LLEGADA A CHÂTILLON
Carretero: ¡So! Ahí está Châtillon, por ese camino.
Señor Vicente: ¡Eh! ¡Buena mujer! ¡Eh!
Mujer: ¿Qué buscáis?
Señor Vicente: Soy vuestro nuevo cura.
Mujer: ¿Cómo?
Señor Vicente: Soy vuestro nuevo cura.
Mujer: No hay cura desde hace mucho tiempo en Châtillon, ni lo habrá por ahora.
Señor Vicente: ¿Qué ocurre aquí? Todo está cerrado en el pueblo.
Mujer: Están malditos.
Señor Vicente: ¿Dónde vive el Sr. de Beynier?
Mujer: Todos están malditos.
EN CASA DEL SEÑOR DE BEYNIER
Portero: ¿Qué deseáis?
Señor Vicente: ¿Está en casa el Señor de Beynier?
Portero: ¿Para qué lo queréis?
Señor Vicente: Ve a decirle que está aquí el Señor de Paúl.
Señor de Beynier: No conozco al Sr. de Paúl. Te he dicho mil veces que la consigna era no abrir a nadie, pedazo de imbécil. A nadie ¿Lo oyes?, a nadie. No quiero ser la próxima víctima de la peste.
Portero: Seguid vuestro camino, no conocen al Sr. de Paúl.
Señor Vicente: Soy vuestro nuevo cura y el Sr. de Beynier me espera. Tengo una carta para él.
Portero: ¡Largo! Dejaos de historias. No voy a abriros.
Señor Vicente: Di que venga el Señor de Beynier.
Criados: ¿Qué pasa? ¿Quién es?
Portero: Uno que dice que es cura y quiere entrar.
Señor de Beynier: Abre la mirilla. Disculpadme, Sr. de Paúl, había olvidado vuestro nombre. En efecto, os esperaba. ¿Acabáis de llegar?
Señor Vicente: Sí, en la diligencia de la tarde.
Señor de Beynier: Es un milagro que hayáis llegado hasta aquí. No dejamos pasar a nadie a este pueblo.
Señor Vicente: ¿No? ¿Por qué?
Señor de Beynier: Luego os lo diré. ¡Vamos! ¡Abre! iSed bienvenido, Sr. de Paúl ¿Habéis tenido buen viaje?
Señor Vicente: No muy malo. Sólo algunas piedras …
Grupo: ¿Os asustó tal vez el Sr. de Paúl?
Dama: Caballero, sed discreto. Pero puesto que todos vamos a morir, señor, tenemos que conocernos un poquito mejor, ademas, mi esposo está en la sala. .
Caballero: Él morirá primero, querida; además, todos los días no hay peste…
Señor Vicente: ¿Tenéis un caso de peste? ¿Quién es?
Señor de Beynier: No. Una mujer del barrio viejo, se le ha tapiado en su casa con todo lo que tiene. Cuando muera, se quemará todo y gracias a Dios podremos disfrutar de varios días de música entre amigos. ¿Un poco de pastel? No coméis nada.
Señor Vicente: ¿Cuánto tiempo hace que está enferma esa mujer?
Señor de Beynier: Tres días. Es preciso tener un poco de paciencia, señor. Hay quien tarda en morir de ocho a diez días. Deberíais jugar al boliche, no hay nada mejor para pasar el tiempo. Hay que hacer algo, sobre todo comer, bailar, embriagarse, es el único remedio conocido.
Señor Vicente: ¿Dónde vive esa mujer?
Señor de Beynier: ¿Qué mujer?
Señor Vicente: La apestada.
Señor de Beynier: ¿Para qué, señor?
Señor Vicente: Disculpadme, quiero ir a verla.
Señor de Beynier: Temo que no sabéis lo que decís. Sería absurdo que os expusierais inútilmente al contagio. Además, vuestro aposento ya está listo y estaréis fatigado. Lo más prudente es que subáis a descansar.
Señor Vicente: De todas formas, no viviré aquí. Soy el cura de Chatillon y viviré en la parroquia.
Señor de Beynier: Querido Sr. de Paúl, os hacéis ilusiones acerca de las comodidades de ese lugar. No hay cura que se haya atrevido a venir a Châtillon.
Señor Vicente: Yo viviré en mi parroquia. Ordenad que me den mis bártulos e indicadme la casa de esa mujer.
Señor de Beynier: Basta de bromas, señor. Os he invitado a quedaros, pero si esta noche os marcháis de esta casa, os advierto que no podría volver a recibiros.
Señor Vicente: Perdonadme, pero lo he pensado bien. Ve en seguida por mi hato y, tú, dime dónde vive la mujer enferma. Es tu cura quien te lo pregunta. Responde.
Portero: Es la casita que tiene fuegos en la puerta.
Señor Vicente: Eso es, gracias. Abre la puerta. Abre ya. Perdonadme, pero es muy urgente y gracias por vuestra buena acogida.
Señor de Beynier: Estoy desolado, pero no ha habido forma de retenerle aquí. Me lo recomendaron mis amigos de Lyon.
Uno comenta: Bien, a nuestro curita se le ha caído algo. Escuchadme, amigos, ésto puede ser divertido.
Uno lee: «Estoy resuelto a entregarme a mis señores, los pobres «.
Otro comenta: Mirad, mirad, qué de prisa va. Ese hombre está loco.
Una señora: Mirad, mirad, qué extravagante. Iré a escucharle, si dice misa el domingo, iré.
Señor de Beynier: El domingo habrá vuelto aquí o estará muerto.
EN BUSCA DEL CARPINTERO
Señor Vicente: ¡Hola, pequeña!
Abre, carpintero. Te voy a encargar un trabajo ¿Me oyes, carpintero? Abre. Tienes que hacer un ataúd. Es tu obligación. Soy tu cura. Abre, si no eres un cobarde como los demás.
VISITA AL ALCALDE DE CHÁTILLON
Señor Vicente: No tengas miedo.
Alcalde: ¿Venís a verme a mí? ¿Quién sois?
Señor Vicente: Soy el cura de Châtillon, señor.
Alcalde: Tocada. ¡Pardiez!, me descuidé. No hay cura en Châtillon.
Señor Vicente: Sí, desde hace una hora.
Alcalde: ¿Y qué queréis?
Señor Vicente: Sois el Alcalde del pueblo de Châtillon. Vengo a ofreceros mis respetos y a rogaros que deis órdenes oportunas para enterrar a la madre de esta niña que acaba de morir.
Alcalde: Acepto vuestros respetos y os doy la bienvenida a Châtillon, pero me bato mañana y tengo mucho que hacer. En guardia.
Señor Vicente: El carpintero se niega a hacer el ataúd y esa mujer no puede quedarse sin sepultura. Os recuerdo que es vuestro deber.
Alcalde: ¡Mi deber! ¿Qué deber? ¿Quién os habéis creído que sois para darme lecciones? Pero, bueno… ¿Quién es esa criatura?
Señor Vicente: La hija de la mujer atacada por la peste y que estaba encerrada con ella.
Alcalde: Pero ¿es que os habéis vuelto loco? Marchaos de aquí con esa niña. ¡Fuera! O haré que os arrojen de mi casa los criados. ¿Queréis que nos apestemos todos?
EN LA CASA PARROQUIAL CON EL MUTILADO EN LA GUERRA
Mutilado: ¿Qué quieres?
Señor Vicente: Guarecerme, ¿no lo ves?
Mutilado: Estoy en mi casa, déjame solo.
Señor Vicente: Yo también estoy en mi casa.
Mutilado: ¿qué es lo que dices?
Señor Vicente: Te digo que estoy en mi casa. ¿No es ésta la parroquia? Soy el cura de Châtillon.
Mutilado: No hay cura en Châtillon, ni hay cura en ninguna parte, ni hay Dios. Déjame en paz.
Señor Vicente: Que hay Dios lo sabrás algún día y que hay cura puedes verlo ahora mismo, al menos en Châtillon. Y ése soy yo.
Mutilado: Cura o pirata, te digo que no me gusta que me ronden.
Señor Vicente: Eso no le gusta a nadie. ¿Está lista la sopa?
Mutilado: Lárgate, he dicho.
Señor Vicente: Pero, hombre, ¿no ves que se espesa demasiado? Espera, ¿tienes por ahí una cuchara?
Mutilado: ¿Qué quieres?, ¿que te degüelle? ¿Qué respondes?
Señor Vicente: ¿Me matarías por defender la sopa?
Mutilado: Sí, y no serías el primero.
Señor Vicente: La niña tiene hambre, no ha comido desde hace tres días. Guarda ese cuchillo y búscame una cuchara.
Mutilado: ¡Válgame Satanás!
