Isabel Seton, la biografía: 17 – Contra viento y marea

Francisco Javier Fernández ChentoIsabel Ana Bayley SetonLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Marie-Dominique Poinsenet · Año publicación original: 1977.
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De abandonada,
aborrecida y desolada
te haré objeto de orgullo eterno,
delicia de todas las edades.
…Y sabrás que Yo, el Señor,
soy tu salvador,
que el Fuerte de Jacob
es tu redentor.
Is 60, 15-16

En una de las orillas del Hudson, que, hallándose al norte de Manhatan, se encontraba entonces claramente fuera de la ciudad de Nueva York, Jaime Seton, el hermano menor de Guillermo, poseía una propiedad a la vez confortable y pintoresca. La casa se levantaba sobre un promontorio rocoso que, a las horas de marea alta, se veía rodeado por completo de agua. Se la llamaba «la Soledad,>. Allí era donde residían habitualmente Jaime Seton, su mujer, María Hoffman, y sus hijos. Carlota, su media hermana, iba gustosa a pasar allí pequeñas tempo­radas. Por su matrimonio con el Sr. Ogden que ocupaba el puesto relevantísimo de gobernador, Carlota estaba precisamente emparentada con los Hoffman, de suerte que las dos cuñadas tenían mil razones para visitarse. No parece, por otra parte, que el desastre financiera de la firma «Seton, Maitland y Cía.» hubiese levantado jamás en casa de los Seton Hoffman los dolorosos problemas de orden económico que había introducido en el hogar de Guillermo e Isabel. El hecho había parecido bastante desconcertante, a veces. En el curso de 1805, en todo caso, Jaime y Carlota habían decidido de consuno que Cecilia vendría a vivir en adelante a «la Soledad». Para hacer aquello, no se había consultado en abso­luto a la interesada misma. Cecilia hubiera preferido permanecer con Isabel, cualquiera que fuese la situación actual de su cuñada. ¿No había sido ella, en realidad, quien la había acogido con Enriqueta en su hogar, al día siguiente de la muerte de su padre, como si ambas hubieran sido sus propias hijas? Cecilia había volcado sobre Betty, desde aquel momento, toda la ternura que no había podido prodigar a una madre y a un padre arrebatados demasiado tempranamente a su cariño. Pero otro vínculo, más íntimo y más fuerte, había nacido entre ellas: un vínculo espiritual que las unía ahora como había unido a Isabel y Rebeca.

A decir verdad, el plano religioso, el dominio de las realidades sobrenatura­les no preocupaban gran cosa a Jaime, a Carlota o a María Hoffman. Mientras Isabel frecuentaba como todos la iglesia de San Pablo o la iglesia de la Trinidad ¿qué importaba la influencia que ella podía tener sobre unas niñas como Enrique­ta y Cecilia? Las cosas habían llegado a ser diferentes a los ojos de los Seton, cuando la viuda de Guillermo había osado conculcar el sentido más estricto de las formas sociales., mezclándose ostensiblemente con la plebe sórdida que fre­cuentaba la parroquia católica de San Pedro. Enriqueta, Cecilia y su prima Isabel Faquhar habían sido ásperamente amonestadas. No se había ahorrado nada para comprometerlas a romper toda amistad con aquella «fanática» de la Sra. Seton que arrojaba la vergüenza sobre su familia entera. Bajo los golpes, sagaz­mente dosificados, de burlas y amenazas, Enriqueta e Isabel se habían batido en retirada rápidamente. Sola Cecilia se mantenía firme. Era la más joven de las tres, sin embargo. Apenas tenía 15 años. Su encanto, su belleza, comenzaba a atraer sobre ella las miradas, mientras que la tuberculosis la minaba ya sor­damente.

Llevarse a Cecilia a la Soledad es, pues., en el pensamiento de Jaime y de Carlota, substraerla ante todo efectivamente de todo contacto con la Sra. Seton. Reducir a Cecilia es menos fácil de lo que ellos piensan. Con la complicidad de uno de sus hermanos, que apenas tiene dos o tres años más que ella, la adoles­cente mantiene con Isabel una correspondencia clandestina. Samuel, encantado de jugar al conspirador, se encarga de hacer pasar las notas y las cartas. Es él, tal vez, quien se las ha arreglado para comprar y llevar a Cecilia los libros de doctri­na católica que ella devora a escondidas sobre la roca de «la Soledad». Discreta, pero efectivamente, la Sra. Seton le proporciona los consejos más sabios y prác­ticos para ella en las condiciones presentes. Ninguna presión por su parte, sino directrices marcadas con el troquel del más seguro sentido espiritual y humano.

