HISTORIA DE LA FUNDACIÓN DE NUESTRA CASA-MISIÓN EN LA IGLESUELA DEL CID (VI)

Mitxel OlabuénagaHistoria de la Congregación de la Misión en EspañaLeave a Comment

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XII: INSTALACIÓN

La reforma de la casa del Aladrero no podía hacerse hasta la primavera bien entrada, porque el frío y los hielos no consienten el trabajo y las obras durante el invierno, y para el Superior y dos Hermanos que había pedido y le estaban prometidos fue preciso buscar un al­bergue hasta que estuviese habilitada la casa adquirida, Menester era alquilar una ú otra vivienda.

¡Bendita sea la Providencia de Dios! Sin ella no hubieran podido habitar independientemente los primeros Paúles en La Iglesuela. Y esto hubiera sido un mal muy grave. En aquella época escaseaban notablemente las casas. Las fa­milias se acomodaban, se hacinaban hasta en casas muy reducidas. Hoy va tomando otro aire la población, porque, desde que residen allí los Paúles, se ha despertado en los que son algo ricos el prurito de edificar, de ensanchar, de mejorar. Entonces, sin una inspiración divina comunicada al Cura Izquierdo, habrían de haberse puesto los pobreci­tos Paúles a pupilaje, por no encontrar casa independiente.

Y ya veis y sabéis cuántos inconvenientes hay en ese modo de vivir. Lo mismo que ocurre frecuentísimamente en las misiones, aunque se haga el gasto por cuenta pro­pia. Casa dentro de otra casa. Estado dentro de Estado. Es decir, el recelo, el respeto humano, la curiosidad, la casi esclavitud, la crítica, las quejas, la desedificación           , trabas sin cuento. De las cuales libró Dios a los suyos por modo el más sencillo.

En los mismos días en que se verificaba el contrato de la fundación iban unos señores veraneantes a evacuar una casita, la única que quedaría libre, y no por muchos días. Sábelo el Sr. Cura, sabe también que el contrato está hecho y que han de ir pronto los llamados, é impulsado por su bondad previsora, se acerca al dueño y le dice: «Tio Simón —es el modo del país—, si quiere usted que tengan casa los Padres cuando vengan, y van a venir pronto, no alquile usted su casa, porque no creo que pueda encon­trarse otra alguna para que empiecen a vivir.»

¿Qué pensáis que contestaría el tió Simón? ¡Ah! Ya res­ponderéis cuando sepáis quién era y quién es, porque aún vive, y oye cinco misas y comulga diariamente en la capi­lla de los Paúles, ese patriarca de ochenta y dos años de edad, y quién es, o cómo es su hija Pepa y toda su fami­lia. Porque merecen una mención honorífica y distinguida en estas páginas, y se va a hacer, rindiendo culto a la jus­ticia y satisfaciendo los sentimientos más vivos, más tier­nos, más nobles, más íntimos del corazón agradecido.

Al dar, pues, el Sr. Garcés el primer paso para buscar casa, se encontró con que la tenía prevenida hacía dos meses, gracias a la previsión y buena voluntad de Mosén Manuel Izquierdo, y gracias al corazón cristiano del tío Simón, y más y mayores gracias a Dios que tales sujetos con tales sentimientos preparó.

La casita está en el centro del barrio de la Costera. Frente al portal de San Pablo, que es la mejor salida hacia aquel punto y también para tomar el camino de la Er­mita del Cid. Aquí veréis un grabado de la casita, o sea su principal cara o fachada, que mira al Poniente. El sitio donde se encuentra está notablemente empinado, y se sube a él, o por una cuestecilla muy áspera, dando un rodeo, o por una escalera de piedra tosca, pero firme y segura, que hizo el tío Simón a sus expensas.

La capacidad de la casita es reducida, pero sus formas son regulares. He aquí sus dimensiones. Y si os parece que toma demasiado vuelo este asunto, y que se le da excesiva importancia, esperad a que vayan desarrollándose los su­cesos, y rectificaréis seguramente vuestros conceptos.

Su perímetro en la planta baja y en el primer piso es de 9,35 por 7,40 metros. En el piso segundo es un poco mayor, porque se extiende por la parte oriental sobre pe­ñasco; tiene 12,80 por 8,30.