Señor Vicente: Y no vuelvas a hablar así delante de mí. Dios te ha creado con amor, igual que a esta pequeña y, como tan desgraciados sois el uno como la otra, le vas a dejar comer la mitad de tu sopa. Anda, dale la cuchara. Así, gracias. Despacio, despacio, luego repetirás. Voy a hacerte reír, eres el primer cristiano que he encontrado en Châtillon. ¿Dónde perdiste la pierna? ¿En la guerra?
Mutilado: Fui soldado diez años con Sombier.
Señor Vicente: Entonces eres un valiente, nos llevaremos muy bien; ya verás. ¿Tienes valor, eh?
Mutilado: ¡Valor! Mira. Esto me lo hizo el alfanje de un árabe al que maté.
Señor Vicente: ¿No temes a la peste?
Mutilado: ¿La peste?
Señor Vicente: La pequeña es la hija de la apestada. Hay que hacer un ataúd para enterrar a la madre. Necesitaré que me ayudes.
Mutilado: No, eso nunca.
Señor Vicente: La muerte es siempre la muerte y la has desafiado mil veces.
Mutilado: De esta manera, no. Un arcabuzazo, bueno, pero la peste, no.
Señor Vicente: ¿Qué te lo impide?
Mutilado: El miedo.
Señor Vicente: De modo que estás presumiendo de valor porque has despreciado la vida mil veces en los campos de batalla y ahora temes a las enfermedades como una mujeruca.
Mutilado: Déjame a mí. Sé más que tú.
ENTIERRO DE LA MUJER APESTADA
Señor Vicente:
Como veis, estoy vivo todavía. Esa mujer no tenía la peste y vosotros la habéis dejado morir criminalmente. Si anoche yo no hubiera forzado la puerta de su casa, esta pequeña estaría ahora muerta como ella y quizás devorada por los perros. Cuando rogaba por la madre hace un instante, le pedía a Dios que os perdonara a vosotros. Rogad ahora por ella; yo creo que está rogando por vosotros. ¿Qué vais a hacer con este angelito que Dios os ha dejado? Esta niña necesita otro hogar, otra madre. ¿Quién la recogerá? No me dirijo a aquellos que tienen demasiado, me dirijo a la más pobre, a la que tenga lo justo para los suyos, sólo a ésa; que únicamente ésa se adelante y tome a su cargo a esta pequeña. El Señor le sonreirá. Él, que fue más pobre y estuvo más abandonado aún.
Madre: Con ésta serán cinco en casa.
Señor Vicente: Muy bien, te la entrego. Anda, hija. El domingo, en cuanto adecente la Iglesia, diré Misa de la mañana.
EL ALCALDE DE CHÁTILLON HERIDO EN UN DUELO
Alcalde: Hala, hala. Aprisa, imbéciles, ¿vais a necesitar ocho días para llevarme? Pero ¿dónde se habrá metido ese inútil de médico?
Hija: Padre, no desesperéis, tal vez le hayan llamado de otro pueblo.
Alcalde: Mi abuelo tenía un cirujano en casa y, cuando estaba enfermo, le atendía. Pero ahora todo el mundo anda por ahí como buitres en busca de dinero. En mis tiempos, sólo se pensaba en ser honrado y en servir lealmente a su Rey. ¿Qué hará ese matasanos?
Hija: Padre, no perdáis la calma. Va a venir.
Alcalde: Pobre hija mía, para tu padre ya no hay salvación. Primero tuvimos la peste y ahora la herida.
Hija: La mujer no murió de la peste. Si el cura hubiera venido antes, no hubiera muerto.
Alcalde: No quiero oír hablar de ese cura. ¡Que se vaya al diablo!
Hija: Pues va a venir a veros.
Alcalde: ¡Ah! ¿Con que era eso lo que tramabais? ¡Eh! Ya sabía yo que ocultabais algo. Pues no lo recibiré. En mi herida mando yo. Pedazo de asno, ¿quieres dejarme morir? ¿No ibas a traerme a ese cirujano?
Criado: Pero ¡Señor!
Alcalde: Me dejas desangrarme durante tres horas como un cerdo en la salchichería.
Criado: Ya he recorrido todo el pueblo.
Alcalde: ¡Silencio!
Criado: Pero ¡Señor Conde!
Alcalde: ¡Silencio! He dicho. Villanos, no me tenéis la menor consideración. ¿Qué venís vos a hacer aquí?
Señor Vicente: A curaros; no se encuentra el cirujano.
Alcalde: Largaos de mi casa inmediatamente. Mi espada, que me den mi espada.
Señor Vicente: Me parece que va a pasar mucho tiempo, antes de que volváis a usar vuestra espada.
Alcalde: Si creéis que esto se cura con latines, os equivocáis.
Señor Vicente: Señora, que me traigan una jofaina con agua y lienzos; y me hará falta también un escalpelo; en su defecto, una daga puntiaguda.
Alcalde: ¿No consideráis que me he desangrado ya bastante? Sois un cura pintoresco: sepulturero, cirujano, ¿dónde habéis aprendido tanto?
Señor Vicente: Fui apresado por los berberiscos, esclavizado dos años en Túnez en casa de un médico. Me hirieron en un combate naval y después de curarme, me tomó como ayudante suyo.
Alcalde: ¿Que os batisteis en un combate naval? ¿Con qué? ¿Con vuestro rosario?
Señor Vicente: Usé la espada de un marino muerto.
Alcalde: ¿Y el buen Dios ha dicho que uno puede matar a sus semejantes?
Señor Vicente: Él nunca dijo que nos dejáramos atrapar como conejos
Alcalde: Me agradáis. Si todos los curas fueran como vos, yo iría a misa.
San Vicente: El Domingo sería muy pronto, pero dentro de quince días yo mismo os invitaré.
Alcalde: Traednos de beber.
Señor Vicente: Sí, sí, acepto un poco de vino. Estoy muy fatigado. No he tomado nada desde ayer. Pero vos no beberéis.
Alcalde: ¿Que no beberé? Pardiez, nunca me han hablado en este tono… Nuestros deberes para con Dios estaban bien antes cuando los Señores tenían derechos. Pero ahora, nuestros villanos son unos holgazanes. Todos. Sólo piensan en escamotear los tributos.
Señor Vicente: Son tan miserables.
Alcalde: Yo también soy pobre. Un dedo, solamente un dedo.
Señor Vicente: No, gracias. Vos sois menos, menos pobre que ellos y les debéis todo.
Alcalde: Si os escuchasen, se rebelarían.
Señor Vicente: ¡Claro que se rebelarían! Esa pequeña que vos expulsasteis anoche, la hija de la muerta, ¿sabéis quién la ha recogido? ¿quién comparte con ella su pan?
Alcalde: No.
Señor Vicente: La mujer más pobre del pueblo con cinco hijos que alimentar. Entre tanto, los ricos de Châtillon están felices en sus casas. A vos os parece que el mundo está en orden como vuestro palacio. Y ella en su casucha se acaba de echar una nueva carga. Velará hasta más tarde sobre su rueca y madrugará un poquito más todas las mañanas. ¡Ella sí que es rica!
Alcalde: No son malos argumentos, pero, ¿qué queréis? Elmundo es como es.
Señor Vicente: Es como lo hacemos, señor.
EN LA CASA DE LA MUJER
Mujer: ¡Hacer eso una dama de su alcurnia! ¡Es la hija de una mendiga!
Dama: Mujer, tú ya has hecho bastante por los demás. Déjame a mí.
Mujer: Sí, Señora. Sí, sí. En todos los días de mi vida, nunca había visto una cosa igual. Toma, hijo, toma. Pero, ¿qué está ocurriendo ahora en Châtillon?
Señor Vicente: Buenos días a todos. La Providencia no descuida a ninguno de sus hijos. Aquí está el pan para los niños.
LA CASA DE LOS CONDES DE GONDI
Conde: ¿Me buscabais?
Criado: Señor Conde, la Sra. Condesa ruega al Sr. Conde que la disculpe ante el visitante. La Sra. Condesa no desea recibir a nadie.
Conde: Bien. Señor, estoy muy apenado por la indisposición que hoy aflige a la Sra. de Gondi, así pues, no podrá recibir vuestros respetos.
Visitante: Confío en que no será nada grave.
Conde: No, no. Sólo se trata de una gran contrariedad.
Condesa: No quiero abrumaros con el recuerdo de nuestro linaje, pero, los Gondì deberían tener autoridad sobre la administraclon del Reino de Francia para encontrar a un hombre que ha desaparecido.
Interlocutor: Si hubierais presentado una denuncia, Sra. Condesa, la búsqueda hubiera sido ciertamente más fácil.
Condesa: ¡Una denuncia!, nada menos que contra el Señor de Paúl, una denuncia contra mi confesor. El preceptor de mis hijos.
Interlocutor 2: ¿No dejó ningún indicio a su partida?
