieron en el espacio, pero mayor aún fue su penetración en todas las capas de la sociedad: expósitos, hospitales, domicilios, reclusos, combatientes, escuelas; todas las menudas de­mandas de un pueblo olvidado por los grandes. San Vicente, que traza el retrato de la Hija de la Caridad, tiene valor para comprometer a ésta en la defensa de los pobres. He aquí un relieve de Sor Juana Dalmagne:

Tenía gran libertad de espíritu para todo cuanto atañía a la gloria de Dios, y hablaba con gran franqueza lo mismo a ricos que a pobres si les veía hacer el mal. Un día supo de unos ricos que defraudaban al fisco para gravar más a los pobres; pues bien, dijo con libertad que obraban contra justicia y que Dios castiga las extorsiones. Yo hice notar que había sido muy osada, pero ella respondió que cuando atañe a la gloria de Dios y al bien del prójimo no hay miedo a decir la verdad.

Ahora bien, si alguna característica marca al siglo XVII, es la casi total insen­sibilidad al aspecto público de toda iniciativa. El estado era propiedad del so­berano. La acción del gobierno se ceñía al ejército y a las finanzas. Para los grandes todo era cuestión de formas y honor. Aun en la Iglesia había una profunda sima entre alto y bajo clero, clero secular y religioso, clero y pueblo. El privile­gio era ley en todos los sectores sociales, y la ley sólo por privilegio era observada.

San Vicente, aun sin plena conciencia de ello, sin hacer ostentación de sus conquistas, se interpuso en la ruta que entonces seguía la historia. No fue la suya una acción furtiva, cual gusta de ser fabulada por cierta publicística: no se deslizaba, amparado por la oscuridad de la noche, en busca de niños abandona­dos; no se hacía uncir al remo para relevar a un forzado. El individuo solo no llega a transformar la sociedad; es precisa la colectividad organizada: la Iglesia debe orientarse hacia los pobres. En la historia, Vicente tuvo una misión y un don: comprometer al grupo, que se convierte en comunidad, en una acción que llega a abarcar trescientos años y los cinco continentes. Y si, con todas las in­crustaciones del tiempo, las Hijas de la Caridad son todavía signo del amor de Dios hacia el hombre, eso proviene de la hondura con que fueron creadas.

La Hija de la Caridad no es una obra maestra de la literatura: es un armonio­so conjunto de sentido de Dios, ternura, inteligencia, capacidad organizadora; una obra maestra espiritual y social. Su ejemplo ha cundido. Con Vicente saltó un dique: la idea de comunidades de mujeres al servicio diaconal del mundo ha adquirido carta de ciudadanía civil y eclesiástica. Eso aconteció no porque San Vicente inventara raras fórmulas jurídicas, sino porque supo diseñar un rostro nuevo en la Iglesia. Cierto, ese rostro ya no es prerrogativa suya: es patrimonio de cuantas comunidades se justifican por la búsqueda de Dios en el prójimo.

Patrimonio de la Hija de la Caridad es, en cambio, el contenido de este bille­te que escribía una hermana:

Mientras tenga fuerza suspiraré por servir a los pobres hasta el térmi­no de mi vida, hasta el fin del mundo, para el agrado de Dios.

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