La traslación de las reliquias de San Vicente

Francisco Javier Fernández ChentoEn tiempos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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Autor: Desconocido · Año publicación original: 1896 · Fuente: Anales Españoles. Tomo IV..
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Muerte de San Vicente de Paúl. — Sus reliquias.

En los últimos días de su vida, hablando San Vicente de Paúl con sus Misioneros les decía: «Bien pronto el miserable cuerpo de este viejo pecador será entregado a la tierra, que­dando reducido a ceniza, y vosotros le hollaréis con los pies». Mas Dios, que ensalza a los humildes, ha ensalzado los pre­ciosos restos de San Vicente de Paúl, y su cuerpo ha sido puesto en los altares; hoy mismo se halla expuesto a la ve­neración de los fieles en la iglesia de la Casa-Madre de la Congregación de la Misión; noche y día arden veinte lámpa­ras en presencia de sus sagradas reliquias, y París las mira como uno de sus más preciados tesoros.

Pensóse, por consiguiente, en averiguar el estado en que se encontraban los restos mortales del siervo de Dios, proce­diéndose para ello a la apertura del sepulcro el 19 de Febre­ro de 1712, cuando ya habían pasado más de cincuenta años después de su muerte. Sin duda que sólo al Santo de los santos había sido prometido que su cuerpo no se vería sujeto a corrupción: Non dabis Sanctum tuum videre corruptionem. Abrigábanse inquietudes sobre el estado en que iba a aparecer el cuerpo del siervo de Dios a la vista de los con­currentes.

Ábrese el sepulcro y al instante la alegría rebosa en los labios y corazones de cuantos presentes se hallaban; la muer­te había sido una vez más «absorbida en su victoria» tenien­do que respetar a Vicente de Paúl. Después que cada uno de los presentes hubo satisfecho su piadosa curiosidad y devo­ción, los peritos hicieron un proceso verbal en que termina­ban diciendo: «que habían encontrado un cuerpo completa­mente entero y sin ningún género de mal olor. » Hecha la visita de los preciosos restos de Vicente de Paúl, púsose todo en el mismo estado que antes, con la confianza de que Dios apresuraría el ensalzamiento de su siervo, multiplicando más y más los milagros, si de ello hubiese necesidad; esta espe­ranza no fue confundida, siendo Vicente de Paúl beati­ficado el 29 de Agosto de 1729.

No bien se había cerrado el féretro, cuando llegó el Ar­zobispo de Viena, quien pidió se le permitiera el consuelo de ver por última vez al Santo, y habiéndolo obtenido, besó aquellas manos que tantas lágrimas habían enjugado.

Repartiéronse los vestidos del siervo de Dios, los cuales habían obrado ya milagros. Uno de los jóvenes discípulos de San Vicente, ocupado aún en las letras, fue acometido de una enfermedad que le impedía dedicarse al estudio y que hubiera sido causa de quedarle cerradas las puertas del san­tuario, no obstante el deseo que tenía de consagrarse a las misiones. Vínole a la memoria la fe de aquella humilde mu­jer del Evangelio, que obtuvo la salud con sólo tocar la ves­tidura del Salvador, y arrodillándose cuando pasaba el siervo de Dios le tocó con confianza el vestido y se vio de repente curado.

Apertura del sepulcro en 1712 y en 1729.— El cuerpo de Vicente de Paúl.

Multiplicábanse los milagros en Francia y en las más lejanas tierras por intercesión de Vicente de Paúl y el uso de sus reliquias, de tal suerte que el mismo Superior del Seminario de Chartres, Juan Bonnet, sacerdote de la Con­gregación de la Misión, había sido repentinamente curado de una hernia total, después de haberse encomendado a Vicente de Paúl.

El 25 de Abril de 183o fueron trasladadas estas sagradas reliquias con extraordinaria pompa, a través de las calles de la capital, desde la iglesia de Nuestra Señora de París a la de los Misioneros de San Vicente de Paúl o lazaristas, calle de Sévres, 95, donde se hallan al presente. Todos los años se conmemora esta solemne traslación con una fiesta que se celebra el segundo domingo después de Pascua.

