La espiritualidad del laico vicenciano

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Author: Jaime Corera, C.M. .
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Definición de términos

1. Espiritualidad

espiritualidad_laicoUna visión religiosa como la cristiana, que tiene su fundamento y raíz no simplemente en un Dios-Espíritu (como sí la tienen, por ejemplo, la religión judía o la mahometana), sino en un Dios que se hace carne humana y que es, a la vez, verdadero Dios y verdadero hombre, no puede limitarse a entender su espiritualidad como algo que afecta sólo al espíritu humano, pues también su carne hu­mana debe ser, como lo fue la de Cristo, resucitada, glori­ficada y «espiritualizada» (1Cor 15,44).

En la perspectiva propia de la fe cristiana, la vida espi­ritual (que en cualquier religión consiste en vivir en el mundo de tal manera que se vaya caminando hacia una unión cada vez más íntima con Dios) pasa necesariamente por el hombre Jesucristo, que es el único camino seguro: «Yo soy el camino» (Jn 14,6); pasa por el seguimiento de Cristo, o sea, por la reproducción, en la propia vida y en las circunstancias de la historia propia, de los modos de pensar, de obrar, de amar, de los modos de vivir y de mo­rir de Cristo mismo. Este es el verdadero camino espiritual, el único ofrecido a todos los cristianos, que deben empezar su largo caminar hacia la unión con Dios desde el momento mismo de su bautismo.

Todos los cristianos tienen por delante el mismo camino de vida espiritual, pero no todos lo recorren de la misma manera. Es decir, no todos siguen a Cristo de la misma ma­nera. Ni podrían hacerlo, pues, por un lado, la vida humana de Cristo presenta una riqueza tal de contenidos que supera la capacidad de cualquier cristiano para seguirle e imitarle en todos los aspectos, y, por otra, cada ser cristiano ve a Cristo desde su propia situación en el mundo, situación que es siempre limitada y que por ello mismo condiciona y es­pecifica su vida espiritual, su modo peculiar de seguimiento de Cristo. En efecto, el imitar-seguir a Cristo en su propia vida no le exige lo mismo (excepto en las cosas básicas comunes: dogma, sacramentos comunes…) al rey que al ar­tesano, al monje que al seglar, al célibe que al casado.

El modelo Cristo es común para todos, y común tam­bién la raíz del seguimiento, fe en Cristo y bautismo. A la diversidad de modos en el seguimiento de Cristo lo califi­camos como diversidad de carismas. Con ello ampliamos un poco lo que entiende san Pablo por carisma en sus es­critos (sobre todo en 1Cor 12-14). Pero también a los ca­rismas entendidos como los entendemos aquí se deben aplicar, sin por ello forzarlas, las dos ideas que aplica san Pablo a los carismas tal como él los entiende. La variedad de carismas se debe a la iniciativa del Espíritu Santo, quien además los distribuye como bien le parece; los ca­rismas se dan no ante todo para el bien de la persona que los recibe, sino para el bien común, para el bien de los demás (1Cor 12, 6-8).

Aplicándolo a nuestro caso: los diversos modos que se dan en el seguimiento-de-Cristo-en-camino-hacia-Dios, es decir las diversas formas de espiritualidad, son obra del Espíritu Santo y se ordenan al bien común del Cuerpo Místico y aun de toda la humanidad, y no ya sólo ni prin­cipalmente al bien del creyente que recibe el carisma.

Este último aspecto no quedaba tan claro, y ni siquiera se tenía en cuenta, en muchos estudios del pasado sobre la vida espiritual. Hoy puede considerarse como un dato teológico firme y válido para toda forma de vida espiritual, incluyendo las más contemplativas y más aparentemente apartadas del mundo. También estas se ordenan al bien común. Así lo dice de ellas expresamente el canon 573 del Código de Derecho Canónico: «Entregados a la edifica­ción de la Iglesia y a la salvación del mundo».

Todo esto que venimos diciendo es válido también, por supuesto, para toda espiritualidad que. se quiera calificar de vicenciana, pues así lo era ya en sus mismo orígenes. Anticipando ideas que se verán más adelante con mayor detalle: el «carisma» vicenciano no se le da a quien lo re­cibe ante todo para su propio bien, para su propia santidad, para su propia salvación, sino para trabajar por el bien, la santidad y la salvación de los pobres. Ahora bien: traba­jando por el bien, por la santidad y por la salvación de los pobres, el alma vicenciana irá haciendo su propio camino espiritual de seguimiento de Cristo que le llevará a la unión final con Dios.

2. Laico

«Todos los incorporados a Cristo por el bautismo» constituimos el Pueblo de Dios, «cada uno según su propia condición» (Código de Derecho Canónico, canon 204). Hay pues una diferencia de «condiciones» de vida dentro de ese pueblo, que constituye sin embargo un todo orgáni­co. Según el derecho de la Iglesia la diferenciación básica de «condiciones» brota de que se haya recibido o no el sa­cramento del orden. Los que lo reciben se denominan «clé­rigos»; los demás, «laicos» (canon 207). Este es el sentido canónico preciso de los dos términos.

Pero adviértase que esta clarísima delimitación no ha pasado al lenguaje común, pues en éste no se denomina normalmente laico a quien, aunque no ordenado, pertenece a una orden religiosa o a una sociedad de vida apostólica. Para concretar: según los términos del Derecho Canónico en su canon 207 todas la mujeres bautizadas católicas, sin excepción alguna, aun las pertenecientes a órdenes religio­sas, son laicas, así como todos los varones no ordenados, aunque pertenezcan a órdenes religiosas o a sociedades de vida apostólica.

