HISTORIA DE LA FUNDACIÓN DE NUESTRA CASA-MISIÓN EN LA IGLESUELA DEL CID (XI)

Mitxel OlabuénagaHistoria de la Congregación de la Misión en EspañaLeave a Comment

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XXII: Complementos

Pues bien; algo parecido sucedió a los Paúles de La Iglesuela cuando llegaron a ver algún tanto habitable su casa. La habían levantado trabajosamente. Sus ansias por verla capaz de cobijarlos fueron grandes. Anhelaban con ardor dejar la casita alquilada y vivir en casa propia. ¿Qué cosa más natural? Por eso cuando la tuvieron en disposición de ser habitada, acordándose del expresado dicho referente al nuevo Papa, se sintieron impelidos por natural alegría a exclamar a su vez: ya tenemos casa, gracias a Dios! ¡Oh!, sí, os lo aseguro: muchas, muchísi­mas veces fueron las que se le oyó decir al Sr. Superior ya tenemos casa, gracias a Dios que tenemos casa. Corno se le había oído decir antes con frecuencia y con gran pena: ¡Qué lástima no haber tenido casa nuestra desde el princi­pio! ¡Qué ganas tengo de tener casa propia!

Y no precisamente por haberse evitado el trabajo y la molestia de hacer una casa de planta o por haber tenido desde el principio la comodidad de residir en casa bien acomodada, no. Otro motivo había más poderoso, y muy legítimo, para prorrumpir en aquellas lamentaciones. La Comunidad no podía vivir con regularidad. Con la casita alquilada no tenían, no podían tener los servicios necesa­rios. Indeclinablemente tenía que ser allanada por los ami­gos, y por los que habían de tratar negocios, y por los que

iban a obsequiarles con regalos de hortalizas y otros fru­tos que los Paúles no cosechaban ni podían cosechar. Pre­ciso era, cuando estos amigos llamaban, responderles des­de la cocina: ¡Arriba! Y en la cocina se plantaban, fuera de día, fuera de noche, estuvieran comiendo, o cenando, o rezando, porque la cocina era el refectorio, y el recibidor, y todo.

Y es claro; con este modo de tratar no podían las gentes formarse idea justa del modo de vivir de las Comunidades

religiosas. Y habían de tomarse franquezas nada conve­nientes. Y habían de habituarse a estas llanezas, que conducen a lamentables abusos, por parte de unos y de otros. Ya me entendéis, ¿sí? Y luego, cuando se tuviera casa con su portería, con sus llaves, con su recibidor, ¡qué difícil quitar esos hábitos y esos abusos é introducir costumbres nuevas y detener a los amigos sin penetrar en el interior! Como sucedió, hasta llegar a censuras y juicios sobre rigorismo, austeridades, desatenciones, incivilidades y demás piropos de ese género, por no facilitarse el acceso, las vi­sitas, las familiaridades, siempre dañosas, y tan condena das y prohibidas por nuestro Santo Padre. Y los más de los externos se retrajeron, gracias a Dios. Y algunos pocos comprendieron, penetraron en la idea y se sujetaron. Tam­bién gracias a Dios, porque se edificaron, y aprendieron, y cobraron respeto, y deferencia, y estimación. Y aun así son molestos a veces, por la prolongación de sus amistosas y apreciables visitas.

Y ahora, mirad. Ecce, ahí está; esa es la casa de los Pau­les de La lglesuela. ¿Os parece de gusto? No podéis juzgar a satisfacción, porque no veis sino el exterior de ella. Y no todo, sino sólo tres lados de los seis que tiene. Y los veis en figura de grabados fotográficos, no en la realidad, que no es la misma visión, sino a larga distancia. No podéis, pues, decir si es o no de gusto. Pero lo han afirmado testi­gos de vista, abonados é irrecusables por lo inteligentes, prácticos y sinceros. El Sr. Arzobispo de Zaragoza y el señor Visitador de los Paúles y Paulas de España. Con los que hicieron coro cuantos a esos personajes acompañaban. Y lo mismo han afirmado todos los que la han visto.