Los números romanos que se ven en el grabado señalan: El I, la escalera de piedra arriba mencionada; el II, la puerta de entrada; el III, la ventana de la habitación que ocuparon el Sr. Ibánez antes y el Sr. Tabar después, y contenía la librería; el IV, un balconcillo del desván que se convirtió después en capilla, como se dirá en el párrafo siguiente; el V, la ventana de la cocina, que servía también de refectorio, sala de visitas, recreo y demás; el VI, la ventana de la habitación del Sr. Garcés, que también era oratorio y despacho; el VII, la de la habitación de los Her­manos Díez y Diéguez, que era al mismo tiempo ropero, sastrería y otras dependencias. Las tres habitaciones tenían alcoba con cortina. El número VIII indica una ventana co­rrespondiente a la casa de la Sra. Pepa, ya nombrada y de quien se va a hablar después. El tejado de esta casa apa­rece en el grabado por encima del de la casita. El núme­ro IX señala la casa de José Marín, uno de los niños que desde hace dos años están educándose en nuestra Escuela Apostólica de Teruel. Tal es el albergue provisional que Dios, por medio de dos buenas personas, tenía preparado anticipadamente para sus siervos. Una casita sencilla, modesta, simpática, deli­ciosa, de grata memoria, de recuerdos placenteros, muy querida ¿Os sonreís? ¿Dudáis? ¿Os parece esto pura fantasía? ¡Ay! Es que vosotros no habéis vivido en ella. Por­que estos sentimientos son a posteriori. Al verla, por sólo verla, sin habitar en ella, no se experimentan. Pero después  Preguntad a los tres Sacerdotes y a los dos Hermanos, que, quién más, quién menos, han habitado en ella durante casi dos años, y os desengañaréis.

El Sr. Garcés marchó a Valencia a comprar muebles y todo el ajuar necesario. Con ayuda de las Hermanas,

¡Dios las bendiga!, particularmente de dos casas, en una de las cuales se confeccionó, gratis et pro Deo, claro está, toda la ropa blanca, quedó todo preparado hasta fin de Enero. Entre tanto habían ido de Madrid a Valencia los dos hermanos Coadjutores, Justo Díez y Manuel Diéguez, des­tinados a La Iglesuela. Con ellos y con todo el tren de mue­blaje salió el Sr. Garcés de Valencia a primeros de Febrero, y se instalaron en la casita alquilada en La Iglesuela el día de Santa Águeda, con ayuda y bajo la dirección de la pro­videncia humana, prevenida también por la Providencia divina.

¿Qué providencia humana, diréis, es esa? Escuchad. Se la conoce y distingue con el nombre familiar de Pepa. La tia Pepa, dicen los jóvenes. La Sra. Pepa, repiten

nuestros hermanos. Josefa Martí es su nombre de pila. Y es hija, la más joven, del tío Simón, ya mencionado. ¿Y qué tiene de particular esta señora, o qué hizo, o qué hace, para que se le dé y pueda dar con justicia ese distintivo tan honroso? Y tan provechoso para los Paúles, añadiría yo. ¿Qué? Pre­guntadlo a los hermanos Diez y Diéguez; preguntadlo al hermano Julián Tobar, que sustituyó a este último; pre­guntadlo a todos los demás individuos que pertenecen  o han pertenecido, en el transcurso de más de cinco años y medio, a la Casa de La Iglesuela, en especial a los tres primeros Sacerdotes, y ellos os lo dirán, si es que no os han hablado ya de la amable Sra. Pepa, porque parece im­posible dejar de hablar de ella cuando hay ocasión de ha­blar,  o cuando se habla de la Casa de La Iglesuela.

¡Pobres hermanos míos queridos! ¡Ojalá hubieran hecho ellos sin su providencia humana? Ellos, tan sencillos, tan rectos, tan naturales, tan ingenuos, tan buenos, tan buena­zos, si se permite la palabra, a quienes cuadra, sin embargo, aquella de «incerta providentia nostra», aplicable a todos los hombres en comparación con la Providencia divina, pero que cubre por los cuatro costados a nuestros ínclitos, a nuestros apreciabilísimos hermanos.

¡Pobrecillos hermanos míos queridos! Ellos no sabían nada, no entendían, se atolondraban como palominos, se apuraban cuando tenían que comprar, o les faltaban cacharros o ingredientes de cualquier especie, que no sabían lo que valían ni dónde se vendían. ¿Qué hacer, pues? Allí, enfrente, a tres varas de distancia, vive la Sra. Pepa. Y tiene una voluntad y un corazón que parecen inmensos. Y aun eternos parecen, porque, después de casi seis años, se mantienen en el mismo estado, con la misma vida, con el mismo fervor, con la misma actividad inagotables. Y el Superior, que la conoce bien, faculta a los hermanos para que recurran a ella. Y está en buena posición. Y su padre, el tío Simón, e! que guardó para los Paúles, sin conocerlos, sólo porque eran Religiosos, su casita, perdiendo el alqui­ler de dos meses y no queriendo cobrar después el de otros veintiuno que la ocuparon éstos; y su marido, el labrador más instruido, el más discreto y prudente del pueblo, todo un hombre; y sus hijos e hijas, una de las cuales va a orlar muy pronto su frente con la cándida toca de Hija de la Caridad; todos, todos respiran al unísono con ella, aunque ella es el alma de todos ellos.