¿Quién, o qué cosa, en efecto, es capaz de impedir a un alma volverse sin cesar hacia su Dios? Tú lo sabes bien, quiero hablar de esa oración del corazón que no depende ni del lugar donde estamos, ni de la ocupación que sea la nuestra, de esa oración que es más bien un hábito de levantar nuestro corazón hacía Dios, como en una comunión incesante con El. Cecilia está ocupada en su trabajo escolar: que ella lo ofrezca al Señor, pensando que ese trabajo representa preci­samente una preparación para la tarea que El le reserva más tarde. ¿Tiene ella que acompañar a los suyos a tal o tal reunión? Que prosiga, aunque sea en me­dio de una recepción mundana, íntimamente su coloquio con Dios, pidiéndole que la guarde de todo lo que podría separarla de El. ¿Siente que la impaciencia la domina? Que piense en la infinita paciencia de Dios frente a unos pecadores como somos nosotros. En cada decepción grande o pequeña, deja a tu corazón tomar su vuelo derecho hacia El, tu querido Salvador, arrojándote a sus brazos como en un cobijo contra todo sufrimiento y todo dolor… Cecilia mía, te ruego, te ruego encarecidamente, te suplico que OFREZCAS todos tus sufrimientos, todas tus penas, todas tus humillaciones a Dios, para que El los una a los dolores, a las angustias, a la agonía que nuestro Redentor adorado padeció por nosotros en la cruz, y que PIDAS que una gota de su sangre preciosa caiga sobre ti para que esclarezca, fortifique y sostenga tu alma en esta vida, y asegure su salvación eter­na en la otra. Y entonces, sea lo que suceda, todo estará bien…

Entre tanto, en el mes de enero de 1806, se agrava bruscamente el estado de salud de Cecilia hasta el punto de suscitar vivas alarmas. ¿Se puede privarla, en tales condiciones, de las visitas que ella reclama con insistencia. En la medida que se lo permiten los deberes de su cargo en la pensión Wilkes, Isabel acude a su cabecera. Sabe que hablar a Cecilia de la Iglesia católica, facilitarle la entrada inmediata en la Iglesia católica sería responder a sus deseos más íntimos y más vivos. Pera Jaime, María y Carlota montan guardia. Una palabra, una sola pa­labra imprudente y la Sra. Seton se vería despedida, irremediablemente. No esta­ría ya más junto a Cecilia en el momento, que parece inminente, en que ella tenga que dar el paso de la vida a la eternidad.

¿Qué hacer? El Sr. de Cheverus, consultado, le confiesa en una carta dirigida a ella, el 26 de enero de 1806, que la cuestión no deja de ser embarazosa hasta para él. Sus directrices son las de un hombre a la vez sobrenatural y muy consciente de las dificultades prácticas. Ir adelante no le parece indicado, por el mo­mento. No sería conveniente suscitar junto a una enferma, en un medio hostil, las discusiones que provocaría, inevitablemente una decisión formal de su parte. Pero nada le impide a Isabel, mientras se encuentra a solas con Cecilia, hablarle de Cristo, del amor que nos demuestra tanto en su sacramento como en la cruz. Ella puede igualmente, si se presenta la ocasión, hacer alusión a la unción de los enfermos de la que habla Santiago en su Epístola. En caso, pues, que Ce­cilia deseara recibir esa unción -la extremaunción- quizás pudiera ella pe­dirla y recibirla. Si los suyos la vieran en su último momento, ¿podrían negarse a su último deseo?

Su hermana –concluye el Sr. de Cheverus- es miembro de la Iglesia por el hecho de su bautismo. El insiste. El hecho de pertenecer a una Iglesia cristiana disidente no la ha separado jamás del Cuerpo místico de la Iglesia de Cristo. Al permanecer, su inocencia, su espíritu sobrenatural, su fervor la han preser­vado de toda ofensa grave hacia Dios. Y por tanto, -asegura el sacerdote y el teólogo- tengo la esperanza de que, incluso si ella no pudiera recibir los .sa­cramentos, será agregada a la Iglesia triunfante del cielo.

Para poner en práctica la segunda parte de los avisos del Sr. de Cheverus, Isabel no tiene más que hacer que esperar en paz el curso de los acontecimien­tos. Pero las cosas van a tomar un cariz que ella no preveía. Contra toda esperanza Cecilia se recupera. Las puertas de «la Soledad» se vuelven a cerrar, a partir de entonces, sobre ella. Isabel, discreta, se retira.

A fines de enero, Antonio Filicchi dejó Nueva York donde se había dete­nido un momento al volver del Canadá. Ha propuesto, una vez más, a Isabel embarcarse con él, cuando parta, próximamente, para Toscana. Una vez más, ella rechaza la oferta. Pero acepta que, al presentarse él en Maryland, visite los dos colegios de muchachos que hay allí. El se presta tanto más gustoso a esa gestión cuanto que sabe en qué estima se tiene a la Sra. Seton en Baltimore. Le resulta un consuelo saberlo cuando comprueba hasta qué punto está con­sumada desde ahora la ruptura entre ella y los suyos de Nueva York. El se ingenia, al parecer, en multiplicar para ella las ocasiones de nuevos contactos dentro de los medios católicos, dichoso de ver entre sus corresponsales al párroco de la Santa Cruz de Boston, sacerdote francés de gran valía: el Sr. Francisco Matignon. Se felicita de verla reanudar relaciones amistosas con la familia Barry que frecuenta también la pobre iglesia de San Pedro. Jaime Barry es un hombre de la mejor sociedad. El está, desde hace años, a la cabeza de dos casas comer­ciales en plena prosperidad, la una en Baltimore, la otra en Washington. El era no hace mucho uno de los amigos de Guillermo. Su mujer, Juana, podrá, llegado el caso, ser útil a la Sra. Seton.

