Los antecedentes
Desde 1636, y con más realidad desde 1639, las Hijas de la Caridad tenían una existencia autónoma y, en el gobierno de la Compañía, eran independientes de hecho de las señoras de las Caridades. Desde 1640, los fundadores habían ido dando a la Compañía una organización y unas estructuras que la asemejaban en algo a las congregaciones religiosas, en algo a las cofradías seculares y en algo, sencillamente, a grupos de seglares: tenían un superior, Vicente de Paúl, y un director, el P. Portail, que ayudaba al superior y lo sustituía en algunas circunstancias; tenían una superiora, la señorita Le Gras, y una asistenta que la aliviaba de pequeños trabajos y hacía sus veces, cuando se ausentaba; había tres consejeras de las cuales una era la ecónoma, y estaba establecido el Consejo. La Casa donde vivía Luisa se había convertido en centro de referencia hacia dentro y hacia fuera.
Las Hijas de la Caridad tenían la posibilidad de hacer los votos, aunque privados; vivían en comunidad y cada comunidad estaba animada por una Hermana Sirviente o superiora local, que era la última responsable de la marcha de la comunidad. Tenían Reglamentos y organizadas las Visitas Canónicas y Regulares. El fin de la Compañía estaba bien definido: «Honrar la caridad de nuestro Señor, patrono de la misma, asistiendo a los pobres… corporal y espiritualmente» (SV. X, n9 222). También, tenían claro el espíritu con que debían servir a los pobres: el mismo espíritu de Jesús, el Espíritu Santo que infundió en Jesucristo las cualidades, las virtudes de humildad, sencillez y caridad para mejor servir a los pobres. Su vocación encerraba un carisma muy especial: los pobres eran sus amos y señores y ellas sus sirvientas. Si, al estar en oración, se presentaba una necesidad urgente de un pobre, debían dejar la oración y aun la Eucaristía, para acudir en su socorro, pues era dejar a Dios por Dios. Ese carisma les daba una novedad desconocida hasta entonces:
Las Hijas de la Caridad tendrán «por monasterio, las casas de los enfermos y aquélla en que reside la superiora, por celda un cuarto de alquiler, por capilla la iglesia de la parroquia, por claustro las calles de la ciudad, por clausura la obediencia, sin que tengan que ir a otra parte más que a las casas de los enfermos o a los lugares necesarios para su servicio; por rejas el temor de Dios, por velo la santa modestia, y no hacen otra profesión para asegurar su vocación más que esa confianza continua que tienen en la divina providencia, y el ofrecimiento que le hacen de todo lo que son y de su servicio en la persona de los pobres».
Todo esto, se lo enseñaba a las Hijas de la Caridad Vicente de Paúl en las conferencias que intentaba darles, al menos, una vez al mes. Luisa se lo inculcaba diariamente en el trato y en las conversaciones y, semanalmente, en sus conferencias.
A pesar de todo, jurídicamente, las Hijas de la Caridad dependían de las Caridades de señoras. Para el gobierno francés y para la Iglesia, la Compañía era una parte de las Caridades. No tenía personalidad jurídica y no podía tener bienes propios ni comprar ni vender. Cuando Luisa se presentó a firmar el contrato en el Gran Hospital de San Juan Bautista de Angers, los administradores se extrañaron de que Luisa de Marillac pudiera firmarlo como directora, y lo aceptaron sólo como delegada de Vicente de Paúl, director de las Caridades. En el Gran Hospital de San Renato de Nantes, exigieron que ratificara el contrato Vicente de Paúl, Director de la Cofradía de la Caridad31. Tampoco las Hijas de la Caridad pudieron comprar su vivienda en la parroquia de San Lorenzo, y tuvo que comprarla, para ellas, la Congregación de la Misión.
