HISTORIA DE LA FUNDACIÓN DE NUESTRA CASA-MISIÓN EN LA IGLESUELA DEL CID (II)

Mitxel OlabuénagaHistoria de la Congregación de la Misión en EspañaLeave a Comment

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IV: PREPARACIÓN REMOTA

¿Y quién es esa piadosa, esa caritativa Fundadora?, os habréis preguntado al leer los anteriores párrafos. ¿Quién es? Preguntad más bien quién fué, porque ya no es. Dejó de existir en este mundo. Pero vuestra natural curiosidad merece ser satisfecha. Se llamó Carmen Dauden y Loras, y nació y vivió en La Iglesuela. fue hija de padres since­ramente cristianos, quienes la educaron en el santo temor de Dios y en el ejercicio de las obras de misericordia. Sus cualidades personales fueron relevantes, distinguidísimas. Muy humilde, muy modesta, muy piadosa, muy discreta. A todos se hizo muy amable; todos dicen que fue muy buena. Cuando murió nadie dejó de rendirle ese tributo. Y después de tantos años no se ha oído una opinión, o un parecer discordante, en medio de tanta y tanta conversa­ción sobre ella, y sus bienes y sus fundaciones. Al desapa­recer de este mundo no dejó más parientes próximos que una hermana, Magdalena, Religiosa en las Dominicas de Alcañiz, que falleció también cinco años después.

Algún tiempo antes de que se hiciese nuestra fundación de Alcorisa, había comunicado a su confesor, D. Manuel Izquierdo, Párroco de La Iglesuela, deseos de emplear sus bienes en alguna fundación benéfica para su pueblo y para los del contorno. Realízase la de Alcorisa en 1893. Tiene noticias del hecho el confesor y se apresura a comunicarlas a su hija espiritual. Le advierte que ha manejado dicha fundación y la ha llevado a cabo con bienes de la señora Baronesa viuda de la Linde, el P. Garcés, Misionero Paúl, antiguo compañero suyo de Seminario, quien se encuentra de Superior al frente de ella, y quien seguramente les ayudará, con la mejor voluntad, a llevar adelante la empresa que empiezan a proyectar.

Con estas noticias se enardece el ánimo de Dña. Carmen, se avivan sus santos deseos, y empieza a preocuparse se­riamente del modo de realizarlos. Al efecto, ya entrado el año 1894, comisiona a su confesor y Párroco para que se entere de las condiciones de la fundación de Alcorisa, y este señor pide inmediatamente los convenientes datos; pero cometiendo un error sensible, de fatales consecuen­cias, del cual se lamentó cuando el Sr. Garcés se lo hizo notar y ya no tenía remedio, como se dirá.

Y fue que, en vez de dirigirse y preguntar al Sr. Garcés, como parecía natural, porque nadie mejor que él podía ilustrarle sobre el asunto, ni suministrarle con más preci­sión y seguridad los dates que deseaba, dió un rodeo, y se dirigió y preguntó al Cura de Alcorisa, encargándole ade­más que guardase sigilo.

En efecto, allá por el mes de Mayo de dicho año 1S94 fue D. Pablo Ariño, Cura de Alcorisa, a visitar al Sr. Garcés, y le notificó que se iba a hacer otra fundación de PP. Paules en un pueblo, no muy lejano, de la misma pro­vincia y Diócesis; que le habían pedido datos de la de Alcorisa para hacer semejante la otra; que ya los había dado, pero que no podía decirle entonces más porque le habían encargado el secreto.

Lamentable secreto, lamentable rodeo y lamentable error, cuyas consecuencias fueron muchas y graves, funes­tas y desastrosas. Se retrasó más de siete años la fundación, con el perjuicio espiritual de las almas que fácilmente se deja comprender. Se dio lugar a quejas, disgustos, cuestiones, sospechas, juicios injuriosos, murmuraciones y recriminaciones, quién sabe si también injusticias. Se re­lajaron y quebrantaron entre los albaceas y sus familias amistades antiguas, engendrando divisiones, resentimientos y rencores duraderos, puede ser que indelebles. Se dio tiempo y ocasión y materia para que los enemigos de los frailes, que en todas partes abundan, y en La Iglesuela, aunque hipócritamente cubiertos con piel de piadosos, no escasean; y las familias o parientes lejanos de la señora Fundadora, que soñaron con la adquisición de algunos bie­nes de la herencia; y las gentes ignorantes, pero por lo común maliciosas, que, comenzando por ser víctimas de la maledicencia, son después sus más tenaces sostenedores y sus mas activos propagadores, crearon una pestilente at­mósfera de prevenciones, recelos, imposiciones, descon­fianzas y odiosidades contra los Paules, o los frailes, según el lenguaje de ellos, porque iban a hacerse ricos, acapa­rando un capital fabuloso, que sólo serviría para mante­ner holgazanes, y hubiera estado mejor empleado en for­mar un pósito, con el cual se hubiera mantenido siempre a los pobres. Por fin se puso a la Comunidad en el trance de tener que levantar una Casa de planta lentamente, traba­josamente, angustiosamente, por no contar con otros re­cursos que los rendimientos del capital entregado para su manutención y subsistencia. Casa modesta y reducida, como es de suponer, que no se verá terminada hasta que no pasen más de quince años, no contando, como no se puede contar, con más recursos que los dichos.