Cuando murió Vicente de Paúl, el 27 de Septiembre de 166o, fue sepultado su santo cuerpo en el coro de la iglesia del primitivo San Lázaro, en París, en la confianza de que este sagrado cadáver sería bien pronto glorificado. Su cora­zón, muy semejante al de Jesús, que tanto amó a los hom­bres, fue conservado y puesto en una cajita, que la piadosa duquesa  de Aiguillon había mandado hacer para depositarlo.

Acudió el pueblo cristiano a prestar sus últimos home­najes a un tan venerable y caritativo sacerdote. El Nuncio del Papa, innumerables Obispos, entre otros Bossuet, príncipes, magistrados, con las dos familias religiosas de San Vicente de Paúl y una inmensa multitud de pobres quisie­ron contemplar una vez más el aspecto del Santo.

El 25 de Septiembre siguiente se procedió a abrir por segunda vez el sepulcro. Por desgracia, el influjo del aire, y mayormente dos inundaciones que doce años había invadie­ron el patio y capilla de San Lázaro, habían transmutado el sagrado cuerpo; la sotana contenía aún vestigios del lodo dejado por las aguas. Por lo demás, los sagrados restos no despedían ningún mal olor.

El Arzobispo de París tomó para sí la mano izquierda del Beato, de la que distribuyó algunas falanges a los más ilustres personajes de la Comisión, el duque de Noailles, la mariscala de Grammont y algunos más. El Superior Ge­neral separó también una reliquia con hueso para mandarla al Papa. Ya anteriormente, el 21 de Marzo de 1727, se había regalado un corazón dibujado con la sangre del Beato, a Be­nedicto XIII, quien lo recibió con agrado y colocó en su breviario. Después de la beatificación se le envió un pedazo de tela, teñido en la misma sangre y encerrado en una her­mosa caja; el Soberano Pontífice lo recibió con demostra­ciones de mucha mayor satisfacción y lo envió a Benevento, de donde había sido Arzobispo, con el fin de que fuera ex­puesto en la catedral. También se regaló a la reina de Ingla­terra en 1730 un recuerdo semejante, y en 1731 fue enviado otro, juntamente con una reliquia en hueso, al Sumo Pontífice Clemente XII.

Eficacia de las reliquias de San Vicente de Paúl.

Concedió Dios Nuestro Señor una tal virtud y eficacia  celestial a estos sagrados restos y reliquias de Vicente de  Paúl, que, como las de tantos otros Santos, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, por sola la invocación de su nombre se convertían en instrumentos de milagros sin cuento. Los mismos elementos cedieron alguna vez ante el poder del fiel siervo de Aquel que amansaba los vientos y el mar. En efecto; la vigilia de Pascua, 3 de Abril de 1706, se apode­ró un incendio del bosque de la Vailliére y de Vanjour, en Anjou, que, secundado por un fuerte viento, abrasó en un instante hasta 4o fanegas de extensión. En la misma raya del arbolado estaba situada una casita perteneciente al hospital de Luble, en que vivía una viuda con cinco criaturas. Una Hija de la Caridad, empleada en este Hospital, acudió prontamente a la casita para conservar, si posible fuera, a los pobres este pequeño bien, y, sobre todo, con el fin de librar de la muerte a estos desgraciados. Ya la casita se hallaba amenazada por las llamas, que con gran furia avanzaban, y la Hermana, destituida de todo socorro humano, púsose en oración, dirigiéndose a Vicente, confiando en la compasión que Dios le había comunicado para con los desamparados. Como el mar ante el grano de arena, así la oleada ardiente del incendio detuvo su curso y retrocedió ante el débil li­mite que la fe le había opuesto, dejando ilesa a aquella ino­cente familia, con la casita que les servía de abrigo.

A semejanza de su Divino Maestro, hizo el siervo de Jesu­cristo sentir también su poder a los mismos demonios. En la parroquia de Sonac, diócesis de Cahors, habitaba una doncella noble, llamada Margarita Darcímoles, a quien ha­bía declarado realmente posesa el piadoso y sabio Obispo Ni­colás Sevin. El mismo en Mayo de t663 tuvo cuidado de designar al canónigo regular Esteban Guinguy, con el fin de que la echara los exorcismos de la Iglesia. Guinguy se di­rigió a Sonac, acompañado de un joven clérigo, Pedro Ri­viere, que Nicolás Talec, Superior del Seminario, le había dado por compañero.