Los hermanos, pues, a la señora Pepa acuden y recu­rren y preguntan. Y ella todo se lo proporciona, de su casa o de fuera. Siempre con la sonrisa más amable y más cor­dial en la boca. Y les regala muchas cosas. Y se adelanta a las peticiones, a los deseos de ellos. Parece que les adi­vina las necesidades, los apuros. Y todo se lo explica, se lo aclara todo, con cariño, con interés, sin gazmoñerías, sin afectación alguna, que nada de eso tiene. Sólo tiene cora­zón grande para amar a Dios, corazón grande para amar a sus ministros, corazón grande para asistir a sus prójimos.

No extrañéis este lenguaje. Esa mujer es de un espíritu muy elevado. Vive de la fe, como el justo de quien habla la Escritura. Enamoradísima de su Dios, en todos los miem­bros de su casa ve su imagen, y les sirve y obedece y cui­da como sus retratos. Y extiende su amor y su respeto a todas las criaturas de Dios, las del cielo y las de la tierra, muy particularmente a los pobres y a los Hijos e Hijas de San Vicente de Paúl. Creedlo, esa bendita mujer, tan labo­riosa, tan activa, tan incansable, que a todos quiere, que por todos se desvive y se multiplica, que jamás se enfada, siempre inalterable, imperturbable siempre, está, tiene que estar, necesariamente, enamorada de su Dios, unida sin in­terrupción a su Dios, tanto…. ¿os lo digo todo?… ¡Ah! ¡qué hermosura, qué encanto y qué confusión para mí y para muchos de vosotros y de vosotras! Esa bendita criatura no necesitaba que viniese el Papa de la Eucaristía a recomen­dar la Comunión diaria, porque desde que están los Paules en La Iglesuela, diariamente la recibe, sin que los tráfagos y mareos de su casa y del servicio de sus prójimos la im­pidan jamás la continua presencia de Dios y el recuerdo constante del Dios de la Eucaristía. Muchas veces lo he pensado y algunas me lo han oído decir: tiene dos herma­nas, una hija y cinco sobrinas monjas, pero ella, la Pepa, es más monja que todas en el fervor y amor a Dios y al prójimo. ¡Qué confusión, qué confusión, ¡Dios mío! ¿Os ex­trañaréis ahora de que llamara yo antes a la señora Pepa el refugio, el recurso manual, la providencia ordinaria de nuestros hermanos?

Tenemos, pues, ya sembrado el grano de mostaza. Pe­queño es, humilde es, insignificante es. ¡No importa! Ven­ga cultivo, vengan cuidados, vengan abonos y riegos, y esperad. Pronto veréis erguirse una varilla, poblarse ésta de ramitas, adornarse de flores, enriquecerse de sazonados frutos, y revolotear luego en su contorno, posarse en su frondosidad y nutrirse de su sustancia las almas que saben batir sus alas y levantar su vuelo hasta el cielo.

¿Qué Casa más modesta, más oscura, más desconocida, más sin pretensiones que la de La Iglesuela del Cid? ¡No importa! Observad, observad, y veréis, a no tardar, cómo giran, gozosas y anhelantes, en torno de ella, a la manera de abejas alrededor de su colmena, almas piadosas y aman­tes que buscan la vida, la vida espiritual depositada en su seno, y, con ella mantenidas, se muestran ante el mundo lozanas y vigorosas en la práctica de las virtudes.

¡Qué pobre, qué miserable, cuán opaca, cuán sin lustre la instalación de su más pobre, y más miserable, diminuta, reducidísima, incógnita y casi ridícula Comunidad! ¡No im­porta! Dejadla que empiece a moverse según el espíritu que la anima, y veréis lo que hace un humilde instrumento cuando lo maneja Dios. En el nombre de Dios ha sido crea­da esa Fundación, con intención la más pura, para sola la gloria del Señor. ¡Dejadla! Ella germinará, ella se desarro­llará, pronto la veréis viviendo vida abundante, exube­rante, gloriosa. La bendición de Dios es fecunda, eficaz, poderosa, y la Casa de la Iglesuela del Cid tiene por fun­damento, por aliento y por jugo vivificante esa adorable bendición. Esperad, pues, un poco de paciencia, y veréis, y juzgaréis, y os convenceréis.

