La identidad de la CM al inicio de su quinto centenario[1] (II)

Mitxel OlabuénagaHistoria de la Congregación de la MisiónLeave a Comment

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II – Ejes de la identidad vicenciana de la CM

Antes de discurrir sobre los fundamentos de la identidad vicenciana en la CM, es importante al menos recordar los principios de revitalización identitaria sugeridos por el Concilio Vaticano II (1962-1965), en su Decreto Perfectae caritatis (n. 2): la norma suprema del Evangelio, la inspiración y las intenciones de los fundadores, la tradición y el magisterio de la Iglesia, las legítimas esperanzas y necesidades de nuestros contemporáneos y, por fin, el primado de la renovación espiritual que debe influir en todas las otras dimensiones de la vida. Es siempre bueno refrescar lo ya sabido para que no caiga en la rutina. Esta vuelta a lo esencial propugnada por el Vaticano II constituye un elemento teológico irrenunciable. De hecho, la raíz última de nuestra identidad es esencialmente teologal y jamás se reduce a aspectos de orden meramente filosófico, psicológico, sociológico u operativo[2]. Además, la identidad de la CM está sintetizada en las páginas de las Constituciones (1984) – también ellas ya necesitadas de adecuaciones para responder mejor a los retos de un mundo que cambia radical y vertiginosamente – especialmente en la acertada formulación de su finalidad (CC 1).

Volver a las fuentes y traducir esa esencia de manera significativa y relevante para nuestros días es el esfuerzo más importante que se debe emprender con el fin de revitalizar nuestra identidad. Por ello, no estamos autorizados a dar por supuestos valores y principios que – aunque muy leídos, estudiados y debatidos – en la práctica no se revelan suficientemente asimilados y siguen siendo imprescindibles e incluso inaplazables. La renovación y revitalización del carisma vendrán por la vía de una doble fidelidad: a los valores esenciales que integran el proyecto original del fundador y a los cambios históricos de cada época. Y esa doble fidelidad se efectúa al precio de un cuidado discernimiento y de una continua conversión personal, comunitaria e institucional[3]. Sólo así, la CM llegará a ser siempre la misma en permanente novedad (semper idem in novitate), puesto que, como decía el gran místico y pastor, Don Helder Camara: “Hay que cambiar mucho para seguir siendo el mismo”, o sea, para vivir y actuar desde lo esencial, al cual necesitamos siempre volver para recuperar nuestra riqueza propia. Nos encontramos, una vez más, frente al desafío de conjugar fidelidad creciente y creatividad audaz, como ha recordado un reciente documento de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica: “Aquello que se quiere conservar se ha de actualizar continuamente. Fidelidad, por lo tanto, se conjuga con creatividad: algo debe cambiar y algo debe mantenerse. Lo importante es discernir lo que en la perseverancia debe permanecer de lo que, por el contrario, puede y debe cambiar”[4].

Nos incumbe, por lo tanto, la tarea de encarnar e irradiar el espíritu evangélico y vicenciano que define nuestra identidad. Y tenemos que hacerlo desde la manera como vivimos los aspectos constitutivos de nuestra forma de vida (oración, ministerios, obras, comunidad, virtudes, votos, eclesialidad, secularidad, etc.), dentro de las múltiples circunstancias en que nos situamos como depositarios y dispensadores del carisma recibido del Espíritu a través de San Vicente. Debido a la exigüidad del espacio, mencionamos a continuación sólo los tres principales ejes o núcleos de la renovación identitaria de la CM según la sabiduría del fundador actualizada en las Constituciones.