Tratando el Padre de confesar a la poseída, el demonio empezó a atormentarla más reciamente. «Déjala en liber­tad—exclamó el exorcista.—Sí, libertad—repuso el maligno espíritu—para que hagáis bajar fuego del cielo que me abrase».

El presbítero le conjuró entonces, por los méritos de muchos Santos, y como fuese inútil, vínole a la memoria conjurarle por los méritos de Vicente de Paúl, de quien le había hablado con frecuencia Alain de Solminac. Al oír nombrar a Vicente: —¡Calle la boca, calle la boca!—exclamó el demonio arroján­dose a su cuello. Mas el exorcista desprendiéndose de estos embarazos, repetía más y más los conjuros. Entonces el demonio no pudo menos de decir en alta voz:—Vicente se ha alimentado sobre la tierra de un manjar que es el tósigo de nuestro infierno, este manjar no es otro que la nada, el ano­nadamiento de sí mismo. De la nada es de lo que ha vivido Vicente, mas ahora vive de la plenitud de la gracia. La nada hace vivir y morir; hace morir al mundo y vivir a la gra­cia.— Si bien es verdad—replicó el sacerdote—que eres el padre de la mentira, sin embargo, acabas de decir una gran verdad. — iAh— replicó el demonio:— ¡ojalá que todo lo que acabo de decir no fuese sino una pura mentira!

No obstante esto, el exorcista juzgó conveniente, para acabar de obtener una completa victoria, llevar la posesa a la iglesia; mas como ésta permaneciese inmoble en la entra­da del cementerio, hubo de recurrir de nuevo al hombre de Dios: —jVicente, Vicentel— gritó por fin, vencido el demo­nio:—tú estás ensalzado en el cielo, mientras yo, por el con­trario, estoy abismado en los infiernos.—Y diciendo esto, dejó la presa.

Tan luego como Vicente murió, su sepulcro se hizo glo­rioso por los milagros que en él se obraron. En efecto; en 1661 en Tregnier, María André, que estaba ya desahuciada por los médicos, con sólo beber un poco de agua, en que se había empapado un pedazo de tela teñida de sangre del hu­milde sacerdote, quedó curada. A semejanza de Claudio José y Antonio Greffier, ambos de París, otros ciegos reco­braban la vista y los sordos el oído ante la tumba de Vicen­te. Y del mismo modo que un pobre joven llamado Ale­jandro Felipe Legrand, Luisa Isabel de Sackeville, noble doncella inglesa y Juan Descroisilles, sacerdote de la Misión, en Toul, los paralíticos eran curados.

María Teresa Pean de Saint-Gilles, conocida en la religión con el nombre de San Basilio, había sido con dificultad admitida a hacer la profesión en 1706, en el convento de las Benedictinas de Monmirail, a causa de lo débil y enfermiza que siempre se había criado. Dos años después, un ataque de apoplejía la dejó paralítica, y causó en sus entrañas desarre­glos y úlceras horrorosas, con una hinchazón casi general, inapetencia absoluta, sed devoradora, insomnio continuo, sudores y crisis nefríticas, que acabaron de extenuar y alte­rar su constitución. En esta situación se encontraba hacía unos diez años, cuando el célebre Juan José Languet, en­tonces Obispo de Soissons, y más tarde Arzobispo de Sens, llegó a Montmirail con el fin de inaugurar la fiesta de la Beatificación de Vicente de Paúl; y habiendo tenido conoci­miento del estado de la hermana San Basilio, dispuso la lle­vasen la reliquia del Beato. La enferma besó la reliquia con veneración y rogó tocaran en ella un pedazo de tela, que luego aplicó a su cuerpo. Juzgándose dichosa en sufrir, y dispuesta como estaba a padecer hasta la muerte, no pedía más que la curación de sus úlceras, no, empero, de la parálisis; deseaba la curación de las úlceras para no verse obligaba a ponerse diariamente en manos del médico. Fue, con efecto, oída, pues no bien había concluido su súplica, cuando se vio libre de las úlceras y de toda hinchazón, quedando, empero, la pa­rálisis. Algunos días después, habiendo mandado la leyesen la vida del Siervo de Dios, se decía a sí misma: ¿Por qué no había de obtener igualmente el uso de mis miembros impedidos? Por lo que, del todo resuelta a no emplearlos sino en servicio de Dios Nuestro Señor, dio principio a una novena. Llegada al día tercero, se sintió movida a salir de la cama, y aunque su compañera trataba de disuadirla, por fin se levanta y echa a andar, con admiración de cuantos la vieron. Todo el convento y la ciudad fueron testigos del milagro.

