La oración: «Santísima Virgen, creo y confieso»

Francisco Javier Fernández ChentoVirgen María3 Comments

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Author: Antonino Orcajo, C.M. · Year of first publication: 2011 · Source: Anales, Marzo-Abril de 2011.

A santa Luisa de Marillac en el 351 aniversario de su dies natalis, 15 de marzo de 1660


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Historia y comentario

Allá por el año 1960, rezando el rosario con las Hermanas en el desaparecido Colegio la Milagrosa de León, oí por primera vez esta bella oración en honor de la Inmaculada Concepción de la Virgen María: «Santísima Virgen, creo y confieso vuestra Santa e Inmaculada Concepción, pura y sin mancha. ¡Purísima Virgen!, por tu pureza virginal, tu Inmaculada Concepción y tu gloriosa cualidad de Madre Dios, alcánzame de tu amado Hijo: la humildad, la caridad, una gran pureza de corazón, cuerpo y espíritu, la perseverancia en mi vocación, el don de oración, una santa vida y una buena muerte«.1

Quiero recordar mi extrañeza de entonces ante esta oración dirigida a María Inmaculada entre misterio y misterio del rosario. Sin embargo me pareció bella y completa en su contenido espiritual y en su forma expresiva, contenido y forma que se mantienen sustancialmente los mismos hasta el día de hoy, salvo pequeños detalles de redacción, como podemos comprobar en el último libro Oraciones de las Hijas de la Caridad, citado en la nota 1ª. Desde aquel lejano año de 1960 hasta hoy he podido oír y escuchar muchas veces de labios de las Hermanas de distintos países del mundo la misma oración, sobre todo con ocasión de predicarles los Ejercicios Espirituales anuales.

Nunca se me había ocurrido indagar sobre su origen, el porqué y desde cuándo las Hijas de la Caridad acostumbraban a dirigirse a la Inmaculada Concepción, Virgen Madre de Dios y Madre nuestra con tal clase de oración, dentro del rezo del rosario precisamente. Fue con motivo de un breve estudio que hice sobre san Vicente y la Virgen María, cuando despertó en mí la curiosidad de conocer la historia de dicha oración y sobre quién pudo ser su autor o autora. Daba por supuesto que a algún Superior General, a petición de las mismas Hermanas, se le habría ocurrido su composición, sobre todo a partir de la definición dogmática de la Inmaculada por el Papa Pío IX, en 1854. Pero andaba yo muy equivocado, al menos en cuanto a la fecha de su redacción, porque pronto me hicieron notar las Hermanas que venían rezándola, prácticamente, desde los orígenes de la Compañía.

Es cierto que los fundadores Vicente de Paúl y Luisa de Marillac profesaron una admirable devoción a la Inmaculada Concepción de María en un tiempo en el que todavía los teólogos disputaban este extraordinario privilegio concedido por Dios a su santa Madre, hasta el punto que el Papa Paulo V prohibió, en 1617, a los opositores de la Inmaculada, defender en público sus tesis. Pese al ambiente reinante, la Señorita Le Gras había manifestado, de palabra y por escrito, repetidas veces, su veneración a María Inmaculada por el cúmulo de gracias y privilegios con que había sido enriquecida y adornada por Dios, en atención a su maternidad divina. Más en concreto, la Concepción Inmaculada de María, para Luisa, era inseparable de la maternidad divina, con la que guardan también relación la acción de la Santísima Trinidad en ella, así como su papel de Corredentora, de Distribuidora de todas las gracias y su Asunción a los cielos.