XIII: LA PRIMERA CAPILLA.

Quedó instalada, como se vio en el párrafo anterior, en su casita de la Costera la microscópica Comunidad, compuesta del Superior y dos hermanos Coadjutores, en primeros de Febrero de 1902.

Natural era que se pensase al momento en una Capilla para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa y hacer la ora­ción y demás ejercicios de piedad que prescriben nuestras santas Reglas. Pero ¿dónde hacerla, siendo tan diminuta la casa? Un pequeño patio de entrada con dos cuadritas; en­cima, la cocina y dos salitas con alcoba; sobre éstas, una salita y un desván, pero todo reducidisimo, como se dijo.

No hay remedio, no se puede tener Capilla pública. Esta fue la primera impresión. El celo tiene que estar escondido, encerrado, inactivo, como paralizado. El Misionero tiene que resignarse. Forzado se verá a contener los impulsos de su vocación. Dedicaremos una salita para oratorio y las otras dos para habitaciones. Los hermanos en una, el Su­perior en la otra. En la alcoba pondremos un altarito; lo demás para el público. ¿Qué público? Ocho, diez, una do­cena de personas cuando más. Y éstas hombres solos, porque ha de haber clausura, y por tanto han de quedar excluidas las mujeres. Y hombres de confianza, porque la sala es interior y está en piso alto, por lo cual no deben penetrar hombres desconocidos. Tales fueron las primeras apreturas.

Pero—permitid una reminiscencia del primer año de La­tín —intellectus apretatus discurrit qui rabiat—barbarismo que aprendimos de niños, entonces gracioso, hoy casi insu­frible, que explica, sin embargo, perfectamente cómo el hombre, puesto en apuros, sabe aguzar su intelecto, sabe ingeniarse maravillosamente para encontrar una ú otra sa­lida. La salida, en nuestro caso, fue el desván. ¡El desván! Vamos a ver el desván.—Feo, mugriento, sucísimo. Como que sirve para todo. Para guardar arreos de labranza, hier­bas, patatas, cuelgas de frutas, ajos, cebollas, las morcillas, el tocino que se pone a secar, cecina, todo, que de todo eso había habido allí y más. — ¡El desván! Pequeño, irre­gular. Relativamente a las otras dependencias, grande; para el objeto, escaso, miserable; 7,50 de largo, 3,40 de an­cho, y ¡2,05! de alto. No parece que aquello pueda conver­tirse en Capilla. Sin embargo, se convierte, y rinde mucha gloria a Dios, y se santifican innumerables almas en él du­rante un año y nueve meses.

El Superior estudia, discurre, siente agitarse su espíritu, SC enamora, se emociona. Ve que aquel desván tiene salida a un callejón, por medio de una cuadra, a la cual se sube por tres o   cuatro escalones toscos, desiguales, de piedra sin labrar. Aquella salida es brusca, agreste, violenta. Difí­cilmente podrán subir y balar los ancianos, las ancianas, como, en efecto, sucedió después. Recuerda que cuando entró en aquella cuadra la primera vez, había en ella una vaca de leche. Concibe una idea, y exclama: ¡Magnifico! ¡La cueva de Belén! ¡Hasta el buey del pesebre! ¡Gloria a Dios en los desvanes, y en las capillas paz a los hombres de buena voluntad! ¡A instalar aquí el Niño! ¡El Niño de la Eucaristía! ¡El Niño de la salvación de las almas! ¡El Salva­dor del mundo!

Y dicho y hecho. A los tres o   cuatro días ya se celebra la santa Misa y se da la Sagrada Comunión en aquel des­ván; en aquella falsa, dicen en el pueblo, tan irregular, tan desmantelada; en aquella nueva cueva de Belén, transfor­mada en santuario de la Divinidad y de la santa Humani­dad de Nuestro Señor Jesucristo, Dios y hombre verda­dero.

Allí no hay presbiterio, no hay gradas, casi no hay se­paración entre el Clero y el pueblo. Un listón; horizontal­mente sostenido por la mesa del altar y por otro Botón, verticalmente clavado en una viga y en el suelo, sostiene un mantel y sirve de comulgatorio. Pero no completa­mente cerrado, porque no hay otra comunicación con el in­terior de la casa, De modo que los vestidos de las mujeres están en contacto con el hábito del hermano que ayuda a la Misa; sus mantillas, por el lado del Evangelio, en con­tacto con los manteles del altar. Las primeras Hijas de la Caridad que de este pueblo salieron, chicas entonces de quince a diez y siete años de edad, hoy ya de cuatro y cinco años de vocación, leen los Evangelios en el Misal y en la Sacra a la misma distancia que el Sacerdote, porque la gente se acumula, se apiña, de tal suerte que no se puede dejar desocupado ni un dedo de sitio.