Un despacho del Arzobispo de Sens, de 1742, testifica la, curación de la hermana María Antonieta Robbe. Esta reli­giosa, perteneciente a la Comunidad de las Huérfanas, en el barrio de Jonne, se hallaba atacada de un escirro muy peli­groso, sin hallar remedio, habiendo gran número de médi­cos afamados enteramente desesperado de la curación. Ya por fin, abandonando ella toda clase de remedios humanos, pidió con santa insistencia su curación por medio de dos novenas que hizo en honor de Vicente de Paúl, en la capi­lla del Seminario, cuya dirección tenían sus hijos; y en este mismo lugar ¡oh poder de la oración! fue repentinamente curada.

Otras muchas enfermedades, como las de María Ana Lul­lier y de Genoveva Catalina Marquette, atacadas de paráli­sis, desaparecieron milagrosamente por la mediación de Vi­cente de Paúl, como lo testifican documentos auténticos.

Estas dos últimas favorecidas por el Siervo de Dios, Ma­ría Lullier y Catalina Marquette, eran niñas de poca edad. Catalina Jean, objeto asimismo de la poderosa intercesión de Vicente, era una mujer de setenta años, en cuya edad fue atacada de apoplejía que la causó un temblor general y prin­cipio de parálisis, que poco después fue completa. Perdida toda esperanza de restablecer su salud, los más afamados médicos le habían señalado la paciencia como único reme­dio de su mal estado, empero ella, con su confianza en Dios, halló otro más eficaz. El 14 de Agosto de 1729, domingo infraoctava de San Lorenzo, se determinó ir a la iglesia del Santo Diácono, su iglesia parroquial. Apenas había un cuarto de hora de distancia de su casa a San Lorenzo; no obstante, después de dos horas de fatiga, aún no había lle­gado a la iglesia. Entra en ella rendida por el cansancio, y una Hija de la Caridad, que iba delante, después de infor­marse de su estado, la dijo: «Habéis venido en una ocasión muy propicia; hállase en medio del coro el cuerpo del Beato Vicente de Paúl: dad principio a una novena en su honor, y, si es del agrado de Dios, seréis curada.» Catalina no había jamás oído hablar del Santo Sacerdote. No obstante, dejóse llevar a su sepulcro y dijo para sí: «¡Dios mío, curadme de mí parálisis espiritual y corporal! Mas ¡cúmplase vuestra voluntad! ¡Beato Vicente, rogad por mí! Y se puso a rezar nueve Padrenuestros y Avemarías. Apenas había concluí- do, cuando se levantó sin apoyo, volviéndose a su casa con paso firme, derecha como una I, dice en su deposición, y llevando alzado su bastón en señal de triunfo.

Francisco Richer, negociante de París y mayordomo de fábrica de la parroquia de San Lorenzo, levantando un enorme peso se había quebrado el peritoneo, de donde le provino una hernia muy peligrosa, que le causaba tan fuer­tes dolores, que en ciertos ataques llegaba hasta a perder el conocimiento. La misma mañana en que el Arzobispo de París debía proceder a la apertura del sepulcro del Beato, había sufrido uno de estos ataques. Uno de sus amigos a quien le había dado noticia de su mal estado, le rogó que le acompañase a San Lázaro, a lo cual acudiendo Richer, hizo una corta, pero fervorosa oración ante el sepulcro del Siervo de Dios. Al punto percibió un movimiento en sus entrañas, y sin vacilar exclamó: «¡Estoy curado!» Mandó decir algunas Misas en acción de gracias, y volviendo a su casa, más y más convencido de su curación, arrojó el vendaje al fuego: en efecto, su curación había sido total y completa. Los mé­dicos, después de haberle visitado y examinado, declararon la curación milagrosa; Richer les ayudó en ello, entregán­dose sin consideración alguna a los más rudos trabajos; y hasta el mismo Dios permitió, como último argumento, que diera una gran caída, capaz de magullar todo su cuerpo, sin que por esto se renovara la llaga ni repitiera ninguno de los ataques anteriores.