Ambos, Vicente y Luisa, asumieron gustosos la doctrina expuesta por Francisco de Sales, obispo de Ginebra, sobre la Inmaculada Virgen María en la Introducción a la vida devota y en el Tratado del amor de Dios, cuya oración dedicatoria rebosa piedad y lirismo: «Santísima Madre de Dios, vaso de incomparable elección, Reina del amor soberano; tú eres la más amable, la más amante y la más amada de todas las criaturas. El Padre celestial puso sus complacencias en ti desde la eternidad, destinando tu limpio corazón para perfeccionar el amor santo, a fin de que un día amases a su único Hijo con ternura maternal…»2

Mucho pesaba en la Familia vicenciana el ejemplo y exhortaciones de los fundadores, que no cesaban de confesar públicamente su creencia y profesión de amor a la Inmaculada Concepción de María y de interceder ante ella por las Congregaciones dedicadas a la evangelización y servicio de los pobres corporal y espiritual. En la historia de la Congregación de la Misión, de las Hijas de la Caridad y de las Cofradías de la Caridad la devoción a la Inmaculada se tradujo, desde agosto de 1617, en actos de ofrecimiento a Nuestra Señora y en compromisos de caridad con los pobres y desvalidos, porque «siendo invocada la Madre de Dios y escogida por patrona en las cosas de importancia, no puede ser sino que todo vaya bien y redunde en gloria del buen Jesús».3

Historia

Las Hijas de la Caridad acostumbran a rezar todos los días, bien en comunidad o en privado, el rosario, en el que después de cada misterio intercalan la oración Santísima Virgen… En tiempo de los fundadores el rosario constaba de quince misterios: cinco gozosos, cinco dolorosos y cinco gloriosos -hoy veinte, con los cinco luminosos añadidos por el papa Juan Pablo II-, distribuidos entre los días de la semana. Consta además que Luisa de Marillac gustaba rezar un «rosarito» compuesto de 12 cuentas, según le comunica al Sr. Vicente por carta del 27 de marzo de 1646: «El rosarito es la devoción para la que le pedí permiso a su caridad hace tres años y que practico en particular; tengo guardados en un cobrecito muchos de estos rosarios con un papel en el que están escritos los pensamientos sobre el tema, para dejarlos a nuestras Hermanas después de mi muerte, si su caridad lo permite; ninguna sabe nada de esto. Es para honrar la vida oculta de Nuestro Señor en su estado de encerramiento en las entrañas de la Santísima Virgen y para felicitarla por su dicha durante aquellos nueve meses. Las tres cuentas pequeñas -siguientes a las 9 anteriores- son para saludarla con los hermosos títulos de Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo. Esto es lo principal de esta devoción. Por la gracia de Dios y a pesar de lo indigna que soy, no la he interrumpido desde el tiempo que le señalo y estoy dispuesta a dejarla, con la ayuda de la gracia de Dios, si su caridad me lo ordena. Mi intención al hacer este breve ejercicio es pedir a Dios por la Encarnación de su Hijo y las súplicas de la Santísima Virgen, la pureza necesaria a la Compañía de las Hermanas de la Caridad y la solidez de esta Compañía, según su divino agrado».4 Así respondía Luisa a su director, interesado en conocer más al detalle la práctica de esta oración de su dirigida.

Dotada de una exquisita sensibilidad femenina, no podía disimular sus sentimientos más íntimos de madre. Su hijo Miguel, causa para ella de muchas preocupaciones y sufrimientos, le llevaba a pensar en María, Madre de piedad y de misericordia. Por las mismas fechas en que escribía al Sr. Vicente dándole cuenta del rosarito, ella hacía su famosa oblación a la Virgen, apremiada por las circunstancias personales del momento: «Santísima Virgen, dígnate tomar a mi hijo y a mí bajo tu protección y ten como grata la elección que de esa protección hago para servirme de guía; recibe mis votos y súplicas, junto con mi corazón que te entrego por entero, para glorificar a Dios por la elección que su Bondad hizo de ti para ser Madre de su Hijo, por el cual tu Concepción fue Inmaculada en previsión del mérito de su muerte».5

Deseaba ardientemente que «toda criatura -continúa escribiendo-, honre tu grandeza, te mire como el medio seguro para ir a Dios y te ame con preferencia a cualquiera otra pura criatura y que todas ellas te tributen la gloria que mereces como Hija muy amada del Padre, Madre del Hijo y digna Esposa del Espíritu Santo».6

