Introducción
Luisa de Marillac es consciente de las muchas dificultades a las que tendrán que hacer frente las Hermanas en su vida cotidiana. Estas dificultades provienen ya de las mismas Hermanas, ya de las personas con quienes trabajan; la mayor parte de las veces se deben a una mala comprensión de la vocación de la Hija de la Caridad, vocación que extraña, sorprende o a veces, incluso, molesta. Por eso, Luisa va a invitar a las Hermanas a descubrir el sentido profundo de esta vocación a la que han sido llamadas y a proponerles medios para vivir bien su compromiso al servicio de los pobres.
1. La vocación de la Hija de la Caridad en el designio de Dios
Luisa de Marillac se siente admirada ante la vocación de la Compañía, recibida de Dios, vocación que la compromete a servir a los pobres. Como Vicente de Paúl, no vacila en situar este servicio emprendido por las Hijas de la Caridad dentro del gran designio de amor de Dios hacia los hombres.
a) El designio de Dios
Luisa de Marillac gusta de meditar el misterio de la Encarnación de la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Este misterio central de la Fe cristiana manifiesta, de manera muy clara, el amor que Dios tiene al hombre. En uno de sus Retiros escribe: «Tan pronto como la naturaleza humana hubo pecado, el Creador, en el Consejo de su Divinidad, quiso reparar esta falta y para ello, con un supremo y purísimo amor, decidió que una de las tres Personas se encarnase».
Dios había creado al hombre a su imagen y semejanza. Pero Adán, con su pecado, rompió la Alianza que Dios le ofrecía. La Misión del Verbo Encarnado consistió en proponer al hombre una reconciliación, una renovación de la Alianza:
«… la Encarnación del Hijo de Dios (es) según sus divinos designios por toda la eternidad para la Redención del género humano».
Luisa de Marillac constata el infinito deseo de Dios de hacer participar a la Humanidad de toda la riqueza de su divinidad. Dios se hace hombre para que el hombre llegue a ser Dios. La Encarnación responde al sentido profundo del hombre: llegar a un real conocimiento de Dios.
tu admirable Encarnación era el establecimiento de la gracia de que las almas tienen necesidad para alcanzar su fin, porque … el alma… no podía…. verse tan estrechamente unida a su objeto que es Dios, inaccesible a todo ser, sino por ese medio tan admirable que hacía a Dios hombre y al hombre Dios…».
b) La vocación de la Hija de la Caridad
Cristo, en su Encarnación Redentora, vino a manifestar a toda la Humanidad el Amor de su Padre. Confió a los Apóstoles y a toda la Iglesia la misión de proclamar a todas las naciones la Buena Noticia del inmenso Amor de Dios. La vocación de las Hijas de la Caridad se sitúa dentro de ese designio de Dios sobre la humanidad. Mediante su servicio, las Hijas de la Caridad tienen que revelar a los pobres ese inmenso deseo de Dios de unirse al hombre hasta en su pobreza, tienen que anunciar el infinito Amor divino por la Humanidad.
Luisa de Marillac, en sus oraciones, admira toda la grandeza de esta vocación de las Hijas de la Caridad, vocación que las asocia tan íntimamente a la obra de la Redención:
-¡Dios sea por ello eternamente bendito! y por la gloria que sus divinos designios preparan a las almas que trabajan en la salvación de las demás, rescatadas con la Sangre de Jesucristo…«.
En una conferencia a las Hermanas, Luisa no duda en decirles:
«…¿no es una gloria para las almas el cooperar con Dios en el cumplimiento de sus designios?».
Vicente de Paúl expresa el mismo pensamiento cuando habla a las Hermanas. En 1658, tiene en torno a él a las Hermanas que se preparan para ir a Calais a reemplazar a las que acaban de morir al servicio de los soldados heridos. Explica las razones que incitan a las Hermanas a ir a esa misión peligrosa:
«No puedo deciros otras (razones), hijas mías, sino las que tuvo Nuestro Señor cuando vino a encarnarse, esto es, el cumplimiento de los designios de su divino Padre, que desde toda la eternidad había visto que así habría de hacerse para la salvación de los hombres…».
Luisa desea que la adhesión de la Compañía de las Hijas de la Caridad a este proyecto de Dios sea total. A Juana Dalmagne, moribunda, le pide que interceda ante el Señor para que conceda a la Compañía la gracia de la fidelidad a sus designios.
«Recuerde usted, pues, querida Hermana, las necesidades de la pobre Compañía a la que Dios la ha llamado; sírvale de abogada ante su bondad para que se digne cumplir sus designios sobre ella…».
En una carta al Abad de Vaux que dirige con perspicacia la pequeña Comunidad del hospital, Luisa expresa lo que constituye su gran deseo respecto a la Compañía:
«Hágame la caridad por amor de Dios, señor, de pedir a su Bondad, no sólo para mí sino para todas las que su divina Providencia quiera llamar a la Compañía de las Hijas de la Caridad, el espíritu que usted les desea y que es, según creo, conforme con el designio de Dios para su conservación».
Luisa de Marillac es muy consciente de que la vocación recibida de Dios es grande y supera las posibilidades humanas. Por eso, en octubre de 1644, va en peregrinación a Chartres para consagrar la Compañía, de la que es responsable, a la Santísima Virgen:
«El lunes, día de la Dedicación de la iglesia de Chartres, lo empleé en ofrecer a Dios los designios de su Providencia sobre la Compañía de las Hijas de la Caridad, ofreciéndole enteramente dicha Compañía y pidiéndole su destrucción antes de que pudiera establecerse en contra de su santa voluntad; pidiendo para ella por las súplicas de la Santísima Virgen, Madre y guardiana de dicha Compañía, la pureza de que tiene necesidad. Y viendo cumplidas en la Santísima Virgen las promesas de Dios a los hombres, y en la realización del Misterio de la Encarnación cumplido el voto de la Santísima Virgen, pedí para la Compañía esa fidelidad por los méritos de la Sangre del Hijo de Dios y de María».
Luisa manifiesta su convicción profunda: Dios llama a la Compañía de las Hijas de la Caridad a colaborar con su gracia para realizar su obra de salvación en el mundo. Al escoger a la Virgen María, como Madre y Guardiana de la Compañía, Luisa de Marillac desea que las Hijas de la Caridad entren plenamente en el proyecto de Dios, que sean las siervas de su designio de Amor.