Entretanto la preocupación que Isabel se ha impuesto respecto a Cecilia, las idas y venidas fatigosas, entre «la Soledad» y la pensión Wilkes no han dejado de tener repercusión en su salud. Ella está físicamente agotada y ha de apelar sin cesar a su indomable energía para hacer frente una vez más, cumplir su pe­sada tarea y «mantenerse» a pesar de todo «dulcemente, tranquilamente, silen­ciosamente». Ella se inquieta ahora de no poder hacer su cuaresma como hubiera querido. El Sr. Tisserant la tranquiliza: aceptar la situación presente con todo lo que ella comporta de penoso y de mortificante es la mejor de las penitencias, ya que es la que le pide el Señor. No hay más para ella que acogerla y ofrecerla como tal, y Dios estará contento.

A1 menos ella se aprovecha plenamente de las horas libres que le trae cada domingo. Desde la mañanita está en San Pedro, asiste a la primera misa, co­mulga en ella. Siempre se abre una puerta para recibirla. Sad, Dué o la Sra. Barry la esperan para el desayuno, de no serlo sencillamente el P. Hurley. Ella vuelve a la iglesia para las otras misas, se confiesa y toma otra vez el camino de re­greso, después del canto de Vísperas. Alto feliz y bienhechor que acompasa su tiempo de trabajo y le permite proseguir su tarea fatigante.

El 18 de abril, no obstante, Antonio Filicchi la urge a tomar una decisión respecto a Will y Ricardo. Quiere, evidentemente, que esa cuestión quede arre­glada antes de su propia marcha que él sabe inminente. Visita el colegio de Georgetown cuya fundación se debe a Mons. Carroll. Visita el colegio Santa María llevado por los Sulpicianos franceses de Baltimore. Sin embargo, prefería el de Montreal a esos dos centros. Pero Mons. Carroll, con un presentimiento, ofrece tomar a su cargo personalmente una parte de la pensión de los mucha­chos, si reciben su instrucción en Georgetown. El Sr. Tisserant y el Sr. Barry abundan en el misma parecer, tanto más cuanto que el Sr. Barry posee precisa­mente una casa en las inmediaciones del colegio. Gustosamente hará salir a los pensionistas los días de vacación. En resumen, en el mes de mayo, los dos hijos de Isabel están entre los alumnos de Georgetown. El Sr. Barry, al partir hacia el sur en un viaje de negocios, se encargó de llevarlos al colegio, después de un alto en Filadelfia, donde fueron recibidos por Julia Scott.

El día 16 de mayo, día de la Ascensión, Mons. Carroll está en Nueva York. No sin una profunda emoción, Isabel le es presentada. Si mantienen corresponden­cia desde hace un año, ellos no se han visto jamás hasta entonces. El obispo debe permanecer en la ciudad dos semanas: él propone a la joven mujer confe­rirle, antes de su partida, el sacramento de la confirmación. Más aún, se ofrece a  prepararla él mismo. Nueva llamarada de alegría y de amor en su alma. La ceremonia tiene lugar el 26 de mayo de 1806, el día mismo de Pentecostés. A su doble nombre de bautismo, Isabel Ana, ella añade el de María. Así -escribe ella a Antonio- sus tres nombres serán desde ahora para ella como el resumen del misterio de la salvación.

A1 comienzo de junio, Mons. Carroll volvió a marchar para Baltimore. El 14, el Sr. Tisserant deja Nueva Jersey para alcanzar Francia adonde se le re­clama. El 15, Antonio Filicchi da a Isabel su adiós definitivo: él se embarca para Inglaterra, de donde se trasladará a Francia antes de volver a Italia. Las palabras que cambian entre sí en el embarcadero son las últimas que ellos se dirán. Ya nunca volverán a encontrarse en la tierra. Y, sin embargo, si sus ca­minos se han cruzado, no ha sido en vano. Ella guardará siempre en el fondo de su alma una amistad profunda, una gratitud sin fallo para aquél que, en los designios del Señor ha sido manifiestamente su guía hacia la luz. ¿Se acuerda -le escribirá ella- del día en que conducía usted al redil la ovejita descarria­da? ¿Quién me suplicó que buscara el buen camino? Antonio. Y, cuando me volvía atrás ¿quién detuvo mis pasos y mi corazón desfalleciente? Antonio. ¡Dios mío, dale la recompensa que él merece! ¡Oh, cólmale de tu eterna alegría!