Los hijos espirituales del Bienaventurado Vicente de Paúl fueron especialmente objeto o ministros de sus gra­cias extraordinarias. La Hermana Guerín, Superiora de las Hijas de la Caridad, fue curada, por la intercesión de su bien­aventurado Padre, de un cáncer que le había devorado par­te de una pierna.

Un Misionero joven, Juan Polly, o si se quiere, las Hijas de la Caridad, obtuvieron por el mismo medio la salud para muchos enfermos por quienes se interesaron. (Véase a May­nard, San Vicente de Paúl, tomo IV.)

Las reliquias de San Vicente de Paúl durante la revolución

El 13 de Julio de 1789 fue por primera vez saqueada la Casa de San Lázaro, y el 3o de Abril de 1792, Devitrey, comisario de los bienes de la nación, se presentó en ella para tomar los vasos sagrados y demás cosas de plata de la iglesia, entre las cuales se contenía la caja de San Vicente. Los Mi­sioneros reclamaron el cuerpo de su Padre, y Devitrey se lo, mandó, como lo dejó consignado en su proceso verbal.

Colocaron, pues, la santa reliquia, juntamente con el alba y estola de que estuvo revestido, en una caja de roble. El corazón fue transportado a Turín y después vuelto a Fran­cia; se guarda en la catedral de Lyon. El cuerpo, llevado a la calle des Mathurins-Sorbonne, después calle des Bour­donnais, fue sepultado en 1795, calle Neuve-Saint-Etienne, donde se le tuvo oculto durante los últimos años de la revolución en el hueco de una pared; el 13 de Julio de 1806 fue por fin la santa reliquia puesta en manos de las Hijas de San Vicente, las Hermanas de la Caridad, cuya Casa-Madre es­taba entonces situada en la calle du Vieux-Colombier. Cuando éstas se hubieron de establecer en su nueva morada, 140, calle du Bac, transportaron allí el precioso depósito, donde estuvo esperando colocado bajo un altar, la solemne traslación de 1830.

Traslación de las reliquias en 1830

Admirable es Dios en la recompensa que prepara a sus Santos, pues desea que aun aquí en la tierra se les dispensen honores, cuales jamás a Rey alguno fueron tributados, como lo testifica la munificencia de los príncipes y piedad del pue­blo fiel en levantar a San Vicente de Paúl un monumento digno de la grandeza de sus obras.

El cuerpo del Santo fue provisionalmente colocado en el palacio arzobispal de París, donde lo examinó y reconoció auténticamente el Excmo. Sr. De Quelen. Hecho esto, ha­biéndolo adornado ricamente, fue depositado en el preciosí­simo sepulcro donde al presente reposa. Después de una función solemnísima, celebrada en la Catedral Metropolitana, fue trasladado a la nueva Casa-Madre de la Congregación de la Misión, 95, calle de Sévres, el domingo II después de Pascua, 25 de Abril de 1830.

El día en que tuvo lugar esta marcha triunfal—escribe un testigo de vista, el Sr. Gerbet,—bullía un inmenso gentío en París; todos tenían en sus labios el nombre de Vicente, pudiéndose decir que no parecía sino que se trataba de un contemporáneo, de un hombre de todos conocido. Adorná­ronse las fachadas de las casas ante las cuales pasara dos siglos antes este pobre y sencillo sacerdote. ¡Cuántas veces había recorrido en sus caritativas excursiones las mismas calles que ahora iba a atravesar, como para refrescar su me­moria, aquel hombre de Dios!

Mientras tanto, dióse principio a la majestuosa ceremo­nia en la Basílica Metropolitana, Nuestra Señora de París. Este templo, el mismo que San Vicente de Paúl había visto y visitado tantas veces, y que ahora contenía sus despojos mortales, estaba engalanado como en los días de mayor so­lemnidad.

Hecha la señal, púsose en movimiento la religiosa co­mitiva, rodeando el cuerpo del Santo los sacerdotes, las vírgenes y los ministros sagrados.