Pero, en fin, estaba dado el primer paso. Poseían la Fun­dadora y su confesor datos, aunque incompletos, suficien­tes para empezar a poner por obra sus plausibles y santos proyectos.

Y discurren, deliberan, comparan, calculan, consultan, indagan quién y cómo son los Paules y sus obras, sus mi­siones, sus establecimientos. Y determinan pasar adelante, entendiéndose con el P. Garcés, a quien rogarán que suba a La Iglesuela para tratar del asunto sobre el terreno.

No le llamaron, no pudieron llamarle, no tuvieron tiem­po para hacerlo. En medio de sus placenteros sueños, de sus piadosas y espirituales ilusiones, cuando se regocijaban y con mucho fundamento y santamente se recreaban con­templando imaginariamente la proximidad de la realización de sus caritativos y por tanto tiempo acariciados planes, se encuentran repentinamente paralizados todos sus pasos, se abre ante ellos un abismo que inunda sus corazones de tristeza, de amargura, de estupor, ¡el abismo de una tumba!

¿Quién había de pensar, a quién se le podía ocurrir, cómo imaginar siquiera, que una joven de treinta y tres años de edad, sana, robusta, maciza, en la plenitud de su lozanía y de su vigor físico, sin precedentes sintomáticos de achaques, sin presentimiento alguno morboso, ahora tan súbitamente, tan aceleradamente, tan irremediable­mente, había de desaparecer de entre los vivos?

Pues eso sucedió en Octubre de 1894, porque Dios lo quiso. Como dueño de la salud y de la enfermedad, de la vida y de la muerte, vio el fondo hermoso del corazón vir­ginal de Dña. Carmen Dauden, y, satisfecho de sus puras in­tenciones, de sus deseos santos y benéficos, no le dejó ver su obra en la tierra, acaso por evitarle la tentación de com­placerse vanamente en ella, y tocó con el dedo de su Vo­luntad, siempre adorable, su preciosa existencia, arrebatán­dole, por medio de una enfermedad aguda, en pocos días la vida.

Pero como la obra había sido concebida, combinada y formulada por inspiración divina, no permitió el Señor que se quedase en proyecto, sino que ordenó a la terrible, a la sañuda enfermedad que respetase la inteligencia y la liber­tad de aquella alma noble, y mandó a la implacable, a la insaciable muerte que se mantuviese queda en el dintel de la habitación en que yacía postrada la paciente enferma, hasta que se cumpliesen los eternos designios de su Provi­dencia; y en el lecho la una, y en la puerta la otra, espera­ron las dos respetuosas y sumisas, hasta dar tiempo a que subiese desde Castellote, distante doce horas de camino de herradura, un Notario para que extendiese un testamento y en él quedase, como quedó, consignada la voluntad de la ilustre moribunda.

LOS PRIMEROS PASOS

El trastorno fue notable; la pena grande; el sentimiento y el duelo generales en el pueblo. Pero la empresa estaba en vías de hecho; los sueños de D. Carmen llegarían a ser una realidad; un testamento oficial garantizaba el estable­cimiento de las dos fundaciones.

Que no fue sola la nuestra el objeto de los afanes, de los deseos, de las oraciones y del testamento de la piadosa Fundadora; lo fue también otra de las Hermanas de Santa Ana

Poco después escribe al Sr. Garcés el Cura de La Iglesuela notificándole lo sucedido, iniciándole en los proyec­tos suyos y de su hija espiritual, indicándole las referen­cias que de él y de la fundación de Alcorisa tenía recibi­das por conducto de D. Pablo Ariño, y rogándole que suba para enterarse de lo que contiene el testamento y para ver lo que se podrá hacer.

Y convinieron en que se avistarían, no en La Iglesuela, porque no convenía llamar por entonces la atención en este pueblo, sino en Mirambel, pueblo distante cinco horas de La Iglesuela y doce de Alcorisa, en el cual residía uno de los albaceas testamentarios

Los albaceas eran cinco. El Arzobispo de Zaragoza, el Arcipreste de Castellote, el Cura de La Iglesuela, Mosén Fermín Morraza, natural de La Iglesuela, Beneficiado resi­dente en Mirambel, en cuya casa se tuvo la conferencia de que acabamos de hablar, y Mariano Soler, seglar, natural y vecino de La Iglesuela, hombre de bien, como se deja comprender, instruido y de carácter.

En casa, pues, de Mosén Fermín se reunieron los tres, a fin de Noviembre. Y después de un recuerdo grato dedi­cado a sus mocedades estudiantiles, porque los tres habían sido conseminaristas en el de Teruel, antes de la revolu­ción septembrina del año sesenta y ocho, pasaron a leer el testamento.