Y él comprende que, si ha dado mucho, ha recibido todavía mucho más. Pues la irradiación de la gracia divina, pasando a través de la que Dios se ha escogido «como un vaso de elección» redunda ahora en él. «El amigo del novio que está allí y le oye, se entusiasma a la voz del novio» (Jn 3, 29). En una carta escrita en Liorna al fin de 1806 o principio de 1807, Antonio Filicchi contará largo y tendido a Isabel la extraña aventura que ha estado a punto de costarle la vi­da, durante la última etapa de su regreso a Italia. Había tomado en Francia la dili­gencia que, según el itinerario de costumbre, debía pasar los Alpes por el alto de Mont-Cenis. En plena noche, en medio de una tormenta de nieve, el postillón perdió su camino. La luz de las linternas se apagó. Los caballos alocados, res­balaban a cada paso. El precipicio estaba allí, muy cerca. ¿Quién podría traer ayuda a los viajeros? Hace presa en ellos el pánico. Ellos se creen perdidos. Y de repente brilla una estrella en la obscuridad. Allí está un montañés que alza su linterna, y vuelve el convoy a su camino. Apenas pudimos agradecérselo: des­apareció en la obscuridad. Pues sería la noche del 7 al 8 de diciembre -anota Antonio-. Para él, no hay duda de que el afortunado éxito de su vida no se debe sino a una protección evidente de la Virgen. Y no hay ninguna duda tam­poco de que las oraciones de su santa amiga americana hayan dejado de tener su gran parte en una intervención tan providencial.

Pero este mes de junio de 1806, Isabel siente dolorosamente el desgarra­miento de tres separaciones sucesivas. En «la Soledad» se han preparado las maletas y bolsos de viaje. Con Jaime y María Seton, Cecilia llega a Nueva York, donde ella debe pasar unos días, unas semanas tal vez, en casa de su hermana Carlota. Acaba de cumplir sus 15 años, y desde la crisis del mes de enero su salud continúa frágil.

Ahora bien, apenas llega a casa de los Ogden, el 14 ó 15 de junio, la joven anuncia tranquilamente a los suyas, como una cosa natural y definitiva, su reso­lución de hacer muy próximamente su profesión de fe católica. A tal declaración responde un clamor indignado de sorpresa. En unos instantes, la casa toda ente­ra resuena con un verdadero zafarrancho de combate. Golpean las puertas. Atruenan las explosiones de voz.

-¡Y ahí está! ¡Es un golpe más de esa fanática de Isabel! Que ella se haya hecho papista, ella, ¡es asunto suyo! ¡Ella no es, después de todo, sino la viuda de Guillermo Magee, el medio hermano de Carlota, un hombre enfermo que nunca tuvo éxito en sus negocios! ¿No sabe todo el mundo en la ciudad que su viuda es una «cabeza exaltada», un «cerebro trastornado»? Pero en cuanto a Cecilia, es otra cosa. No, Cecilia no seguirá a Isabel. No, no permitiremos des­honrar el nombre siempre glorioso de los Seton. Será bien necesario que ella ceda.

Cruzándose como látigos, caen sobre ella las invectivas, los reproches, las amenazas, a golpes precipitados. Carlota, se precipita, como una furia, en la habitación de Cecilia. Vuelve fuera de sí, blandiendo unos libros de doctrina ca­tólica que ha descubierto allí.

-¡Ha sido Betty quien te los ha dado! -¡No, he sido yo quien los ha comprado! -Eso no es verdad.

-Sí, he sido yo.

Jaime, a su vez, amenaza a Cecilia con peores represalias, si ella no cede. -Yo no cederé.

-¡Perfecto! Hay justamente en el puerto un barco presto a hacerse a la vela para las Indias Orientales: embarcarán en él a la rebelde.

-¡Que se me embarque!

Por la infamia de que se ha hecho culpable, obligarán a Isabel a mendigar su pan y el de sus hijos. Además, ¿no ha preferido ella la compañía de los vaga­bundos de San Pedro a la de su familia? Podrían incluso, claro que sí… cierta mente. Carlota va a obtener de su marido que es miembro del Palacio de Justicia, que traiga una orden de destierro para la Sra. Seton, la cual la obligará a dejar el Estado de Nueva York vergonzosamente. María Hoffman aprueba y encarece. Sube cada vez más el timbre de su voz. Una sola persona sigue dueña de sí misma: Cecilia. Mucho más que las réplicas que justificarían nuevas discusiones, esa calma tranquila hace subir la exasperación hasta el paroxismo. Renunciando al combate, se la intimida a que suba a su habitación, quedando fuera de su puerta los libros incriminados. La joven, con el corazón palpitante, oye dar vuelta a la llave en la cerradura. ¡Prisionera! Está prisionera, sí, como lo estuvieron los discípulos y los apóstoles de Cristo. Pedro, Juan, Pablo… Por lo menas, sola puede ahora llorar a su gusto. En cuanto a ceder, ¡jamás!