Los que en aquella improvisada Capilla se reunían, guiados por el espíritu de Dios, buscando sólo a Dios, parecía que formaban una sola familia, una familia cristiana, una familia semejante a aquella de que se nos habla en el capítulo XII de los Hechos apostólicos, a la cual se le deno­mina Iglesia que ora por el Papa, encerrado a la sazón en una cárcel, y en la cual vemos desempeñar un papel tan interesante a la joven Rhode o   Rosa. Los miembros todos de esa nueva familia, formada en Cristo y por Cristo en La Iglesuela, que sigue todavía, después de más de seis años, si no con las estrecheces materiales de Capilla, sí con la in­timidad y estrechos vínculos de amistad, franqueza, con­fianza y cordialidad espirituales que entonces se crearon, los individuos, digo, de esa familia cristiana, todos desea­ban, sentían y querían una misma cosa; eran todos cor unum et anima una como los primitivos cristianos.

Allí no hay retablo alguno, ni pinturas, ni esculturas, ni dorados, ni cuadros siquiera. Cubierta está la pared con una tela de a real la vara, y un modesto Crucifijo colgado detrás del sagrario, es todo el altar. Los adornos del techo —¿pensabais que iba a decir bóveda?–son los clavos de he­rrar —no digo puntas de París porque eso sería permitirse mucho lujo—, los clavos de herrar fijos en las vigas, los cuales habían servido, y siguen sirviendo hoy, para colgar las cosas antes indicadas, Y esas vigas, a tal altura, que casi tocaba el Sacerdote en ellas con el bonete, y al elevar la Hostia santa y el sagrado Cáliz tenía que encoger los brazos para no dar con ellos en ellas.

¿Y no había Sacristía? Sí. El amasador. Un pobre cuar­tito sin luz, sin ventilación, en el cual con dificultad cabían la artesa y la mujer que había de amasar. ¿Y ahora tiene que contener el calaje, al Sacerdote que se reviste los or­namentos sagrados y al hermano que le ayuda? Cabal. ¿Pues qué calaje sería? Os lo diré, aunque os riáis: un cajón de tabaco. Si; un cajón de los que suelen emplearse para portear tabaco fue, durante más de un año, la cajonería de la Sacristía de la primera Capilla dedicada a nuestro Señor en la Casa-Misión de La Iglesuela del Cid. Un cajón de tabaco que había venido con cachivaches, y ahora estaba destinado a contener los objetos del culto divino, sostenido a un metro de altura por cuatro toscos listones. Después de un año, una Superiora de Hermanas nuestras, y su Co­munidad, que sentía como ella, habiendo oído, con acom­pañamiento de risas y de lástimas, lo que se acaba de leer, regaló, entre otras cosas, una cómoda de cuatro cajones, que aún está sirviendo de calaje. Y Dios se lo pague.

Mas no todo era allí pobre. Porque eran ricas la concu­rrencia, la devoción, las confesiones, las comuniones, la asis­tencia a Misa y las funciones vespertinas, la emulación santa en los cánticos. ¡Oh!, todo eso fue un alabar a Dios desde el principio. Ya se explicará detalladamente en otro párrafo.

—¿Pero también había confesonario? Porque acaba V. de hablar de confesiones.—Sí; había para confesonario un si­llón de esparto. Un sillón de esparto, claro está que sus maderas sin pintar, que trajo la vecina consabida, al cual se fijó una rejilla, fue colocado en el rincón opuesto al lado del altar llamado de la Epístola. Mal servicio, en verdad, mal servicio. Pero ¿lo tendrán mejor en las Misiones ex­tranjeras?, Las mujeres tenían que colocarse de espaldas al altar, casi tocando con los pies en él; el confesor, al descu­bierto; la gente que esperaba, demasiado cerca, con expo­sición casi inevitable de que se oyeran los pecados; y a pesar de todas las precauciones, fue muchas veces imposi­ble evitar que se oyese algo. Pero allí nadie se acobardaba, ni el confesor ni los penitentes: todos iban a una con la mayor buena fe; y esa sencillez y ese entusiasmo lo suplían todo. Y se estaban oyendo confesiones ¡friolera! seis, y siete y ocho horas cada día. Tomaron las benditas gentes la cosa muy a gusto y. muy a pechos, con interés decidido, primero las llamadas piadosas, después también las demás.

ANALES 1907

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