Informado, pues, el Sr. Vicente de la práctica del rosarito, ordena a su fiel colaboradora en las obras de caridad que suspenda esa práctica devocional, al no convenirle fomentar su tendencia a cargarse con devociones y más devociones, eso sí, sin descuidar la vida interior y la unión íntima con Dios por medio de su Hijo Jesucristo y en comunión del Espíritu Santo, guía de sus palabras y acciones. Ciertamente, Luisa tendía espontáneamente a expresar su amor de mujer y madre a Jesús y a María con múltiples oraciones que le salían de lo hondo del corazón, de modo natural y sin esfuerzo alguno. Recuérdese aquella otra devoción que se impuso para honrar a Nuestro Señor rezándole treinta y tres oraciones, en memoria de los treinta y tres años de su santa humanidad, lo que llevó a Vicente a escribirle hacia 1630: «En cuanto a esos 33 actos a la santa humanidad y los demás, no se apene cuando falte a ellos. Dios es amor y quiere que vayamos a Él por el amor. No se juzgue, pues, obligada a todos esos propósitos».7

Volviendo a nuestro caso, la Señorita Le Gras, no sin «un poco de dolor», según su propio testimonio,8 dejó de rezar el «rosarito» que tanto le satisfacía interiormente, en aras de la obediencia a su director, que no cesaba de orientarla hacia el servicio de los pobres. Sin embargo, todo hay que decirlo, los biógrafos de Luisa de Mariíllac no pueden por menos de detenerse en la devoción que la santa profesó a la Inmaculada Concepción, hasta el punto de jugar un papel decisivo en su espiritualidad ciertamente cristocéntrica, pero muy vinculada a la mariológica. Como afirma categóricamente sor Elisabeth Charpy: «En el concepto de Luisa de Marillac, María no puede estar separada de su Hijo Jesús. Toda su grandeza, toda su belleza se desprenden de su Maternidad divina. La reflexión «mariana» de Luisa es claramente cristocéntrica y cristológica».9

Convencida de la largueza de Dios para con su Madre, escribe Luisa: «Debemos honrar esta Santa Concepción que la hecho tan preciosa a los ojos de Dios y creer que sólo de nosotros depende el vernos ayudados por la Santísima Virgen en todas nuestras necesidades, ya que me parece imposible que la bondad de Dios le niegue nada pues no habiéndose apartado nunca de ella la divina mirada, viéndola siempre según su Corazón, hemos de creer que su divina voluntad está siempre dispuesta a concederle lo que le pida, además de que no le pide nada que no vaya encaminado a su gloria y a nuestro bien. Hemos, pues, de ver las prerrogativas que tiene la Santísima Virgen por encima de todas las criaturas a causa de su Inmaculada Concepción».10

Un rápido repaso por la historia de la oración «Santísima Virgen» nos lleva al Superior General Juan Bautista Étienne, que apunta a que esa bella oración fue sugerida por san Vicente de Paúl.11 Aparte esta alusión de Étienne, carente de pruebas, el comentario expreso más antiguo que yo conocía se remonta a 1895, cuando una testigo del proceso de beatificación y canonización de la cofundadora de las Hijas de la Caridad, aseguraba: «Me cuesta creer que la oración que nosotras recitamos desde tiempo inmemorial en nuestro rosario y que contiene una verdadera profesión -de fe y amor- a la Inmaculada Concepción, no sea un residuo de aquel rosario permitido por san Vicente en atención a la piedad de nuestra Madre… En cuanto a esta oración, pese a las muy numerosas indagaciones, no la he encontrado en ninguna parte».12