María es la que, durante toda su vida, se ha adherido al Proyecto de Dios. El Sí de María permitió la Encarnación, la realización de ese designio de Amor de Dios respecto a la humanidad. El Sí de María nos muestra también su compromiso personal en el proyecto de Dios sobre Ella. Ella es verdaderamente la Sierva de Dios, en el sentido bíblico de la palabra. En la conferencia de junio de 1642, Vicente explica a las Hermanas el sentido de la palabra «sierva»:
«ese fue el título que la Santísima Virgen adoptó cuando dio su consentimiento al ángel para el cumplimiento de la voluntad de Dios en el misterio de la Encarnación de su Hijo».
Entrar plenamente en la obra de la Encarnación de la humanidad que Cristo vino a llevar a cabo mediante su Encarnación Redentora, tal es la vocación de la Compañía de las Hijas de la Caridad.
2. Servir siguiendo a Cristo
Luisa de Marillac conduce a las Siervas de los Pobres por el camino de la fidelidad al carisma recibido de Dios. Orienta su mirada hacia Cristo Servidor y les presenta su servicio como un «seguimiento» de Cristo.
Hemos de tener continuamente ante la vista nuestro modelo que es la vida ejemplar de Jesucristo a cuya imitación estamos llamadas no sólo como cristianas sino también por haber sido elegidas por Dios para servirle en la persona de sus pobres…».
Para realizar el designio de Dios, la Hija de la Caridad está llamada a hacer resplandecer la verdadera imagen del Dios de Amor, la de su Hijo, hecho hombre entre los hombres. Del misterio de la Encarnación, Luisa de Marillac se fija en tres aspectos complementarios que esclarecen la vocación de las Hijas de la Caridad:
- Cristo Jesús se hizo hombre en medio de los hombres
- Cristo Jesús restablece al hombre en su dignidad
- La Encarnación revela la profunda humildad de Dios.
a) Cristo, hombre en medio de los hombres
Mediante la Encarnación, Dios manifiesta su deseo de una gran proximidad de vida con el hombre, de un compartir la vida real. Jesús es verdadero Dios y a la vez verdadero hombre. Al mismo tiempo que es Dios, lleva realmente la marca de nuestra humanidad, es de nuestra raza. A lo largo de toda su vida, vivió como hombre. Este tema, que le gusta, retiene con frecuencia la meditación de Luisa de Marillac:
«Amor de Dios hacia los hombres, que le ha llevado a querer que su Hijo se hiciera hombre, porque pone sus delicias en estar con los hijos de los hombres y para que acomodándose al estilo de los hombres, les diese todos los testimonios que su vida humana contiene de que Dios les ha amado desde toda la eternidad».
Para Luisa de Marillac es una apremiante invitación a encontrar a los pobres allí donde están, a compartir su vida, para poder decirles, con toda verdad, como lo hizo Cristo, que Dios los ama en su condición humana.
• Cercano a los pobres
Las Hijas de la Caridad lo son para los abandonados de todos, los sin recursos, los rechazados por la sociedad. Tanto Luisa de Marillac como Vicente de Paúl son muy claros respecto a las opciones a tomar. Desde 1639, Luisa presenta claramente la finalidad de la Compañía a la Superiora de las Benedictinas de Argenteuil que quiso recuperar a una Hija de la Caridad como Hermana conversa en su monasterio. Presenta la vocación de la Hija de la Caridad como inscrita en los designios de Dios:
«No he querido creer, señora, que haya sido usted la que ha procurado se intentara desviarla de su vocación, no pudiendo ni siquiera imaginar que los que conocen su importancia quisieran oponerse a los designios de Dios privando a la vez de socorro a los pobres abandonados, sumidos en toda suerte de necesidades que realmente sólo son atendidos por los servicios de estas buenas jóvenes quienes, desprendiéndose de todo interés, se dan a Dios para el servicio espiritual y temporal de esas pobres criaturas a las que su bondad quiere considerar como miembros suyos».
Las Hermanas encuentran a los pobres en los tugurios de la capital, en las aldeas o casas de campesinos diseminadas por los campos. Están en los «HótelDieu» u Hospitales Generales de las grandes ciudades, donde hay muchos mendigos enfermos sin familia alguna. Van a servir a los galeotes en sus cárceles, a aquellos hombres despreciados de todos, a los soldados heridos en los campos de batalla, sin ningún auxilio. Acogen a los niños abandonados, a quienes nadie quiere y que ni tan siquiera tienen derecho a la vida.
Tanto para Luisa de Marillac como para Vicente de Paúl, la caridad es esa inagotable capacidad de atención a los pobres, a los rechazados de la sociedad. Por eso enviaron a las Hijas de la Caridad hacia los que sufren y hacia aquellos de quienes nadie se ocupa. La percepción de nuevas pobrezas requiere nuevas respuestas. Las Hermanas se han encontrado ante situaciones que exigen a la vez audacia y prudencia. Lejos de los caminos trillados, la innovación es con frecuencia necesaria: las Hermanas en Polonia acogen prostitutas. Juana Francisca, en Etampes, que había recogido a los niños cuyos padres habían muerto en la guerra, se encuentra en seguida a la cabeza de un pequeño orfanato. Luisa de Marillac la anima:
«… sé que Dios le ha concedido la gracia de amar su servicio y el de los pobres; ¡sea El glorificado por ello eternamente!».
Las Hermanas deben reflexionar en las iniciativas que toman. ¿Se trata en ellas, verdaderamente, del servicio de los Pobres? Aquellos a quienes van a servir ¿están verdaderamente sin recursos, si atención? ¿Y son realmente pobres? Es lo que dice a Sor Juana Lepintre, Ana Hardemont, Francisca Carcireux, a quienes recuerda la orientación fundamental de la Compañía, cuando van hacia los ricos, que fácilmente pueden ser servidos por otros:
«las Hermanas están para atender sólo a los que no tienen a nadie que los asista».
En Arrás, las Hijas de la Caridad no irán al hospital a cuidar a los soldados heridos porque ya están allí las religiosas de Santa Brígida. Vicente de Paúl escribe al Padre Delville, Sacerdote de la Misión, respecto la respuesta que se ha dado a esa llamada:
«Ha hecho usted bien, Padre, en impedir que entregaran a nuestras Hijas de la Caridad la administración de los soldados enfermos del hospital de la ciudad, dado que hay allí religiosas no solamente capaces de llevarla, sino además bien dispuestas para hacerlo… las Hijas de la Caridad sólo están para atender a los enfermos abandonados que no tienen a nadie que les asista; para eso es para lo que han sido enviadas a Arrás esas dos Hermanas».