Durante varios días oye proseguir las discusiones en las piezas contiguas. Poco a poco, una calma relativa sucede a la tempestad. A1 amanecer del 17 de junio, ella se apercibe de que funciona la cerradura. Han dado vuelta a la llave. Ella está libre. Mete en su bolsa de viaje sus objetos personales, lo que puede de ropa y prendas de vestir y, de puntillas, deja la casa de su hermana. En se­guida, la Sra. Ogden descubrirá una nota depositada ostensiblemente sobre un mueble para ella: «Mi querida hermana Carlota, como consecuencia de mi in­quebrantable decisión de adherirme a la fe católica, dejo esta mañana vuestra casa… «. Nada de amargura en las líneas que siguen. Si la quieren recibir de nuevo -afirma ella- Cecilia volverá con todo cariño para su hermana y su hermano, su cuñada y su cuñado. Pero obedecerá a Dios, ante todo.

Ella llega muy temprano a la casita que ocupa Isabel, contigua a la pensión Wilkes. Cuenta su lucha y su victoria. Tiene prisa por ver de nuevo al P. Hurley. El la espera. El 20 de junio de 1806, Cecilia hace, en presencia de él, su profesión de la fe católica. Días más tarde, recibe de Jaime y Carlota un ultimatum: si ella persiste en su locura, que se considere como extranjera para la familia. Ella responde a su hermano con estas simples palabras: «Estoy decidida, y deci­dida irrevocablemente. Sólo la muerte puede romper mis vínculos».

Entonces, de un solo golpe, a la manera como estalla un incendio que se in­cubada desde muchas horas, un arranque de indignación solivianta, no contra Cecilia, sino contra Isabel, a toda la alta sociedad de Nueva York. En los salones, en el curso de las reuniones mundanas, a la salida de los oficios del do­mingo, es un tolle general. Por todas partes, se grita con escándalo. No se tiene palabras bastante duras, bastante despectivas para vilipendiar, mofarse, hacer chufla de esa mujer «de cabeza exaltada» que arroja la confusión en el seno de su familia, empaña el brillo de su nombre, trata de extraviar a la juventud. Críticas, calumnias, prosiguen su marcha. El Rvdo. Hobart se reprocha ahora su tole­rancia pasada. Cree deber suyo poner en guardia a la parroquia de la Trinidad contra las actividades excesivas de un proselitismo que él atribuye, sin fundamen­to, a la Sra. Seton. Sus consignas se transmiten sin apelación, que nadie acuda ya en ayuda de la tránsfuga, de cualquier forma que sea.

Alocada, Catalina Dupleix, su amiga de largo tiempo, rompe ostensiblemente con ella. Isabel Sadler hace otro tanto. De común acuerdo, su tío materno, el Dr. Juan Charlton, y su madrina, la Sra. Startin, la desheredan, irrevocablemente. Pues ambos habían hecho de ella su legataria universal, y su fortuna era inmensa. Si Isabel llegara a morir, actualmente, sus hijos no tendrán ya un valiente ocha­vo, a menos que renieguen, bajo la amenaza o la coerción, de la fe adonde su madre les ha llevado voluntariamente con ella. Sin duda, jamás, desde el mes de febrero de 1805, había ella: sufrido hasta tal extremo.

En la pensión Wilkes, donde ella prosigue su tarea, las puntadas acaban por agobiarla. Los muchachos, desde el primer día de salida, han oído a sus padres erigirse en censores despiadados frente a la Sra. Seton. ¿Cómo la iban a respetar ellos desde entonces? Impertinencias, payasadas, protestas, los rapaces no la dis­pensarán de ninguno de esos juegos crueles que los niños son capaces de manejar con una inconsciencia que no tiene otro igual que su habilidad. Y los padres, a su vez, aprovechan con presteza la ocasión de encontrar un nuevo agravio que explotar. Los reproches llegan ahora a la directora de pensión que no sabe ni hacerse obedecer, ni hacerse respetar. Con toda evidencia, le faltan las cualida­des más elementales requeridas por su cargo…

Mes de julio terrible. Aún cuando la violencia de la tormenta se deshace con el período de las vacaciones, la tensión permanece. El incendio no se ha extinguido. Puede reavivarse. Se reavivará en efecto. ¿Cómo permanecer en Nueva York en tales condiciones? ¿Se pone Isabel a deplorar el no haber seguido a Antonio Filicchi a Europa? No, sin duda, ya que, de hacer eso, hubiera tenido que abandonar a Cecilia. Pero su mirada se vuelve hacia el Canadá. Pide conse­jo al Sr. de Cheverus, al Sr. Matignon. Su situación aquí se ha hecho insostenible. Bien sopesado todo, ellos le piden que resista a pesar de todo. Ella ve en su consejo la expresión de la voluntad de Dios. Ella resiste. Ella resistirá casi dos años más. Si son bienaventurados los que lloran -le escribe Antonio- entonces, verdaderamente, usted es bienaventurada. Y el Sr. Matignon: Su perseverancia y la ayuda de la gracia acabarán en usted la obra que Dios ha comenzado, y le darán, tengo confianza de ello, participar en la conversión de muchos otros. ¿No es para ella causa de alegría íntima, en medio de sus sufrimientos actuales, ver a Cecilia tan maravillosamente comprometida en el camino de la verdad total?