La centralidad de Jesucristo. El primerísimo eje de la identidad vicenciana no es otro sino la absoluta centralidad de Jesucristo en nuestra vida de Misioneros[5]. Cristo es la roca firme sobre la cual tenemos que construir el edificio de nuestra vocación (cf. Mt 7,24). San Vicente lo expresó de muchas y variadas formas, con una insistencia sin parangón, transmitiendo así su misma experiencia, la experiencia de alguien que decidió “consagrar toda su vida, por amor a Jesucristo, al servicio de los pobres”, según el propósito que asumió aún alrededor de los 30 años, cuando se hallaba envuelto en una tentación contra la fe[6]. A los Misioneros les dirá, reiteradamente, que «Cristo es la regla de la Misión» (ES XI-B, 429|SV XII, 130)[7], el modelo verdadero y el gran cuadro invisible con el que hemos de conformar todas nuestras acciones” (ES XI-A, 129|SV XI, 212)[8]. Por ello, “hay que revestirse del espíritu de Jesucristo (…), para vivir y obrar como vivió nuestro Señor y para hacer que su espíritu se muestre en toda la Compañía y en cada uno de los misioneros, en todas sus obras en general y en cada una en particular” (ES XI-A, 410|SV XII, 107-108)[9]. De esa relación de comunión y amistad con Jesucristo, cotidianamente profundizada en la contemplación y en la misión, nace una nueva manera de relacionarse con Dios y con los demás, una nueva visión de fe. Por todo eso, Jesucristo es el principio orientador de la existencia del Misionero y el criterio iluminador de sus discernimientos y decisiones: “Para usar bien de nuestro espíritu y de nuestra razón, hemos de tener como regla inviolable la de juzgar en todo como ha juzgado nuestro Señor; repito, juzgar siempre y en todas las cosas como él, preguntándonos cuando se presente la ocasión: ‘¿Cómo juzgaba de esto nuestro Señor? ¿Cómo se comportaba en un caso semejante? ¿Qué es lo que dijo? Es preciso que yo ajuste mi conducta a sus máximas y a su ejemplo’. Sigamos esta norma, hermanos míos, caminemos por este camino con toda seguridad” (ES XI-A, 468|SV XII, 178)[10]. Todo y cualquier esfuerzo de revitalización identitaria tiene que partir de Jesucristo. Y más: del Cristo a quien Vicente de Paúl encontró, contempló y siguió a lo largo de su trayectoria, el Cristo enviado por el Padre para evangelizar a los pobres, que consumió toda su existencia histórica en el cumplimiento de la voluntad salvífica de aquél que le envió para esparcir las semillas del Reino en el terreno de la historia. La 42 AG (2016) lo recordó tajantemente: “Jesucristo es el centro de nuestra vida y misión, regla para nuestra identidad, contenido de nuestra predicación, razón de nuestra pasión por los pobres” (2.1.). En este punto, tenemos que preguntarnos cómo anda nuestra relación de amistad y comunión con el Señor, cómo la nutrimos personal y comunitariamente. Se trata, pues, del cultivo de la vida interior que nos identifica como Misioneros y que alienta nuestra búsqueda de santidad en lo cotidiano. En muchos sitios, los miembros de la Congregación se hicieron conocidos por la generosidad de la entrega y la disponibilidad para los servicios. Ojalá seamos conocidos también por la fecundidad de una vida espiritual que se irradia y que contagia a quienes conviven y trabajan con nosotros. ¿Permitimos que Cristo sea, de hecho, la vida de nuestra vida de Misioneros? ¿Aseguramos la circularidad entre el Evangelio que meditamos, la Eucaristía que celebramos y los Pobres a quienes servimos, como mediaciones privilegiadas de nuestro encuentro diario con el Señor? Para nosotros, ¿el seguimiento de Jesucristo evangelizador de los pobres es realmente el impulso de la mística y de la ética que se expresan en la vivencia de las cinco virtudes y de los votos?