Las que se consideran y quieren ser siervas de los pobres deben saber mirar, observar, escuchar para descubrir las verdaderas necesidades de aquellos a quienes llaman Amos y Señores. No es cuestión de emprender una acción según las propias ideas, sin tener en cuenta las necesidades reales de aquellos a quienes se quiere servir. Luisa de Marillac recomienda a dos Hermanas que van a Montreuil-sur-Mer:
«En lo que se refiere a su comportamiento con los enfermos, ¡por Dios! que no sea para salir del paso, sino llenas de afecto, hablándoles y sirviéndoles con el corazón; informándose con detalle de sus necesidades, hablándoles con mansedumbre y compasión, proporcionándoles sin importunidad ni agitación la ayuda que sus necesidades requieran».
Genoveva, que va de una parroquia de París a un pueblecito de la Isla de Francia, deberá estar atenta para responder a las necesidades del lugar. Luisa de Marillac escribe a Brígida que la va a recibir:
«aquí tiene a Sor Genoveva que durante mucho tiempo ha servido a los pobres enfermos en la parroquia de San Lupo; espero que Dios ha de concederle todas las gracias que necesita para hacer lo que El pide ahí.
Si las responsables de las cofradías de la Caridad desean simplificar el trabajo de las Hermanas abriendo una casa de acogida para los enfermos de lejos, Luisa de Marillac pide a las Hermanas que se muestren atentas a lo que preparan las Damas, que digan humildemente pero con firmeza lo que piensan. No es cuestión, de manera especial en el siglo XVII, de sacar al enfermo de su casa y exponerle a que muera fuera de la familia. Hay que respetar al moribundo que desea terminar sus días rodeado de los suyos, de su familia que se reprocharía el haber abandonado a uno de sus miembros en esos momentos. En Bernay las Damas tienen interés en abrir un pequeño hospital. Luisa anima a Bárbara a que reaccione:
«No sabía por lo tanto la situación de la casa de los pobres; pero, Dios mío, querida Hermana, ¿quienes la ocuparán y qué será del ejercicio de las Señoras de la Caridad si se obliga a sus enfermos a que se vayan al hospital? Ya verá usted cómo los pobres vergonzantes van a verse privados del socorro que suponía para ellos la comida ya preparada y las medicinas y que la pequeña cantidad de dinero que se les proporcionaba ya no se empleará en sus necesidades. Estamos obligadas, tanto como lo podamos, a través de nuestras caritativas advertencias, a impedir que esto ocurra.
Luisa de Marillac va todavía más lejos. Pide a las Hermanas que estimulen a las Damas a que vayan ellas mismas a visitar a los enfermos como lo hacen en la mayor parte de las Cofradías de la isla de Francia.
«Para cumplir con sus obligaciones de buena Hija de la Caridad, preciso será que intente, por todos los medios a su alcance, que las Señoras de la Caridad se empleen en visitar a los enfermos»».
• Pobre con los pobres
Luisa medita en la Encarnación del Hijo de Dios; reconoce que Cristo ha deseado compartir en todas las cosas la vida de los hombres:
«y para que acomodándose al estilo de los hombres, les diese todos los testimonios que su vida humana contiene de que Dios les ha amado desde toda la eternidad…».
Acomodarse a la vida de los pobres es aceptar vivir pobremente. A la llegada de la Señora Turgis a la Compañía de las Hijas de la Caridad, Vicente de Paúl responde a las preguntas de Luisa, que recibe, por primera vez, entre las siervas de los pobres, a una de la nobleza. Después de los detalles concretos de la vida de todos los días, concluye su carta diciendo:
«… es así como Nuestro Señor quiso ajustarse a los pobres para darnos ejemplo y para que hagamos lo mismo›.
El reglamento para las Hermanas del hospital de Angers, redactado en 1639, presenta la pobreza de la Hija de la Caridad tanto en su aspecto sociológico como con su aspecto teológico:
…..se acordarán de que han nacido pobres, de que tienen que vivir como pobres, por amor al Pobre de los pobres, Jesucristo Nuestro Señor, y de que en calidad de tales tienen que vivir con extrema humildad y respeto para con todo el mundo…».
A pesar de su origen, o a causa de su origen, las Hijas de la Caridad, tienen que enfrentarse con frecuencia con la tentación de evadirse de esta pobreza, a veces difícil de vivir. Las cartas de Luisa de Marillac muestran que las tentaciones acechan con relación a todos los aspectos de la vida cotidiana. A las Hermanas de Chars, Luisa recuerda la sobriedad en la comida:
«Una y otra saben muy bien, queridas Hermanas, que en cualquier lugar en que se encuentren han de practicar siempre la sobriedad, tanto en la cantidad como en la calidad de los alimentos, como se hace aquí en la Casa».
A las Hermanas de Bernay se las invita a que reflexionen bien antes de escoger una casa para su pequeña Comunidad:
«… cuando se trate de buscarles alojamiento definitivo, tendrá usted cuidado en elegir una vivienda apropiada para unas pobres Hermanas…».
Luisa interpela a las Hermanas de Angers respecto a la afectación en el vestir. La coquetería, la afectación femenina pueden ocultarse bajo vanos pretextos…
«Tengan cuidado, queridas Hermanas, porque ese peligro es invisible, de la misma manera que no se perciben las vanidades que pueden ocultarse bajo esos pobres hábitos y ruin corlado si no se pone cuidado en ello; con pretexto de limpieza y orden se cometen grandes faltas en este punto».
La tentación puede venir directamente del dinero. Estas Hermanas, poco habituadas a poseerlo, pueden sentir el deseo de coger un poco para sus padres pobres y con frecuencia endeudados, de guardar para ellas mismas, con el fin de comprar algunos caprichos, etc. Para Luisa de Marillac, esos comportamientos son totalmente opuestos al espíritu de la Compañía y llevan consigo infaliblemente la ruina: «… como la mayoría de las que entran en la Compañía no tienen costumbre de conversar con personas de elevada posición, de manejar dinero ni de tener muchas cositas que se ven en libertad de tener, cuando empiezan a acostumbrarse a tratar con personas de buena posición, abusan».