Así es según el derecho. Pero en el lenguaje corriente nadie considera laico, por ejemplo, a un hermano coadjutor de la Compañía de Jesús (orden religiosa), ni de la Congre­gación de la Misión (sociedad de vida apostólica). Perso­nalmente, mientras pensamos que el lenguaje canónico es muy preciso, lamentamos las confusiones que crea el len­guaje «popular» (aunque no es sólo el pueblo llano el porta­dor de la confusión, sino también sus líderes: sacerdotes, obispos…). ¿Se atrevería alguien a decir que, por ejemplo, la hija de la caridad es de verdad laica? Sus fundadores sí se atrevían, pero hoy el hacerlo parece darnos algo de miedo… Sin embargo, lo es ciertamente según el canon 207.

Lamentamos, decíamos, las confusiones creadas por el lenguaje común, pero nos atenemos a él. En este trabajo, cuando hablamos de laicos vicencianos no nos referimos ni a los hermanos coadjutores de la Congregación de la Misión ni a las hijas de la caridad; ni, por supuesto, a los clérigos de la Congregación de la Misión (pues no son lai­cos en ningún sentido, ni canónico ni popular), aunque no pocas de las cosas que vamos a decir valen también para ellos y para ellas.

Desde los ya lejanos tiempos de la obra del padre Con­gar, «Jalones para una teología del laicado» (Ed. Estela, Barcelona, 1961; lejana pero aún válida; y no sólo válida, sino una de las mejores obras de teología escritas sobre el tema hasta hoy mismo), la cantidad de escritos sobre el lu­gar y el papel de los laicos en la Iglesia es literalmente, como se suele decir en estos casos, inmensa. Lo cual apunta a una realidad de la que casi todo el mundo empie­za a ser consciente: «Ha sonado en la larga historia de la Iglesia Católica la hora de los laicos» (oído así, literal­mente, por quien esto escribe a un obispo «de los de antes» en vísperas de su jubilación). No estamos muy seguros de que este fenómeno esté ocurriendo por primera vez en la historia de la Iglesia Católica, pero no importa. Cierta­mente es nuevo si se contemplan los, digamos, tres o cua­tro últimos siglos de esa historia.

Ante la abundancia casi oceánica de material vamos a limitarnos a lo que dice sobre los laicos el Derecho Canó­nico, que aunque ni siquiera recoge ni de lejos todo lo que dice el concilio Vaticano II acerca de este tema, lo que di­ce está inspirado en y tuvo en cuenta lo que enserió el con­cilio. Todo lo que dicen ambos, concilio y derecho, viene muy bien al laico vicenciano, pues también él es laico cristiano. Pero no encontrará ni en uno ni en otro algo que se refiere al corazón mismo de su carisma propio.

Esto es lo que dice el Derecho Canónico sobre la teolo­gía de la vida laical en la Iglesia. Damos las ideas perti­nentes sin comentarios.

CANON 208

Común a todos los creyentes, clérigos y laicos:

«Por su regeneración en Cristo (por su bautismo) se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual to­dos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo».

CANON 225

Propio sólo de los laicos:

«Puesto que, en virtud del bautismo y de la confirma­ción, los laicos, como todos los demás fieles, están desti­nados por Dios al apostolado…, tienen la obligación y gozan del derecho… de trabajar para que el mensaje di­vino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres en todo el mundo… Tienen también el derecho peculiar (nota: peculiar de ellos, no de los clérigos), ca­da uno según su propia condición, de impregnar y per­feccionar el orden temporal con el espíritu evangélico, y de dar así testimonio de Cristo, especialmente en la rea­lización de esas mismas cosas temporales y en el ejerci­cio de las tareas seculares».

Y esto es lo que se refiere al corazón mismo de la espi­ritualidad del laico vicenciano, que no aparece ni en el Concilio ni en el Derecho, aunque sí en otro documento de la Iglesia:

«El Espíritu nos lleva a descubrir más claramente que hoy la santidad no es posible sin un compromiso con la justicia, sin una solidaridad con los pobres y oprimidos. El modelo de la santidad de los fieles laicos tiene que in­corporar la dimensión social en la transformación del mundo según el plan de Dios» (Mensaje final del sínodo sobre los laicos «Tras las huellas del Concilio», 1987. Cursivas nuestras).

3. Vicenciano

El último texto citado nos introduce de lleno en el cora­zón mismo de la definición del tercer término, lo vicenciano.

La espiritualidad vicenciana es una de las muchas ma­neras de vivir el evangelio que el Espíritu Santo ha hecho surgir a lo largo de la historia de la Iglesia. Para hacer sur­gir ésta, el Espíritu Santo se sirvió de un sacerdote llama­do Vicente de Paúl a partir (se puede decir hoy con toda precisión) de sus treinta y siete años. Los primeros cre­yentes que aceptaron como buena la experiencia y visión de Vicente de Paúl formaron un grupo de acción, una co­fradía de caridad, para asistir a los enfermos pobres de un pueblo pequeño francés, Chátillon. Eran ocho, y eran to­das mujeres (X 568). Este fue el primer grupo «vicencia­no» de la historia. Rápidamente se fueron creando otros, primero en París, de manera que al cabo de los años sabe­mos por testimonio de Luis Abelly, el primer biógrafo de san Vicente de Paúl, que las cofradías de la caridad «estaban extendidas en sitios casi innumerables, en Francia, en Italia y en otros lugares » (libro II, cap. VIII, p.442).