Hasta hace poco estaba yo convencido de que la redacción literaria de tan preciosa oración Santísima Virgen, creo y confieso procedía del tiempo del Generalato del P. Étienne (1843-1874), quien habría ordenado a un misionero, a ruegos de las mismas Hermanas, su composición, basándose lógicamente en los pensamientos y palabras de Luisa de Marillac y más en particular en su oblación a la Virgen.13 Añádase a esta oblación personal, la oblación exquisita e inspirada de la Compañía de las Hijas de la Caridad a la Virgen: «Tú nos has inspirado, Señor, hacer elección de tu Madre por única Madre de nuestra pequeña Compañía…»14

Pero estaba yo en una falsa creencia, ya que Coste había adelantado la oración: Santísima Virgen, creo y confieso, año 1813, tiempo en que regía la Familia Vicenciana el Vicario General Dominique Hanon (1807-1816), una vez restablecida la Compañía de las Hijas de la Caridad en Francia, mediante el Decreto Imperial firmado por Napoleón, el 8 de noviembre de 1809, cuando el joven Jean Baptiste Étienne aún no había ingresado en la C.M., pues hasta septiembre de 1820 no fue admitido en la C.M., es decir, siete años más tarde de la composición de la oración de 1813, según Coste.

Salvo alguna referencia suelta a dicha oración, no conozco bibliografía ni autores que se hayan ocupado del tema, fuera de una nota manuscrita que recibí de sor Claire Herrmann, hermana archivera de la Casa Madre de Paris.15 La nota está firmada por el dicho historiador Pierre Coste, sin fecha, aunque es probable que la escribiera hacia 1920, con ocasión de la beatificación de la venerable Luisa de Marillac. Ni siquiera los biógrafos que más se extienden en la vida de santa Luisa se detienen a examinarla; más bien pasan de puntillas sobre ella o la dejan a un lado, sin hacer mención en absoluto de ella. Ninguno la considera tan interesante que merezca un comentario a fondo. Quien se ha fijado en ella, pero sin darle la importancia que nosotros le concedemos ha sido sor Alfonsa Richartz.16

El razonamiento completo de Coste reza así: «Estamos de acuerdo en tres puntos: 1º La oración Santísima Virgen no es de san Vicente. 2º Tampoco lo es de la Señorita Le Gras. 3º Fue publicada por primera vez en el Formulario de oraciones de 1813.

El autor del trabajo estima que la formulación de 1813 reproduce un uso ya antiguo y da como pruebas: 1ª: El Sr. Aladel escribe en 1842 que la oración se remonta a los orígenes de la Compañía. 2ª: Si hubiera alguna innovación de la misma, se habría dado a conocer mediante alguna circular.

A todo lo cual respondo: 1º: La autoridad de un hombre es prueba frágil en historia; no es un argumento que tenga valor cuando tal hombre está lejos de los hechos. 2º: Las innovaciones no se introducían solamente  por medio de circulares, sino también por libros de comunidad, como consuetudinarios, libros de reglas, formularios de oraciones.

Puesto que dicha oración no es nunca mencionada antes de 1813, ni en los libros manuscritos ni en los libros impresos, no podemos afirmar que sea de una época anterior. Toda afirmación debe apoyarse en pruebas y pruebas sólidas».

Si el hecho fuera así, como razona Coste, habríamos de resignarnos a no saber quién redactó la oración ni cuándo. Por cierto, la primera redacción que se conserva en los Archivos de las Hijas de la Caridad, de París, se remonta al año 1826; por consiguiente, algo posterior a la citada por Coste, por lo visto desaparecida.17

Sor Alfonsa Richartz se ha limitado a escribir, tras haber sentado antes los principios mariológicos de la espiritualidad de santa Luisa: «Desde hace dos siglos poco más o menos, las Hijas de la Caridad, al rezar el rosario, intercalan después de cada decena, la oración: «Santísima Virgen, creo y confieso vuestra Santa e Inmaculada Concepción«».18