Ante las dificultades que se encuentran, Luisa de Marillac dedica tiempo a educar a las Hermanas en el manejo del dinero. Les pide que separen bien las diferentes cuentas: una de las Hermanas llevará la contabilidad de la Comunidad y otra la de los pobres. Tendrán que dar cuenta con regularidad, es decir, habrán de explicar a la responsable de la Comunidad o a los Administradores cómo han administrado las cantidades que se les han dado, cómo las han utilizado. Luisa de Marillac desea una total transparencia en las cuentas.
En todos los que viven una carencia, una degradación, un rechazo o una exclusión, las Hermanas están llamadas a descubrir la grandeza de su humanidad. Respetar al pobre, es hacerle tomar conciencia de que tiene un valor personal. Luisa pide a las Hermanas que atienden a los enfermos que tengan hacia ellos cestos que indiquen un profundo respeto. Insiste en los cuidados elementales de higiene, ciencia poco desarrollada sin embargo en el siglo XVII.
«…No sé si tienen ustedes la costumbre de lavar las manos a los pobres; si no lo hacen, les ruego se acostumbren a ello».
«¿Tienen servilletas en las camas de los enfermos? ¿Las tienen bien limpias?» Luisa resume la profundidad de su pensamiento en unas pocas palabras:
b) El hombre restablecido en su dignidad
Cristo, en su Encarnación, significa de una manera particular la grandeza de todo hombre, ya que El se hizo uno de ellos. El es el hombre perfecto en el seno mismo de la humanidad.
«… la unión personal de Dios en un hombre, la cual es un honor para toda la naturaleza haciendo que Dios la mire en todos como su imagen si no está desfigurada por el rechazo de esa aplicación de los méritos de su Hijo que es en lo que consiste el pecado».
Cristo aparece como la verdad del hombre. En el momento de su muerte en la Cruz, el Hijo de Dios pide a su Padre que ponga fin al alejamiento del hombre, el cual se ha desfigurado por su pecado, que lo reconozca como a hijo suyo. La muerte de Cristo es la rehabilitación del hombre: en su Hijo muerto y resucitado, Dios Padre ve al hombre. Y al mirar al hombre, Dios ve a su Verbo, Hombre en medio de los hombres.
Luisa de Marillac se inscribe en esta actitud del Padre. Cristo, desfigurado, objeto de burlas, maltratado, es para ella el icono del pobre, imagen de todos los pobres a quienes las Hermanas encuentran. El servicio corporal y espiritual a los pobres viene como a prolongar, a actualizar la Redención, permitiendo a los humillados, enfermos, oprimidos, rechazados…, que encuentren su plena dimensión de hombres y de hijos de Dios. Luisa de Marillac, con una fuerte convicción, sitúa a la Compañía de las Hijas de la Caridad dentro de este inmenso deseo de Dios de unirse al hombre hasta en su pobreza.
«… sean muy afables y bondadosas con sus pobres; ya saben que son nuestros señores, a los que debemos amar con ternura y respetar profundamente».
Respeto y ternura van unidos y se dirigen a todos los que sufren, cualesquiera que sea su edad, su situación, su indigencia. Juana Francisca está encargada de un orfanato en Etampes y recibe una carta de aliento de Luisa:
«Continúe, así se lo ruego, sirviendo a nuestros queridos Amos con gran dulzura, respeto y cordialidad, viendo siempre a Dios en ellos».
Luisa no ignora que el servicio a los enfermos es a veces rudo, que si las Hermanas experimentan grandes alegrías, reciben también reproches y hasta injurias. Cualesquiera que sean aquellos a quienes sirven, las Hermanas no pueden prescindir de esa actitud de mansedumbre, de dulzura, llena de compasión. Ana Hardemont que, con otras tres Hermanas, se encuentra en los campos de batalla al servicio de los soldados heridos, recibe esta carta de su superiora:
«Alabo a Dios con todo mi corazón por las disposiciones de su Providencia sobre todas las cosas y, en especial, sobre el trabajo en el que su bondad las ha empleado. Espero que su reconocimiento por ello les servirá de preparación a las gracias que necesitan para servir a sus pobres enfermos con espíritu de mansedumbre y gran compasión, a imitación de Nuestro Señor que así trataba a los más molestos».
Para encontrar el camino del hombre herido, no bastan las buenas intenciones. A pesar de su sufrimiento, de su violencia, su miedo, rebeldía, incredulidad, el pobre debe poder percibir la certeza del reconocimiento de su ser, de la atención que se le presta como persona:
«En nombre de Dios, querida Hermana, piense con frecuencia que no basta con que nuestras intenciones sean buenas y nuestra voluntad inclinada al bien, ni con hacer nuestras acciones puramente por amor de Dios, porque juntamente con el mandamiento de amar a Dios con todo nuestro corazón, hemos recibido el de amar a nuestro prójimo, y para cumplir este último es preciso que todo nuestro exterior le edifique, como por la gracia de Dios, lo hace usted».
Para Luisa de Marillac, como para Vicente de Paúl, el amor a Dios no puede limitarse a una pura experiencia espiritual, por intensa que sea, debe hacerse realidad en un compromiso en favor de la dignidad, de la promoción del hombre. Luisa repite con frecuencia a las Hermanas:
Ayúdense «lo más que puedan con los ejemplos de Nuestro Señor que consumió sus fuerzas y su vida por el servicio del prójimo».
Ser sierva de los pobres es tener la «obsesión del pobre», del necesitado de todo, del que sufre, del que no puede vivir como hombre libre. Ser sus siervas, es ponerse humildemente al servicio de ellos, para ayudarles a encontrar su dignidad de hombre y de mujer, devolverles la esperanza, permitirles que encuentren un sentido a su vida.
c) La humildad de Dios revelada en Jesucristo
En su larga meditación sobre la Encarnación Redentora, Luisa de Marillac contempla frecuentemente la humildad que existe en Dios, la humildad que es Dios.
«No contento con haberse ofrecido para nuestro rescate, el Hijo de Dios quiso llevarlo a cabo, no viniendo a este mundo, como hubiera podido hacerlo, de una manera más en consonancia con su grandeza, sino de la forma más humillante que imaginarse pudiera, para que así, ¡oh alma mía! tuviéramos más libertad para acercarnos a El; lo que debemos hacer con tanto mayor respeto cuanto más grande es la humildad con que se nos presenta, humildad que ha de servirnos para que lleguemos a reconocer cómo se da en Dios tal virtud, ya que todas las acciones que produce fuera de El están muy por debajo de El».