A todos los miembros de las cofradías ofreció Vicente de Paúl una misma formulación escueta de su visión espi­ritual: «Honrar el amor que Nuestro Señor tiene a los po­bres, asistiéndoles corporal y espiritualmente» (X 569). A todos se les asegura la misma plenitud final de esta manera de vivir la fe cristiana: Jesús «les colmará con sus bendi­ciones divinas» en esta tierra, y después, «en el día terri­ble del juicio» oirán «su voz dulce y agradable» que les dirá: «Venid, benditos de mi Padre» (X 568).

Todo lo que añadirá a esto Vicente de Paúl a lo largo de cuarenta y tres años en sus enseñanzas a clérigos, laicos y laicas no será más que comentario y amplificación de esas ideas primeras. En ellas está el corazón mismo de lo que llamamos espiritualidad vicenciana. Oirán la voz de Vi­cente y se dejarán guiar por ella creyentes de muy diversas condiciones canónicas, que vivirán una misma espirituali­dad en formas de vida también muy diversas: clérigos se­culares y laicos en comunidad y con votos (Congregación de la Misión, 1625-1626), laicas en comunidad (Hijas de la Caridad, 1633), clérigos diocesanos (Conferencias de los Martes, 1633: «Honrar la vida de Nuestro Señor Jesu­cristo y su amor a los pobres» X 143), y, el grupo más numeroso, mujeres laicas (y también varones: X 595) de toda condición civil, casadas, solteras, viudas, y de todas las clases, altas, medias y bajas (Cofradías de la Caridad, Damas de la Caridad, 1634).

En suma: la experiencia espiritual-cristiana de Vicente de Paúl se muestra desde su mismo origen como una manera de vivir la gracia y la fe recibidas en el bautismo muy adecuada y eficaz (pues conduce a la unión final con Dios) casi para cualquier condición canónica de vida cristiana. Decimos casi, pues Vicente encontró en la ideología teo­lógica y en las estructuras de la vida religiosa de su tiempo un muro que él no pudo ni, que sepamos, intentó traspasar. Si tuviéramos acceso a las muchas conferencias de san Vi­cente a las religiosas de la Visitación, tal vez habría que revisar esta última afirmación.

La experiencia espiritual vicenciana

El cristiano o la cristiana que quiera apelar a san Vice­nte de Paúl legítimamente como inspirador de su propia vida espiritual-cristiana tendrá que pasar necesariamente por el proceso de una verdadera conversión, como pasó Vicente mismo. No nos referimos con la palabra conver­sión a un paso de una vida inmoral (a no ser que también ese paso sea necesario) a una vida decentemente moral. La conversión de que hablamos aquí se refiere a un cambio bastante radical de perspectivas en la manera misma de ver y de vivir la fe cristiana.

La manera puede estar centrada en uno mismo, como cuando se afirma que de lo que se trata en el fondo en toda vida cristiana es de «salvar su propia alma». Cuando se ven las cosas así, el resultado es que la mayor parte de las energías espirituales se centra en uno mismo; todo (y, lo que es más lamentable, todos) queda subordinado a la pro­pia perfección y a la propia salvación; todo (y todos) se convierte en medio o instrumento a favor de uno mismo. Por ejemplo, se trabaja por los pobres no pensando primero en ellos, sino para aumentar los méritos y la santidad propia. O sea, una visión de la fe cristiana evidentemente egocentrada, por no decir egoísta (así la califica Ozanam, como veremos más adelante), aunque suene como muy espiritual. San Vicente, decíamos, pasó por este mismo proceso de conversión, que además en su caso se dio en un terreno no del todo espiritual. Pues desde que se ordenó de sacerdote a los veinte años hasta que se «convirtió» a se­guir a Cristo como evangelizador de los pobres hacia los treinta y seis, este sacerdote de Jesucristo vivió una fe y un sacerdocio orientados por el deseo de mejorar la modestia de su condición social familiar, y de vivir su condición sa­cerdotal bajo la sombra protectora de su madre. Ninguno de esos dos ideales era propiamente inmoral. Pero si no los hubiera recusado como formas posibles de vivir su fe cris­tiana y su sacerdocio, nadie le invocaría hoy como santo y como patrón.

Dígase algo parecido de santa Luisa de Marillac, aun­que en este caso la diferencia sí se da en el terreno pura­mente espiritual. Pues si esta mujer, mística en sentido fuerte casi desde la cuna, hubiera mantenido hasta su muerte la visión espiritual en que fue educada en su ju­ventud, y no hubiera tenido la suerte (o más bien la gracia) de caer bajo la orientación de Vicente de Paúl hacia los treinta y cinco años, hoy no estaría en los altares (aventu­ramos la opinión; sólo Dios lo puede saber): ninguna de las muchas figuras que pertenecieron a la escuela de místi­ca abstracta (que se preocupaba ante todo por la propia vi­da espiritual y por la santidad personal) en la que Luisa fue educada en su juventud, se encuentra hoy en el catálo­go de los santos reconocidos.

Conversión, pues, de una visión de la fe centrada en uno mismo a una visión de la fe que se orienta a y se ex­presa en la redención-evangelización de los pobres en se­guimiento de Jesucristo: he ahí la esencia misma de la conversión necesaria a toda verdadera espiritualidad de inspiración vicenciana. Si esa conversión no se da, y con toda fuerza, el alma cristiana aún tendrá ciertamente que practicar por mandato de Jesucristo, entre otras muchas cosas, la caridad hacia los pobres. Efectivamente: entre otras muchas cosas, algunas de las cuales parecerán más importantes que la práctica de la caridad hacia los pobres: la oración, la eucaristía, los votos…

Pero eso no es así en modo alguno en la espiritualidad vicenciana, ni en su forma clerical ni en su forma laical. En esa espiritualidad (en esa forma de vivir la fe cristiana en el camino hacia la unión última con Dios a través del camino Jesucristo) lo primero y lo central es el trabajar por los pobres en seguimiento de Cristo. Todo lo demás (ora­ción, eucaristía, votos…) debe estar orientado y aun subor­dinado a ello y sirve para alimentarlo y darle fuerza, idea que san Vicente expresó multitud de veces en aquella ex­presión suya de «dejar a Dios por Dios»; o sea, dejar la oración y aun la misa cuando lo exige la atención urgente al necesitado, pues esto es lo principal.