A Luisa de Marillac, sin embargo, tanto o más que esta situación jurídica, le preocupaba que toda la Compañía estaba en el aire. Mientras no estuviera reconocida oficialmente por la Iglesia y el gobierno, toda la labor realizada y las mismas estructuras podrían desaparecer en un instante. Luisa vivía dentro de la Compañía y para ella. Los pobres necesitaban una Compañía firme y segura que sólo la podía dar la erección oficial. La Compañía no podía depender del número de miembros ni tambalearse por el abandono de algunas Hermanas. Son ideas que Luisa repite hasta lo incansable.
Hacia septiembre de 1645, los dos fundadores pensaron que, sin peligro de confundirlas con las religiosas, podían pedir al arzobispo de París que erigiese a las Hijas de la Caridad en «cofradía distinta de la cofradía de la Caridad», con personalidad jurídica y autonomía propias. Más tarde, Vicente de Paúl se lo explicó a las Hermanas: «Hasta el presente no habéis sido un cuerpo separado del cuerpo de las damas de la cofradía de la Caridad; y ahora, hijas mías, Dios quiere que seáis un cuerpo particular, que sin estar separado no obstante del de las damas, no deje de tener sus ejercicios y funciones particulares».
Vicente redactó una petición y se la envió a Luisa para que le diera su opinión. Luisa se espantó al leer que la Compañía quedaba bajo la autoridad del arzobispo de París y salía de las manos del fundador. Anotó varias sugerencias a puntos sin mayor transcendencia —que Vicente recogió en la redacción definitiva—, pero el asunto más grave, la dependencia del arzobispo no pudo terminar de anotarlo; la cosa era muy seria y había que discutirlo detenidamente, con calma. El desacuerdo entre los dos santos tenía sus razones. Vicente de Paúl veía difícil que el arzobispo aprobara la Compañía si dependía de un sacerdote, aunque éste fuera el señor Vicente; pero dependiendo del arzobispo, pensaba obtener más fácilmente la aprobación. La dependencia del arzobispo favorecía la naturaleza de cofradía en oposición a institución religiosa. Además, Vicente de Paúl sentía la oposición dentro de su misma congregación para asumir la dirección de una compañía femenina. Por todos estos motivos juntos, deseaba que la Compañía dependiera del arzobispo en el apostolado y en su vida interna, es decir, con autoridad de jurisdicción y doméstica, en cuanto cristianas y en cuanto Hijas de la Caridad.
Luisa se opuso a ello rotundamente, aunque con suavidad y delicadeza femeninas. A Luisa, por convicción y por cariño a su director, no le importaban estos motivos. Realista y observadora, conocía a todas sus hijas hasta en su sicología y modales, y sabía que, en su penosa misión, aquellas sencillas aldeanas necesitaban de unos sacerdotes bien preparados; temía además, que las Hijas de la Caridad fueran rechazadas en otras diócesis, si quedaban bajo la autoridad del arzobispo de París, y si dependían de los obispos, cada uno de ellos las dirigiría a su gusto, dividiendo la Compañía. Mientras que los padres paúles tenían el mismo fundador, los mismos fines e idénticos el carisma y el espíritu. Para Luisa, la conclusión era sencilla: suprimir la Compañía si no dependía totalmente del Superior General de la Congregación de la Misión.
Vicente de Paúl lo estuvo madurando durante un año. Conocía a Luisa y sabía que aceptaría lo que él decidiera, pero sabía también que era inteligente e intuitiva y temía cometer un error irreparable. Mejor sería esperar a que se manifestara más claramente la voluntad de Dios.
Aprobación fallida de la Compañía y la Congregación de la Misión
En el otoño de 1646, se decidió, por fin, Vicente de Paúl a enviar la petición al arzobispo. Le pedía que erigiese la «cofradía de la Caridad de sirvientas de los pobres enfermos de las parroquias» en cofradía independiente de las Damas de la Caridad. El arzobispo coadjutor de París, Juan Francisco Pablo de Gondi la aprobó el 20 de noviembre de 1646. El rey niño, Luis XIV, igualmente dio su aprobación y entregó las Cartas Patentes al Procurador General, Blas Méliand, para que las registrara en el Parlamento de París; sin este requisito, no tenía valor civil ni la aprobación del arzobispo ni la del rey.
