La plenitud del Espíritu

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Author: Miguel Lloret, C.M., C.M. · Year of first publication: 1982 · Source: Ecos de la Compañía, 1982.
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Pasando de las Cofradías de la Caridad a las Hijas de la Caridad, hemos visto cómo los Fundadores ponían el acento, cada vez más, en la radica­lidad del don total de sí misma a Dios para el servicio de los pobres.

Esta insistencia se hace todavía más clara cuando se trata del «espíritu de la Compañía»; ese espíritu es el que, por definición, ha de animar nuestras existencias y unificarlas dándoles su orientación propia. Humil­dad, sencillez y Caridad —ya recomendadas anteriormente a las Damas, como característica suya— constituyen, con mayor razón para las Hijas de la Caridad el camino evangélico que va a permitirles identificarse, más y más, con Jesucristo-Servidor, encontrarle y unirse a Él en el corazón y la vida de los pobres. Como les dice San Vicente, es para ellas una cues­tión de vida o muerte; una cuestión de tener sentido o no tenerlo: Las Hijas de la Caridad no pueden ser fieles a su vocación, sino en la medida en que estén impregnadas de ese espíritu, en que tiendan a vivirlo en plenitud.

Con la Iglesia, en la magnífica secuencia de Pentecostés, que tendría­mos que meditar con frecuencia, es el caso de decir:

«Concede a tus fieles que en Ti confían
tus siete sagrados dones»

Porque, en efecto, como lo dicen las Constituciones 2.3): «Depender del Espíritu es dejarle crear en el alma la semejanza con Cristo, manso y humilde de corazón».

Muchas veces lo hemos dicho: el espíritu de la Compañía no es una abstracción. Es la manera como el Espíritu Santo trabaja en el corazón de una Hija de la Caridad, al igual que en el de cualquier bautizado, para que viva su cristianismo precisamente como Hija de la Caridad.

«Cuando se dice que el Espíritu Santo opera en alguien, se entiende que ese Espíritu, al residir en esa persona, le comunica las mismas incli­naciones y disposiciones que Jesucristo tenía en la tierra, las que le hacen obrar lo mismo, no digo con igual perfección, pero según la medida de los dones del Espíritu» (San Vicente, C. XII, 108, a los Misioneros, 13 de diciembre de 1658).

Cuando se trata del espíritu de las Hijas de la Caridad, la referencia principal la encontramos sin duda en las tres conocidas conferencias del 2, 9 y 24 de febrero de 1653, que San Vicente dedicó a este tema. Nada mejor, por lo tanto, podemos hacer que remitirnos a ellas, dando aquí Algunas indicaciones para leerlas con mayor conocimiento de causa, ya personalmente, ya en comunidad. Digámoslo una vez más, el confrontar nuestra existencia con estos textos capitales y estos textos capitales con nuestra existencia —tanto a nivel del servicio, como al de nuestra vida fraterna o al de nuestra vida de oración y de don total en función del servicio— ha de constituir indudablemente «un tiempo fuerte» para nues­tro alimento espiritual, para tomar nuevas fuerzas.

Una cuestión de vida o muerte

«Cuando Dios hizo la Compañía, afirma San Vicente el 2 de febrero de 1653, le dio su espíritu particular. El espíritu es lo que anima al cuerpo. Importa mucho que las Hijas de la Caridad sepan en qué consiste ese espíritu, tanto como a una persona que quiere hacer un viaje le importa conocer el camino que conduce al lugar a donde quiere ir. Si las Hijas de la Caridad no conocieran su espíritu, ¿a qué habría de aplicarse más especialmente?» (C. IX, 582).

De la misma manera insiste el 24 de febrero:

«Ahora bien, queridas Hermanas, os ruego que retengáis bien esto, porque si alguna vez se os ha dado una enseñanza provechosa, es sin duda ésta; y si hay algo en el mundo que debáis pedir a Dios, es vuestro espíritu: y si os tenéis que dar a Dios para algún fin, es para éste… Si vivís con este espíritu, queridas Hermanas, ¡qué feliz será entonces la Caridad, cómo la honraréis y cómo se multiplicará!» (C. IX, 607).

Lo estamos viendo, una vez más, la gran preocupación de San Vicente es coincidir, alcanzar el designio de Dios sobre la Compañía. Y tener su espíritu y practicarlo no es otra cosa que esa fidelidad primordial. Sí, ver­daderamente, se trata de una cuestión de vida o muerte…

1. Dios, autor de la Compañía y de su espíritu

Hay una expresión que con frecuencia se da en labios de los Fundadores, bajo formas diversas: no hacer otra cosa sino lo que Dios quiere de las Hijas de la Caridad. La encontramos en los textos siguientes:

«— Me parece, señor, que una Hija de la Caridad que no conociera su espíritu se parecería a una persona que sin saber un oficio pretendiera hacerlo; no haría las cosas debidamente. Antes de hacer el ofició, necesita aprenderlo.