La inmensidad del amor de Dios se traduce por la inmensidad de su humildad. Con el deseo de hacerse reconocer por el hombre, Dios, en la plenitud de su libertad y de su poder, va hasta el anonadamiento de Sí mismo: «El Verbo se hizo carne». Este sumergirse en el Ser de Dios, es para Luisa una apremiante invitación a avanzar por un camino de humildad.
La humildad forma parte del ser de la sierva. ¿Cómo servir a los pobres sin esa actitud que permite mirarlos, acercarse a ellos con toda verdad? Sería desnaturalizar el servicio, si las siervas buscaran en él su interés personal o las alabanzas del entorno.
«¡Ay, queridas Hermanas!, no es bastante ser Hija de la Caridad de nombre, no es bastante estar al servicio de los pobres en un hospital, aunque esto sea para ustedes un bien que nunca podrán estimar suficientemente, sino hay que tener las verdaderas y sólidas virtudes que ustedes saben deben poseer para llevar a cabo esa obra en la que tienen la dicha de estar empleadas; sin ello, Hermanas mías, su trabajo les será casi inútil».
La virtud de la humildad permite a las Hijas de la Caridad comprometerse sin temor en una obra que les supera, humildad que será su fuerza si los resultados no corresponden a las expectativas de quienes las llaman, si se las critica, etc. Cuando en Bernay surgieron dificultades con las Damas, Luisa ayuda a las Hermanas a tomar distancia y a situarse como siervas:
«Lo que tiene usted que hacer en medio de todas esas pequeñas divergencias, es ser muy humilde, poner gran cuidado en que no se la pueda acusar de arrogancia o de suficiencia; debe más bien pensar que está sujeta a todos… ¡Si supieran ustedes, queridas Hermanas, qué humildad, qué mansedumbre y sumisión quiere Nuestro Señor de las Hijas de la Caridad, sufrirían si advirtieran que no lo practicaban!».
Al pedir a las Hermanas que actúen «desde la humildad» con las Damas que administran las Cofradías, Luisa no les dice que se mantengan en una posición de inferioridad respecto a los «grandes», sino que las invita a superar esa actitud que les es natural y que la transformen en virtud a imitación de Cristo que, de Dios que es, se hizo hombre y se anonadó hasta el suplicio de la Cruz.
La humildad conduce a una real libertad en la acción, porque permite comprometerse en las tareas que se presentan sin pretender saber de antemano su medida y los resultados. La persona humilde que acepta sus limitaciones se sustrae a todo desaliento ante el fracaso posible. En Montreuil-sur-Mer, las Hermanas reciben muchos aplausos en los primeros meses de su estancia. Luisa pide a las Hermanas que traten de ser sensatas y discernir qué es lo que ocurre.
«Me dan ustedes un poco de temor al ver tanto aplauso de todo el pueblo. O se les da esto para fortalecer sus debilidades y alentarlas; o viene del Maligno para hacer que se atribuyan demasiada parte en lo que Dios quiere hacer en ustedes, consiguiendo después que el mundo, a la menor falta que les vea o al menor descontento que de ustedes reciba, las censure tanto o más que ahora las alaba y anima. Si creen ustedes que viene de parte de Dios, ¡qué obligación tienen, Hermanas, de humillarse! Pero si creen que es del Maligno, ¡cuánto temor debe darles! Pidan a Dios la gracia de hacer buen uso ya sea de una cosa, ya de otra».
La humildad se opone a la pusilanimidad que, con el pretexto de su debilidad, no se propone nada de envergadura. No es la insignificancia de las tareas la que define la humildad, sino el hecho de no apoyarse en la propia seguridad.
La humildad permite tener una oran lucidez sobre sí: no consiste en la ignorancia de lo que uno es. Hemos de reconocer los dones recibidos de Dios, los talentos que nos ha dado, para darle gracias por ello.
«Qué tenemos que no nos haya sido dado? y ¿qué sabemos que no se nos haya enseñado?…»
La humildad es también el conocimiento, el reconocimiento de todo lo que no somos. Hemos de ser conscientes de nuestras limitaciones, de la distancia entre lo que somos y lo que Dios espera de nosotras. Nosotras, debido a nuestras carencias, a nuestra pobreza, a nuestro pecado, no comprendemos plenamente el proyecto que Dios Trinidad ha formado para todo hombre. Esta mirada lúcida sobre nosotras mismas no ha de llevarnos a la tristeza sino que debe hacer nacer en nosotras los mismos sentimientos que embargaban a la Virgen María:
«Santísima Virgen! ¡Qué admirable es tu virtud! Eres la Madre de todo un Dios y, sin embargo, no te apartas de la bajeza y oscuridad. Es para confundir nuestro orgullo y para enseñarnos a estimar la gracia de Dios por encima de todas las grandezas del mundo».
La humildad está en la base de las relaciones sanas y equilibradas: la humildad no oprime al otro, no lo mira desde arriba, no tiene en cuenta las riquezas que espera darle. La humildad es la atención al otro, rehusando considerarle como a un objeto a su total disposición, aceptando al contrario descubrir todas las posibilidades que hay en él y dejándole el libre uso de las mismas.
Esta virtud permite percibir las cualidades del otro, sus talentos, sin tristeza ni envidia, sino con un sentimiento de acción de gracias por la belleza de la obra de Dios. La humildad acepta descubrir los defectos, las faltas del otro, sin desprecio ni rechazo, sino con misericordia y caridad porque conocemos nuestra propia debilidad. La persona humilde no se ofusca por las faltas de los demás porque reconoce sus propias faltas y sus errores.
«Hermanas todas, les ruego que … se renueven en el espíritu de unión y cordialidad que las Hijas de la Caridad deben tener, mediante el ejercicio de esa misma caridad que va acompañada de todas las demás virtudes cristianas, especialmente la de la tolerancia de unas con otras, nuestra virtud más querida. Se la recomiendo con todo mi interés, como algo absolutamente necesario, ya que nos lleva siempre a no ver las faltas de los demás con acritud, sino a disculparlas siempre, humillándonos nosotras. Querida Hermana, le ruego que pida este espíritu, que es el espíritu de Nuestro Señor, para toda la Compañía».
La humildad consiste, pues, en situarse en verdad ante Dios y ante los demás y, por consiguiente, en aceptarse a sí mismo con las propias limitaciones y cualidades; consiste en entrar, en seguimiento de Cristo, en una relación de acogida y de reciprocidad hacia todos. Sólo la humildad permite unir, con toda verdad y autenticidad, el amor a Dios, a los demás y a sí mismo. Pero la humildad es una virtud contradictoria. Requiere respetar, en uno mismo, la dignidad propia de todo hombre y, a la vez, exige que el yo no ocupe todo el lugar.