En medio de sus discípulos los sacerdotes de la Misión, en medio de las admirables cooperadoras de su caridad, en medio, en fin, de niños que le debían la existencia y el bene ficio de la fe, Vicente de Paúl avanza como por sí mismo, atrayendo las miradas de los concurrentes, y pareciendo descansar en medio de los pacíficos trofeos de sus múltiples victorias.

A continuación del Cabildo metropolitano venían dieci­siete Obispos, quienes con el esplendor de su presencia da­ban realce al triunfo del Santo Sacerdote. El Arzobispo de París, Excmo. Sr. Quelen, presidía, revestido de pontifical, esta fiesta que tanta gloria diera a su episcopado.

Llegó por fin la procesión al umbral de esta nueva mo­rada, que cobija al presente a sus Hijos, arrojados de la Casa que él mismo habitara. Con esto parecía tomar posesión de este templo que acababa de edificarse y hacer de él uno de los más venerados de Francia.

Arriba del altar se había preparado de antemano el lugar donde debía descansar el cuerpo del Santo Sacerdote. En este lugar, detrás de una verja dorada, es donde al pre­sente está colocado el sepulcro que contiene los sagrados restos de Vicente de Paúl. Esta caja se abre todos los años durante ¡a octava que sigue a la fiesta del Santo (19 Julio), y durante la novena siguiente al aniversario de la traslación, domingo II después de Pascua. Dicho sepulcro, todo de pla­ta, es una obra maestra, en que el precio de su labor supera al de la misma materia, habiendo merecido llamar la aten­ción en la Exposición de la industria francesa en 1827; va­liosa ofrenda de la diócesis de París a Vicente de Paúl y a sus Hijos. Su elevado precio se obtuvo por medio de sus­cripciones y colectas, a cuyo frente figuraban el Rey, los Príncipes y Princesas de la real familia. Es un cuadrilongo de siete pies de largo por dos y medio de alto y de ancho, estando cimbrada su parte superior. Hermosas puertas de cristal cierran las tres caras laterales. El larguero y la cim­bria están cincelados con primor, y en cada uno de los dos largueros anteriores dos zócalos sostienen niñitos de un pie de altura; huérfanos de ambos sexos que teniendo las manos Juntas, miran con la más viva expresión de gratitud y respeto a su padre y bienhechor. Una efigie de San Vicente de Paúl, de tres pies y medio de alto con vestidos sacerdotales, de rodillas sobre una nube y con los ojos y manos elevados al cielo, sirve de coronamiento a la sagrada urna. En derredor suyo se destacan cuatro ángeles que llevan los atributos de la Reli­gión, a saber: la Fe, la Esperanza y la Caridad. En su interior está forrada de seda blanca, adornada con bordados de oro.

Todos aquellos en quienes arde el fuego sagrado de la fe y caridad cristiana se juzgan por muy dichosos cuando han podido llegarse a avivar su llama cerca de tan sagrado depósi­to. Ya hemos dejado consignadas en otro lugar las maravillo­sas mercedes obtenidas por medio de estas santas reliquias.

Estas maravillas se han repetido en todos tiempos, pudo decir uno de sus recientes historiadores, el abate Maynard, de un modo especial en la Casa Madre, en cuya iglesia des­cansa el sagrado cuerpo. No hay apenas fiesta del Santo que no quede sellada por algunos milagros, obrados particular­mente en favor de los humildes y pobres por este padre y patrón de los desvalidos. Todos los años, y muchas veces al año, parece repetir este fiel discípulo del divino Salvador aquellas palabras: «Id y publicad por todas partes que los «ciegos ven, los sordos oyen, los enfermos recobran la salud, «los cojos andan y los pobres son evangelizados».

Estos beneficios son los que han inspirado a la Iglesia la oración que pone en boca de los fieles el día de la festividad de las Reliquias del Santo: «¡Oh Dios, que enriquecisteis el corazón del bienaventurado Vicente con un admirable tesoro de misericordia, con que pudiese socorrer las innumerables miserias de los hombres! Os rogamos que nos concedáis en esta solemnidad de la Traslación el que con santa emula­ción deseemos esa caridad que sus cenizas aún exhalan, y que participemos abundantemente de sus frutos». Por Nuestro Señor Jesucristo. Así sea.

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