Destinados a los pobres. Una de las más firmes convicciones de San Vicente se refiere a la evangelización integral de los pobres como razón de existir de la Congregación[11]. De hecho, la fidelidad a la vocación está íntimamente asociada a su finalidad. Eso significa que, en la perspectiva del carisma vicenciano, la caridad y la misión tienen una dirección inequívoca: los más pequeños de los hermanos (cf. Mt 25,40), aquellos que carecen de lo indispensable para una vida digna y feliz, los que no nos pueden retribuir por lo que les hacemos (cf. Lc 14,12-13). Se trata, pues, de los pobres reales y concretos, los postergados y descartados de la sociedad, aquellos que – además de las pobrezas existenciales, psicológicas, morales, espirituales, etc. – cargan con la privación de lo mínimo vital, victimados por el egoísmo y la injusticia que les hieren la dignidad. Junto a ellos, mediante una presencia compasiva, una evangelización creativa y un servicio eficaz, continuamos la misión del Hijo de Dios: “Sí, nuestro Señor pide de nosotros que evangelicemos a los pobres: es lo que él hizo y lo que quiere seguir haciendo por medio de nosotros” (SV XI-A, 386|SV XII, 79). Como se puede inferir fácilmente, la opción radical de Vicente de Paúl por los pobres nada tiene de ideología sectaria o de mera estrategia operativa. Ella nace de una exuberante experiencia de fe, del misterio de su vocación, de su encuentro personal con Jesucristo, que lo remite sin cesar a los últimos de este mundo. El Evangelio es la regla suprema de la vida de Vicente y la pauta de su actuación en la Iglesia y en la sociedad de su tiempo, la clave y el cauce de su compromiso con los pobres en el seguimiento de Jesucristo. En una memorable conferencia, el fundador alude a posibles cuestionamientos u objeciones que podrían surgir alrededor del tema de la evangelización de los pobres como corazón pulsante de la identidad de la CM en la Iglesia. Y añade una clarísima descripción de la originalidad de la Compañía, constituida por Dios para prolongar la misión de Jesucristo. Una gracia que requiere el compromiso de la correspondencia y de la conformidad, cotidianamente renovadas: “Pero no hay en la Iglesia de Dios una compañía que tenga como lote propio a los pobres y que se entregue por completo a los pobres (…); y de esto es de lo que hacen profesión los Misioneros; lo especial suyo es dedicarse, como Jesucristo, a los pobres. Por tanto, nuestra vocación es una continuación de la suya o, al menos, puede relacionarse con ella en sus circunstancias” (ES XI-A, 387|SV XII, 79-80)[12]. En la visión de fe que nos brinda San Vicente, el Misionero está llamado a redescubrirse cada día como amigo, evangelizador y siervo de los pobres. La 42 AG quiso resaltar esa verdad inscrita en el corazón de la identidad vicenciana: “Los pobres constituyen nuestro lote propio, nuestra heredad; a ellos se dirige nuestra acción evangelizadora; ellos son también nuestros primeros interlocutores. En el contacto directo con ellos, los pobres nos evangelizan (…). Nuestra relación con los pobres, con los mismos sentimientos de Cristo Jesús, nos identifica como misioneros (lo contrario a funcionarios)” (n. 2.3.). Para nosotros, la misión no es una actividad profesional, es expresión privilegiada de la conformidad con Jesucristo, de nuestra entrega a Dios. Necesitamos, pues, dedicar tiempo y atención al discernimiento sobre nuestra presencia misionera junto a aquellos a los que somos destinados por fuerza de nuestra vocación específica. Es hora, pues, de revisar el sentido actual, la relevancia carismática y la actualidad profética de nuestros ministerios, proyectos y obras. ¿Los lugares donde nos situamos, los servicios que prestamos y la manera como lo hacemos ponen de manifiesto la verdad de lo que somos como evangelizadores de los pobres? ¿O nos contentamos cómodamente con el mantenimiento de estructuras rentables, limitándonos a un pastoral de mera conservación? ¿Cultivamos la libertad interior y la lucidez espiritual para movernos en otras direcciones, descubrir caminos nuevos y emprender acciones creativas y eficaces de acercamiento a la realidad de los pobres y de respuesta a las llamadas de las realidades donde se desarrolla nuestra misión? El pontificado actual, tan concorde con nuestro carisma, pide de nosotros el coraje de situarnos en las fronteras, en las márgenes, en las afueras, con auténtico sentido evangélico y vicenciano. ¡Que nos hable y aliente la promisora Encíclica Fratelli tutti!

Formar al clero y a los laicos en y para la caridad misionera. Asegurada la inigualable prioridad de la evangelización de los pobres, como finalidad precipua de la CM, la formación del clero y de los laicos se levanta como un aspecto irrenunciable de la identidad vicenciana[13]. El mismo San Vicente lo dijo: “Pues bien, lo más importante de nuestra vocación es trabajar por la salvación de las pobres gentes del campo, y todo lo demás no es más que accesorio” (ES XI-A, 55|SV XI, 133)[14]. Por el bien de los pobres, para que el mensaje del Evangelio se consolidara entre ellos, Vicente de Paúl se comprometió a la formación de los sacerdotes y a la animación de los laicos, invitándoles a reavivar el don de Dios que les había sido confiado (cf. 2Tm 1,6). Aunque tácitamente, el Documento de la 42 AG no dejó de remarcar este rasgo constitutivo de nuestra fisionomía. Y lo hizo en el marco de las Líneas de Acción y Compromisos: “Compartir el sentido misionero y eclesial de nuestra evangelización y nuestro servicio a los pobres, con la formación de clérigos y laicos, sobre todo para el liderazgo misionero” (n. 3.5.d)[15]. Hoy como ayer, la Iglesia necesita laicos y presbíteros convencidos, coherentes y comprometidos, virtuosos y capacitados para el servicio del Reino.