En definitiva, hemos de quedarnos con la declaración de aquella testigo en el proceso de beatificación y canonización de Luisa de Marillac: la oración Santísima Virgen es «de tiempo inmemorial y un residuo de aquel rosario permitido por san Vicente en atención a la piedad de nuestra Madre». Pero en atención a la autoridad de cuantos aseguran que la oración viene del tiempo de los fundadores, ¿no será demasiado aventurar la hipótesis de que ese «tiempo inmemorial» llega a sor Maturine Guérin, tercera Superiora General, aunque no contemos por ahora con apoyo documental alguno que nos permita tal planteamiento? Sor Guérin había sido una de las amanuenses de las conferencias de san Vicente a las Hermanas, secretaria de Luisa, buena estilista y cuatro veces nombrada Superiora General: 1667-1673, 1676-1682, 1685-1691 y 1694-1697. Conocía a fondo la psicología y espiritualidad de la fundadora, su pensamiento y sus sentimientos íntimos. Eso sí, sor Maturina no copiaba servilmente a su maestra, sino con libertad.19

Tal vez, un día no lejano, quedemos gratamente sorprendidos al conocer la fecha exacta y el autor/a de la bellísima oración  Santísima Virgen, creo y confieso, inspirada ciertamente en santa Luisa, pero compuesta y redactada con libertad e ingenio por otra persona. La investigación no avanza en vano.

Comentario

El análisis de la misma oración «Santísima Virgen» nos hacer ver que consta de dos partes bien definidas: la primera, a su vez, se compone de una doble invocación o saludo. La segunda parte contiene siete peticiones, que a la verdad constituyen una síntesis de las principales inquietudes espirituales y apostólicas de santa Luisa y de todas las Hijas de la Caridad. Las Hermanas, al hacer suya esta oración, aspiran a rendir culto y homenaje a la Inmaculada Concepción, a la vez que desean ofrecerse a la Virgen, en cuerpo y alma, al estilo de Luisa de Marillac, cuando hizo su oblación a la Madre de Dios hacia 1626. Ella misma escribiría un año más tarde, en 1627: «Es verdad que con decir que es la Madre del Hijo de Dios, se ha dicho todo, pero ¡qué admirables son en sí mismas todas las operaciones de Madre! No sin razón la Santa Iglesia la llama Madre de misericordia. Y lo es porque es Madre de gracia».20

La doble invocación o  saludo a María

La doble invocación contenida en el saludo: Santísima Virgen y Purísima Virgen, resuena como un eco de aquel lejano saludo del ángel a María anunciándole la encarnación del Verbo de Dios en su seno: Alégrate, llena de gracia. El reconocimiento de la santidad y pureza virginal de María servía a Luisa de Marillac de entrada, para gustar a continuación la presencia y comunicación con la Madre de Dios, conversación que terminaba con siete peticiones dirigidas a la única Madre de la Compañía para que obtuviese de su amado Hijo las gracias más urgentes para ella y para toda la Compañía de las Hijas de la Caridad, que en el presente o en el futuro entraren a formar parte de la comunidad. Apoyadas en la mediación insustituible del amado Hijo Jesucristo, hacen un acto de fe y amor antes de expresar sus necesidades particulares y comunitarias.

Tras el saludo viene la confesión de fe que hacen las Hermanas, a imitación de su fundadora: creen con el corazón y confiesan con los labios que María fue concebida sin pecado original en virtud de la previsión y aplicación de los méritos de la pasión y muerte de su Hijo. Confiadas en la gloriosa cualidad de Madre de Dios y, por consiguiente, en su intercesión maternal, piden las siete gracias que consideran más apremiantes. Las tres primeras están referidas al revestimiento del espíritu distintivo de la Compañía, pues si les falta el espíritu les falta todo. La perseverancia en la vocación se hace tanto más urgente cuanto la paciencia en el servicio de los pobres y la convivencia fraterna en comunidad son causa frecuente de abandono de la vocación. El don de oración obedece a la necesidad constante de la ayuda e intimidad con Dios, para mantenerse firmes y fieles en la entrega a Dios. La vida santa responde a la llamada universal de Dios a la santidad, que las quiere irreprochables ante Él por el amor y la caridad. Finalmente, piden una buena muerte que corone su vida de abnegación y de servicio y las introduzca en la «misión del cielo«, donde todo es amor.