3. Fuentes de energía para esta vocación
Santa Luisa de Marillac y San Vicente de Paúl proponen a las Hermanas dos fuentes de energía que deben permitir una mayor fidelidad al designio de Dios para hacer frente constantemente al mundo y a una misma.
a) Una vida cristiana anclada en el bautismo
Luisa subraya la importancia del bautismo que introduce al cristiano en la vida divina. Estar bautizado implica la fe en Dios que se revela por su palabra hecha carne, la adhesión a la verdad de Dios. Estar incorporado a Cristo, es aceptar participar en su propia vida divina. En adelante, la vida del cristiano es vida de Cristo en él. Luisa, admirada de la riqueza del don recibido en el bautismo, contempla esta vida de Dios en cada alma y desea que cada una deje crecer esta vida divina. «…tenemos que ser de Dios que quiere no queramos otra cosa que lo que El quiere… sean todas muy fieles a Dios…».
Luisa de Marillac, explicando las cualidades que debe tener las postulantes que piden entrar en la Compañía de las Hijas de la Caridad, insiste en la importancia de una sólida vida cristiana.
«…se necesitan … espíritus equilibrados y que deseen la perfección de los verdaderos cristianos, que quieran morir a si mismas por la mortificación y la verdadera renuncia, ya hecha en el santo bautismo, para que el espíritu de Jesucristo reine en ellas y les dé la firmeza de la perseverancia en esta forma de vida, del todo espiritual, aunque se manifieste en continuas acciones exteriores que parecen bajas y despreciables a los ojos del mundo, pero que son grandes ante Dios y sus ángeles».
La Hija de la Caridad, como todo cristiano, está marcada de una manera indeleble, por el bautismo que la ha hecho entrar en el acto redentor. Siguiendo a Cristo está llamada, como dice San Pablo, a «despojarse del hombre viejo y a revestirse del nuevo». De esta manera, se hará apta para cumplir en el mundo el designio de Dios sobre el hombre.
• Despojarse del hombre viejo
La vida nueva sólo puede nacer si antes morimos al pecado. Mortificarse, perfeccionarse, son los términos utilizados en el siglo XVII para hablar de esta adhesión al misterio de muerte y de resurrección de Cristo. Luisa enseña a las Hermanas que la ascesis hay que entenderla y vivirla como un acto de amor. A una Hermana que acepta difícilmente su deficiente salud, escribe:
«Ruego a nuestro amado Jesús crucificado que nos sujete fuertemente a su cruz, para que unidas estrechamente a El en su santo amor, nuestros pequeños sufrimientos y lo poco que hagamos lo sean con amor y por su amor».
A otra Hermana que es el blanco de murmuraciones en el pueblo donde vive, Luisa propone que vuelva su mirada hacia Cristo doliente. La ascesis hay que vivirla como adhesión plena a Cristo Redentor.
«… puesto que somos cristianas y, además, Hijas de la Caridad, lo que nos obliga a soportarlo todo, como nos lo ha enseñado ese gran enamorado de los sufrimientos de Jesucristo».
Luisa enseña a las Hermanas a aceptar las múltiples pequeñas ocasiones que se presentan cada día, más bien que a buscar una serie de actos más o menos difíciles que manifiestan el desprecio del cuerpo.
«A veces nos parece que quisiéramos hacer duras penitencias, devociones extraordinarias, y no nos damos cuenta de que nuestro enemigo se está complaciendo en ver cómo nuestro espíritu se entretiene en vanos deseos mientras deja escapar las ocasiones de practicar las virtudes ordinarias, que se nos presentan en todo momento; y así perdemos las gracias que van unidas a esas virtudes con el pretexto de practicar otras más grandes, que no entran en los designios de Dios el damos».
Para Luisa de Marillac, la muerte cotidiana a sí misma, a través de todas las pequeñas cosas, actualiza la de Jesucristo y viene a prolongar su fecundidad en su cuerpo que es la Iglesia.
Revestirse de Jesucristo
Jesucristo es el gran educador. Luisa expresa a Juana Lepintre su profundo deseo de ver a las Hermanas que se dejan transformar por la vida de Dios: «¡qué razonable seria que aquellas a las que Dios ha llamado al seguimiento de su Hijo, tratasen de hacerse perfectas como El, intentando hacer de su vida una prolongación de la suya!».
En su oración diaria, las Hermanas sacan la fuerza de su acción. Es de Cristo de quien las Hermanas aprenden las actitudes de la sierva de los pobres.
«Qué felicidad, hijas mías, que Dios os haya escogido para continuar el ejercicio de su Hijo en la tierra!… ¡Qué felicidad, hermanas mías, hacer lo que un Dios ha hecho en la tierra!… suplico a Dios, fuente de caridad, que os dé la gracia de aprender el medio de servir a los pobres enfermos corporal y espiritualmente, en su espíritu e imitando perfectamente el espíritu de su Hijo».
Luisa de Marillac recomienda a las Hermanas que dediquen el tiempo necesario a la oración cada día. En la oración es donde las Hermanas podrán examinar si está en coherencia lo que viven con el Evangelio. Bárbara y Lorenza encuentran dificultades en su implantación en Bernay. Luisa las invita a meditar en la vida de Jesús y de su Madre.
«Ustedes han pasado. un poco de necesidad y quizá la están pasando todavía; pero, ¿no es verdad, querida Hermana, que tal estado da consuelo a su corazón al asociarla a lo que Nuestro Señor y su santa Madre pasaron con tanta frecuencia en la tierra?» .
El intercambio regular de la oración permite también a las Hermanas hacer que crezca en ellas el espíritu de oración y vivir juntas este clima:
«Le ruego, querida Hermana, me diga si entre los demás ejercicios no omiten ustedes el de comunicarse la oración y el de hacer los viernes la breve conferencia. Le aseguro, querida Hermana, que no sé de otro ejercicio más apto para hacernos fieles a Dios y mantenernos cordialmente unidas en su santísimo amor.
Recibir la Eucaristía es indispensable a la Hija de la Caridad que desea vivir en comunión real con Cristo Encarnado. Luisa de Marillac, en su meditación, se esfuerza por comprender lo que pudo inducir a Cristo a instituir la Eucaristía. Solamente su deseo de compartir todavía más su Amor hacia los hombres, puede explicar este gesto.