Luisa, sin embargo, quedó muy preocupada. La cláusula tan temida estaba expresada con toda claridad: «La Compañía estará «perpetuamente bajo la autoridad y dependencia del citado señor arzobispo y de sus sucesores»». Era cierto que confiaba y encargaba al «querido y apreciado Vicente de Paúl… el gobierno y la dirección de esa sociedad y cofradía, mientras Dios quiera conservarle la vida», pero después de su muerte ¿qué sucedería? Una incógnita angustiosa envolvía el futuro y quizás la misma existencia de las Hijas de la Caridad. Había más: tal como estaba concedida la aprobación, destruía sus ideas y el edificio que había construido para sus adentros. Luisa era más intuitiva que Vicente de Paúl, acaso por ser mujer, pero en esta ocasión, se mostró también más perspicaz y veía el futuro con más claridad que él. A lo largo de 13 años, había ido construyendo en su mente una compañía más audaz que la ideada por su director y padre. De una manera insistente, desde Pentecostés de 1642, cuando se desplomó el piso de su casa, examinaba día a día la vida de sus hijas y concluía que era necesario «establecer la unión estrecha en la forma de vida que Dios quería que llevase la comunidad conforme a la de su instituto (padres paúles), siendo comunes los intereses en esta gracia de Dios, antes que accidente» (E 53). Quería que las dos comunidades de padres y hermanas, con autonomía cada una de ellas, fueran como una sola congregación. Las circunstancias la empujaban a ello. Siguiendo los signos de los tiempos, creía que así lo quería la Providencia divina:
El hecho de ser Vicente de Paúl el fundador de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, daba a los padres paúles y a las Hermanas un sentimiento de unión. Para Luisa, este sentimiento se convertía en convicción. La pervivencia de la Compañía y la gloria de Dios dependía «de que dicha Compañía fuera erigida, bajo el nombre de compañía o de cofradía, totalmente sometida y dependiente del gobierno venerable del muy honorable General de los reverendos señores sacerdotes de la Misión, con el consentimiento de su Compañía para que, estando agregadas a ella, puedan ser participantes del bien que en ella se hace… y vivir del espíritu con que su bondad anima a dicha honorable Compañía» (c.374).
Influía también en ella el hecho de que varios paúles e Hijas de la Caridad eran hermanos o parientes cercanos. Tenía en cuenta, además, que muchas jóvenes habían sido guiadas a las Hijas de la Caridad por los sacerdotes de la Misión y que algún misionero asistía al Consejo de la Compañía. Tampoco podía prescindir de la vivencia que experimentó en su juventud y de la inseguridad interior que le creó, confirmada por la insignificante valoración de las mujeres sin título ni fortuna en la sociedad y en la Iglesia de entonces. Las mujeres de la Compañía, sin cultura, con una religión popular y de origen humilde, eran mujeres sin categoría e indefensas. Para ejercer eficazmente su misión, necesitaban estar integradas en una congregación masculina de prestigio, como era la Congregación de la Misión en vida de san Vicente de Paúl.
Luisa reflejaba frecuentemente en sus cartas esta unión tan deseada por ella: saludos para los padres, muestra de aprecio, oraciones por ellos. No es reacia —como lo era Vicente de Paúl— a las relaciones mutuas, al contrario, las fomenta pidiendo favores: al hermano panadero o enfermero, llamando a confesión, insistiendo en la dirección espiritual con ellos cuando una hermana sufre alguna situación delicada. Con esta mentalidad, no sorprende que en el reglamento de las Hijas de la Caridad enviadas a Le Mans escriba: «prestarán obediencia al Superior de la Misión»; tampoco nos desconcierta, por lo mismo, que en una carta a Sor Carlota de Richelieu le encargue: «dé mis más humildes y respetuosos saludos a su señor superior». Convencida de la necesidad de practicar sus ideas, cuando se ausentó para ir a Nantes, ordenó a las consejeras que en las cosas importantes, cuando no pudiesen recibir órdenes del señor Vicente, las pidiesen al P. Lamberto, pues el P. Portail estaba ausente.