Las causas y razones, como se ve, para pedir gracia y bendición a Dios, por medio de su santa Madre, la Virgen María, no pueden ser más emotivas: «Santísima Virgen -decía Luisa de Marillac-, ten compasión de todas las almas necesitadas por el Hijo de Dios y tuyo. Muestra a la Justicia divina los purísimos pechos que le han ofrecido la sangre derramada en la muerte de tu divino Hijo para nuestra redención, a fin de que el mérito de ésta sea aplicado a todas las almas de los agonizantes para darle una completa conversión y a nosotros, alcánzanos con tus súplicas todo aquello de que tenemos necesidad para glorificar a Dios eternamente en tu Bienaventuranza esencial, y gozar también de la accidental que tu querida visita proporcionará a los bienaventurados».21

Siete peticiones de primera  necesidad

Las Hermanas comienzan con un clamor unánime pidiendo la humildad, virtud que distinguió al Hijo de Dios encarnado, pues se rebajó hasta hacerse como uno de nosotros, igual en todo a nosotros menos en el pecado. La humildad es la primera de las virtudes que constituye el espíritu de las Hijas de la Caridad, ya que les hace ver la verdad de lo que son y tienen. Dirigiéndose a María, comentaba Luisa: «Que las personas… honren tu estado purísimo con la sumisión, dependencia, confianza en la Providencia de Dios, imitando el inagotable abismo de las virtudes que tu santa alma practicó durante el tiempo en que te estuvo sujeto tu Hijo Jesús, por medio de la gran humildad que constantemente te ponía ante la vista todo lo que Dios hacía en ti y lo que tú eras en Él».22

La segunda petición está referida a la caridad, reina y señora de todas las virtudes, la que explica el nombre de la comunidad y el fin que ésta se ha trazado, al nacer en la Iglesia y en el mundo: servir y amar a Jesucristo en la persona de los pobres y enfermos, corporal y espiritualmente, afectiva y efectivamente. Luisa tiene tan clara en su mente y en su corazón esta necesidad que no acierta a dirigirse a su Inmaculada Madre sin expresarle dicha necesidad que todos tenemos de practicar la caridad, a fin de vivir, con dignidad, nuestra condición de hijos de Dios e hijos espirituales de María. Referente a la caridad entre las Hermanas, amor que lleva a la unión íntima, exhortará: «Me ha parecido que para ser fieles a Dios debíamos vivir en gran unión unas con otras y que así como el Espíritu Santo es la unión del Padre y del Hijo, así también la vida que voluntariamente hemos emprendido debe transcurrir en esa unión de los corazones que nos impedirá indignarnos contra las acciones de los demás y nos comunicará una tolerancia y paciencia cordial hacia nuestro prójimo».23

La tercera petición es la propia de los sencillos que han puesto su confianza en el Señor, es decir de aquellos que se esfuerzan en la adquisición de la pureza de corazón, cuerpo y espíritu, virtud que lleva a hacer todo para agradar sólo a Dios en nuestros pensamientos, palabras y obras, no a los hombres amigos de apariencias y vanidades. La sencillez que aquí se pide no es otra que la que el evangelio recoge como bienaventuranza proclamada por Jesús: «Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Luisa ha comprobado y tiene experiencia que a las Hermanas verdaderamente sencillas Dios las revela de modo particular los secretos del Reino y de la Caridad.