«Hemos de considerar qué motivo puede haber tenido Dios para esta acción tan admirable e incomprensible para los sentidos humanos; y como no podremos encontrar otro que su puro amor, debemos, con actos de admiración, adoración y amor, dar gloria y honor a Dios en agradecimiento de este invento amoroso para unirse a nosotros».
Una de las raras conferencias de Luisa a las Hermanas es un comentario muy bello sobre la Comunión. Para Luisa, comulgar, es admirarse de esta venida de Dios a nosotros, del don que nos ha hecho, de su gracia y de su vida misma.
«… (Regocijémonos y admiremos) este sorprendente invento y amorosa unión por la cual Dios, viéndose en nosotros, nos hace una vez más a su semejanza con la comunicación no sólo de su gracia sino de El mismo, que nos aplica tan eficazmente el mérito de su vida y de su muerte y nos da la capacidad de vivir en El».
Participar cada día en la Eucaristía es recibir, de nuevo, del mismo Cristo, la misión confiada a la Compañía de hacer visible y actual, para todos los pobres, la Nueva Alianza con la humanidad, misión tan grande que solamente la fuerza de Dios puede realizarla en cada una de las Hijas de la Caridad.
«Su amor me ha parecido todavía mayor al considerar que habiendo bastado su Encarnación para redimirnos, parece que el darse a nosotros en la Sagrada Hostia, es puramente para nuestra santificación, no sólo aplicándonos los méritos de su Encarnación y Muerte, sino también dándonos, como su bondad quiere hacerlo, una comunicación de todas las acciones de su vida y haciéndonos entrar en la práctica de sus virtudes, pues desea seamos semejantes a El gracias a su amor».
b) Una vida comunitaria a imagen de la Santísima Trinidad
Por el Bautismo, Dios nos introduce en su propia vida divina, su vida de comunión. Vivir como cristianos, es dejar que viva en nosotros el Dios Trinidad, a quien hemos recibido en el Bautismo. La Santísima Trinidad está verdaderamente en el corazón de toda la espiritualidad cristiana. Vicente de Paúl y Luisa de Marillac sitúan la vida comunitaria dentro de la mística del Dios-Trinidad. El vivir juntas, para las Hijas de la Caridad, es una realidad de Fe y no una simple agrupación de personas con miras a una acción como lo es un equipo de trabajo o un club de personas reunidas por afinidad. De Dios mismo aprenderán las Hermanas que amar es, a la vez, acoger y dar, que la diversidad no se opone a la unidad.
• Unidad de las personas
La unidad de Dios es primordial. La religión cristiana es monoteísta. Pero Dios no puede vivir en solitario ya que el Amor es don y acogida. «La Santísima Trinidad —dice el Padre Varillon— no está formada por tres Personas yuxtapuestas sino por tres generosidades que se dan la una a la otra en plenitud». La verdadera unidad se construye en un pluralismo unido por el amor. Luisa exhorta a las Hermanas a vivir juntas en una profunda comunión, a comprometerse personalmente en una opción libre y consciente.
«…debemos, para asemejarnos a la Santísima Trinidad, no ser más que un corazón y no actuar sino con un mismo espíritu como las tres divinas Personas…»
No ser más que un corazón, es estar unidas por un afecto profundo, por. una amistad real. El siglo XVII designa estas realidades por la palabra «cordialidad». La cordialidad, como todo lo que procede del corazón, es benevolencia, sinceridad, espontaneidad, amistad. Es un «cordial», es decir un tónico, un estimulante. La cordialidad es verdaderamente un tónico porque está llena de calor humano.
Vicente de Paúl y Luisa de Marillac son realistas. Saben que los temperamentos son diferentes, que los humores son cambiantes, que algunos caracteres son muy seguros, que las Hermanas tienen defectos. Comprenden que puede haber conflictos, tensiones. En una carta a las Hermanas de Angers, Luisa de Marillac se esfuerza por hacerles comprender que la psicología femenina es un poco cambiante y les inculca que no han de detenerse en el aspecto exterior, con frecuencia engañoso:
«Si nuestra Hermana está triste si tiene un carácter melancólico o demasiado vivo o demasiado lento, ¿qué quiere que haga, si ese es su natural?, y aunque a menudo se esfuerce por vencerse, no puede impedir que sus inclinaciones salgan al exterior. Su Hermana, que debe amarla como a sí misma, ¿podrá enfadarse por ello, hablarle de mala manera, ponerle mala cara?
¡Ah, Hermanas mías! cómo hay que guardarse de todo esto y no dejar traslucir que se ha dado usted cuenta, no discutir con ella, sino más bien pensar que pronto, a su vez, necesitará que ella observe con usted la misma conducta».
Vivir la cordialidad es desechar del corazón toda mirada negativa hacia nuestra Hermana. Es también, explica Luisa de Marillac, comprender las dificultades que encuentra, es buscar lo que es bueno para ella, buscar su bien.
«He visto la pequeña antipatía que me dice usted de una de nuestras Hermanas. ¡Dios mío!, necesario es que su caridad tenga gran comprensión y tolérancia; bien sabe usted que de ordinario son éstos, sentimientos naturales de los que no somos dueños; … hay que tratar de ganar los corazones con nuestra tolerancia y cordialidad».
Luisa invita a las Hermanas a tomar conciencia de los sentimientos que anidan en el fondo de su corazón. La vigilancia es necesaria, pues el natural tiende siempre a dominar. Si la atención al otro, la ayuda mutua, la comprensión de sus dificultades, elementos de toda caridad cristiana, son esenciales para toda vida fraterna, Luisa de Marillac, sin embargo, nos pone en alerta contra un defecto totalmente femenino: la curiosidad. El deseo de saber lo que pasa, de decir los pequeños defectos observados en una u otra, arruina poco a poco la confianza mutua y perjudica enormemente las relaciones fraternas:
«Y nos es muy necesaria también la mortificación rigurosa de nuestra curiosidad, principalmente cuando varias Hermanas se encuentran reunidas: de ordinario, hay una premura para informarse de los defectos y carácter de las demás y premura también para decir lo que se sabe acerca de ello; igualmente, estamos obligadas a empeñarnos en mortificar los resentimientos y aun deseos de pequeñas venganzas que pueden sembrar la turbación entre las Hermanas… cuando alguna se ha dejado ir a contar los disgustillos que han tenido recíprocamente».