Anina hace su primera comunión durante este mismo verano. Acaba de cumplir 11 años, pero, desde su salida de Liorna en octubre de 1804, ha pasado junto a su madre demasiados dramas y demasiadas tristezas para no haber ma­durado prematuramente. Su madre se la ha confiado a unos amigos, cuya morada está próxima a la iglesia de San Pedro, para las últimas jornadas de preparación que le dedica el P. Hurley. Procura que reciba pequeñas notas casi cada día. Cuando vuelvas -dice una de ellas- ya no serás mi pequeña Ana, sino mi amiga y mi compañera…

A pesar de la fatiga, a pesar de sus preocupaciones, ella quiere para sus tres hijas un ambiente alegre y sin tensión. Cecilia le es valiosa. Su amistad le es una reconfortación. Antonio Filicchi, por otra parte, desde que ha sido puesto al corriente de los hechos ocurridos en el mes de junio, se indigna de tal cábala contra Isabel. El sabe, personalmente, de cuánta discreción ha dado ella prueba, dígaselo que se quiera de ello, en lo concerniente al paso de Cecilia ala Iglesia católica. Lúcidamente, como hombre de negocios que es, mide en su justo valor lo que representa en concreto, para la viuda de Guillermo, para el porvenir de sus cinco hijos sobre todo, la pérdida de dos herencias con las que tenía derecho a contar. Con unas líneas enérgicas y perentorias, da órdenes a su banquero de Nueva York de no cambiar una tilde de las normas que él, Antonio Filicchi, le había dado antes de su salida de América en lo concerniente a los pagos previs­tos para la Sra. Seton. El no aceptará en este asunto ninguna derogación de sus órdenes y pone en guardia al banquero neoyorquino contra las insinuaciones que podrían hacérsele en sentido contrario, por quienquiera que sea.

En el transcurso de noviembre, llega, por otra parte, a Nueva York, para una breve estancia, el Sr. Dubourg. Nacido en Santo Domingo en 1766, el Sr. Du­bourg hizo sus estudios con los Sulpicianos de París. La Revolución le expulsó también a él de su país. Después de una vuelta por España, arribó a los EE. UU. en 1794. A1 año siguiente entró en la Compañía de San Sulpicio. Director inte­rino del colegio de Georgetown, pasó una breve temporada en la Habana, para venir finalmente a erigir la doble fundación del colegio y del seminario Santa María en Baltimore. Es, en 1806, un hombre de 40 años, inteligente, extremada­mente culto, un hombre de acción con decisiones rápidas. Acaba de celebrar aquel domingo en la iglesia de San Pedro una de las primeras misas dominicales. A1 distribuir la comunión, ha quedado impresionado de la actitud particularmente recogida de una de las parroquianas. Una mujer, joven aún, pequeña, vestida de negro ha atraído su atención.

Sentado, en una sala contigua a la iglesia, frente al Sr. Sibourd, uno de los vicarios con quien toma su desayuno, se dispone a hacer una pregunta respecto a aquella persona que bien pudiera ser -piensa él- la Sra. Seton de la que ha oído hablar. Apenas ha tenido tiempo de interrogar al Sr. Libourd, cuando un golpecito discreto suena a la puerta. ¡Entre! -dice el vicario-. Es justamente la Sra. Seton. El Sr. Sibourd la presenta a su huésped, luego la invita a sentarse para tomar una taza de café. Con tanta sencillez, la conversación se traba fácil­mente. El Sr. Dubourg que conoce tan bien el colegio de Georgetown, habla de los estudios de Will y de Ricardo. Después llega a inquirir sobre los proyectos de su madre para el futuro. Ella piensa que, cuando hayan terminado en George­town sus estudios primarios, los dos muchachos podrían ser admitidos como alum­nos en el colegio de los Sulpicianos de Montreal. Entonces le sería posible reali­zar el sueño que acaricia secretamente: marchar personalmente con sus hijos al Canadá, enseñar allí en una casa de educación dirigida por religiosas católicas participando con ellas, en cuanto pudiera hacerse, del género de vida, continuan­do totalmente en asegurar, ante todo, la vida de familia de sus dos hijos y de sus tres hijas. Marchar al Canadá sería al fin responder a los deseos muchas, veces expresados por Antonio.

Sin interrumpirla, el Sr. Dubourg ha escuchado a la Sra. Seton exponerle sus proyectos apenas concebidos para el porvenir. Y cuando ella se detiene:

-Y todo eso ¿por qué no desde ahora?