La cuarta petición tiene como objeto conseguir por intercesión de María la perseverancia en la vocación, en tiempo de tentación, prueba y tribulación, perseverancia que ha de entenderse como fidelidad a los compromisos anejos a la vocación. Como indicábamos arriba, es tanto más necesaria cuanto que el servicio desinteresado de los pobres llega a cansar y a desilusionar con el tiempo, a hacer cada día más difícil la convivencia entre unas y otras y a dejarse arrastrar por las envestidas provocadas por las apariencias engañosas del mundo. Por eso, en carta de junio de 1642, Luisa animaba a sor Margarita Mongert: «Sea muy animosa en la desconfianza que debe tener de usted misma. Lo mismo digo a todas nuestras queridas hermanas; deseo que todas estén llenas de un amor fuerte que las ocupe tan suavemente en Dios y tan caritativamente en el servicio de los pobres, que su corazón no pueda ya admitir pensamientos peligrosos para su perseverancia. Ánimo, no pensemos más que en agradar a Dios por la práctica exacta de sus santos mandamientos y consejos evangélicos…»24

La quinta petición tiende a obtener de María el don de oración que ella misma había recibido, pues dice el evangelio que daba muchas vueltas en su corazón a lo que oía y veía en su Hijo (Lc 2, 19, 51). Además Luisa estaba persuadida de que si llegara a fallar la oración en la comunidad, ésta se disolvería ella sola, al faltarle el alimento necesario para sostenerse y afianzarse en la vocación. Son tan conocidos por todos nosotros los pensamientos y sentimientos de Luisa acerca de la oración, que no necesitamos hacer memoria de ninguno de ellos para convencernos del porqué de su insistencia en la fidelidad a la oración, tanto personal como comunitaria.

La sexta petición gira en torno a la santa vida que ha de llevar la Hija de la Caridad, pues de lo contrario no convencerán sus acciones ni se distinguirá del resto de los cristianos vulgares, sino que llevará vida superficial, al no obedecer el mandato del Señor: «Vosotros sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 47). Para santa Luisa, la santidad consiste, en definitiva, en la aceptación y cumplimiento del designio de Dios practicando el mandado del amor, que está por encima de todo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas» (Mc 12, 30).

La buena muerte, objeto de la séptima y última petición, viene a coronar la vida santa de la Hija de la Caridad, gastada en obras de caridad con el prójimo, al estilo de como san Pablo gastó la suya corriendo en el estadio de la vida, a la espera de alcanzar la corona de la justicia que el Señor le entregaría no sólo a él, sino a todos los que hubieran esperado con amor su manifestación (cf. II Tim 4, 7-8). Por lo demás, la vida es breve, un viaje que nos lleva a la eternidad o a «la misión del cielo», que diría Vicente de Paúl.

Conclusión

Por todo lo dicho y mucho más, se explica la devoción de las Hijas de la Caridad a la Inmaculada Concepción, que con música de sor Carmen Pombo solemnizan, de vez en cuando, el rezo del rosario u otros actos litúrgicos o paralitúrgicos marianos con el canto de la oración «Santísima Virgen«, al menos en España. Aunque no me consta, es probable que esta mis oración esté musicada también en otras lenguas y las Hermanas la canten con devoción, en honor de la Inmaculada Concepción.

Desde el tiempo de los fundadores, tanto en la C.M. como en la Compañía de las Hijas de la Caridad, la solemnidad de la Inmaculada se celebraba con especial fervor. Tal vez por eso la comunidad fue bendecida con las Apariciones de la Rue du Bac, en 1830. Los Superiores Generales acostumbraban desde 1852 a escribir todos los años a las Hermanas, con ocasión de la fiesta de la Inmaculada, una carta circular exhortando al amor e imitación de nuestra Madre. Su acto de consagración anual a María Inmaculada recuerda hoy a todos aquel acto por el que santa Luisa, el 17 de octubre de 1644, ofrecía a Dios, en la catedral de Chartres, la naciente Compañía, «pidiéndole  su destrucción antes de que pudiera establecerse en contra de su santa voluntad…»25