— Dice usted bien, Hermana: si una Hija de Santa María llevara la vida de una Carmelita, no haría lo que Dios pide de ella» (C. IX, 582).

La misma preocupación se expresa cuando tos Fundadores comprueban que algunas Hermanas hacen comparaciones con otras formas de vida consagrada:

«Si las Hijas de la Caridad supieran los designios que Dios tiene sobre ellas, y cuánto quiere que ellas le glorifiquen, estimarían su condición di­chosa y superior a la de las religiosas. No porque ellas no tengan que es­timarse muy por debajo; pero es qu’e no conozco otra Compañía religiosa más útil a la Iglesia que las Hijas de la Caridad con tal de que se penetren bien de su espíritu para el servicio que pueden prestar al prójimo, corno no sean las religiosas del 416tel-Dieu» o las de la Plaza Real, que son a la vez Hijas de la Caridad y religiosas, ya que también se dedican al ser­vicio de los enfermos, con esta diferencia no obstante, y es que los sirven en casa de ellas y sólo atienden a los que llevan allá, mientras que vosotras vais a buscarlos a sus propias casas y asistís a los que morirían sin ayuda alguna, por no atreverse a pedirla.

En esto hacéis lo que hacía Nuestro Señor. No tenía casa suya; iba de ciudad en ciudad, de aldea en aldea y curaba a todos los que encontraba. Pues bien, Hermanas, ¿no muestra esto la grandeza de vuestra vocación? ¿Lo habéis pensado bien alguna vez? ¡Hacer lo que un Dios hizo en la tierra! ¿No sería necesario ser muy perfecta? ¡Sí, Hermanas! ¿No sería necesario ser un ángel encarnado? ¡Ah! Pedid a Dios la gracia de conocer la grandeza de vuestro empleo y la santidad de vuestras acciones (C. IX, 583).

Hablando de la vida consagrada, el Concilio Vaticano II le aplica los textos de San Pablo sobre la diversidad de los dones del Espíritu en la Iglesia y al servicio de la Iglesia. De la misma manera hubiera podido citar este hermoso texto de San Vicente:

«Tenéis que saber, Hermanas, que a todas las Compañías que Él ha formado para su servicio, Dios da un espíritu particular así como la estima y la práctica de la virtud unida a ese mismo espíritu… A los Capuchinos les ha dado el espíritu de pobreza, con el que deben ir a Dios viviendo des­prendidos de todo cuidado y de todas las cosas. A los Cartujos, el espíritu de soledad; casi de continuo están solos; su mismo nombre recuerda ese espíritu porque antiguamente a las cárceles se las llamaba «cartujas»; su espíritu les hace ser prisioneros de Nuestro Señor. A los Jesuitas, Dios les ha dado un espíritu de ciencia para comunicársela a los demás. El espíritu de las Carmelitas es austero; el de Santa María que ama mucho a Dios, es de mansedumbre y humildad» (C. IX, 581 — 2-2-16533).

Para saber qué espíritu ha querido el Señor para las Hijas de la Ca­ridad, ya entonces San Vicente las invita a que vuelvan los ojos a los orí­genes de la Compañía. Por eso, corno otras muchas veces, refiere («porque todas no estabais entonces, lo volveré a decir») la historia de Margarita Naseau, insistiendo en cómo la voluntad de Dios se manifestó a través del acontecimiento.

Concluye así:

«Ahí tenéis, mis queridas Hermanas, cómo hizo Dios esta obra. La Se­ñorita no lo pensaba, el Sr. Portail y yo tampoco lo pensábamos; aquella pobre muchacha, tampoco. Ahora bien, hay que reconocer, es el criterio que da San Agustín, que cuando no se encuentra el autor de una obra, es Dios mismo quien la ha hecho.

«¿Quién ha dado su espíritu a las Hijas de la Caridad, me refiero a las buenas? Es Dios mismo. Las hijas de la Caridad que poseen su espíritu, tienen el espíritu de Dios. Dios ha comenzado esta obra, es, pues, suya. Recordadlo bien: lo que los hombres no han hecho, es Dios quien lo ha hecho» (C. IX, 602, 24-2-1653).

2. No hay otro camino que este espíritu

La comparación que acude al pensamiento como la más expresiva, es la del alma con relación al cuerpo: el alma es la que le da vida, la que le unifica, haciendo de él un organismo en el que todo está ensamblado. Cuando el alma no está, llega la muerte, la disgregación, la descomposición. En realidad, esto es más que una comparación, si recordamos que el espí­ritu de la Compañía procede del mismo Espíritu Santo, el Vivificador y Unificador en persona.