Condesa: Una nota excusándose con palabras tan firmes como ciertas. Nos dice que considera un deber renunciar a su ministerio junto a nosotros. Os voy a mostrar algo que he encontrado en su estancia: una serie de resoluciones que ha adoptado.
Interlocutor 3: ¡Es un hombre admirable!
Condesa: Sí, pero ¿a dónde ha ido este buen padre? ¿Dónde se encontrará en estos momentos?
LLEGADA A CHÂTILLON DE LA CONDESA DE GONDI
Señor Vicente: Atended esto un instante. Señora, me siento feliz de que el cielo haya querido este encuentro que me permite excusarme por todos mis errores.
Condesa: No es un encuentro y el cielo no lo ha querido, soy yo. He averiguado dónde estabais y vengo a buscaras. ¿Por qué me habéis dejado?
Señor Vicente: He sido nombrado cura de este pueblo, Señora, y me debo a estas almas.
Condesa: Y, ¿mi pobre alma? Sabéis, padre mío, cuánto necesita de vuestro consejo. ¿A quién podré confiar ahora mis penas?
Señor Vicente: Bueno, Dios proveerá.
Condesa: ¿A quién voy a encargar la dirección de mis hijos?
Señor Vicente: Señora, París no carece de religiosos eminentes. Ya encontraréis a otro confesor menos indigno. Y ahora, excusadme. Esos, esos pobres que nada tienen, esperan la sopa que les sirvo cada día. Y es que tienen hambre.
Condesa: ¡Señor de Paúl! ¡Padre mío! Tengo hambre como ellos. ¡Compadeceos de mí! Por una sola alma que salvar, el buen Pastor dejó a todas las demás.
Señor Vicente: No puedo salvar una sola alma. Y ellos, Señora, son más desventurados que vos.
Condesa: Sé que una sola mujer frívola, que se aburre, no es suficiente para vos. En mis tierras tengo 12.000 almas. Os las cedo.
Dama de la Caridad: Necesitaría que os quedarais para ayudarme a distribuir la sopa.
Otra: ¿Por qué? ¿Nos deja el Sr. de Paúl?
Dama: Eso creo.
CONTRATO DE FUNDACIÓN DE LA CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN
Notario: Felipe Manuel de Gondi, Conde de Joigny, Marqués de las Islas de Oro, Generalísimo de los mares de Levante y la ilustre Dama de Francia, Sra. Francisca Margarita de Silly, esposa del citado señor, su marido, queda autorizada por lo que antecede al compromiso de entregar al Sr. de Paúl, cura de la diócesis de Dax, licenciado en derecho canónico, la suma de 45.000 libras que, por el consejo de los mencionados señores, será destinada a rentas constituidas, cuyo provecho y rendimiento deberán servir de sostén, vestido, alimento y demás necesidades, a seis eclesiásticos ya designados que a expensas de su fondo común irán de pueblo en pueblo a predicar e instruir a los pobres de las aldeas.
Señor Vicente: Donde se encuentran abandonados, añadid.
Notario: Eltexto es el que se os ha leído, señor.
Señor Vicente: Sí, lo sé. He verificado las cifras. Ahora este dinero es de los pobres y debo rendirles cuentas.
Otro Notario: Se le cubre de oro y todo lo comprueba. Es un ser excepcional.
Condesa: Bien, espero que estéis satisfecho.
Señor Vicente: Señora, estaré satisfecho más adelante, cuando haya hecho algo efectivo.
Condesa: Ahora lo podéis todo.
Señor Vicente: La Providencia lo puede todo. Yo voy a tratar de hacer algo por si sirve.
Conde: Cenaréis con nosotros, señor. A la Sra. Duquesa de Chevreuse le agradaría escucharos. Le interesan mucho vuestros proyectos y nos hará el honor de venir.
Señor Vicente: Estoy tan poco habituado que…
Condesa: Nos habéis pedido que os ayudemos y ahora no podéis prescindir de nosotros. Hasta luego, cuento con vos.
EL SR. PORTAIL EN LA CASA DE LOS GONDI
Señor Vicente: ¿Esperáis a alguien?
Señor Portail: Sí, señor, espero al Sr. de Paúl. Soy el segundo vicario de Montmirail.
Señor Vicente: Pero no tienes el acento de Montmirail. ¿De dónde eres?
Señor Portail: De Landas
Señor Vicente: ¿De qué parte de Landas?
Señor Portail: Cerca de Dax.
Señor Vicente: Conocí un muchacho de las afueras de Dax, desgarbado y timido como tú, un muchacho que no demostraba grandes ansias de lanzarse al mundo. ¿Qué hacías allí?
Señor Portail: Mis padres son muy pobres; cuidaba los carneros.
Señor Vicente: Y éso, ¿te avergüenza? El chico de que te hablo cuidaba los cerdos. Escucha, jovencito, vuelve a Montmirail. No vas a hacerle reverencias a la Duquesa Le diré que has venido. Así que… vuelve con tus pobres. Con tu pobre, si no tienes más que uno. Ve a verle con amor y que nadie se interponga entre él y tú. Créeme, necesitas mucho de tu pobre. Tal vez bastante más que él de ti.
Criado: ¿Sr. de Paúl?
Señor Vicente: Sí.
Criado: La Sra Duquesa de Chevreuse acaba de llegar y os ruega que vayáis a saludarla.
Señor Vicente: Allá voy. Hasta luego, hijo. Volveremos a vernos. Voy a presentarme ante la Duquesa de Chevreuse, una de las más distinguidas de Francia. Quiere hablarme. Vuelve a tu pueblo y ojalá no perdamos el tiempo los dos.
RICHELEU Y EL SEÑOR VICENTE
Richelieu: Acercaos, Sr. de Paúl. Os he hecho venir por todo lo que he oído decir de vos. Os admiran las damas. La Sra. de Gondi os ha puesto de moda. Los personajes más ilustres de la corte sólo ven por vuestros ojos. Y esto es bueno para mí. Entre tanto no sueñan con hacerme asesinar. Pero he pensado que podríais serme más útil aún.
Señor Vicente: Temo que vuestra Eminencia exagera mis cualidades. No soy más que un pobre cura de aldea.
Richelieu: ¡Ah! Todo el mundo no puede crear. Y vos habéis creado muchas cosas hasta ahora. Rara virtud, a fe mía. Esas misiones que habéis organizado me han parecido colosales. Cuando se gobierna a los hombres, a veces se prescinde un poco de la caridad. ¡Qué torpes son los hombres! Después de tratarlos a diario, estas graciosas bestezuelas me sosiegan, pero son las más crueles del mundo. No hay día que no me hagan sangrar. ¿De qué hablábamos?
Señor Vicente: De la caridad.
Richelieu: Vuestra aliada. Tal vez también la abrazaría yo si los que maquinan contra Francia me dejaran tiempo. Dispongo de pocos minutos para recordarla, pero quizás pueda ayudaros… a vos que la practicáis. Lo que habéis ensayado modestamente, ¿queréis acometerlo en grande? Vos estáis con los Gondi. El Sr. de Gondi es el general de las galeras. He decidido crear un cargo para vos: Capellán real de las galeras de Francia.
Señor Vicente: ¡Eminencia!
Richelieu: Sr. de Paúl, tenéis una forma singular de recibir las buenas noticias. ¿Os desfiguráis?
Señor Vicente: Temo, Monseñor, que no puedo aceptar.
Richelieu: ¿Qué teméis? Sois un gran organizador, Sr. De Paúl. En todo acertáis. ¿No os consideráis digno de la mision que os encomiendo?
Señor Vicente: No, Eminencia. Con la ayuda del Altísimo pienso llevar a buen término toda obra con paciencia y con humildad.
Richelieu: Entonces, ¿de qué tenéis temor? Hablad.
Señor Vicente: No consideréis esto como un pretexto, Monseñor. Nací pobre, hijo de campesinos. Elegí el sacerdocio para ayudar a la salvación de otros más pobres que yo. Pero cuando los poderosos de este mundo han puesto sus ojos sobre mí, cuando me dan los medios de hacerlo en grande, como decís, entonces, creo que debo alejarme.
Richelieu: ¿Eso creéis?
Señor Vicente: Sí, Monseñor. Si decidiera ir a París y organizarme, enseguida me diríais que he hecho mucho. Ya he visto varios personajes, les he hablado insistentemente para solicitar que me den un poco de su dinero, destinado sólo para ayudar a los pobres. Pero no he mencionado el nombre de un solo pobre. No les conozco personalmente. No sé el nombre ni de uno siquiera. Y éso es lo que me inspira temor. No sé si correré el riesgo de equivocarme.