Sí, ¿por qué no? La situación es tan tensa para la joven mujer, desde el mes de junio, que su marcha a Montreal supondría para ella, desde ahora, la solución más deseable.

El Sr. Dubourg no se extendió más en ello. Pero cuando parte de nuevo unos días más tarde para Baltimore, pasando por Boston, reflexiona sobre el caso de la Sra. Seton. El Sr. Dubourg sabe que ella tiene las cualidades requeridas, a pesar de los incidentes ocurridos en la pensión Wilkes. Hay en ella paño de educa­dora y enseñante… Pero entonces ¿por qué no vendría ella preferentemente a Baltimore? Las ideas del Sr. Dubourg se eslabonan. El entrevé la fundación de una casa de educación que abra sus puertas a las muchachas, como el colegio Santa María abre las, suyas a los muchachos. El habla a este respecto al Sr. Matignon y al Sr. de Cheverus. Se elabora un proyecto que ellos se proponen so­meter en tiempo conveniente a Mons. Carroll. No entra en su intención precipitar nada, no obstante. ¡Qué de tesoros hay escondidos en la santa Providencia -ha­bía escrito un día su santo compatriota, el Sr. Vicente, a la Srta. Legrás- y cuán soberanamente honran a Nuestro Señor los que la siguen y no se imponen sobre ella!

Dios tiene su propia hora -dice el Sr. Matignon- y esa hora, hay que es­perarla en paz. Lo que no impide con todo al Sr. Matignon lanzar sobre el por­venir una mirada cargada de las mayores y más ciertas esperanzas. Vd está des tinada, pienso yo -escribe él en propios términos a la Sra. Seton- a realizar al­go grande en los Estados Unidos, y por tanto es aquí donde debéis permanecer con preferencia a todo otro país.

Las noticias alarmantes que llegan a Maryland, desde Nueva York, no le ha­cen desviarse de esta línea de conducta. Una ola de verdadera persecución acaba de levantarse en torno a la parroquia de San Pedro, contra la minoría sin embargo, bien humilde de los católicos de la ciudad. ¿Hay que ver en ello una consecuencia del hecho -insignificante en sí mismo- de la determinación de Cecilia Seton? ¿Era motivo para causar tal efervescencia el que una jovencita de 15 años hiciera profesión de fe católica, contra el gusto de su hermano y una de sus hermanas? Sin duda, a través de ella, se apunta a Isabel, y tal vez haa presentido qué adalid puede llegar a ser una mujer del temple de la Sr. Seton.

Sea lo que fuera de esto, el 24 de diciembre de 1806, estalla alrededor de la pequeña parroquia de San Pedro un motín, que no deja de evocar los que levanta aún actualmente en los EE. UU. la cuestión racial. A falta de cargas de plástico, siempre se puede arrojar a la cabeza ladrillos y adoquines. Los fieles de San Pedro que vienen a confesarse o a preparar la iglesia, la víspera de Na­vidad, se topan en la calle con un tropel hostil y amenazante. Es preciso acudir a dos hombres, altos cargos en el gobierno de la ciudad, a fin de establecer, en apariencia al menos, el orden público. Por temor a una reincidencia, los católicos irlandeses disponen un piquete de guardia a lo largo del muro exterior, a partir de la mañana de Navidad. Los oponentes de la víspera vuelven a presentarse otra vez. Sigue un tumulto. Un hombre resulta muerto y otros varios heridos. El alcal­de acude en persona, fustigando a los asaltantes convertidos en asesinos y recor­dando altamente que la Constitución de la libre América prohíbe molestar a los católicos.

¡Triste día de Navidad, en verdad, en el que hermanos en Cristo se desgarran mutuamente bajo el falaz pretexto de defender la verdad de la Iglesia! Nada per­mite pensar que Isabel estuviera presente en el sangriento disturbio, pero, de todas formas, no podía dejar de sentir en su corazón el terrible contragolpe. ¿Se acordó ella entonces de aquel otro motín, del 14 de abril de 1788, que había desencadenado en Nueva York una lección de anatomía de su padre, obligando al Dr. Bayley a dejar América?

