VIII: PREPARACIÓN PRÓXIMA.
Tomó, efectivamente, resolución definitiva el Sr. Visitador en la Visita oficial que hizo a la Casa de Alcorisa a fines de Septiembre de 1901. Y con ella se dió término a la preparación remota y a la prolongadísima dilación de siete años que, por varias causas, sufrió la fundación de nuestra Casa de La Iglesuela del Cid.
A fin de la Visita, dice el Sr. Arnaiz al Sr. Garcés que vaya con él a Zaragoza para tratar del asunto con el Prelado. Y hablaron largamente con el Sr. Vicario Capitular. Y declaró ante éste el Sr. Visitador que dejaba por representante suyo al P. Garcés, con todos los poderes y facultades necesarios para contratar con los señores albaceas testamentarios y estipular las condiciones, derechos y obligaciones mutuos relativos a la fundación.
Convocóse, pues, oportunamente a todos los dichos señores, y el día 4 de Noviembre se hallaron reunidos con el Prelado en el palacio arzobispal de Zaragoza.
No eran ya, a la sazón, todas las mismas personas que, con el cargo de albaceas, habían intervenido en los actos anteriores. Vacante la Silla arzobispal, como se dijo en el párrafo anterior, desempeñaba el oficio de Prelado el Vicario Capitular, D. José Pellicer. Fallecido el respetable y tomó, pues, el Vicario Capitular una copia del testamento, y otra el Sr. Garcés, y leyeron: «Deja la cantidad de cien mil pesetas para fundar y establecer en esta villa una Comunidad de Religiosos Misioneros de la Congregación de San Vicente de Paúl, que se dedicará a la instrucción y otros fines benéficos y se compondrá de cuatro Sacerdotes, por lo menos, con los Hermanos necesarios, debiendo residir dos de los Sacerdotes en el pueblo continuamente.
Es la voluntad de la testadora que los dos Religiosos que residan en esta población se ocupen con la mayor asiduidad en la enseñanza y confesonario; y que, cuando menos en los domingos y días festivos, sea de su cargo la predicación; pudiendo los demás Religiosos que formen parte de la Comunidad dar misiones en los pueblos de los Arciprestazgos de Aliaga, Castellote y Valderrobres, siempre que el Prelado diocesano lo tenga a bien, sin perjuicio de cumplir unos y otros las demás obligaciones que el citado Prelado les impusiere».
De estas cláusulas se deducía, claramente se ve:
I.° Que los Misioneros habrían de dar una ú otra clase de enseñanza.
2.° Que habrían de aplicarse constante é indispensablemente al confesonario.
3.° Que habrían de levantar la predicación pastoral propia del Cura. Et aliquid amplius, porque dice «cuando menos.»
4.° Que habrían de dar misiones siempre que las quiera el Prelado.
5.° Que habrían de estar obligados a cumplir indefinidamente cuantas cargas tuviera a bien imponerles el Prelado diocesano.
Pronto hizo ver, pero con toda evidencia, el Sr. Garcés a los señores albaceas, la absurdidad, si vale todavía la palabra, de tales pretensiones.
El sabio Arcipreste de Castellote, D. Manuel ejercía ese oficio D. Francisco Torrente, Cura del Mas de las Matas. El Cura Izquierdo, aburrido, fastidiado por los disgustos que las peripecias de las fundaciones habíanle producido, creó, con capital propio y con las debidas autorizaciones, un Beneficio en la Parroquia de La Iglesuela, renunció al Curato, y entró en posesión del Beneficio en el mes de Agosto de este mismo año, quedando de Ecónomo su sobrino, D. Camilo Lor, que venía desempeñando en la misma Parroquia hacía una docena de años el cargo de Coadjutor. Subsistían los otros dos albaceas, el Presbítero y el seglar, de quienes se hizo mención en el párrafo V; pero éste se encontraba en la actualidad peligrosamente enfermo, tanto que falleció diez o doce días después y fue representado en la reunión por el Arcipreste.
Los reunidos, pues, en Zaragoza, para formar el contrato de la fundación, fueron: D. José Pellicer, D. Francisco Torrente, por sí y por su representado, D. Camilo Lor y D. Fermín Morraja, como albaceas, y el P. Garcés en nombre del Sr. Visitador de la Provincia de España.
La deliberación fue reposada, serena, amistosa, aunque complicada, intencionada y enérgica. Cada una de las dos partes estaba bien penetrada de la importancia, de la trascendencia del asunto y de la responsabilidad que le incumbía. Por eso se mantenían con firmeza en sus estribos, y, sosteniendo con tesón el combate, se disputaban el terreno palmo a palmo, línea por línea.
