Las cinco virtudes características ayer y hoy: mansedumbre (V)

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Robert Maloney · Año publicación original: 1993 · Fuente: CEME.
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29PRT3. Mansedumbre
La enseñanza de san Vicente acerca de esta limpísima piedra es tal vez la más fácil de traducir a lenguaje moderno. Su conferencia del 28 de marzo de 1659, así como varias de sus cartas a Luisa de Marillac, contiene una sabiduría práctica que es también hoy muy importante.
a) La mansedumbre supone la capacidad de controlar la ira de una manera positiva.
La ira es natural. Es una energía que brota espontáneamente en nosotros cuando vemos algo como malo. Nos ayuda a manejar el mal pero, como todas las emociones espontáneas, se puede usar bien o mal. En la práctica todos tenemos dificultades en controlarla adecua-damente. Hay mucha «gente airada» en el mundo y en las comunidades religiosas.
Como señalaba san Vicente, el adecuado control de la ira exige el saber darle expresión. Él mismo se sentía airado ante la condición de los enfermos y de los hambrientos, y por ello fundó las Cofradías de la Caridad, las Damas de la Caridad, la Congregación de la Misión, las Hijas de la Caridad. La ira le dio capacidad de reaccionar con fuerza y con espíritu creativo al ver las necesidades de los pobres de su tiempo. También daba lugar a la ira cuando veía el mal en su propia comunidad, pero aprendió a combinar la ira con la suavidad. Sabía cómo mezclar lo dulce con lo amargo, como enseñó a hacerlo a Luisa de Marillac (I, 408). Quería imitar a Jesucristo que fue a la vez «suave y firme» (VII, 197). Que en este aspecto se da testimonio de Cristo aparece hoy con mayor claridad a la luz de la cristología «desde abajo» (cf. el cuarto cambio de perspectiva).
Pero si a la ira se la maneja mal, puede ser terriblemente destructiva. Si se le deja suelta, produce violencia e injusticia. Si se la reprime, puede dar en resentimiento, sarcasmo, cinismo, amargura, depresión.
A veces hay que controlar la ira, moderarla, incluso suprimirla por algún tiempo, o sublimarla. También en este aspecto san Vicente apela al ejemplo de Jesús, que sabía cómo moderar sus frustaciones en relación a los apóstoles, pero también sabía ser muy directo en la expresión de su ira hacia los fariseos que ponían cargas injustas sobre los demás.
b) La mansedumbre implica apertura fácil, amabilidad. Estas son cualidades muy importantes para ministros de Dios. San Vicente nos recuerda que en este aspecto podemos verdaderamente cambiar. Nos cuenta que cuando era joven tenía un temperamento colérico que le llevaba con facilidad a la ira. Cuenta también que solía estar deprimido a veces por largo tiempo. Pero cambió tan profundamente a lo largo su vida que todos los que le conocieron después decían que era uno de los hombres más afables que habían conocido.
Solía decir a su comunidad que a la gente se le gana mucho más fácilmente por la amabilidad que por las razones. Este consejo es particularmente útil cuando ofrecemos el don de la corrección (cf. Mt 18, 15-18), proceda la corrección de iguales o de superiores. Los que reciben la corrección escucharán mejor palabras dichas con afabilidad que las dichas en tono de acusación hiriente.
c) La mansedumbre incluye la capacidad de sufrir las ofensas con espíritu de perdón y con valentía. San Vicente fundaba su enseñanza en este aspecto en el respeto que se debe a las personas. Incluso los que cometen injusticia, decía a la doble familia, merecen respeto como personas. Los escritos de Juan Pablo II repiten esta idea para nuestro tiempo.
Por supuesto que el debido respeto por la persona del ofensor no nos prohíbe canalizar nuestra ira con valentía contra los males que él comete, pero nos prohíbe cometer injusticia en nombre de la justicia. San Vicente admitía claramente (se lo recuerda a Felipe Levacher, siguiendo la enseñanza de san Agustín) que a veces se debe tolerar el mal, cuando no hay ninguna posibilidad de que se pueda corregir. El hombre sabio aprende a convivir con el mal, y el manso trata afablemente a aquellos cuyas vidas están tan enraizadas en el mal que éste no puede ser desarraigado.
En este asunto hay que guardar un delicado equilibrio. A veces hay que saber sufrir con valor. Hay males que no se pueden evitar y que deben ser tolerados. Por otro lado se ha de evitar una falsa tolerancia. A veces hay que clamar contra la injusticia y se deben dirigir todos los esfuerzos para rechazarla. Se necesita mucha prudencia para saber distinguir entre una ocasión y otra.
En este tiempo de transición en la historia de la Iglesia (cf. en particular el quinto y sexto cambio de perspectiva descrito arriba), la combinación de afabilidad y firmeza es más necesaria, en particular en la toma de decisiones. Cuando las comunidades revisan sus formas de apostolado con vistas al futuro deben tener la valentía de decidir y actuar. Pero deben a la vez mostrar comprensión hacia los que tienen problemas en adaptarse. Del mismo modo un individuo debe tener valor en proponerse horizontes de creciente madurez, pero debe ser comprensivo consigo mismo y darse cuenta de que el cambio personal no tiene lugar en dos días, sino sólo paso a paso.
También los ministros del Señor deben darse cuenta de que, no importa lo bien que cumplan su ministerio, deben saber sufrir, con valor y con suavidad a la vez, sus propias limitaciones y los intereses encontrados de los demás. Los superiores religiosos verán que algunos miembros de su comunidad ven todo en blanco o en negro, mientras que a otros les gusta el gris. Algunos apelarán al pasado como norma para tomar decisiones, mientras que otros piensan sólo en un futuro inseguro. Los superiores nunca podrán satisfacer a todos estos tipos de personalidad, ni tal vez a ninguno. Deben tomar decisiones con valentía, y deben a la vez saber tratar con comprensión a los que disienten. Deben saber combinar en su vida dos dichos del Nuevo Testamento: «Con la fuerza que procede de Dios, soporta la parte de sufrimientos que trae el evangelio» (2 Tim 1, 8); «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 29).

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