Por lo demás, de Él se dice que es el alma de la Iglesia, quien, bajo su acción, es una, santa, universal, apostólica. Y lo mismo es según su fina­lidad propia, para una de las células de la Iglesia:

«Así como un cuerpo, desde el momento en que no está unido a su es­píritu, muere, así una Hija de la Caridad que no tiene su espíritu está muerta. ¿Dónde está la Caridad de esa Hermana que no tiene humildad ni sencillez y que no sirve a los pobres por amor? Está muerta. Mas, si tiene esas virtudes, vive, porque tiene la vida de su espíritu» (C. IX, 595, 9-2-1653).

En la conferencia del 24 de febrero, San Vicente es todavía más ex­plícito:

«Vuestro espíritu es para vosotras lo que alma es para el cuerpo. Desde el momento en que un cuerpo no tiene alma, está muerto. Así’, una Hija de la Caridad está muerta en cuanto no tiene su espíritu, es decir, en cuanto no tiene humildad, ni caridad, ni sencillez. ¡Dios tenga misericordia de ella! No es Hija de la Caridad más que por el hábito. Más le valdría no serlo ya.

«¿Habéis visto nunca a un enfermo que tiene gangrena o algún miem­bro podrido? Se le aplican todos los remedios posibles, pero si no hacen efecto, se le amputa el miembro enfermo. Del mismo modo, más valdría que una Hija de la Caridad que no tiene su espíritu no se quedara en la Compañía, por su salvación, por la gloria de Dios y por el bien de la misma Compañía, porque lo echa todo a perder. Ha habido Compañías en las que una sola persona ha estropeado a todas las demás. Ahí tenéis, pues, Hermanas, un primer motivo: una Hija de la Caridad está muerta cuando no tiene su espíritu» (C. IX, 600).

Y San Vicente desciende a los detalles concretos con el estilo pintoresco que le caracteriza:

«Sería algo espantoso que una Hija de la Caridad no tuviese Caridad, sino un espíritu de soberbia que quisiese sobresalir y controlarlo todo. Que se vistiese con vanidad, se sacase los cabellos para que se viera que los tiene; que no tuviese sencillez sino un espíritu con dobles intenciones, inclinado a ocultar lo que piensa a su superiora, a su director, a sus Hermanas. «No sería Hija de la Caridad, sino hija de malignidad. Esto importa mucho, Hermanas, os ruego que lo practiquéis» (C. IX, 603).

Todos estos criterios concretos siguen siendo de completa actualidad, y las disposiciones de que son la señal muestran perfectamente si se está, o no, dentro de la línea de la vocación de sierva de Cristo en los pobres.

Por eso le gustaban tanto a San Vicente «las buenas aldeanas»; le pa­recía que se ajustaban a este espíritu y veía como cosa natural que los miembros de la Compañía procediesen de ese estamento social; que las vocaciones florecieran entre esas jóvenes:

«Habiéndose Dios dirigido a una pobre muchacha de aldea, quiere que la Compañía esté formada por ellas. Si se encuentran también buenas jó­venes en las ciudades, ¡enhorabuena! debéis creer que es Dios quien las llama. Pero si hubiera entre vosotras jóvenes de buena posición, habría que temer no fuera para la pérdida de la Compañía, a no ser que tuviesen el espíritu de una buena muchacha de aldea, porque podría ser que Dios se lo diera. Si se presentasen señoritas o señoras, habría que tener cuidado de probarlas bien, para ver si efectivamente el Espíritu de Dios las quiere en la Compañía» (C. IX, 502).

La súplica con la que San Vicente termina la conferencia del 9 de febre­ro, es una de las más hermosas que tenemos de él. Deja la sensación de que se está tratando verdaderamente de lo «esencial» de la vocación, aquello sin lo cual la Compañía no tendría razón de ser:

«¡Oh Salvador de nuestras almas, luz del mundo! dignaos iluminar nuestro entendimiento para conocer la verdad de las cosas que acabamos de oír, Vos que habéis formado, para Vos, una Compañía de pobres jó­venes que os sirven de la manera que habéis enseñado.

Haced de ellas, Dios mío, vuestros instrumentos, dadles y dadme a mí, miserable pecador, la gracia de hacer todas mis acciones por caridad, humildad y sencillez, en la asistencia al prójimo.

Concedednos esta gracia, Señor; si somos fieles en la práctica de estas virtudes, esperamos recibir la recompensa que prometéis a los que os sirven en la persona de los pobres» (C. IX, 597).

Cada una de las expresiones de esta súplica merece que se la medite. En ella encontramos cuanto constituye el ideal y la vida de las Hijas de la Caridad:

  • El Señor, autor de la Compañía y de su espíritu.
  • La llamada a continuar la misión de Jesucristo junto a los pobres.
  • El don total para ello, individual y comunitario, bajo la influencia del espíritu de la vocación.

Sí, verdaderamente, tenemos ahí lo «esencial» para nosotros. Nada más importante tenemos que pedir a Dios; todo lo demás se nos dará por añadidura: «No me pidas más que mi espíritu».

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