La discusión tenía que versar sobre la inteligencia, extensión y determinación limpia y concreta de las obligaciones que en el testamento se imponían a la Comunidad. Si la redacción de las cláusulas a esas obligaciones dedicadas hubiera sido memos vaga, más precisa, más clara, hubiera sido innecesaria aquélla. Pero como era obscuro y confuso el sentido y alcance de ellas, se hizo indispensable la discusión.
Tomó, pues, el Vicario Capitular una copia del testamento, y otra el Sr. Garcés, y leyeron: «Deja la cantidad de cien mil pesetas para fundar y establecer en esta villa una Comunidad de Religiosos Misioneros de la Congregación de San Vicente de Paúl, que se dedicará a la instrucción y otros fines benéficos y se compondrá de cuatro Sacerdotes, por lo menos, con los Hermanos necesarios, debiendo residir dos de los Sacerdotes en el pueblo continuamente.
¿Cómo dedicarse con la mayor asiduidad a la enseñanza, si con la mayor asiduidad habían de dedicarse los Misioneros al confesonario, y además habían de dedicarse al estudio que exige tanta predicación, y habían de ir a misiones, quién sabe cuánto tiempo, siempre que el Prelado lo quisiera, y simultáneamente tendrían que dar, por ejemplo, Ejercicios a Sacerdotes o a Religiosas, o desempeñar otras ocupaciones análogas, puesto que unos y otros, es decir, los dos de la residencia y los demás que hubiese habrían de depender ilimitadamente de la voluntad del Prelado?
Y si los Misioneros predicaban todo lo que corresponde al Cura, el Cura ¿qué había de hacer? ¿Tumbarse en la cama? ¿Dormir a pierna suelta? ¿Marcharse a cazar? ¿Divertirse con los amigos, gastándose la renta que por predicar le dan? Pero ¿haría suya esa renta sin predicar? ¿No estaría obligado en conciencia a la restitución? ¿Y a quién habría de restituir? ¿A los Misioneros? Mas ¿cómo, si éstos estaban obligados por otro título? Y todo esto ¿no era barrenar, destruir las disposiciones del Concilio de Trento?
—¡Evidente, evidente, evidente!,—exclamó varias veces el Sr. Vicario Capitular, mientras hacía el Sr. Garcés estas y semejantes observaciones.
El resultado final fue hacer caso omiso de la letra del testamento y atender a su espíritu, o, más bien, a los deseos conocidos de la testadora para formular las obligaciones mutuas de los albaceas y de la Congregación.
IX: SIGUE LA PREPARACIÓN PRÓXIMA
Hubo aclaraciones sobre si habría de entregarse el capital a la Congregación o habría de permanecer en poder de la Mitra, como se dirá en el párrafo siguiente. Las hubo sobre si habrían de darse misiones y enseñanza simultáneamente o disyuntivamente. Y las hubo, por fin, sobre las-obligaciones que habrían de imponerse a los Misioneros en el pueblo de La Iglesuela del Cid.
Inclináronse los señores albaceas a que se diese la enseñanza de Latinidad y Humanidades propia de Seminarios. Díjoles el Sr. Garcés que para llenar lo que en el testamento se dice era suficiente la explicación del Catecismo en los domingos, y que ninguna instrucción podría darse más provechosa para las almas ni más propia de los Misioneros. Pero que estaba conforme con que se estableciese escuela de Latinidad. Solamente que, en este caso, no podrían darse misiones, porque nosotros no habríamos de enseñar el Latín a la manera que lo enseña un Dómine, sino como se da en los Seminarios, con clases separadas y profesores distintos, que así lo pedían la dignidad y la honra de la Congregación, así convenía a los alumnos para su aprovechamiento, y así lo exigirían en el Seminario central de Zaragoza, si exigían el examen anual como quisieron exigirlo en Alcorisa. O por lo menos obligarían a llevar esmerada preparación al examen para pasar a Filosofía, y esa preparación no podría llevarse con la enseñanza acumulada de Dómine, sino con la de cursos distintos, clases separadas y diferentes catedráticos. Que, por tanto, no habiendo de ser más que cuatro los Misioneros Sacerdotes, y habiendo de confesar y predicar en La Iglesuela lo que se determinase, era imposible dar misiones en los pueblos, porque los cuatro eran necesarios para lo dicho y resultaban hasta excesivamente recargados. En conclusión: que si querían establecer misiones, era preciso omitir la enseñanza; y si querían enseñanza, era menester prescindir de las misiones.
Todos reconocieron la fuerza incontrastable de las indicadas reflexiones. El Sr. Ecónomo de La Iglesuela resistió algún tanto por el interés que tenía en que hubiese enseñanza en su pueblo. El Sr. Vicario Capitular mostró mayor interés por las misiones, y requirió del P. Garcés su parecer franco y explícito.
