Guillaume Desdames († 1692) y Nicolas Duperroy (1625-1674)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Misioneros PaúlesLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Desconocido · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1898 · Fuente: Notices III.
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Unimos los nombres de estos dos Misioneros de Polonia, a los que san Vicente ha querido alabar juntos en varias ocasiones. El Sr. Desdames era natural de Rouen; había entrado en la Congregación a la edad de veintitrés años, en 1645, y había sido recibido por san Vicente, que le mandó ordenar de sacerdote el día de Pentecostés de 1648. No sabemos en qué casa estuvo empleado hasta 1615, época en la que fue dado al Sr. Lambert como compañero de su lejana misión de Polonia. Se repartieron los peligros de la peste y las obras de caridad que esta plaga reclamaba; con él cuidó de los enfermos y enterró a los muertos, en el momento en que las calles estaban llenas de cadáveres, los perros y hasta los lobos venían a buscar su pasto. Fue en medio de esta desolación cuando los Srs. Lambert y Desdames pusieron en práctica las lecciones de san Vicente y fundaron sobre bases sólidas laCongregación en Polonia.

Cuando la peste hubo cesado en Varsovia, el Sr Desdames fue enviado a Sokolka, cerca de Grozno en Lituania, donde tuvo el dolor, en 1653, de cerrar los ojos al Sr Lambert. Volvió a Varsovia en 1654, cuando el Sr. Ozenne había renunciado al beneficio de Sokolka, y encontró allí nuevas ocasiones de ejercitar la más heroica caridad. Se entregó primeramente a socorrer lo mejor que pudo al Sr.Ozenne en los cuidados que requería la parroquia de la Santa Cruz, que acababa de ser confiada a la Congregación;  conociendo lo suficiente el polaco, pudo ir a inaugurar las misiones en el campo, el mes de octubre de 1654; y de vuelta a casa, continuando su ministerio parroquial, se ocupaba en traducir al polaco sermones de misión para ir luego a predicar en los campos. San Vicente se regocijaba por su celo y sus primeros éxitos y tuvo bien pronto ocasión de admirar más aún su paciencia en los sufrimientos. Habiendo estallado a guerra de los suecos contra Polonia en 1655, el Sr. Desdames se encerró con el Sr. Duperroy en la ciudad de Varsovia, y allí hubo de sufrir los horrores de dos o tres asedios.

* * *

El Sr. Duperroy había nacido el 16 de enero de 1625 en el pueblo de Maulevrier, cerca de Caudebec, en la diócesis de Rouen. Fue recibido en el seminario de San Lázaro por san Vicente, el 13 de septiembre de 1651. Como demostró desde un principio mucho fervor y celo,  el santo Fundador creyó poder contar bastante con él para enviarle a Polonia con Ozenne aunque todavía fuera clérigo y no hubiera hecho los votos. El año siguiente san Vicente recomendaba al Sr Ozenne que le ordenara de sacerdote, tanta confianza tenía en sus buenas disposiciones; y es en esta ocasión cuando escribía las palabras ya citadas: «Un buen operario vale por diez». El Sr. Duperroy no desmintió la profecía de su bienaventurado Padre. Cuando estalló la guerra de los suecos, compartió en Varsovia todos los sufrimientos del Sr.Desdames. La segunda vez que los suecos entraron en esta ciudad, se lanzaron principalmente contra las iglesias. Cuando llegaron a Santa Cruz, el Sra. Santa Cruz, el Sr. Duperroy quiso dialogar con ellos, pero cayeron sobre él y le golpearon de tal manera que le dejaron por muerto. Se dice incluso que no habría vuelto en sí, a no ser por las mujeres del barrio que acudieron en gran número para prestarle sus auxilios.