Para que mejor se entienda lo que queremos decir va­mos a examinar con cierto detalle tres casos muy diferen­tes. El primero se refiere a la Congregación de la Misión. Aunque de suyo este ejemplo caería fuera del tema de este trabajo sobre la espiritualidad laica vicenciana, pensamos que lo que vamos a decir sobre él puede ser útil para acla­rar la naturaleza de la espiritualidad propia del laico vicenciano. Los otros dos sí se refieren a instituciones laicas, las Conferencias de San Vicente de Paúl, y las asociacio­nes de carácter mariano, Juventudes Marianas Vicencianas y los movimientos basados en la Medalla Milagrosa. Lo que se va a decir sobre todos estos ejemplos nos parece correcto, aunque admitimos de antemano que a alguien le pueda sonar algo duro y aun equivocado. Con sinceridad, estamos dispuestos y abiertos a puntos de vista que tal vez corrijan lo que aquí se va a decir.

Primer caso. La Congregación de la Misión se ha visto tentada a lo largo de su historia a colocar la santidad per­sonal en el centro de sus preocupaciones y a subordinar a ella todo lo demás, incluyendo la evangelización de los pobres. Véase este texto tan explícito (al que ya se aludió en un trabajo anterior) de nada menos que un superior ge­neral, el padre Fiat, de finales del siglo XIX:

«El primer fin de la pequeña compañía (la Congrega­ción de la Misión) es la santificación de sus miem­bros, y tal debe ser el objeto primero de nuestra soli­citud; todos los otros le deben estar subordinados» (circular a los superiores, 4 de diciembre de 1879).

Esta formulación del espíritu vicenciano de carácter «ofi­cial» tal vez sea sólo un caso de lenguaje desafortunado, de manera imprecisa de expresarse. Pues en el mismo siglo del padre Fiat sus misioneros habían encontrado, y seguían en­contrando en su tiempo, su santidad personal no en una preocupación primera por ella, sino en el trabajo de evange­lización de los pobres en Etiopía (san Justino de Jacobis), en China (san Juan Gabriel Perboyre, el beato Clet), entre la población pobre de irlandeses emigrados a Estados Unidos, en los suburbios de las ciudades industriales de Inglaterra…

La imprecisión del lenguaje (si es que se trataba sólo de eso) procedía probablemente (aparte de una posible influen­cia de las ideas de su tiempo sobre la vida religiosa) de san Vicente mismo; más bien de una interpretación defectuosa del número 1 del capítulo primero de las Reglas Comunes, número que describe el fin de la Congregación de la Misión. San Vicente no dice (aunque tal vez parezca así a primera vista en una lectura descuidada) que la Congregación de la Misión se ha fundado, primero, para «dedicarse a la perfec­ción propia», sino para imitar a Cristo que fue «enviado al mundo para salvar al género humano». Lo cual se lleva a cabo practicando virtudes, evangelizando a los pobres y formando sacerdotes. Haciendo las tres cosas a la vez, y en modo alguno subordinando las otras dos a la que aparece en primer lugar, la perfección propia.

La Congregación de la Misión, muy consciente del peli­gro de una mala lectura de las Reglas Comunes, ha querido expresamente reformular para hoy el fin para el que fue fun­dada (y eso en contra de una muy fuerte oposición) de una manera muy clara: «El fin de la Congregación de la Misión es seguir a Cristo evangelizador de los pobres» (Constitu­ciones de la Congregación de la Misión, número 1). A ese fin se debe ordenar absolutamente todo en la vida de la Congregación de la Misión, también la preocupación por la santidad propia y todas las expresiones de vida «espiritual»: oración, eucaristía, votos, trabajo pastoral, vida común…

Segundo caso. También las Conferencias de San Vicente de Paúl han caído en la misma imprecisión, al menos en lo que dicen con frecuencia muchos de sus miembros y en lo que dicen muchos de sus escritos, incluso oficiales. También se debe ello en este caso al fundador, el beato Federico Ozanam. Esto escribe Ozanam a los veintiún años, un año des­pués de fundadas las Conferencias:

«Nuestra Sociedad ha sido fundada ante todo en inte­rés nuestro, y si nosotros visitamos a los pobres lo hacemos menos pensando en ellos que en nosotros, lo hacemos para ser mejores. Tal vez este motivo de in­terés personal, este egoísmo que está en la base de nuestra obra, hará que pierdas algo de tu estima por ella. Me parece que tú has sido llamado a una misión más generosa…Debes dedicarte a los pobres directa­mente por ellos, y no por ti» (Lettres, I 154).

No podía ser Ozanam más explícito. Las Conferencias se han fundado ante todo no para el bien de los pobres, si­no para el bien de sus miembros. Pero Ozanam es también muy sincero: a esa visión la califica de egoísta. Y además considera como más generosa la misión de quien invierte los términos y piensa en los pobres antes que en el bien de uno mismo.