Richelieu: A cada uno le toca desempeñar su parte aquí abajo, tal como nos ha sido distribuída. ¿Qué creéis, señor, que yo archivo nombres? ¿Que dispongo de tiempo para aburrirme con los rostros de los hombres? Llamo. Un oficial desconocido a quien no miro, acude, y lleva una orden para una provincia, y un ejército de desconocidos, sin rostro, se pone en marcha a su destino; o bien en una prisión, al amanecer, se corta una cabeza desconocida. Sólo Francia y mi Rey Luis tienen nombre y rostro conocido. No os pido vuestro parecer, Sr. de Paúl, ni vuestras preferencias. Os nombro Capellán general de las galeras, porque su Majestad y Francia lo exigen así.
EN LA GALERA «LA REAL»
Una voz: Zarpamos muy bien, Capitán.
Capitán: La Levantine es una buena galera, pero con su General a bordo, La Real tiene que ganar hoy, señor, sin lugar a dudas. Sois formidables y estoy seguro que el Sr. de Paúl ruega por nosotros.
General: Tomadlo, Monseñor.
Señor Vicente: ¿Qué es ésto?
Capitán: Una ingeniosa invención; el pomo, como veis, se abre por arriba; está lleno de extractos de perfumes.
Señor Vicente: ¿De perfumes?
Capitán: Como veréis, es una precaución indispensable. Al cabo de media hora de remar, cuando el galeote se fatiga, la chusma apesta de modo insoportable.
Teniente: Querido Sr. de Paúl, sois un capellán de galeras; vuestros galeotes huelen tan mal que pronto usaréis el perfume como un pisaverde. Es cuestiónde tiempo…
Vocero: Cadencia veintiséis, viento largo, bajad.
Teniente: Se creería por su aspecto fatigado que van a debilitarse. Pero no es así. Una vez que alcanzan cierta tensión, vencen la fatiga y rinden mucho más.
Marinero: Reducen nuestra ventaja, señor.
Capitán: No conseguirán vencernos. Eso creo yo. No nos vencerán.
Vocero: Cadencia veintinueve, cadencia veintinueve. No no podrán.
Marinero: No, señor.
Capitán: Ahora veréis. ¡El látigo! ¡El látigo! Sr. Capellán general, he aquí algo que tal vez hiera vuestra caridad cristiana, pero el látigo es una necesidad en el esfuerzo final; es un estímulo que los mismos galeotes reclaman muchas veces.
Vocero: Cadencia treinta…
Capitán: Se les puede azotar hasta que revienten, pero no se podría impedir que gritaran.
Marinero: Ceden, señor, ceden.
Capitán: ¿No os lo dije? La Real va a triunfar. Es asombroso. Casi no tocamos el agua.
Teniente: Podría forzar la cadencia, pero es inútil. Además se pierden más hombres cada vez.
Capitán: Tienes buenos sentimientos.
Capitán: Hay que impedírselo.
General: Dejadle, ya que es su voluntad.
Capitán: Pero no puede continuar con el remo; es un esfuerzo terrible.
General: Continuará, si es la voluntad de Dios. Él es quien le da fuerzas.
TESTAMENTO DEL SEÑOR VICENTE
Cedo desde ahora y para siempre toda mi hacienda y mis bienes, es decir, 900 libras tornesas y 40 acres, herencia de mi padre, en nuestro pueblo, a mis hermanos y a mi hermana, para su primogénito y renuncio a mis cargos, en las abadías y prioratos de San Leonardo de Chaulmes y des Ecouis, así como al cargo del curato general de Clichy con sus beneficios y privilegios. No deseo conservar en este mundo el menor vestigio de poder ni de fortuna, a fin de poder servir por siempre a los pobres, hermanos y señores míos.
VICENTE DE PAÚL EN UNA PENSIÓN
Dueña: Son cuatro sueldos por semana, pagados por adelantado. Ya veréis, os sentiréis bien aquí, Sr. Cura. Ya se ha alojado otro sacerdote. Es el que dejó el crucifijo. Esto no es lujoso, pero la ropa de cama esta limpia y la casa es decente. ¿No os conviene? ¿Es demasiado caro? ¿Encontráis acaso que no es bastante bueno para vos?
Señor Vicente: No, Señora, al contrario, es demasiado bueno.
Una Vecina: ¿Qué queréis?
Señor Vicente: ¿Sabéis si en esta casa hay algo para alquilar?
Vecina: Tal vez la vecina de los altos. No tengo más leche; por eso llora.
Señor Vicente: Puedo prestaros un poco de pan que me sobra, aunque no es mucho… pero…
Nueva Dueña: Alquilo esta buhardilla, es poca cosa, pero se puede dormir. Tuve otro inquilino, pero nunca pagaba. Vos lo haréis por anticipado, tres cuartos a la semana. Estaréis como en vuestra casa durante una semana. Mi hija hará la limpieza.
Nueva Dueña: ¿Has oído? Está el huésped, llévale agua. Anda, llévasela y… sonríe…
La Hija: El agua, señor.
Señor Vicente: Gracias. ¿Qué quieres?
Pobre: ¿Ya no vive aquí Lambert?
Señor Vicente: No, estoy yo. Bueno, ¿qué es lo que querías?
Pobre: Él me dejaba pasar la noche en el suelo, cuando no sabía a dónde ir.
Señor Vicente: Quédate… quédate. ¿Dónde te acostabas?
Pobre: Él me prestaba una manta.
Señor Vicente: Ten… ¡Eh! Toses mucho. ¿Te has resfriado?
Pobre: ¿Resfriado? Hace un año que escupo sangre.
Señor Vicente: ¿No tienes más albergue que éste?
Pobre: No.
Señor Vicente: ¿De qué vives?
Pobre: No soy un mendigo. Soy obrero. Pinto abanicos. Pero como toso continuamente, la clientela no me quiere en ninguna parte. Doy asco a las señoras. No os preocupéis, es el de la primera planta. Además de no trabajar, aporrea a su mujer todas las noches.
Señor Vicente: ¿Qué se puede hacer?
Pobre: Dormir. Tratad de descansar. Los vecinos ya se han acostumbrado. Y sus hijos se escapan a dormir en el pasillo. Elhombre y la mujer acabarán por entenderse. Se emborrachan los dos. Siempre es igual. Eso hará que venga otro niño, otro niño que compartirá con ellos las alegrías de este mundo. Ahora falta el loco del tercero. Gime cada cuarto de hora. No falla, ya lo veréis.
Señor Vicente: Y ¿éso? ¿Qué ocurre ahora?
Pobre: Es el tejedor. Tiene diez chicos y a los padres con él. Le pagan por prenda terminada. De ahí que trabaje también por las noches. Eso no lo creen en las Iglesias. Allí se reza muy cómodamente y se ignora la vida de los pobres. Aquí se trabaja, se golpea, se insulta, se tose. Y también se muere. No hay que ablandarse, hay que hacerse el sordo como los vecinos. Eso de ablandarse es para los ricos. Los pobres tienen bastante con lo suyo. Hay que sobrevivir.
Señor Vicente: Perdón, Dios mío. No sabía nada. No sabía nada.
EL SEÑOR VICENTE BUSCA AL SEÑOR PORTAIL
1° Penitente: Yo le dije: es un pecado mortal; y ella me dijo: no, es un pecado venial, pero yo estoy segura de que era un pecado mortal.
2° Penitente: No os preocupéis. Si faltó ayer a la misa, el Sr. Abad lo notó. Y las flores para el altar de la Virgen estaban marchitas. Como no madruga, las recoge medio secas quiere honrar al Señor, era se le pegan las sábanas.
1° Penitente: También lo habéis notado. Yo le he dicho: señor Abad, las flores de María Luisa están marchitas. Dios reconocerá las suyas.
Señor Vicente: ¡Portail! ¡Portail!
Señor Portail: ¡Monsieur Vincent!
Señor Vicente: Venid.
Señor Portail: Pero…
Señor Vicente: Venid enseguida, os necesito.
Señor Portail: Pero. ¿Y mis penitentes?
Señor Vicente: Dejadlas.
Señor Portail: Está bien.
Señor Vicente: Portail, he aprendido algo terrible esta noche. Y es que antes de salvar sus almas, no tenemos más remedio que dar a esos desventurados una vida que les permita tener alma. Vamos.
DISTRIBUCIÓN DE LIMOSNAS EN EL HOSPICIO
Señor Vicente: Garminie, Garminie ¿Qué has hecho desde la última vez que viniste? ¿Has mendigado?
Sra. Labón: Antes estaba siempre con mis hijos, pero después que el varón se casó, mi nuera dijo: come demasiado… y no es cierto…, no como tanto.
Señor Vicente: Ya sé; ya me lo has contado. No tienes dientes, pero te sabes defender bien en la mesa. ¿Eh?
Sra. Labón: ¡Oh! ¡Con una buena sopa!
Señor Vicente: Bueno, tendrás una buena sopa esta noche y mañana también. Pero una buena sopa cuesta mucho y necesitamos gran cantidad todos los días. No somos todopoderosos. Pero vuelve mañana. No sé qué más podré hacer por ti.