En su floreciente actividad apostólica, el Padre Vicente intuye que, para “hacer efectivo el Evangelio” (ES XI-A, 391|SV XII, 84), era imperioso dotar a la Iglesia de pastores sabios y humildes, que estuvieran al servicio del pueblo, allí dónde éste vivía, sufría y esperaba, en el campo y en las ciudades. Por ello, establecerá la formación del clero como actividad propia de su Congregación, un despliegue necesario de la evangelización de los pobres: “El tercer fin de nuestro humilde instituto es instruir a los eclesiásticos, no solamente en las ciencias, para que las sepan, sino en las virtudes para que las practiquen. ¿De qué sirve enseñarles las unas sin las otras? Nada o casi nada. Necesitan capacidad y una buena vida; sin ésta, aquella es inútil y peligrosa. Tenemos que llevarlos igualmente a las dos; eso es lo que Dios pide de nosotros” (ES XI-A, 390|SV XII, 83)[16]. Pasados los tiempos álgidos de la actuación de la CM en la formación de los eclesiásticos, nos cabe ahora identificar nuevas maneras de concreción de esta dimensión de la finalidad de la Congregación. Necesidad no falta, como no faltan tampoco posibilidades, sobre todo donde hay insuficiencia de formadores, en Iglesias Particulares marcadas por la carencia pastoral y económica. Pensemos, por ejemplo, en la ayuda que podemos ofrecer a través de un serio y cuidado acompañamiento espiritual, de la orientación de ejercicios espirituales, del magisterio seminarístico y académico, de programas de formación inicial y permanente, de la cooperación pastoral y sobre todo de nuestro testimonio personal y comunitario. Quizá sin el mismo protagonismo de antes (rectorados de grandes seminarios, por ejemplo), pero sin menoscabo de la hondura espiritual, la consistencia intelectual y el celo apostólico que la tarea exige. Pensemos aún en la extendida experiencia del diaconado permanente, que suele suscitar vocaciones autóctonas en lugares más remotos (entre los pueblos indígenas de la Amazonía, por ejemplo). En el ejercicio armonioso de la doble ministerialidad (Matrimonio y Orden), muchos diáconos se constituyen en valiosos misioneros en diversas periferias o fronteras. El campo de la formación del clero sigue siendo vasto y necesita ser redescubierto, aún más teniendo en cuenta las crisis que afectan el momento actual.

El protagonismo de los laicos en la vida y la misión de la Iglesia, que habría de ser reconocido y alentado por el Vaticano II[17], encontró en Vicente de Paúl un auténtico y entusiasta precursor. Toda su acción caritativo-misionera fue acompañada y enriquecida por la colaboración cualificada de seglares verdaderamente identificados con su ideal apostólico y contagiados por su coherencia evangélica. El Padre Vicente despierta a mujeres y hombres para afrontar las miserias y necesidades de su tiempo, les comunica una vigorosa experiencia de fe y compromete la inteligencia y sensibilidad de ellos en la evangelización y el servicio de los pobres. Desde el comienzo hasta el final de su itinerario pastoral, Vicente será acompañado de cerca por laicas y laicos que comparten su pasión por Cristo y su compasión por los que sufren. El laicado está, por lo tanto, en el origen y el desarrollo de la caridad y la misión. Si «la Iglesia es como una gran mies que requiere obreros que trabajen» (ES XI-B, 734|SV XI, 41)[18], pocos han sabido dinamizarla tan fuertemente en su fidelidad al Evangelio como Vicente de Paúl, reuniendo personas decididamente orientadas a la santidad en el seguimiento de Jesucristo y en la solicitud hacia los desheredados de la historia. Tenía razón San Juan Pablo II al decir de nuestro fundador: «La vocación de este genial iniciador de la acción caritativa y social ilumina todavía hoy el camino de sus hijos e hijas, de los laicos que viven de su espíritu, de los jóvenes que buscan la clave de una vida útil y gastada radicalmente en el don de sí mismos»[19]. Estamos desafiados a proporcionar una formación consistente a los seglares que colaboran con nosotros en el servicio de la caridad misionera, con particular atención a los miembros de la Familia Vicenciana, pero también a los de nuestras parroquias, colegios, universidades y obras en general, abriendo caminos para impulsar el protagonismo de los laicos en los ministerios y en las instancias eclesiales de decisión, así como en los ámbitos de la sociedad, la cultura y la política, de modo que trabajemos todos juntos, en una permanente complementariedad, en la construcción de un mundo más fraterno y solidario, anticipo del Reino que es don y responsabilidad.