Y cuando estaba terminando su lectura, el Sr. Garcés exclamó dirigiéndose a los dos albaceas, con tono entre festivo y grave é intencionado:

-¿Y el nido, señores?

—¿Qué nido? ¿Qué quiere usted decir?—replicó el Cura.

—Muy sencillo—repuso aquél—; que en este testamento se habla de Misioneros de San Vicente de Paúl, que han de residir y funcionar en La Iglesuela y han de salir a dar misiones en los contornos, volando por encima de los picos de esas montañas, en alas de la caridad, como pájaros men­sajeros de la paz del Redentor; pero no he visto el nido donde han de cobijarse y descansar, la casa, en fin, donde han de residir.

—¿De modo que también hay que dar a ustedes casa?

—Pues ya ve usted, en alguna tienen que vivir, para que se cumpla esa residencia y esos ministerios de que se habla en el testamento. Porque el capital que se consigna para la subsistencia de los Misioneros, el mismo testamento decla­ra que es intangible, o sea, ya que no emplee esa palabra, que hay que devolverlo en los casos eventuales que se in­dican.

Una instantánea y vibrante detonación, no produce im­presión tan aplastante en una bandada de confiadas palo­mas, como la que produjeron estas sencillas palabras en los ánimos de los interlocutores.

Verdaderamente sorprendidos, estupefactos, fuertemen­te contrariados se sintieron aquellos señores, particularmente el Cura de La Iglesuela, cuyas facciones revelaban

profundo disgusto.

Y preguntaron al Sr. Garcés:

Pues en la fundación de Alcorisa, ¿dieron a ustedes casa?

¡Figúrense ustedes, señores! Una casa-palacio de quince a veinte mil duros de valor. La misma que servía a los Sres. Barones para veranear.

—¿Además de los veinte mil duros de capital?

—Además, sí, señores; y otros mil duros para hacer re­formas en ella, en conformidad con nuestras necesidades, usos y costumbres.

—Pues entonces aquí no vamos a hacer nada, porque nosotros no contamos con recurso alguno.

—¿Pues no se ha de hacer? Se hará todo, si es que los señores albaceas quieren. ¡Lástima, en verdad, no haberse entendido ustedes conmigo cuando recurrieron y consul­taron a D. Pablo Ariño! Porque en tal caso se hubiera en­terado cumplidamente D.a Carmen, y hubiera dispuesto, y preparado también, recursos para la adquisición de la casa. Pero todavía tienen los albaceas en el testamento, si yo no he leído ni recuerdo mal, un medio de salir airosos en este asunto.

Y volvió el Sr. Garcés a leer las cláusulas en que auto­riza el testamento a los albaceas para que vendan fincas y sufraguen los gastos que ocasione la instalación de las dos Comunidades. Y les hizo ver cómo, sin violentar el sentido de aquellas cláusulas, ellos podían allegar recursos. Y que, con estos recursos y los productos líquidos de las cosechas de la Granja, se podría comprar o hacer una casa.

La Granja era una masía rica, de las mejores del país, la Perla de la Sierra, la llamaban, que en el testamento mandó vender Dña. Carmen, para entregar a los frailes el capital designado, y que se vendió después de cinco años con notable depreciación. Y disponía la testadora que los productos que rindiese la finca hasta que se hiciese la fun­dación, fuesen entregados a los Padres cuando se instalasen. Se los entregaron, pero muy mermados, a lo que pareció.

Mosén Fermín se convenció, al parecer, y se mostró dis­puesto a llevar adelante ese pensamiento. No así el Cura, que mostró repugnancia y desagrado, y no buena voluntad de favorecerlo. Y se dio por terminada la conferencia, de la cual daría el Sr. Garcés cuenta al Visitador, enviándole una copia del testamento, como lo hizo en seguida.

Y quedaron depositados dos gérmenes de opinión entre los albaceas, de los cuales se originaron dos corrientes, dos tendencias opuestas, que se manifestaron vivamente dos años después. La una, mantenida con tesón por el Cura, a la cual se inclinaron luego el Prelado y el Arci­preste. La otra, a la cual se inclinó al principio el Arci­preste, sostenida principalmente por el albacea seglar, y no con tanto interés por el Presbítero. La primera no que­ría ayudar con recurso alguno a los Paúles para la adquisi­ción de la casa. La otra, entendía que se les debía ayudar con algunos, aunque fueran pocos. Al principio, no pare­ció excesiva, ni aun al mismo Arcipreste, la insinuación de ocho o diez mil duros que, a petición de ellos, les hizo el Sr. Garcés. Más tarde, pretendía el seglar que se les ayudase siquiera con tres mil. Últimamente sucedió lo que suele acontecer por lo común: que el pez grande se tragó al chico, y no contribuyeron ni siquiera con un céntimo.

ANALES 1907

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