Se ve claro. Luisa soñaba con una sola institución de dos cuerpos, uno de misioneros y otro de sirvientas. Fue un sueño, únicamente un sueño, pues no la acompañó el éxito mientras vivió, ni tampoco después de su muerte.
Parece que nadie aceptaba sus deseos por exageradamente atrevidos o acaso proféticamente prematuros. Su visión pudo haber llegado a ser histórica, pero ya era bastante el esfuerzo por conservar la Compañía bajo la dirección de Vicente de Paúl.
Ésta era la mentalidad de Luisa de Marillac; por eso, con toda la veneración y con toda la sumisión que profesaba a su padre y superior, pero también con toda la claridad, ante el peligro que adivinaba, le escribió pocos días después de la aprobación:
«Este término tan absoluto de dependencia de Monseñor ¿no nos puede dañar en el futuro, al dar libertad para sacarnos de la dirección del superior general de la Misión? ¿No es necesario, señor, que por esta aprobación, su caridad se nos dé por director perpetuo?… En nombre de Dios, señor, no permita que suceda nada que pueda sacar, ni siquiera un día, la Compañía de la dirección que Dios le ha dado; porque esté usted seguro que ya no sería lo que es, y los pobres enfermos ya no serían socorridos, y así, creo que ya no se cumpliría la voluntad de Dios en nosotros».
Esta carta provocó un interrogante en Vicente de Paúl y lo llevó a retardar seis meses comunicar a las Hermanas que ya estaban aprobadas por el arzobispo de París. ¿Esperaba a que fueran registrados en el Parlamento los documentos o le hizo reflexionar la carta de la señorita? No se sabe, pero guardó la aprobación y la mantuvo en secreto. Luisa, sin embargo, no quedó satisfecha con el silencio. Había que anular todo lo hecho y la anulación sólo podía venir de la Santa Sede.
Tiempo más tarde —no se puede precisar cuándo— alguien pretendió acudir a la reina Ana de Austria para que pidiera a la Santa Sede que nombrara «como directores perpetuos… a dicho superior general de la Congregación de la Misión y a sus sucesores en el mismo cargo». No se conoce la respuesta ni si la petición fue cursada, pues la copia que conservamos no es más que un borrador que ni siquiera llegó a manos de la reina. Tampoco se sabe quién fue ese alguien. ¿Una Dama de la Caridad, un misionero paúl, Luisa de Marillac, un secretario de la corte, un falsificador?
Vicente de Paúl se sentía obligado a anunciar de una vez que la Compañía estaba aprobada y ya era algo distinto de las Caridades, con una vida distinta y una entrega más radical. Simultáneamente, se aprobaron las Reglas de las Hijas de la Caridad y urgía decírselo a las Hermanas. El momento elegido fue la conferencia del 30 de mayo de 1647. El eje de la conferencia no es la aprobación de la Compañía, sino la observancia de las Reglas. Ciertamente, leyó los documentos, pero no se detuvo a explicarlos. Sí lo hizo expresamente en la aprobación de las Reglas, explicando el nombre de sirvientas de los pobres, el artículo que habla del trabajo, el que se refiere a la castidad y sobre el silencio. La aprobación de la Compañía le sirvió como motivo para guardar las Reglas.
En un momento de la conferencia, Luisa interrumpió al superior y, poniéndose de rodillas, le suplicó que la quitara de superiora. No era cansancio por los sufrimientos de estos años, era la humildad verdadera que la empujaba a ser simplemente una Hija de la Caridad cualquiera. Vicente de Paúl no le hizo caso; en aquellos años, hubiera sido un desastre. Él sabía que era fruto de la santidad. El buen superior aprovechó la situación para alabarla con disimulo o para reñirla con cariño o para guiarla sin aspereza: «La voluntad ordinaria de Dios es conservar por medios extraordinarios a los que son necesarios para el cumplimiento de sus obras. Y si se fija usted, señorita, ya hace más de diez años que no vive, al menos de una manera ordinaria».