 

 

[1] Publicado en: Vincentiana, Roma, año 64, n. 4, pp. 479-503, octubre-diciembre 2020.

[2] Cf. CODINA, Víctor. Teologias da Vida Religiosa. In: CODINA; ZEVALLOS, Noé. Vida Religiosa: história e teologia. Petrópolis: Vozes, 1987, pp. 122-125. | Ver también: VITÓRIO, Jaldemir. A pedagogia na formação: reflexão para formadores na Vida Religiosa. São Paulo: Paulinas, 2008, pp. 20-24.

[3] Cf. QUINTANO, Fernando. Palabras y escritos esenciales. Madrid: CEME|La Milagrosa, 2020, pp. 319-321.

[4] El don de la fidelidad. La alegría de la perseverancia. Orientaciones (2020), n. 32.

[5] Sobre el tema, hay abundante bibliografía. Aquí, nos hemos servido sobre todo de: RENOUARD, Jean-Pierre. Saint Vincent de Paul, maître de sagesse: initiation à l’esprit vincentien. Bruyères-le-Châtel: Nouvelle Cité, 2010, especialmente la segunda parte, pp. 79-107. | UBILLÚS, José Antonio. Volver a Jesús para evangelizar. Anales de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, Madrid, tomo 123, n. 3, mayo-junio 2015, pp. 251-265.

[6] La vie du vénérable serviteur de Dieu Vincent de Paul, instituteur et premier supérieur général de la Congrégation de la Mission. Paris: Florentin Lambert, 1664, tomo III, p. 118.

[7] Conferencia sobre la búsqueda del Reino de Dios, del 21 de febrero de 1659.

[8] Repetición de Oración del 1 de agosto de 1655.

[9] Conferencia sobre los miembros de la CM y sus ocupaciones, del 13 de diciembre de 1658.

[10] Conferencia sobre la sencillez y la prudencia, del 21 de marzo de 1659.

[11] Sobre este tema, en toda su riqueza y amplitud, no conocemos una referencia más sólida que ésta: GROSSI, Getúlio. Um místico da Missão, Vicente de Paulo. 2ª ed. Belo Horizonte: PBCM, 2016, pp. 49-112. Ver también: FERNÁNDEZ, Celestino. El pobre en el corazón de San Vicente. VV.AA. La experiencia espiritual de San Vicente de Paúl. 35 Semana de Estudios Vicencianos. Salamanca: CEME, 2011, pp. 507-529.

[12] Conferencia sobre la finalidad de la Congregación de la Misión, del 6 de diciembre de 1658.

[13] Sobre los dos temas, ver: FARÌ, Salvatore. La formazione iniziale al Presbiterato nell’esperienza vincenziana. Roma: CLV, 2009 | RENOUARD, Jean-Pierre. Los laicos y el Señor Vicente. In: VV.AA. Avivar la Caridad. Salamanca: CEME, 1998, pp. 71-94.

[14] Repetición de Oración del 25 de octubre de 1643.

[15] El ítem siguiente también se refiere al asunto: “Preparar entre los nuestros, así como entre los laicos y el clero, agentes para el Cambio Sistémico que lo hagan vivo y lo promuevan” (n. 3.5.e).

[16] Conferencia sobre la finalidad de la CM, del 6 de diciembre de 1658.

[17] Ver, por ejemplo: Lumen Gentium, n. 31 | Apostolicam actuositatem, n. 8.

[18] Esquema de una conferencia sobre el amor de Dios. No fechada.

[19] Carta del Papa Juan Pablo II al Superior General de la CM. 12 de mayo de 1981.

Vinícius Augusto Teixeira, CM

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