El primer grabado representa la fachada oriental del primer cuerpo de edificio, que se levantó el año 1902, como se dijo en los párrafos XVIII y XX, y da a la calle de Raballa y, por tanto, mira hacía el pueblo. Esta calle, por donde veis que suben unas mujeres, baja desde el barrio más alto, que de tiempo inmemorial se llama El Conven­to, hasta la plaza de la Iglesia parroquial, que se halla en el centro de la población. Está bien arreglada, con aceras y abundantes y continuadas casas a los dos lados, desde la nuestra hacia abajo. Hacia arriba hay pocas. Enfrente veis dos cercaditos, y a ellos corresponden seis 11 ocho casas de pobre aspecto. El pasillo, por el cual veis en opuesta dirección un hombre y un cerdo, es un callizo que conduce a la calle Mayor. Ese hombre, esas mujeres y ese animalillo fueron cogidos in fraganti, sin haber sido previstos. Las dos ventanas de cristales más pequeñas dan luz a la esca­lera de la casa. En la parte opuesta se ve un pedacito de edificio más bajo. Es la casita que, con el huertecito, recibimos por el nuestro, según se dijo en el párrafo XXI. Está destinado ese sitio para futura Capilla o Iglesia. La faja negra que se destaca por encima del tejado se llama el ce­rro de Morrón, por su terminación redonda a la parte del Sur. ¡Qué! ¿Os sonreís.: ¿Por qué, por el campanario? Pues, amigos míos, no hay más cera que la que arde. Dos peque­ños maderos de metro y medio, en forma de postes, sujetos por un palo crucero, del cual pende una pequeña campana y sobre la cual descansa una cruz. Ese es nuestro actual campanario. Suficiente para el objeto. porque está la casa en posición dominante y se oyen los toques en casi todo el pueblo. Menos se oía la campanilla que San Francisco Ja­vier y otros Misioneros hacían sonar por las calles. Y el que no se consuela es porque no quiere. Y a falta de pan, buenas son tortas.

Mirad ahora el segundo grabado. Es la fachada occiden­tal del primer cuerpo de edificio en conjunción con el se­gundo, cuya parte meridional se ofrece a vuestra vista. Las ocho ventanas de cristales, y las otras seis que les si­guen en el piso alto, son hoy catorce balcones, con la cir­cunstancia de que también los huecos de las seis son ac­tualmente arcos, como los de las ocho. Tanto las habita­ciones como sus correspondientes balcones son semejantes a los del piso primero de nuestra casa de Madrid. ¿Queréis que os hable del huerto? Pues a la vista está. Y además ahí tenéis también, recto como un hueso y tieso como un pino, al Hermano Julián Tobar, quien podrá daros las explica­ciones convenientes. ¿Para qué queréis más?

Las paredes, ya lo veis, están aún sin revocar, o sin lu­cir con cal. ¡Qué queréis, lectores míos! No ha habido más tela que cortar en todos estos años, y todavía ha de caer en muchos otros abundante nieve, como la que desde mi mesa estoy viendo caer hoy todo el día, antes que se vea terminada esta casa. Y gracias que en Octubre de 1907, cuando vino a pasar la Visita el P. Arnáiz, tuvo compasión de los pobres habitantes de ella, y se rascó el bolsillo y alargó lo mano dadivosa. ¡Dios se lo pague! De esta manera se pudieron revocar interiormente las paredes durante la primavera de 1908, y este invierno ya no se experimenta el frío tan intenso como en los años anteriores. Porque antes, ya lo podéis comprender, penetraban los vientos por las paredes, y entraban en los claustros y en las habitaciones, como Pedro por su casa, y muchas veces, para lavarse por la mañana, era necesario romper antes el hielo que se ha­bía formado en las mismas aljofainas.

Y cortemos, cortemos ya el hilo de esta historia, porque se va haciendo pesada é insoportable. No porque no haya episodios que pudieran producir amenidad y entreteni­miento delicioso si se contaran detallada y vivamente. Su­poned que os dijera que el arto 190t; se intentó pegar fuego é la casa, o se hicieron alardes de tener ánimo para pegar fue­go al convento y a los frailes, menudeando al mismo tiem­po las copillas, y se llegó a rociar la puerta de la calle con petróleo. Suponed que os dijera que el año 1907 fueron ape­dreadas las ventanas de la fachada principal. y rotos va­rios cristales; y que después hubo su remedo de mitin de hombres buenos para protestar contra los malos; y que de estos hechos se hicieron eco los periódicos y los juzgados municipal y de primera instancia. ¿No os parece que po­dría entreteneros sabrosamente un buen rato con la des­cripción de las escenas a que dieron lugar estos hechos y algunos otros de mayor o menor cuantía? Y no faltan tam­poco en los compañeros deseos, muy razonables por cierto, de que todo esto se relate y exorne. Pero entiendo que los lectores y lectoras de los ANALES estarán ya hartos, pletóri­cos de historia de la Casa de La Iglesuela, y, por no mo­lestar más, me daré aire para terminar con un par de pá­rrafos.

XXIII: La segunda Capilla.