A finales de 1647, todavía Luisa, con la terquedad que da Dios cuando quiere algo, insistió con una idea plagiada a San Agustín:
«Señor: me ha parecido que Dios ha puesto mi alma en una gran paz y sencillez en la oración, muy imperfecta por parte mía, que he hecho acerca de la necesidad que tiene la Compañía de las Hijas de la Caridad de estar siempre, sin interrupción, bajo la dirección que la divina Providencia le ha dado, tanto en lo espiritual como en lo temporal; y en ella, he visto que creo sería más ventajoso para su gloria que la Compañía llegara a desaparecer por completo que estar bajo otra dirección, ya que esto parece que sería contrario a la voluntad de Dios. Las pruebas son que hay motivos para creer que Dios, para el perfeccionamiento de las obras que su bondad quiere llevar a cabo, inspira y manifiesta en los comienzos [de la obra] su voluntad de dar a conocer sus designios, y usted sabe, señor, que en los comienzos de ésta se dispuso que los bienes temporales de dicha Compañía, si llegara a desaparecer por malversación, revertirían a la Misión para que fueran empleados en la instrucción del pobre pueblo de los campos.
Espero que si su caridad ha escuchado de nuestro Señor lo que me parece haberle dicho a usted en la persona de San Pedro, que sobre ella quería edificar esta Compañía, perseverará en el servicio que ella le pide para instrucción de los pequeños y alivio de los enfermos.
Luisa de Marillac» (c.228). Luego, por unos años, parece como si todo hubiera pasado al olvido.
Asistenta de Luisa de Marillac y Directora del seminario
A finales de 1645, Luisa se sentía cansada. Aunque su carácter no se derrumbaba fácilmente, su hijo la había herido. Se sobrepuso de los dolores, pero el trabajo de la Compañía lo llevaba sobre los hombros. Luisa se sentía incapaz para sostener, cierto con Vicente de Paúl, un edificio que crecía como un gigante. Le era imposible estar presente en todas las fundaciones, animar a las comunidades, aunque fuera por carta, recibir, conversar y dirigir a todas las Hermanas. Un pequeño alivio, como un conato de solución, fue nombrar una asistenta que la sustituyera en sus ausencias, que llevara «los pequeños asuntos de la Casa» central y a quien las Hermanas pudieran acudir con facilidad. A primeros de 1646, Vicente de Paúl nombró a Sor Juana Lepeintre la primera asistenta de Luisa.
Asimismo, Luisa no tenía tiempo para dedicarse a las jóvenes recién llegadas. Eran muchas las chicas que llamaban a la Casa para servir a los pobres y había que prepararlas técnicamente en un nuevo estilo de servicio; Luisa tenía que formarlas en cultura, en modales y en doctrina espiritual, tenía que introducirlas en una vida espiritual de Hijas de la Caridad. El tiempo de formación ya no eran unos días tan sólo, ni siquiera unas semanas, eran meses. Le era imposible. Estaba en todas partes y la dirección de la Compañía resultaba difícil y complicada. Tanto ella como el superior pensaron «nombrar una Hermana para que dirigiese a las recién venidas». En el Consejo del 30 de octubre de 1647, se nombró a Sor Juliana Loret directora del Seminario [noviciado]. Ella estaba presente. Con este nombramiento, se completaron las estructuras de la Compañía.
Sor Juliana Loret era joven, 25 años, y sólo llevaba tres en la Compañía pero era una Hija de la Caridad con una vida interior seria y profunda; tenía una cultura excepcional para aquella época y, sobre todo, era inteligente: «Un cuerpo pequeño que encerraba un alma grande». Fue secretaria de Luisa y su Asistenta General, así como de varias Superioras Generales.