Pero Ozanam maduró mucho y maduró rápido. Sólo cuatro meses después califica como «filantropía» a la postu­ra que había expuesto como propia de la Sociedad de San Vicente de Paúl, y como «caridad» a la postura opuesta:

«La filantropía es una orgullosa para quien las buenas acciones son una especie de adorno, y a quien le gusta mirarse al espejo. La caridad es una madre tierna que tiene los ojos fijos en el niño, que no piensa en sí misma y que olvida su belleza por el amor al niño» (o.c., I 166).

¿Qué debe ser la Sociedad de San Vicente de Paúl? ¿Una sociedad filantrópica o una sociedad caritativa? Es­tamos hablando, recuérdese, de conversión.

Y unos años más tarde se expresa Ozanam aún con ma­yor claridad:

«Hijos de san Vicente que somos, aprendamos de él a olvidarnos de nosotros mismos, y la abnegación en el servicio de Dios y en el bien del prójimo» (discurso a la conferencia de San Sulpicio, 2 de agosto de 1848).

Tercer caso. Las asociaciones vicencianas de carácter mariano. De un modo o de otro, todas ellas han brotado de un encargo explícito de la Virgen María en las apariciones a santa Catalina Labouré. En los textos que han llegado hasta nosotros no aparece en el encargo ninguna referencia explícita a la evangelización de los pobres. Y aunque se admite con gusto que desde el comienzo mismo la medalla fue un instrumento muy eficaz a favor de los pobres en manos de almas verdaderamente vicencianas (misioneros populares, hijas de la caridad enfermeras…), casi toda la «ideología» (sit venia verbo) que ha rodeado a la Virgen Milagrosa ha sido fundamentalmente de tipo cultual, de devoción a la Virgen glorificada, asunta y distribuidora de gracias desde el cielo.

No nos parece que exageremos al decir esto. También el que esto escribe ha sido receptor paciente desde la mis­ma infancia de innúmeras novenas, triduos, estampas, fo­lletos, libros de glorificación de la Virgen María. Quede bien claro que pensamos que la Virgen María se merece esa glorificación (excepto en algunas manifestaciones exageradas), y que ésta aún se queda corta. No exageraba san Bernardo en manera alguna cuando escribía aquello bien conocido de que «de María nunca se dice bastante». Pero no se trata ante todo de decir. También hay que imi­tar, y esto segundo es aún más importante. Y aunque siempre se ha hablado de la imitación de la Virgen María en muchas virtudes (la modestia, la humildad, la pureza, el silencio…), no se ha hablado tanto, ni de lejos, de las «virtudes» que más interesan al alma vicenciana, sobre to­do de su preocupación por los pobres: el Magníficat, la vi­sita a Isabel, las bodas de Caná…

Si las asociaciones que brotan de las apariciones quieren seguir siendo reconocidas como vicencianas deberán ser asociaciones vicencianas con un fuerte carácter mariano, y no asociaciones marianas que hacen ocasionalmente alguna obra de caridad. Por si lo que venimos diciendo suena algo estridente, añadiremos que nos parece que hoy todas las asociaciones que conocemos (J. M. V., grupos diversos de la Medalla Milagrosa) están dando pasos vigorosos (aunque no en todas partes) en esa dirección.

«El Señor me ha enviado a evangelizar a los pobres»

Las expresiones que se han usado en la teología ya desde el Nuevo Testamento mismo para intentar definir el propó­sito o plan de la Santísima Trinidad en el envío del Hijo al mundo han sido muchas y muy variadas: salvación, reden­ción, liberación de los pecados, santificación, glorificación, divinización… Vicente de Paúl sabe todo esto, admite todos esos términos y cree lo que en ellos se quiere expresar. Pero él cree ver (suponemos con fundamento que bajo la inspira­ción del Espíritu Santo) que el punto central de la encarna­ción de Dios en la tierra, el propósito directo por el cual el Verbo se hizo carne en la historia humana, es el anuncio a los pobres en palabras y en obras de la Buena Noticia (evangelio) que trae Jesucristo de parte de Dios.

Puede pensarlo así legítimamente, pues la idea se en­cuentra literalmente en el evangelio, en concreto en el texto de san Lucas, 4,18. Evangelizar a los pobres es

«por excelencia el oficio del Hijo de Dios» (XI 387). «Si se pregunta a Nuestro Señor: ¿qué viniste a ha­cer a la tierra? ‘A asistir a los pobres’. ¿Y a qué más? ‘A asistir a los pobres (XI 34).

Esta es la visión que regirá su fe cristiana y su sacerdocio a partir de los treinta y siete años, y lo que intentará contagiar a personas de todas las condiciones canónicas y sociales.

Las exposiciones sistemáticas y biográficas de esta visión espiritual de san Vicente de Paúl son hoy, gracias, a Dios, muy abundantes y muy buenas, y además de fácil acceso, sobre todo para los lectores de lengua castellana. Por ello nos ahorraremos en este trabajo una exposición detallada que lo alargaría excesivamente. Nos limitaremos a los aspectos que más tienen que ver con una perspectiva laica de la fe.

Empezaremos por el análisis de un texto fundamental:

«Dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que está cerca el reino de los cie­los, y que ese reino es para los pobres» (XI 387).

El trabajo por los pobres debe tener un neto carácter religioso, pues se trata de darles a conocer a Dios. Pero no genéricamente religioso, como podría hacerlo un buen musulmán o un judío piadoso, sino expresamente cristia­no, pues se trata de anunciarles a Jesucristo. Ambas ideas implican que el anunciador es a su vez un alma no sólo religiosa sino específicamente cristiana. De no ser así, ¿có­mo podría dar a conocer a un Dios y a un Jesucristo a quien él mismo no conoce de verdad?