Tomó éste la palabra, y evidenció las ventajas innegables de las misiones sobre la enseñanza, para el provecho espiritual de los pueblos, que es el fin principal y la razón de ser de los Misioneros. Puso de relieve los mayores sacrificios que se impondría la Congregación aceptando las misiones, ya en el personal, porque no son suficientes cuatro Sacerdotes para la residencia y para ellas, en la forma en que nosotros las damos, que de paso les explicó, ya en los gastos pecuniarios, como era fácil comprender y fácilmente comprendieron. Pero entrando en el pensamiento capital de la fundadora, y deseando que se cumpliesen sus deseos más íntimos y acendrados, que se cifraban en el celo por la gloria de Jesucristo y por la salvación de las almas; interpretando los sentimientos caritativos de sus Superiores mayores, el Visitador provincial y el General de la Congregación; sabiendo, en fin, la gran caridad que animaba el corazón de San Vicente de Paúl al establecer las misiones en los pueblos rurales, sin vacilar aceptaba las misiones, pero con exclusión de la enseñanza, según la disyuntiva propuesta. Y todos los señores albaceas, muy convencidos de las verdades expuestas, se decidieron por las misiones, abandonando el proyecto de la enseñanza.
Ventilado y resuelto este punto, se pasó al de las obligaciones que hubiera de contraer la Comunidad en La Iglesuela y para La Iglesuela. Porque era también deseo de la fundadora, como se ha dicho en el párrafo anterior, que se trabajase de un modo especial en la santificación de los hijos de su pueblo.
Y como todos los reunidos, Prelado, albaceas y representante de la Congregación, abundaban en esos sentimientos, y juzgaban muy legítimo y muy justo ese santo deseo; desechado todo cuanto se dice en el testamento como ya se dijo, fácilmente convinieron en que se encargase la Comunidad de predicar en la Parroquia los sermones llamados de Cuaresma, si el Párroco estuviese conforme con ello, porque éste, durante ese tiempo, ya tiene bastante en qué ocuparse con la explicación acostumbrada del Catecismo.
Un poco más se discutió la petición del Sr. Vicario Capitular de que predicasen los Padres algunas veces más entre año, a la cual por fin accedió el Sr. Garcés ante sus reiteradas instancias y ante la sentimental pregunta que hizo: «¿Y va a estar el pueblo sin oir a los Padres de Cuaresma a Cuaresma?»
Se convino, pues, por todos en que se obligaría la Comunidad a predicar, con aquiescencia del Cura, doce sermones, fuera de los de Cuaresma, no en las fiestas fijas de la Iglesia, que son ya obligación pastoral del Cura, sino en novenarios, triduos, o semejantes, sobreañadidos a la predicación propia de la cura de almas, si los hubiere.
Estas explicaciones y estos detalles servirán para defender la verdad cuando se tropiece con quien pretenda tergiversarla, como ha sucedido, por versatilidad o por malicia, este año, en las misiones de la Casa de La Iglesuela.
Convenidas las bases del contrato, dijo el Sr. Pellicer que era menester aprobarlas y darles fuerza legal por medio de un expediente canónico. Que, al efecto, elevaran los allí reunidos una solicitud al Provisor, firmada por las dos partes contratantes. Y encargaron su redacción al Sr. Garcés, el cual la formuló en casa del Arcipreste, D. Francisco Torrente. Y pareció bien a él y a los otros albaceas que la leyeron. Y el Sr. Torrente la puso en limpio. Y firmada por los cuatro, es decir, Arcipreste, por sí y por Mariano Soler, Ecónomo D. Fermín Morraja y el P. Garcés, la presentó aquél al Sr. Vicario Capitular. Quien la revisó y aprobó, y con su contenido, y a tenor de él, se formó y expidió el dicho expediente, del cual tienen una copia el Arcipreste, otra el Cura de La Iglesuela y otra la Comunidad.
Las principales obligaciones que constan en la solicitud y en el expediente son las siguientes:
«Por parte de los Señores albaceas:
I.° Entregar a dicho P. Mariano Garcés, para transmitirlo a los Superiores de su Congregación, el capital de cien mil pesetas, destinadas al sostenimiento de dicha Comunidad.
2.° Entregarle, en la misma forma y para el mismo fin, catorce mil novecientas cuarenta pesetas, producto líquido de los frutos de la Granja y demás fincas de que habla el testamento.
Por parte de la Comunidad:
I.° Se obliga a dar misiones gratuitas anualmente, en los meses de costumbre, a los pueblos de los arciprestazgos que designa el testamento.
2.° Se obliga a predicar en la Iglesia parroquial de dicha villa dos sermones semanales cada año, durante la Cuaresma, y otros doce anuales en fiestas o funciones especiales, como Carnaval, etc., siempre que con lo dicho esté conforme el Párroco o quien le represente».
ANALES 1907