Sra. Labón: ¡Por mí! No sé qué hacerme yo misma.
Señor Vicente: Bueno, quédate, pero nos arruinarás. ¡Ah! ¿Tú aquí? Otra historia.
Mendigo: La fatalidad.
Señor Vicente: Sí, pero tú cooperas con la fatalidad y también existe la Providencia, que da de comer a los pajaritos, pero ellos pasan el día buscando su pan. Eres fuerte… bien puedes manejar una pala.
Mendigo: ¡Si no encuentro trabajo!
Señor Vicente: Yo te lo encontraré. Vuelve mañana… que te buscaré un empleo. Y pide un pedazo de pan al Sr. Portail, eh, pero es el último que estafas a Dios Padre; es el pan de mañana que lo tendrás hoy.
Una Mendiga: Tiene hambre, no pido para mí.
Señor Vicente: Cuatro, ¡eh!. Bueno, puedes volver todos los días. Un momento, un momento.
Mendiga: Gracias.
Señor Portail: No tengo más pan, Monsieur Vincent.
Señor Vicente: Corta otro.
Señor Portail: Es que…
Señor Vicente: Ve a buscar más.
Señor Portail: Pero, ¡Señor!
Señor Vicente: Ah, sí, ya.
Monja: Sr. Cura, le envían estos pobres.
Señor Vicente: Y ¿quién los envía?
Mensajera: ElHospital nada puede hacer por ellos. La madre Superiora es muy justa. No están enfermos y no pueden ingresar.
Señor Vicente: ¿Es que no veis la enfermedad que padecen, hermana?
Mensajera: ¿Cuál?
Señor Vicente: La miseria.
Mensajera: La madre Superiora me ha dicho que si el Sr. de Paúl no los quiere, que los eche a la calle otra vez.
Señor Vicente: Bien, decidle que los recojo.
Señor Portail: ¿Qué les vamos a dar?
Señor Vicente: Pues sopa y pan.
Señor portail: Y ¿el pan?
Señor Vicente: Sólo sopa y una oración cuando tengan el estómago lleno.
Ayudante: Sr. Cura.
Señor Vicente: ¿Qué quieres tú?
Ayudante: ¿Dónde hay leña? No queda más y se va a apagar el fuego.
Señor Vicente: Pero, ¿qué haces con la leña? ¿Te la comes?
Ayudante: He puesto los troncos uno a uno como me habéis dicho, para economizar.
Señor Vicente: Es preciso aprovechar hasta la última brizna; tiene que alcanzar.
EL SEÑOR VICENTE VISITA AL ADMINISTRADOR GENERAL
DE LOS HOSPICIOS
Administrador: Adelante.
Criada: Sr. Administrador, Monsieur Vincent.
Administrador: Hacedle entrar.
Señor Vicente: Perdonadme por importunaros otra vez, pero…
Administrador: ¿Qué os falta ahora, Sr. Vicente?
Señor Vicente: No tenemos leña.
Administrador: ¡Es incomprensible! ¿Ponéis a cocer a vuestros pobres?
Señor Vicente: Ahorro leña, señor. No tengo más que un fuego.
Administrador: Sr. Vicente, nada más ingrato para mí que aconsejaros… aunque tenemos que aclarar las cosas. En primer lugar, ahorrad el fuego. Prodigáis mucho mis pocas existencias. Vuestra bondad, vuestra credulidad… por favor, escuchad los dictados de la razón o me vais a arruinar.
Señor Vicente: Están muy débiles, señor, y la mayoría, enfermos.
Administrador: Soy responsable ante la dirección general de los hospicios de una administración importante. Tengo asignadas cantidades fijas y no me es posible excederme. No puedo permitirme con vos la menor debilidad, imposible. No tengo más dinero para leña. Sr. Vicente, sois un hombre encantador, si tenéis frío, venid a calentaros a mi casa; sabéis que siempre me complace hablar con vos.
Señor Vicente: Os lo agradezco, señor. Dinero, ¡ah! Dinero, siempre dinero. Nada se consigue en el mundo sin dinero. ¡Señora! Vos aquí y tan pronto.
Dama: Jamás he tenido la costumbre de haceros esperar, señor.
Señor Vicente: Sí, es verdad, señora.
Dama: He aquí el dinero que me habéis pedido.
Señor Vicente: Gracias. Hay para mucho pan durante mucho tiempo. Hoy no habían comido todavía. De prisa, Portail, pan y leña, sí, y leña también.
Dama: ¿Nunca me permetiréis daros otra cosa que dinero, Sr. De Paúl?
Señor Vicente: Sois una dama de alta alcurnia, para aceptar otra cosa de vos. Debéis soportar el peso de vuestra fortuna y de vuestro nombre, como ellos soportan el peso de su miseria. Disculpadme, pero en vuestra hacienda tenéis muchos servidores y estas personas ganan un salario que yo no tengo ningún derecho a quitarles.
Dama: Vete, Vasco, ya no te necesito.
Señor Vicente: Pero, ¡señora!. No podéis hacer ésto todos los días.
Dama: Claro que podré, y otras también además de mí.
EL SEÑOR VICENTE SE REÚNE CON LAS DAMAS DE LA CARIDAD
Presidenta: En este día en que nos reunimos aquí por primera vez, os damos las gracias, Sr. de Paúl.
Señor Vicente: Soy yo quien os da las gracias, señoras. Sin vosotras nada podría. Habéis descendido sobre mis pobres como ángeles del cielo, ángeles portadores de golosinas, de caldos, de abrigo, de palabras de amor.
Una Dama: ¿Sabéis que tuve un miedo atroz la primera vez? Siempre les daba limosna cuando entraba en la Iglesia y cuando salía, pero nunca les había hablado.
Otra Dama: Ni yo, amigas mías. Creí que me iban a cubrir de insultos. Pero no ha sido así. Son muy cumplidos. Dicen amablemente gracias cuando se les da algo.
Otra Dama: Todos no. Son muchos los que no dan las gracias. Y miran fijamente y no dicen nada.
Señor Vicente: Los pobres son muy susceptibles, señora. A veces, se requiere una gran habilidad para ayudarles, sin herirles.
Presidenta: Enseñadnos eso también, que seremos buenas alumnas. Hoy vamos a plantear diversas cuestiones prácticas, Padre. Veamos ahora cuántas somos… nada más que doce, y hay muchos pobres. ¿Debemos admitir nuevas damas?
Una Dama: ¿Queréis saber mi opinión? Esta obra se ha puesto de moda y todas quieren hacer lo mismo. Quieren copiarnos. Pues bien, no. Debemos limitar nuestro grupo.
Presidenta: Eso conservará la obra. No admitiremos a nadie más. La Sra. de Guemene…
Una Dama: La Sra. de Guemene con su ostentación y sus lujos, si la admitimos no tendrá otra ambición que dar más que nosotras para humillarnos.
Señor Vicente: Tal vez, señora, eso sea una ventaja para los pobres.
Otra Dama: Pero, señor, no hay que pensar solamente en los pobres; hay que pensar también en nosotras… Me cuento entre sus amigas, pero la Sra. de Guemene es una mujer de lo más insoportable.
Otra Dama: Ayer, la esposa de mi proveedor de paño me abordó en el almacén y me dijo: ¡Señora! Sé que hacéis grandes obras de caridad… patatín… patatán…, y estoy dispuesta a abonar 10.000 escudos si mi admitís entre vosotras. Le contesté: Señora, a Dios gracias, hay todavía en Francia un mundo en el cual el dinero no es suficiente para abriros las puertas.
Presidenta: Padre, ¿En qué pensáis?
Señor Vicente: Pienso en los 10.000 escudos de esa dama… pero humildemente.
Una Dama: Quisiera preguntaros algo. No sé cómo vestirme cuando voy a visitar ¿Me pongo un vestido gris muy sencillo? O ¿qué me pongo?
Otra Dama: Yo tengo prestado uno de mi dama de compañía. Es divertido disfrazarse.
Otra: ¿Sabéis que he pensado? Podríamos diseñar una ropa especial como un uniforme.
Otra Dama: Sí, sí, va a ser muy divertido.
Otra Dama: Acabo de salir de la casa de mi proveedor y me ha mostrado un paño admirable, un gris que tiene reflejos azulados. Es precioso verlo de día.
Otra Dama: Y todas el mismo modelo. Y vestiremos el uniforme para nuestra reunión como la de hoy…
Todas: Muy bien, estupendo…
ENCUENTRO CON MARGARITA NASEAU
Primera Hija de la Caridad
Margarita: Por favor, Sr. Cura, ¿hay alguien que me ayude?
Señor Vicente: ¿A quién buscas?
Margarita: Al Sr. de Paúl.
Señor Vicente: ¿Para qué le quieres?
Margarita: Señor, soy de Suresnes. Sirvo aquí en una granja. He venido porque oí decir que en París hay grandes damas que visitan a los pobres y enfermos en los hospitales. ¿Es cierto?