Decirles que está cerca el reino de los cielos. Hoy es cosa bien sabida que la expresión «reino de los cielos», que aparece prácticamente sólo en el evangelio de san Mateo, es rigurosamente sinónima de la expresión «reino de Dios» que usan san Marcos y san Lucas. También es bien sabido que ambas expresiones se refieren al reino de Dios en este mundo y en el otro. Como dicen los teólogos en su jerga propia, el reino de Dios es de naturaleza histó­rica-escatológica. Lo que quiere decir: lo que se hace en este mundo por que Dios reine es semilla y anticipo, aun­que histórico y por ello mismo frágil y provisional, del reino perfecto y total de Dios en el otro. La conexión entre las dos dimensiones, la histórica y la escatológica, aparece con total claridad en el texto evangélico que cita san Vi­cente en el reglamento de la primera cofradía de la cari­dad: «Venid, benditos, a poseer el reino eterno, porque me disteis de comer…».

«El reino de Dios es para los pobres», y «cuando se di­rigía a los otros lo hacía como de paso» (XI 56). Aquí está expresada con toda concisión la naturaleza específica caris­mática de la espiritualidad de san Vicente de Paúl, la limita­ción de su carisma propio. Él entiende que, en seguimiento de Jesucristo, su fe se ha de expresar en un anuncio del reino de Dios sólo a los pobres. Esto es lo que él vive, esto es lo que trata de enseñar a todos los clérigos y laicos que se sientan movidos a vivir su propia fe bajo su inspiración.

San Vicente dice los textos que hemos citado a sus mi­sioneros, la mayoría de los cuales son sacerdotes ordenados. Pero adviértase uno de los aspectos más sorprendentes de esta visión, aspecto que no aparece en los mismos textos: para llevar a cabo en la historia el motivo principal que lle­vó a Dios a hacerse hombre en Jesús de Nazaret, para anun­ciar el reino de Dios a los pobres, no es necesario ser sacer­dote (de hecho no pocos de sus oyentes no lo eran); basta ser un «simple» bautizado, basta ser un laico, pues también el laico está llamado desde su bautismo a vivir los valores del reino de Dios, a anunciarlos durante su historia perso­nal, y a gozarlos al final de la historia. Sólo que el laico de inspiración vicenciana tiene que anunciar el evangelio sólo a los pobres. Y a los demás, igual que Jesucristo o que su fiel discípulo Vicente de Paúl, «como de paso».

Evangelizar a los pobres

Ahora bien, ¿cuál es el contenido, qué quiere decir eso de anunciar la Buena Noticia/evangelizar a los pobres, y cómo se lleva a cabo? Por de pronto, con palabras y con obras, sobre todo con obras, como lo hizo Cristo mismo. El mismo Cristo se encontró con un rechazo frontal a sus palabras por parte de diversas clases de gentes; pero nunca llegó a comprender, y por eso mostró repetidas veces su sorpresa, cómo era posible que sus obras, que hablaban, por así decirlo, por sí mismas, no convencieran sin más a quien las veía, como testimonio evidente del amor de Dios Padre, e incluso se atribuían al poder del Maligno.

Palabras y obras, las dos cosas, y, si es posible, las dos co­sas juntas, pues tratar de «remediar las necesidades espirituales y corporales de los pobres… es evangelizar con pala­bras y con obras. Eso es lo que hizo Nuestro Señor» (XI 393).

Acaba de mencionar san Vicente dos términos muy comunes en un lenguaje que, aun siendo muy propio de su tiempo, siguen teniendo un sentido fácilmente comprensi­ble para el lector de hoy. Necesidades espirituales y cor­porales, aunque tal vez hoy sean más comunes y acepta­bles otras expresiones: atención al hombre entero, promo­ción integral, y otras equivalentes.

Úsense expresiones antiguas o modernas, la acción por los pobres inspirada en san Vicente de Paúl debe tener en cuenta todas las dimensiones de la persona del pobre, y no sólo las corporales, ni tampoco sólo las espirituales. Pues el pobre es un ser unitario, y no simplemente un com­puesto de alma y cuerpo que se puedan separar a placer. Un ser unitario en el que ciertamente se pueden distinguir diversos aspectos de necesidad espiritual, económica, cultural, social… A todos esos aspectos debe dirigirse la acción vicenciana según los grados de necesidad de cada uno de ellos. Por ejemplo, un pobre destituido en el as­pecto económico puede que goce de un envidiable nivel de salud espiritual, aspecto que, en ese caso particular, no ne­cesitaría atención especial, pues el pobre, en ese caso, se cuidaría de sí mismo, por así decirlo.

Entre los varios aspectos hemos mencionado el social. Todo ser humano, también por supuesto el pobre, es una especie de síntesis y cruce de múltiples contactos con el mundo humano. Aunque hay que admitir la existencia de casos en que el pobre es víctima de sí mismo, con dema­siada frecuencia son precisamente las relaciones sociales las que hacen del pobre una víctima: escasas o nulas oportunidades de acceso a la enseñanza o al mercado de trabajo, legislación social discriminatoria, marginación por parte del resto de la sociedad, salarios de explotación, pen­siones insuficientes… Hay que preguntarse si también a esas relaciones sociales (que en un terreno específico se conocen como políticas) hay que anunciarles el evangelio. La respuesta es claramente afirmativa incluso en la prácti­ca de san Vicente mismo. Pero no vamos a detenernos aquí a describir el detalle de su acción «social».