En enero de 1807, no obstante, parece que la calma ha vuelto así en la ciu­dad como entre los alumnos de la pensión Wilkes. Para Isabel también, es un período de tranquilidad, de distensión. Sus hijos son felices en Georgetown. Las noticias que recibe de ellos son buenas. Ana, Kate y Rebeca se desarrollan entre la ternura de su madre y el cariño de su tía Cecilia. Nadie deja de notar entonces que las tres chiquillas crecen un poco demasiado en invernadero cálido. A la verdad sería difícil que en las condiciones presentes fuera de otra manera. Física­mente Isabel se siente más claramente en forma. Pero he aquí que en junio una llamada angustiosa le llega una vez más. Proviene de su cuñada, Isabel Maitlana. Está seriamente enferma y suplica que manden venir a su cabecera a Cecilia y a Isabel. De mal grado, Jaime y Carlota acceden a su deseo. Nuestros servicios fueron aceptados -anota lacónicamente Isabel- para aliviar la carga de los demás. Las Seton hubiesen preferido otras veladoras para la enferma. Y, sin em­bargo, ellos no soliviantaron a sus padres y allegados, cuando su cuñado Jaime Maitland fue puesto en prisión… Ellos no gritaron con escándalo, no se ensaña­ron contra su mujer, como lo han hecho frente a Isabel y Cecilia, quienes ha 1 acudido a la primera llamada y se entregan ahora, cada día, junto a la joven mujer que muere sin haber conocido apenas más que disgustos y vejaciones en su vida conyugal. Una especie de pesar se apodera de María Hoffman misma. ¿Interés, remordimientos, afecto? ¿Quién puede decirlo? He ahí que ella propone a Cecilia olvidar todos sus agravios pasados. Si la jovencita acepta la proposición que se le hace, serían dichosos de verla recobrar su lugar en el hogar de su hermano, se le confiaría incluso la educación de sus sobrinos y sobrinas. Mientras Cecilia examina la cuestión, Isabel declina rápidamente. Muere antes del fin de marzo. Muerte durísima cuyos sufrimientos físicos y angustias morales nada puede mitigar. Isabel la asiste, sin embargo, en sus últimos momentos sin otro recurso que el de confiarla a la misericordia infinita del Salvador.

Después de la muerte de Isabel, Cecilia cree por fin deber suyo acceder al deseo de María Hoffman. Se quedará, pues, en el hogar de su hermano Jaime y se ocupará de los niños. Pero, súbitamente, en el mes de junio, María muere, a su vez. Muerte dolorosa también que no llega ni a consolar ni a iluminar la viviente esperanza del más allá.

Poco a poco, bajo el golpe de las circunstancias, ante la actitud tan digna de Isabel, que jamás se ha zafado de cara a unos servicios que prestar y que la tenían completamente abrumada, las prevenciones caen, los agravios parecen esfumarse. María Post se muestra más conciliadora. Catalina Dupleix e Isabel Sadler piden a su amiga olvidar un pasado que ellas lamentan profundamente. Jaime Seton mismo le «abre los brazos como se los abre a sus propios hijos». Tan sólo per­manecen inexorables, definitivamente, el tío Charlton, la Sra. Startin, Carlota Ogden y su marido.

Cecilia se ha convertido, prácticamente, desde la muerte de María Hoffma:v, en el ama de casa de «la Soledad». Es un servicio que ella ha aceptado asumir. A las obligaciones que desde ahora son suyas, a las salidas mundanas a las que no le es fácil substraerse, ella hubiera preferido las tareas materiales y banales que compartía con Isabel en la pensión Wilkes. En los salones que ha de fre­cuentar tiene que oír a menudo críticas y burlas respecto a la religión católica. Sufre por las habladurías que se divulgan a cuenta de ella: pretenden que quiere adoctrinar a una de sus sobrinas de «la Soledad». Sufre al ver partir para Fila­delfia al P. Hurley, su padre espiritual. Ella escribe a Isabel: ¡Oh, si pudiéramos tan sólo retirarnos a un rincón de la tierra y consagrar todo nuestro tiempo a Dios!

Pero ¿no era ese también el anhelo ardiente de Isabel? ¿Por qué no lo haría Dios un día para ambas realidad feliz? Mientras duermen sus dos benjaminas, tan sosegadas, tan abandonadas, Isabel comprende, al mirarlas, que su actitud personal de cara a Dios debe calcarse, en cierto modo, sobre la de Kate y de Rebeca.

Un hecho es cierto. Su calma, su serenidad han acabado por impresionar a su entorno inmediato, e incluso a los que había puesto en efervescencia la deci­sión de Cecilia. Ella se explica al respecto a Felipe Filicchi con toda sencillez:

Lo que busco ante todo -con San Francisco de Sales- es tomar todas las cosas con amabilidad y con paz y oponer a cada una de las contrariedades buen humor y alegría, cosa que me ha resultado tan bien que, al presente, es una opinión corriente que la Sra. de Guillermo Seton se halla en una situación afortuna­disima. No obstante -añade ella- la Sra. Seton se ve obligada a estar en guar­dia a cada instante, a fin de que, efectivamente, el interior corresponda en ella al exterior… Y concluye: Usted sabe, Felipe, lo que cuesta ¡ser siempre humilde y estar contenta!

En el mismo tenor, había escrito ya ella, con una nota de humor encantadora, estas líneas que son una reminiscencia de la segunda carta de San Pablo a los fieles de Corinto: Resulta muy divertido, palabra, ser perseguida, y no obstante gozar de las gracias más dulces: ser pobre y miserable, y al mismo tiempo rica y alegre; ser despreciada, abandonada, y a la vez protegida y rodeada de ternura por los siervos de Dios, por sus amigos más favoritos.

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