Señor Vicente: Sí; sí y no.
Margarita: Entonces pienso que soy demasiado atrevida, pero quisiera decírselo al Sr. Vicente.
Señor Vicente: Decirle, ¿qué?
Margarita: Las grandes damas tienen siempre quien las sirva. No debe sentarles bien tener que hacer las faenas de los humildes. Yo soy vaquera y estoy habituada a soportar trabajos que ellas no podrían hacer. He pensado que para ayudarles soy la persona adecuada. No pido sueldo, solamente la comida. Podría hacer las sangrías, los lavados, curar las llagas, preparar los lechos de los infermos, vaciar los orinales; todo lo que ellas no soportan. Y de sirvienta a sirvienta, prefiero serlo de los pobres de Dios, que de mis amos. ¡Vaya que sí! ¿Puede ser esto orgullo?
Señor Vicente: No, hija mía. ¿Has venido andando? ¿Has comido hoy?
Margarita: No, salí antes del alba y me ha costado mucho encontrar ésto.
Señor Vicente: Ve a la cocina. Di que te envía el Sr. de Paúl y te darán de comer. Anda, luego te veré.
Margarita: Decidme si me aceptáis.
Señor Vicente: Sí, hija, sí, seguro. Gracias, Dios mío, por haberme enviado esta alma pura. Ahora comprendo por primera vez que, sólo con los pobres, salvaré a los pobres.
LUISA DE MARILLAC EN EL HOSPITAL DE SAN LÁZARO
Se llamaba Margarita Naseau, la vaquera de Suresnes. Fue la primera sierva de los pobres de la ciudad de París. Esa caridad que las damas de la corte rodearon de vanidades, ella la practicó sencilla, laboriosamente como una tarea de pobre. Pronto dejó de estar sola, vinieron Juana Angiboust, Magdalena Brillot… Fueron víctimas de sarcasmos; llegaron a golpearlas varias veces. Teníamos a todos en contra nuestra. No se quería admitir que las religiosas salieran de los conventos. Pero, para nuestras siervas, su claustro era la calle. ¡Pobres siervas!. Sí, siervas, tan generosas, tan abnegadas… y luego su celda, una habitación alquilada en soledad absoluta.
Pensé, pues, en reunirlas. Era preciso darles una casa donde se alojaran durante la noche al regreso de tan dura jornada. Y el cielo ha querido que se me concedan bienes materiales como este hospital de San Lázaro. Como veis, aquí haremos muchas cosas; éste será el hospital de inválidos, la enfermería, el comedor de los pobres, el ropero; en fin, habrá todas las dependencias necesarias, pero necesito una persona que acepte dirigir a mis siervas.
Luisa de Marillac: Y, ¿Por qué yo, padre mío?
Señor Vicente: Porque vos siempre estáis dispuesta al bien de los que os rodean. Es preciso que nos esforcemos. Debemos poner al servicio de esta empresa toda nuestra voluntad.
Luisa de Marillac: Me pedís un esfuerzo supremo. Sabéis que hago cuanto puedo. Pero este ¡genio horroroso! Temo a los pobres.
Señor Vicente: Sí, son terribles, ¿no es cierto? Todos reunidos, terribles como la justicia de Dios que proclaman implacablemente. Nos engañamos con nuestras ropas decentes y nuestros rostros atildados; pero esos harapos, ese horror, esas enfermedades, esa desnutrición tras de la que asoman miradas de lobos, son de hombres, jueces duros e injustos, pero a los que es preciso servir como a nuestros dueños y amarlos.
Luisa de Marillac: Soy miedosa, señor; soy débil, irresoluta, torpe; no tengo ninguna cualidad indispensable para ésto.
Señor Vicente: Sois mi primera seguidora, la primera que me ha comprendido, srta. de Marillac. Sois resuelta, valerosa, hábil. Os necesito.
Una Hermana: Padre mío, no podemos mas. No somos más que cuatro en la gran nave. Han traído otro enfermo y nadie quiere ceder su cama.
Señor Vicente: Esperad, venid, vereis hasta qué punto os necesitan.
Enfermo 1: agua, hermana, agua…
Enfermo 2: Yo vine primero, estoy enfermo.
Enfermo 3: Y yo… llevo muchos días esperando. Ay, ay…
Señor Vicente: Y, bien…
Hermana: No podemos acostarle, Padre, no hay cama.
Señor Vicente: A ver, vosotros, oídme, ¿quién puede ceder su sitio a otro más enfermo? Tú… Ya hay sitio. Haz que se lleven el cuerpo.
Un Enfermo: Y, ¿yo qué? ¿Y yo? Hace tres días que estoy esperando para ocupar un puesto; me pertenece, es mío. El viejo me lo prometió antes de morir. No quiero morir en el suelo como un perro.
Señor Vicente: ¿Están ahí?
Señor Portail: Sí.
Señor Vicente: Di que voy enseguida, ya voy. Hija mía, cuida de que el cambio se haga en orden.
Enfermo: No, no, llevo más tiempo que tú esperando. Me pertenece. Quita… quita, quita.
Hermana: Deteneos, deteneos, quietos .. se lo diré al Sr. de Paúl.
Otra Hermana: No podemos las dos; no somos suficientes, gritan. Nos escupen, nos insultan, habría que amarlos más.
Otra Hermana: Apartaos, apartaos, voy a llamar al Sr. de Paúl.
Enfermo: ¿No os dais cuenta cómo nos tratáis? ¿Qué queréis? ¿Que nos muramos todos aquí? Los pobres no somos perros.
Todos: No, no somos perros.
Señor Vicente: Veremos qué se puede hacer.
Emisario: ¿Os dejamos copia del acta de expulsión?
Señor Vicente: Tengo 1.200 enfermos en San Lázaro y la mayoría graves. ¿A dónde van a ir estos desventurados?
Emisario: Señor, yo solo extiendo actas. He venido únicamente a comunicarle esta orden de expulsión.
Hermana: Señor, señor, se han subordinado y riñen en torno a ese cadaver y profieren insultos contra vos.
Luisa de Marillac: No podré.
Señor Vicente:
Ve tú, Portail. Luego iré yo. Vamos, calmaos, hija mía. Estáis temblorosa; os acompañaré hasta el coche.
Luisa de Marillac: ¿Qué hacían esos hombres?
Señor Vicente: Yo encontré a San Lázaro demasiado pequeño y se les expulsa de San Lázaro. La Providencia lo quiere así sin duda.
Luisa de Marillac: ¿A dónde iréis con tantos miserables?
Señor Vicente: Tendré que buscar otro albergue inmediatamente. Ya estoy acostumbrado. Un nuevo albergue donde volverán a expulsarnos.
Son los que huyen de Lorena por el avance de los imperiales. Les han quemado las casas. Más de dos mil refugiados invadirán París.
Luisa de Marillac: iCuánta miseria! Y toda esa miseria…
Señor Vicente: Recaerá sobre nosotros.
Luisa de Marillac: Lo sé, lo sé. Os pido perdón por haber sido tan débil.
ENTREVISTA DEL CANCILLER SEGUIER CON EL SEÑOR VICENTE
Canciller: Sr. Vicente, habéis hecho algo admirable. La ayuda a los refugiados de las provincias invadidas y devastadas ha sido providencial. ¿De dónde hicisteis sacar tantas hogazas de pan y tantas ropas usadas? Bien quisiéramos conocer alguno de vuestros secretos para administrar los bienes.
Señor Vicente: Me los han donado, señor Canciller.
Canciller: Habéis tenido esa fortuna, pero a nosotros, los ministros, no nos dan nada y los impuestos no dan para todo. Elpueblo pide clemencia; se le respeta, pero, ¿de qué sirve? No tenemos un sueldo, los indigentes abundan. ¿Sabéis que se convierten en una amenaza pública en París? Se mendiga en todas partes y cuando nada se les da, entonces… amenazan.
Señor Vicente: Es que tienen hambre, señor.
Canciller: ¡Hambre Hambre! En el cargo que voy a ejercer, hay otra hambre además. Francia tiene hambre de seguridad, de calma. Os he hecho venir para daros una buena noticia. Sentiros satisfecho, vos que habéis consagrado vuestra vida. Dentro de dos días, no quedará un solo pobre en París.
Señor Vicente: ¿Cómo es eso, señor?
Canciller: Muy simple, amigo mío. Los arrestaré.
Señor Vicente: Pero, señor, la pobreza no es un crimen.
Canciller: Lo lamento, pero es el medio más seguro. Mi función consiste en prevenir. Tengo locales: la Compasión, el Asilo, la Sabonnerie, Bicêtre, Salpetriere… Los internaré allí. La dificultad está en alimentarlos. En fin, ya lo resolveré. La salubridad de París, ante todo. ¿Queréis haceros cargo del hospital que yo funde, Sr. de Paúl?