Conocedores de la naturaleza humana, Vicente y Luisa no ignoran que existirán choques, a pesar de la mejor voluntad de todas, por eso subrayan la importancia de la reconciliación, tan a menudo mencionada por Jesús en el Evangelio (cf. Mt. 5, 23-24) y que Pablo vuelve a citar en sus escritos (cf. Ef. 4, 26).
Múltiples consejos se dan a las Hermanas para vivir esta exigencia evangélica y se explicitan las repercusiones sobre la vida personal y comunitaria. La reconciliación permite borrar el mal que se ha cometido, corregirse de las faltas reconociendo la propia culpabilidad; suprime rápidamente los resentimientos, los descontentos, las aversiones y evita las murmuraciones. La reconciliación acrecienta la caridad mutua, la cordialidad, el buen entendimiento. Al favorecer la unión comunitaria, favorece al mismo tiempo el servicio a los Pobres.
«Alabo a Dios con toda mi alma por el sincero afecto que su bondad les comunica una hacia otra, eso es lo que mantiene la unión y la tolerancia que las Hijas de la Caridad han de tener entre sí, y lo que hace que no haya que hablar mal la una de la otra, cuando da cuenta (una de la otra), porque si algo ocurre entre las dos después de haberse pedido perdón, todo queda olvidado»‘.
Diversidad de personas
La Iglesia siempre ha afirmado la paradoja de tres personas iguales y distintas, en una sola naturaleza. El amor divino llama a la reciprocidad sin monopolización, sin empobrecimiento. En Dios no puede haber ninguna forma de posesión, de fijación egoísta sobre sí mismo. Luisa de Marillac invita a las Hijas de la Caridad a «honrar» a esta Trinidad de Personas:
«…honren la unidad de la Divinidad en la diversidad de Personas de la Santísima Trinidad…», escribe Luisa de Marillac a las Hermanas de Nantes.
Honrar a esta Trinidad de Personas en la unidad de la Divinidad, será comprender que todo hombre, a imagen de Dios, no puede realizarse plenamente más que dándose a los demás, sin buscar el poseerlos o anexionárselos.
Tenemos tendencia a calificar lo que nos diferencia de la otra como defectos, errores; nos vemos tentadas a rechazar esta diferencia como algo molesto. Ahora bien, aceptar la diferencia en la otra es una manera de construirse a sí misma, de precisar lo que una es, no para enorgullecerse, sino para reconocer sencillamente los dones de Dios en nosotras.
A través de la vida de las primeras Comunidades locales de las Hijas de la Caridad, nos damos cuenta de que algunas Hermanas tienen dificultad para aceptar la función de Superiora confiada a una de ellas.
Reconocer a la otra, es reconocerla en la función que se le ha confiado.
«¿No sabe que no debe hacer nada ni ir a ningún sitio sin el permiso de Sor Bárbara, a la que aceptó usted, antes de marchar, como superiora…».
Hablando a las Hermanas del tiempo del recreo, de ese tiempo en que están reunidas para intercambiar libremente entre ellas, Luisa de Marillac da algunos consejos para bien vivirlo juntas, integrando las diferencias:
«La conversación durante el recreo debe ser verdaderamente alegre y cordial, hablando indistintamente con las personas que nos agradan y con las que nos son menos simpáticas, contestando con afabilidad, sin aparente esfuerzo y sin echar nunca nada a mala parte, recordando la mansedumbre de Jesucristo…».
Cada una debe poner su parte en ese «vivir juntas» con toda su capacidad de Fe y de Amor, aceptando la ley de la renuncia y de la muerte para que brote la fecundidad.
Complementariedad
La igualdad de las Personas Divinas es una llamada a vivir la armonía recíproca: «El amor trinitario nos obliga a excluir la voluntad de poder y el deseo de anexión», dice el Padre Varillon. Este amor nos conduce también a rechazar la dimisión o la cobardía, o el deseo inconsciente de ser anexados por otros.
Vicente de Paúl y Luisa de Marillac piden a las Hermanas que se comuniquen lo que hacen, lo que piensan, para llegar a una comunión en el actuar. Ya en 1639, se les recuerda esta exigencia a las dos Hermanas de Richelieu, primera implantación en provincias:
«… (que tengan el corazón) abierto la una para la otra …».
El intercambio en Comunidad se percibe a veces como tiempo perdido, tiempo que se roba al servicio de los pobres. En una carta a las Hermanas de Bernay, Luisa recuerda su importancia. La comunicación mutua permite completar el propio punto de vista con el de los demás, hace crecer y mantener la unión y la cordialidad.
«no dudo de que sus corazones viven en una gran unión, que se comunican una a otra lo que hacen…».
La reflexión común, en la que cada una da y recibe, ayuda a profundizar en la vocación, facilita la toma de conciencia de las llamadas recibidas por la comunidad y procura una verdadera luz para responder a la misión confiada.
«nunca me regocijaré bastante de la unión que creo reinará entre ustedes, en palabras y en obras, desde su interior y mostrándose exteriormente, lo que edificará a toda la familia y a los de fuera», escribe Luisa a las Hermanas de Polonia.
Estos intercambios en comunidad son una fuerza, porque permiten actuar en la misma dirección, según las mismas orientaciones, a ejemplo del Padre, del Hijo y del Espíritu, en el seno de la Santísima Trinidad. Las tres Personas Divinas, en su amor mutuo, viven incesantemente esa complementariedad: lo que es de una es de la otra, sin distinción de rango ni poder.
Luisa enseña, pues, a las Hermanas que toda Comunidad fraterna donde se vive una real cordialidad, un respeto mutuo, una tolerancia llena de amistad, es una Comunidad misionera, porque revela no solamente el Amor de Dios a los hombres, sino también al Dios Trinidad.
Conclusión
Al situar la vocación de la Hija de la Caridad dentro del gran designio de Amor de Dios, Luisa de Marillac da testimonio del vínculo profundo establecido entre su vida y su Fe. Invita a las Hermanas a descubrir el significado de los misterios cristianos de la Encarnación, la Redención, de la Santísima Trinidad, misterios que dan sentido a su vida y las comprometen a servir a los excluidos, a los necesitados, para ayudarles a vivir en plenitud.
One Comment on “La vocación de la Hija de la Caridad a la luz de Luisa de Marillac”
Buenas Noches que lindo texto, quien es el autor de este texto, peudeo tomar algunas de sus frases para uan monicion de entrada de en la celenbración de 50 años de vida consagrada de una de la Hijas de la Caridad ??
Agradezco su repuesta.