Porque está más cerca de nosotros cronológicamente, porque muchos de los problemas de su sociedad de hace ciento cincuenta años siguen siendo aún, por desgracia, problemas de la nuestra, y porque nos parece que su figura es una de las que mejor han sabido vivir y la que mejor ha sabido expresar el antiguo espíritu vicenciano en el llama­do mundo moderno, damos, de entre otros muchos posi­bles, un breve texto del beato Federico Ozanam sobre el aspecto que estamos tratando:

«Solamente cuando se ha estudiado al pobre en su casa, en el hospital, en el taller, en las ciudades, en los campos y en todas las condiciones en que Dios lo ha colocado, solamente entonces, armados con todos los elementos de tan formidable problema, empeza­remos a comprenderlo y podremos pensar en intentar resolverlo» (L’Ere nouvelle, 14 de octubre de 1848).

El problema de la evangelización de las relaciones y de las estructuras sociales evoca inmediatamente la cuestión de impregnar esas relaciones con el espíritu evangélico, de ha­cer que esas estructuras sean al menos justas. Esa es exacta­mente la labor propia del laico según las ideas del concilio Vaticano II. Que sean al menos justas, pues según otra idea profunda del mismo Ozanam: «la caridad debe completar lo que la justicia por sí sola no puede realizar» (Lettres, I 239).

La espiritualidad del laico vicenciano

Nos recordaba el canon 225 citado arriba que la espiri­tualidad propia del laico cristiano, su manera peculir de vivir la fe, consistía en «impregnar y perfeccionar el or­den temporal con el espíritu evangélico, y de dar así tes­timonio de Cristo».

O sea: la espiritualidad propia del laico se desarrolla en el mundo y busca su transformación a partir de los princi­pios de la fe cristiana; y no, por ejemplo, desde alguna ideología social o política determinada. Esto último no quiere decir que el cristiano no pueda adherirse a ninguna ideología político-social. Puede, ciertamente; pero, si lo hace, también a la correspondiente ideología (que también es «mundo») tendrá el cristiano que aplicar el principio que acaba de recordarnos la doctrina de la Iglesia sobre la transformación del mundo desde los principios de la fe. No podrá aceptar en ninguna idelogía lo que se oponga a los postulados de su fe, pero sí lo que sea compatible con ella. El hombre «espiritual» (y la mujer, por supuesto) de­be «juzgarlo» todo, nos recuerda san Pablo (1Cor. 2,15).

La espiritualidad propia del laico vicenciano se desa­rrolla también, pues es laico, en el mundo, pero en el mundo de los pobres. Ése es el mundo suyo propio que tiene que intentar «impregnar y perfeccionar con el espí­ritu evangélico». Esto no excluiría en manera alguna el que tratara de hacer lo mismo en relación a su propia si­tuación social, pues el mismo canon citado arriba le re­cuerda que debe hacerlo «en el ejercicio de las tareas se­culares»: familia, profesión, trabajo, relaciones de amis­tad, actividades culturales, políticas, deportivas, de ocio y de tiempo libre… Pero lo suyo, lo que debe ser el polo de orientación de toda su vida (también, por ejemplo, en su vida profesional o familiar), es el mundo de los pobres. Eso es lo específico de su vocación laica vicenciana (a de­cir verdad, de toda vocación vicenciana, laica o no).

Los laicos, se recuerda ahora con mucha frecuencia después del concilio, son por derecho, aunque fieles hijos de la Iglesia, autónomos en el ejercicio de su vocación propia cristiana. Esto es propio también, pues también él es laico, del laico de inspiración vicenciana. También esto viene del patriarca fundador, y eso en un tiempo en que la autonomía de que estamos hablando ni se mencionaba ni se practicaba. Por ejemplo, las llamadas órdenes terceras formadas por laicos dependían (creemos que aún siguen dependiendo) de las órdenes religiosas respectivas.

Pues bien, de la primera asociación laica que Vicente de Paúl fundó ni siquiera el fundador era director o presi­dente. Como lo expresa él mismo en el reglamento de la primera cofradía, de la Chátillon, el sacerdote se debe li­mitar en las reuniones de la cofradía a da «una pequeña exhortación con vistas al progreso espiritual y a la pros­peridad y conservación de la cofradía «(X 581).

También en este aspecto fue Federico Ozanam en su tiempo (tiempo que tampoco era muy dado a reconocer dentro de la Iglesia autonomías laicales) fiel intérprete de este principio de espiritualidad vicenciana del fundador original. Escribe en pleno siglo XIX:

«Queremos que esta Sociedad (de San Vicente de Paúl) sea profundamente laica sin dejar de ser católica» (Lettres, I 353).

Creemos que en este aspecto la Sociedad de San Vice­nte de Paúl ha sabido mantener con estricta y valiente fi­delidad la idea de uno y otro fundador.

En este aspecto de la autonomía propia de los laicos van a encontrar algún problema todas las instituciones vi­cencianas de carácter mariano, pues todas ellas dependen en última instancia de la jurisdicción de un clérigo, el su­perior general de la Congregación de la Misión. Aunque tal vez nos gustaría, no queremos ni insinuar que se deba cambiar el status jurídico-canónico actual de dependencia. Ni siquiera sabemos si, dadas las circunstancias actuales, un tal cambio sería posible o conveniente. Pero sí deben tener en cuenta sus directores y asesores/as un principio que recuerdan sus Constituciones a los miembros de la Congregación de la Misión: sus relaciones con los laicos, sea cual sea la naturaleza jurídica de esa relación, debe ser de carácter «fraternal» (estatuto 3), y no, por ejemplo, de carácter paternalista o impositivo, pues el paternalismo y la imposición hacen imposible la verdadera fraternidad.