Señor Vicente: Los pobres son hombres, ¿qué vais a hacer de su libertad?
Canciller: ¿Qué libertad? ¿La de importunar a todo el mundo por la calle? ¿La de reventar de hambre? Les doy alimento, les doy abrigo. ¿Qué más quieren?
Señor Vicente: Pero la caridad, señor Canciller, consiste en ayudarles a mantener su condición de hombres.
Canciller: ¡La caridad! ¡La caridad! Es la que vos habéis inventado, señor. Antes no era más que una virtud, era perfecta. Se invitaba a las damas de linaje en sus parroquias, se la mencionaba en los sermones, provocaban una lagrimita, una moneda de la bolsa y todo el mundo estaba tranquilo. Vos habéis sido un visionario. Habéis removido cielo y tierra. Y tanto fastidiáis con vuestra caridad que la habéis echado en manos del gobierno. Tenemos bastante con las finanzas, los protestantes, la marina, los asuntos exteriores, el ejército, los cuales no marchan como debían. Sinceramente, ¿creéis que por añadidura tenemos necesidad de vuestra caridad? Antes de vuestra cruzada, también había pobres y no perturbaban el sueño de las personas decentes. Pero ahora están en todas partes. ¡Ah! Se creería que los fabricáis vos.
ASAMBLEA DE LAS DAMAS DE LA CARIDAD
Presidenta: Tenemos derecho a hacerle este reproche.
Condesa: ¿Tenemos derecho a unimos contra él?
Presidenta: No nos unimos contra él, Sra. Condesa, pero le daremos un consejo.
Condesa: Tal vez, si cada una de nosotras diera un poco más de su tiempo y de su esfuerzo y de su dinero…
Presidenta: Damos lo que podemos. Pero el oro del Perú no le bastaría. Empezó por los viejos. Es triste que los viejos carezcan de trabajo, pero luego vinieron los asilos, las arrepentidas, los presidiarios… Es demasiado. No podemos atender a tantos hospitales, es demasiada carga para nosotras. Y ahora esos miles de refugiados de Lorena.
Luisa de Marillac: Desde el avance de los imperiales se han desplazado hacia París y no sé qué va a pasar.
Presidenta: ¿Qué va a pasar? Es imprevisible, hermana. Y además, esos negros…
Condesa: ¿También ha pensado en los negros el Sr. de Paúl? ¿Cómo? Una vez me dijo que sufría por la salvación de esos pueblos bárbaros de nuestras colonias; que quería enviar misioneros.
Otra: ¿Entre los negros?
Presidenta: ¿Veis cómo es preciso contenerle? Si no, ¿dónde llegará?
LOS NIÑOS EXPÓSITOS
1º Empleado: ¡Qué noche tan fría!
2º Empleado: Sí, uf, parece que va a helar.
1º Empleado: Mira, mira lo que hay aquí.
2º Empleado: Un desventurado menos en este mundo.
Señor Vicente: ¿Qué haces, mujer?
1º Empleado: Si está muerto. Se ve que hay soldados en París, las chicas aprovechan las circunstancias. Hasta mañana.
2º Empleado: Hasta mañana.
Señor Vicente: Dime, ¿qué ibas a hacer?
Madre: Estoy sola, no tengo trabajo, no sé quién es el padre.
Señor Vicente: Es una criatura de Dios. Es tu hijo. Un día sera un hombre y él no’te abandonará. Déjame verle. ¡Que hermoso! ¡Es preciso tener valor!
Madre: No podré, no podré. Prefiero que muera lejos de mí.
Señor Vicente: Vuelve, te ordeno que vuelvas.
Mendigo: ¿Habéis encontrado uno? Ése ¿está todavía vivo? En verano duran algo más. El otro está muerto. Hace dos horas que la mujer lo dejó, cuando anochecía; gritó un poco, después se ha callado.
Señor Vicente: ¿No has podido hacer nada?
Mendigo: ¿Qué voy a hacer? No soy médico, o ¿quieres que me lleve yo a los niños? ¿Por qué no te los llevas tú? Tendrás tantos que podrás fundar un orfelinato… y bien grande.
Señor Vicente: Di, ¿abandonan a muchos niños?
Mendigo: Cuatro o cinco cada noche. Y casi todos mueren enseguida. Otros duran más. Hay gente que los ve al pasar y se compadecen, pero son pocos. La mayoría sigue su camino porque les espera su casa bien caliente.
Señor Vicente: Y ¿no hay nadie que los recoja?
Mendigo: Uno de cada cien. Los enterradores se llevan a los demás. Apenas alientan, al hoyo. Es la vida, la vida tal como Dios la ha hecho. Todo lo que no debe perdurar, se rompe.
Sra. Goussault, Presidenta: Monsieur Vincent, os hemos hecho nuestras objeciones con un profundo sentimiento caritativo, pero también con sentido común. Las mujeres, Monsieur Vincent, sabemos lo que es posible y éso no lo es. Con aparente debilidad Dios ha dado a cada una un pequeño reino que gobernar, pero les ha dado un sentido especial. Los hombres cometerían menos tonterías si nos escucharan.
Condesa: ¡Señora! ¡Por Dios!
Sra Goussault: La palabra ha traicionado mi pensamiento, perdonadme.
Señor Vicente: Acepto vuestra palabra, Sra Goussault. Me siento satisfecho de carecer a veces de un poco de sentido común. En realidad se cometen tantos pecados a causa del sentido común, como a causa de la locura; otros pecados, claro.
Sra Goussault: Esperamos ahora vuestra respuesta, Monsieur Vincent. ¿Qué significa éso, señor?
Señor Vicente: Mi respuesta… Pensáis que me comprometo demasiado y yo creo que no me comprometo bastante. Hoy he podido salvar a este niño, pero todas las noches mueren cuatro o cinco, inocentes como él, en el portal de cada Iglesia.
Sra Goussault: Tal vez, Dios querrá que mueran, Señor. Pero son los hijos del pecado.
Señor Vicente: Cuando Dios quiso que alguien muriera para redimir el pecado, fue a su Hijo a quien envió. Dios no ha querido que un solo inocente muera en nombre del pecado. Es la cobardía, la desidia, el vicio arraigado en los hombres quien lo acepta.
Sra. Goussault: Monsieur Vincent, yo respeto, pero no comparto vuestras opiniones; odio el pecado y odio el vicio; por grande que sea nuestra caridad, no me haréis que los ame. A los hijos del pecado y del vicio los odio.
Señor Vicente: Dios está escuchando, Sra Goussault.
Sra Goussault: Dios tampoco puede amarlos.
Señor Vicente: No os permito decirlo. Sé muy bien que Dios me pide que salve a este inocente por encima de todo. Saldré esta noche, saldré todas las noches y volveré a poneros niños sobre esta mesa. Aquí los veréis agitarse, pediros la vida y ya veremos si los dejáis morir.
Condesa: Monsieur Vincent, estamos abrumadas de trabajo. Ya os hemos dicho antes. Ya sé que no nos escucharéis porque somos ricas y ociosas, pero estas siervas que contribuyen con el trabajo de sus manos y que no cesan de la mañana a la noche, también quieren deciros que ya no pueden más.
Señor Vicente: Si Dios se lo pide, claro que podrán dar más.
Sra Goussault: Sr. Vicente, os hablamos con el idioma de la razón.
Señor Vicente: He sido yo el primero en usar ese idioma; os he dicho mil veces que era necesario apresurar la marcha de la Providencia; pero, al ver este niño, me ha asaltado el temor de estar terriblemente retrasado.
Condesa: Monsieur Vincent, hay una institución que se hace cargo de esos niños, la Cuna.
Señor Vicente: ¡Señora!
Condesa: Pagan a nodrizas para criarlos. ¿No lo sabíais?
Señor Vicente: No sé que se haya hecho nada para los niños abandonados. Sólo sé que si esta noche no hubiera hablado con la madre, este niño habría sido abandonado a la puerta de una Iglesia y ya estaría muerto.
Sra Goussault: Son muchos los que están contra nosotros, señor. Los canónigos de Nuestra Señora y los jueces de París atienden a esta obra. Si invadimos su esfera, provocaremos su odio.
Señor Vicente: ¿De veras? Cuando yo acuda ante mi único Juez, ¿creéis que voy a decirle: he presenciado esos crímenes y no he osado intervenir por no provocar conflictos con los canónigos del cabildo, ni con los jueces de París que son inflexibles?
Sra Goussault: Señor, haréis lo que queráis, pero ninguna mujer honesta querrá manchar sus manos con el contacto de estos niños miserables y volver a tocar a sus hijos esta noche.
Condesa: No pidáis más, Monsieur Vincent, no pidáis demasiado. Lo que queréis hacer va contra todos nuestros principios.