  1. Oraciones de las Hijas de la Caridad, Paris 1998.
  2. San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, BAC, Madrid MCMLIV, Dedicación, p. 14.
  3. SVP X,  567.
  4. Santa Luisa de Marillac (SLM), Correspondencia y Escritos, CEME, Salamanca 1985, p. 146.
  5. SLM, o. c., p. 669.
  6. Id., p. 670.
  7. SVP I, 149
  8. Id., p. 344.
  9. Charpy, E., Un camino de santidad, Luisa de Marillac, Compañía de las Hijas de la Caridad (Traducción: Centro Internacional de Traducción de la Casa Madre), París (s. a.).
  10. SLM, o. c. p. 823-824.
  11. Cf. Cour complet de Méditations à l’usage des Filles de la Charité, Tome troisiéme, Paris 1864, 8 décembre, fête de l’Immaculée Conception de Marie, p. 722.
  12. Cf. Positio super Introductione Causae Beatificationis et Canonizationis Servae Dei Ludovicae de Marillac, Viudae Le Gras, Confundatricis Puellarum Chariatis. Romae 1895, p. 146-147.
  13. SLM, o. c., p. 669-670.
  14. La oblación de la Compañía de las Hijas de la Caridad a la Virgen puede verse completa en la Vida de la Señorita Le Gras por M. Gobillon, versión española CEME, Salamanca 1991, p. 246-248.
  15. Documento fotocopiado y sacado del Archivo de la Casa Madre de las Hijas de la Caridad, Paris. Me fue entregado por cortesía de sor Ángeles Infante H.C. He de agradecer igualmente a sor Antonia Sánchez H. C. otra parte de la documentación enviada desde París.
  16. Cf. Richartz, A., Louise de Marillac, 1591-1660, Condé-sur-Noireau 2010, p. 185-199.
  17. En efecto, podemos verla impresa, al menos desde el año 1826, en el libro de Preces extraída del Formulario para uso de las Hijas de la Caridad, sacado a la luz cuando ejercía de Superiora General sor Marie Catherine Amblard (1820-1827) y de Vicario General C.M. el P. Claude Boujard (1819-1827). En la edición italiana del Formolario di preghiere e pratiche di pietà ad uso delle Figlie della Carità, Torino 1904, aparece en nota al final de la oración Santissima Vergine: S. S. Leon XIII concede indulgencia de 100 días, mediante rescripto del 8 de julio 1888, a los que la recen una vez al día.
  18. Richartz, A., o. c., p. 197.
  19. Cf. SVP I, p. 388; item Livre d’Or  des Filles de la Charité… Vol. 1º, de 1633 à 1820, Sr. Mathurine Guérin, Paris, Maison-Mère, (s.a.), p. 31-32.
  20. SLM. o. c., p. 763.
  21. Id., p. 670.
  22. Id., p. 669.
  23. Id., p. 756.
  24. Id., p. 82.
  25. Id, p. 125.

3 Comments on “La oración: «Santísima Virgen, creo y confieso»”

  1. Escribiendo una especie de ensayo «Acerca de la Historia de la Juventud Mariana Vicentina en Chile», cité la Oración Santísima Virgen, como un «verdadero credo mariano». Y buscando cómo fundamentar esta oración, me he encontrado, con gozo, este estupendo artículo sobre dicha oración. Artículo que me aporta mucha información sobre su origen, del que siempre había buscado mayores antecedentes, atribuyéndola más bien a Santa Luisa de Marillac, nuestra Santa Co-Fundadora. Verdaderamente considero un muy buen articulo, por lo que lo cito y recomiendo que se lea, con motivo de la alusión que yo hago de la oración «Santísima Virgen». Y, con mucha humildad, quisiera decirles también en relación a lo que dicen en la Conclusión que años atrás yo compuse la música para esta oración y la cantábamos a menudo en nuestra Provincia de Chile y ahora en los 5 Países de nuestra actual Provincia «Nuestra Señora de la Misión» América Sur. ¡Todo para la Gloria de Dios y la honra de María Santísima!

  2. Y donde puedo encontrar la partitura de esa oración? Muchas gracias anticipadas si me la envía. Soy H.C. en Canarias. Un abrazo.

  3. ¿Exactamente de qué año data ésta oración a la Inmaculada y a quién es atribuida?

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