Pasamos a otro punto. Muchos de los miembros de to­das las instituciones de carácter vicenciano no pueden ser calificados ellos mismos como pobres, excepto en el as­pecto puramente espiritual de relación con Dios; en ese aspecto todos somos pobres. Pertenecen en su mayoría a clases que se califican como media-baja hacia arriba.

¿Cómo se salvarán los que no son pobres, si el Señor vino, según pensaba san Vicente de Paúl, a evangelizar «sólo a los pobres», y a decirles que «el reino de los cielos es para los pobres»?

No se le escapó a Vicente de Paúl este problema, que en su caso brotaba además de su visión espiritual propia. Y ésta es la solución que él mismo daba al problema que se había creado: también para las personas de toda condición social que se dedicaban a la redención de los pobres había salvación precisamente porque se dedicaban a redimirlos. Dice a las hijas de la caridad en 1646, como lo había hecho veintinueve años antes a las cofrades de Chátillon con otras palabras ( «Venid, porque me disteis de comer»):

«Los pobres asistidos por ella serán sus intercesores delante de Dios; acudirán en tropel a su encuentro, dirán al buen Dios: ‘Ésta es la que nos asistió por tu amor, ésta es la que nos enseñó a conocerte…’ Todo esto os valdrá el servicio de los pobres» (IX 241).

En otras palabras: la salvación de los que no son pobres pasa, según la visión de san Vicente de Paúl, por lo que hoy se denomina como «opción por los pobres».

También en este punto fue Ozanam un discípulo fidelí­simo de la espiritualidad del patrón de su Sociedad. Tam­bién para Ozanam, nacido en familia burguesa y pertene­ciente él mismo a la clase burguesa, la única posibilidad de acceso a Dios pasa sin remedio por el pobre:

«Vosotros (los pobres) sois la imagen de ese Dios a quien no vemos, y como no podemos amarlo de otra manera, lo amaremos en vuestras personas» (I 243).

En cuanto a lo que hoy se llama opción por los pobres por parte de los que no lo son, pocas veces se ha escrito con tanto vigor como lo hizo Ozanam, ni siquiera por parte de la teología de la liberación, lo que esa opción exige:

«Cuando digo ‘pasémonos a los bárbaros’, pido que en lugar de desposar los intereses de una burguesía egoísta, nos ocupemos del pueblo. Es en el pueblo donde yo veo suficientes restos de fe y de moralidad para salvar a una sociedad que las clases altas ya han perdido» (carta a un amigo, 23 de mayo de 1848).

Esa opción de que habla Ozanam (ese «pasarse a los bárbaros») es, por supuesto, infinitamente más que la práctica ocasional de las llamadas obras de misericordia. Es centrar en esa práctica lo mejor de la vida, la vida ente­ra a decir verdad. Es una ofrenda entera de la vida equi­valente al martirio. Escribe Ozanam a los veintidós años:

«A nosotros nos toca volver a comenzar la era de los mártires. Pues ser mártir es dar la vida por Dios y por sus hermanos, dar su vida en sacrificio sea éste consu­mado de un golpe o se lleve a cabo lentamente, día y noche, como incienso ante el altar. Ser mártir es dar al cielo todo lo que se ha recibido, su oro, su sangre, su alma entera… Ésa es la vocación sublime a la que nos ha llamado la Providencia» (I 167).

Fiel discípulo también en esto de san Vicente de Paúl, para quien el trabajo constante y perseverante por los po­bres no es más que una forma de martirio:

«Una joven vendrá desde Flandes, desde Holanda, desde ciento cincuenta leguas, para consagrarse a Dios en el servicio de las personas más abandonadas de la tierra. ¿No es esto ir al martirio?» (IX 256).

Vocación sublime, ciertamente, como la califica Oza­nam. Sublime y exigente, dada la escasez de nuestras fuer­zas y la pobreza de nuestra generosidad. San Vicente lo sabía muy bien, y ya desde la temprana edad de los treinta y siete años animaba a las primeras almas «vicencianas» de la historia, las de Chátillon, a servir a los pobres en sencillez, humildad y caridad (X 584), y también a sus mi­sioneros, a sus hijas de la caridad y a las damas de la cari­dad. Todas las instituciones fundadas por san Vicente de Paúl, sin excepción, han sido, sin duda gracias a Dios, bastante fieles a estas tres características evangélicas pri­vilegiadas por el fundador. No se vea en el hecho de reco­nocerlo ninguna contradicción con la verdadera humildad. Las cosas han sido así en la historia de esas instituciones hasta hoy, y el reconocer esa verdad no es más que dejar lugar a que se exprese la humildad, pues la humildad es (reconocer) la verdad.

El haber mantenido esas virtudes o cualidades se puede decir de las instituciones fundadas por san Vicente mismo, pero también de las no fundadas, por ejemplo de la Socie­dad de San Vicente de Paúl. También ésta ha quedado marcada profundamente por lo que sentía su fundador en edad aún más temprana, a sus veintidós años:

«Puede que no haya en la viña del Padre una cepa que Él haya rodeado de mayores cuidados. Pero yo no he florecido ante el soplo divino, no he sabido amar, no he sabido obrar, y siento que se acumula sobre mi cabeza la responsabilidad de los favores de los que no hago caso cada día» (Letres, I 172).

Fiel discípulo también en esto de san Vicente de Paúl, quien ya cerca del final de su vida terrena recordaba a sus misioneros evangelizadores de los pobres que

«cuando hayamos cumplido todo lo que tenemos man­dado, debemos decir que somos siervos inútiles; que no hemos hecho nada más que lo que debíamos, y que sin su ayuda no hubiéramos podido hacer nada» (Reglas comunes de la Congregación de la Misión, c.XII, 14).

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