Señor Vicente: ¡Vos, también! Pero ¿no habrá una sola que…? Señorita de Marillac…
Luisa de Marillac: Tengo vergüenza, tengo vergüenza y también siento terror.
Señor Vicente: Magdalena…
Magdalena: Es feo el pecado, Monsieur Vincent, demasiado feo.
Señor Vicente: ¿También tú? Así jamás he de lograrlo. Ha sido locura creer que podía conmover vuestras almas, que abandonaríais vuestro inmundo aislamiento. Os lo suplico, atreveos a mirarme; concededme la limosna de una mirada y no me sentiré tan solo. No lo lograré jamás. No lo lograré jamás.
ENVIADO DEL PAPA VISITA SAN LÁZARO
Señor Portail: El Sr. Vicente se sentirá desolado por no haber podido acudir para recibir a vuestra Eminencia. Hoy preside el Consejo de Conciencia en Francia, de su Majestad. Ha sido ciertamente un honor y lo único que hubiera podido alejarle de aquí.
Enviado: Su Santidad, el Papa, siente la mayor admiración por la obra de vuestro Superior. Me ha dicho: Graziani, antes de abandonar Francia, irás a visitar San Lázaro para ver cómo es, puesto que yo no iré nunca.
Señor Portail: Son nuestros ancianos de la Fundación de los pequeños albergues. Se protege a aquellos que carecen de fuerzas para trabajar y para ganarse la vida. El Sr. Nacquart murió en Madagascar y hemos dado su nombre al salón de nuestras misiones extranjeras.
Enviado: ¿Quién era Margarita Naseau? Nunca había oído su nombre.
Señor Portail: La primera Hija de la Caridad. Murió mientras cuidaba una víctima de la peste.
Enviado: Y Luisa de Marillac fue la primera Superiora de las Hijas de la Caridad, si no me equivoco.
Señor Portail: Sí, Monseñor, sí. Carecemos de espacio; hemos tenido que admitir aquí algunos de los niños expósitos.
Enviado: Creo que habréis tenido que vencer muchos obstáculos y que esto os habrá traído grandes quebrantos.
Señor Portail: Sí, muchos, Monseñor. Pero con el tiempo y la voluntad de Monsieur Vincent, lo hemos vencido todo, todo.
Enviado: Existen ahora instituciones semejantes en Italia y en la mayoría de los países de Europa. ¿Qué dirán las generaciones futuras cuando sepan que un hombre, un hombre solo, ha logrado contra todos ésto que ahora nos parece tan natural y tan justo?
Señor Portail: ¡Oh! Monseñor. Monsieur Vincent no tardará en llegar.
Enviado: Gracias. No os preocupéis, yo esperaré.
Señor Portail: Ese es el Rev. Padre Felipe Manuel de Gondi. A la muerte de la Sra condesa, entró en la Orden; nuestra pequeña Congregación le debe mucho.
LA REINA DE FRANCIA Y EL SEÑOR VICENTE
Reina: Y bien, Sr. de Paúl, ¿estáis mejor?
Señor Vicente: Vuestra Majestad es demasiado bondadosa. Os suplico que me perdonéis este malestar.
Reina: Sentaos. Reposad un poco más todavía. Dejadnos ahora. Hacéis demasiado, Sr. de Paúl… y ya estamos viejos los dos.
Señor Vicente: Se envejece cuando se quiere, Majestad; cuando se dispone de tiempo para ello.
Reina: Es preciso intentarlo, aunque baste el haber logrado el fin propuesto.
Señor Vicente: He hecho tan poco…
Reina: A veces me pregunto, Sr. de Paúl, si no os domina cierta coquetería, cuando habláis de vos.
Señor Vicente: Sí, Majestad. Sé que estoy repleto de innumerables defectos por los cuales pido perdón a Dios todos los días, pero la coquetería… en fin, lo pensaré, puesto que vuestra Majestad lo dice.
Reina: Sabéis que habéis hecho mucho y que son pocos los que en el día del juicio final podrán presentar un resumen de sus días tan bien cumplidos como los vuestros.
Señor Vicente: No, he dormido, he dormido terriblemente, Señora, y ha sido preciso envejecer para saber que se puede limitar el sueño a cuatro horas diarias. Con frecuencia he sido cobarde. También he cedido, he cerrado los ojos para no ver la miseria.
Reina: ¿Y nosotros, Sr. de Paúl? ¿Los que no hemos pensado más que en nuestro placer, en nuestra ambición de poder y que de verdad hemos cerrado los ojos a la miseria? Lo he ambicionado todo, Sr. de Paúl, y lo tuve: el oro, el poder y el amor; todo cuanto una vez soñó la pequeña Infanta en su palacio. El más bello reino del mundo, los más bellos diamantes, todo lo poseyó. Pero entre aquella infantita ávida y esta vieja reina cargada de gloria y de joyas que sueña en este momento junto a vos, me parece que no ha habido más que una gran ilusión insatisfecha; nada he logrado. Respondedme, vos que no habéis pensado más que en dar, vos que habéis renunciado siempre a la felicidad, vos que habéis edificado algo más que vanos palacios, que una vanagloria, ¿sentís como yo en el umbral de la muerte ese abismo infinito de inquietud y misterio?
Señor Vicente: Sí, Majestad. Porque nada he hecho.
Reina: ¿Qué es preciso, entonces, para hacer algún bien durante una vida?
Señor Vicente: Aspirar a más, somos terriblemente negligentes. Y ahora me esperan mis pobres en San Lázaro. Vuestra Majestad, ¿me permite que vaya a reunirme con ellos?
Reina: Id, Monsieur Vincent, y decidles que la reina de Francia les pide perdón por haberles robado un momento de vuestro tiempo.
Señor Vicente: ¡Detente, detente!
Cochero: ¿Qué ocurre, señor? ¿Está enfermo?
Señor Vicente: No, el hambre, siempre el hambre. Vamos, ayúdame.
Cochero: Dejadme a mí, señor. Puedo hacerlo yo solo.
Señor Vicente: Yo también puedo, siempre se puede.
Cochero: ¿Lo veis, señor? Os lo había dicho.
Señor Vicente: No es nada. Vámonos, vámonos.
EN SAN LÁZARO
Señor Portail: No os cuidáis, señor. No os cuidáis. No podéis más.
Señor Vicente: Acostad a ese desventurado.
Señor Portail: A vos es a quien debería acostar.
Señor Vicente: Todavía no he rendido mi jornada.
Señor Portail: ¡Señor! ¡Señor!
Señor Vicente: No me encuentro bien. No recibiré a nadie.
Señor Portail: Monseñor Graziani, el enviado de su Santidad, está ahí y os espera.
Señor Vicente: Es un honor inmenso que Su Santidad se digna hacerme. Híncate de rodillas ante su Eminencia y pídele perdón de mi parte, porque esta noche tal vez tenga que atender otra visita más importante aún. Dile que no podré. Anda, ve y déjame solo.
Señor Portail: Pero, ¡señor!, voy a llamar a un médico.
Señor Vicente: No, no veré a nadie; ¡ah! Sí, sí veré a alguien todavía. Aguarda. La joven novicia que irá a visitar a los pobres por primera vez, envíamela.
Señor Portail: Pero, señor, una simple novicia ¿qué puede deciros?
Señor Vicente: Allá donde voy ahora, Portail, se sabe muy bien qué es importante y qué no lo es. Anda, que venga, y da las gracias a todas.
¡Oh! ¡Dios mío! ¿Querrás por fin que yo te encuentre? ¿Querrás de una vez llamarme a descansar? Tengo derecho a ese descanso; he hecho tan poco. Estoy cansado, es cierto.
Señor Vicente: pasa.
Hermana Juana: Soy Juana, señor.
Señor Vicente: Acércate, Juana, escucha, hija. Sé que eres valerosa y buena. Hoy, ¿Vas a estar entre los pobres por primera vez?
Hermana Juana: Sí, Padre.
Señor Vicente: No siempre he tenido ocasión de hablar con las siervas que iban a los pobres por primera vez. Nunca se hace todo lo que se debería; pero a tí, la más pequeña y la última, tengo que hablarte. Es muy importante. Recuérdalo, recuérdalo bien siempre.
Hermana Juana: Sí, Padre.
Señor Vicente: Pronto verás que la caridad pesa mucho, más que el caldero de la sopa y el cesto de pan, pero conserva tu dulzura y tu sonrisa. No todo consiste en dar el caldo y el pan; éso pueden hacerlo los ricos. Tú eres la pobre sierva de los pobres, la sierva de la caridad siempre sonriente y de buen humor. Ellos son tus amos, amos terriblemente susceptibles y exigentes, así que cuanto más feos y sucios sean, cuanto más injustos y groseros te parezcan, tanto más amor deberás darles. Únicamente por tu amor, sólo por tu amor, te perdonarán los pobres el pan que les des.