Desde el principio se pensó. ¿cómo no?, en levantar una Capilla de alguna capacidad, por la esperanza que lo suce­dido en la Capillita del desván de la Costera hacía conce­bir, de que concurriría mucha gente a nuestras Misas, a nuestros confesonarios, a nuestras funciones religiosas. Pero se luchó, y se sigue y seguirá luchando con la impo­sibilidad, hasta que naos muramos más de la mitad de los -que leemos u oímos leer este relato, por la sencilla razón que tuvo el centinela aquel del cuento, o  del sucedido. ¿Lo sabéis? Escuchad.—Diga usted, centinela; ¿por qué ha de­jado usted pasar tales hombres al cuartel?, le preguntó el capitán de guardia. ¿No sabía usted que la ordenanza pro­hibe esos abusos?—Si. señor, lo sabía.—Pues ¿por qué no lo impidió?—Porque no pude. —¡Cómo que no pudo! ¿Echó usted el quién vive? — Sí. mí capitán. — Apuntó usted con el fusil?—Sí, señor.—Pues ¿por qué no disparó usted, aunque hubiera sido al aire? Mire usted, mi capitán, por muchas y muy fuertes razones.—¡Qué razones, ni cine cuer­nos eran esos!—Mire usted, mi capitán, la primera razón fue porque no tenía pólvora.—;Hombre, acabáramos! No diga usted más. Si no tenía usted pólvora ¿cómo había de disparar?

¿Me comprendéis, amigos y amigas mías? Y el caso es-que se trata de una bicoca. Así calificó la cosa el Sr. Visi­tador cuando se interesó por el estado de la Casa de La. Iglesuela en Octubre de 1907, según se ha dicho en el pá­rrafo anterior; ó, si no empleó esa palabra, expresó el con­cepto. Desde las primeras obras tuvo interés en que cuanto antes se levantase una Capilla. Ya lo conocéis, ya sabéis cuál es su celo. En la ocasión, pues, referida y a vista del sitio destinado, preguntó al Superior: ¿Y cuánto podrá, costar esa Capilla? ¿Tiene usted hecho el cálculo?            Sí, señor, lo tengo hecho ya desde el principio. Que se me entre­guen tres mil duros, y al año justo tengo la Capilla hecha.

¡Hombre, pues no son cosa del otro mundo quince mil pesetas!

¡Claro! Lo que he dicho antes; una bicoca. En un adorno cualquiera de cualquier chapitel de iglesia se invierten se­senta mil reales. Pero si esos sesenta mil reales, o esas quince mil pesetas, o esos tres mil duros, se han de reunir, como es necesario, para dar principio a la Capilla, con solas las rentas de La Iglesuela, ya tardaréis a ver abiertas las zanjas en las que se han de acomodar los cimientos de ella. Y si no, al tiempo. Ya me lo diréis, digo, os lo diréis, los que penséis vivir, dentro de veinte o veinticinco arios. Porque yo tengo intención de morirme antes.

Pero ¿qué estáis pensando y diciendo, o soñando? ¿Qué no faltará en estas sierras quien quiera desprenderse de tres mil duros para edificar una Capilla al culto del Señor del mundo, y de su Madre benditísima y de sus gloriosos Santos? ¿Qué bien habrá, en la sierra o en las llanuras, quien quiera hacer el pequeño sacrificio de cercar un local suficientemente desahogado para contener un buen nú­mero de gente, y en el que, con el ejercicio del Cielo, se facilite la salvación de las almas en beneficio de la pro­pia? ¿Eso pensabais? No es mal pensamiento. Y tan natu­ral, que a cualquiera se le ocurre. Pero escuchad mi opinión. Siete años hace que estoy oyendo con frecuencia esas cantinelas, y siempre he dicho: ¿Eso? Música celes­tial. Eso es un sueño. Y con soñar que se vuela no se ob­tienen alas para volar. Ni se construyen capillas con ima­ginarse que hay quien las construya. No, no hay tal pia­dosa y bienhechora persona que eso pueda, o quiera hacer, en estas montañas, ni en aquellos valles y llanos, ni en las otras poblaciones y ciudades donde han resonado, durante todo ese tiempo, las indicaciones que quedan estam­padas.

Fue preciso, pues, es, y seguirá siendo, contentarse con la segunda Capilla provisional que los Paúles tienen en La Iglesuela, que no es tal Capilla, sino un salón de diez y siete y medio metros por cuatro y medio, en el que se han de hacer, con el tiempo, cinco habitaciones, para las cuales están ya dispuestas las ventanas y huecos de puertas correspondientes. Mirad en el primer grabado las cinco primeras ventanas, a Contar desde la puerta. que hay en el piso bajo, y ellas os indicarán el local de esta Capilla.

Su primer altar, dedicado a la Milagrosa, fue limosna hecha por la Superiora del Asilo de San Juan Bautista, vul­garmente de Romero, en Valencia. La Virgen se lo habrá recompensado ya en el Cielo. Se celebró la primera Misa en esta Capilla el 28 de Octubre de 1903, fiesta de los San­tos Apóstoles San Simón y San Judas. Esta fecha y esta coincidencia pueden servir para excitar perpetuamente en los Misioneros de esta Casa el celo apostólico, de que deben estar animados por su vocación los Paúles.

Como el local es reducido, no se podía pensar en poner confesonarios, según se estilan, porque hubieran robado mucho espacio y necesariamente se hubieran oído las con­fesiones. Se hizo, pues, un cuartito al pie de la Capilla, con su correspondiente rejilla movible, y en él entraban a con­fesarse hombres y mujeres. Esto era pobre, muy deficien­te. Aquí confesaba el Superior. Su compañero iba ciertos días a la Parroquia. Allí había inconvenientes inevitables, que no hay para qué explicar. Los lamentos de las gentes piadosas se multiplican. Y discurriendo, discurriendo, se le ocurre al Superior una verdadera originalidad. Pronto se ven en las tres primeras puertas, que están tabicadas con ladrillos, arrancados cuatro de éstos, y en su lugar tres rejillas movibles. Ahora ya tenemos tres confesonarios en casa. Y de buen servicio. Raros, pero útiles. Las paredes son anchas; los tabiques se encuentran en medio; queda espacio suficiente para ocultar el cuerpo de las mujeres. Los hombres meten la cabeza por el hueco de la rejilla, que se abre hacia dentro. En el claustro se han hecho tres ga­ritas, de ladrillo también, con su puerta. El confesor entra por el claustro en su garita, y se salvaron todos los incon­venientes de aquí y de allá.

¿De las funciones religiosas, de los frutos espirituales os he de hablar? Habría mucho que decir, y me da pena que este escrito se prolongue tanto. Os digo que estoy pade­ciendo de veras. Y, además, ya os dije mucho en el pá­rrafo XIX al hablar de la Capillita del desván. Me conten­taré con hacer una sucinta enumeración; oid: En este salón-capilla se han hecho triduos, quinarios y novenarios de áni­mas, triduos y novenarios de la Milagrosa, novenarios del Espíritu Santo, novenarios y fiestas del Santo Padre, y hasta oncenario de Misas cantadas se hizo una vez, comen­zando el día de la Virgen del Carmen; funciones vesperti­nas la mayor parte de los domingos y fiestas, con sus me­ditaciones prácticas, y hasta novenario al Ángel de la Guarda se ha hecho, con aprovechamiento del pueblo de­voto. No hay para qué decir que en todas estas funciones se han predicado pláticas nutridas de doctrinas alimenti­cias para la vida espiritual. Se han hecho algún año medi­taciones diarias durante la Cuaresma; Via Crucis solemnisimos en los domingos de ídem; funciones devotisimas en Jueves y Viernes Santos; las Siete Palabras, algunos años; el mes entero del Sagrado Corazón; el mes de Diciembre entero, en que se empieza con los Benditos, se sigue con las Jornadas y se concluye con el novenario al Niño Jesús, Villancicos, etc.

Y todas las funciones y todos los ejercicios mencionados, y los que han quedado sin mención, inclusive las meditaciones cuaresmales, animados, salpicados, amenizados con bellísimos cánticos, encantadoramente ejecutados por co­ros de niñas angelicales. En niños no hay que pensar. Son absorbidos por las faenas de los montes y de los campos. a los diez arios de edad desaparecen de la Escuela y del pue­blo. ¿Os ha parecido exagerado el calificativo de angelica­les criaturas? Pues no hay exageración ni ponderación al–guna. Porque hubo, sí, algunos arios en que se tomó lo pri­mero que se pudo, y a las aspirantes a Hermanas nuestras se agregaron algunas mayorcitas que no por eso dejaban de ser modestas y piadosas; pero ya van dos arios en que las admirables cantoras, que ejecutan cuanto se les quiere enseriar más perfectamente que las anteriores, son escogi­das niñas de la Escuela, que están entre nueve y once arios de edad, y son verdaderamente un encanto, por su habili­dad, por su docilidad, por su inocencia y por su candor.

Cuando estas alabanzas estampo, no hago sino reflejar las opiniones y exclamaciones públicas, inclusive de los nues­tros.

Entre los frutos espirituales, además de una numerosa, cuotidiana y ejemplar frecuencia de confesiones y comu­niones, que ha trascendido también a la Parroquia, con todas las gracias y virtudes y gloria de Dios que ese movi­miento sobrenatural representa; y de la implantación, en gran número de almas buenas, de la vida interior, presen­cia de Dios continua y afectuosas jaculatorias que de los devotos corazones se exhalan repetidamente; y de la lim­pieza, mudanzas y cambios obrados en el fondo de las con­ciencias, que quedan sellados con el sigilo sacramental; y de la influencia que toda esta labor ejerce en las costum­bres generales del pueblo, hay que hacer mención de las monjas, de la Cofradía de la Santa Agonía y de las Misiones, objetos todos dignos de piadosa atención, a los que de­dicaremos el último párrafo de esta ya prolija, cansada y fastidiosa historia.

ANALES 1907

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