San Vicente llamó al Sr, Desdames y al Sr Duperroy las «dos piedras fundamentales» de la obra de la Misión en Polonia, después de la muerte de del Sr. Lambert y del Sr. Ozonne. Y es hablando de ellos, si bien vivos aún,  cuando el hombre de Dios pronunció, en la conferencia del 24 de agosto de 1657, este elogio que recuerda las homilías de san Atanasio o de san Gregorio Magno sobre los siervos de Dios, sus contemporáneos; elogios en los que el aspecto biográfico se omitía por lo común, pero en el que el fuego sagrado  que dictaba sus palabras suscitaba nuevos confesores y nuevos mártires.

Éstas son las palabras de san Vicente:

«Recomiendo a las oraciones de la asamblea a nuestros dos cohermanos, los Srs. Desdames y Duperroy, que trabajan en Varsovia Uno de ellos (el Sr.Duperroy) tiene un mal molesto reliquia de una peste mal curada: acabo de saber que le han cauterizado una costilla cariada, y su paciencia es tal que no se queja nunca. Lo sufre todo con una gran paz y tranquilidad de espíritu. Otro se afligiría al verse  enfermo a trescientas o cuatrocientas leguas de su país; él diría: «¿Por qué me han mandado tan lejos, que no me sacan de aquí? Qué, ¿es que me quieren abandonar? Nos demás están en Francia, bien cómodos, y a mí me dejan morir en un país extranjero». Esto es lo que diría un hombre de carne, apegado a sus sentimientos naturales, y que no entraría en los de Nuestro Señor sufriente, cifrando su felicidad en los sufrimientos. Oh, que lección más hermosa nos da  este siervo suyo para amar todos los estados en los que la divina Providencia nos quiera colocar!

En cuanto al otro, ved el tiempo que lleva trabajando con una paz de espíritu y una seguridad maravillosa sin cansarse de la duración de los trabajos, ni rechazar las incomodidades, ni sorprenderse de los peligros. Ellos son indiferentes a la muerte y a la vida, y humildemente resignados  a lo que Dios ordene. No me expresan ningún signo de impaciencia ni de murmuración; al contrario, parecen dispuestos a sufrir todavía más.

Y nosotros, ¿hemos llegado ahí, Señores y hermanos míos, estamos preparados a pasar las penas que Dios nos envíe y a ahogar los movimientos de la naturaleza para no vivir más que de la vida de Jesucristo, estamos dispuestos a ir a Polonia, a Berbería, a las Indias, a sacrificarle nuestras satisfacciones  y nuestras vidas? Si así es, bendigamos a Dios; pero si, por el contrario, los hay que temen dejar sus comodidades, que sean tan blandos como para quejarse de la menor cosa que les falte, y tan delicados como para querer cambiar de casa y de empleo porque el aire no es bueno, la alimentación es pobre, y no tienen suficiente libertad para ir y venir; en una palabra, Señores, si algunos de nosotros  son todavía esclavos de la naturaleza, entregados a los placeres de sus sentidos, como lo es este miserable pecador que os habla que, a la edad de setenta años, es todavía completamente profano, que se creen indignos de la condición apostólica a la que los ha llamado Dios, y que se llenan de confusión al ver a sus hermanos que la ejercen tan dignamente, y que estén tan alejados de su espíritu y de su valor.

Pero ¿cuáles han sido sus padecimientos en aquel país, el hambre? Allí la hay. ¿La peste? la han tenido los dos, y uno por dos veces. ¿La guerra? están en medio de los ejércitos y han pasado por las manos de los soldados enemigos. Por último Dios los ha probado con todas las plagas y nosotros nos quedaremos aquí como caseros sin corazón y sin celo. Veremos a los demás exponerse a los peligros por el servicio de Dios, y nosotros seremos tan tímidos como gallinas. Oh miseria, oh cobardía! Mirad a veinte mil soldados que van a la guerra para sufrir toda clase de males, donde uno perderá un brazo, el otro una pierna, y muchos la vida por un poco de viento y por y por esperanzas muy inciertas, y no obstante no tienen ningún miedo, ni dejan de correr cono tras un tesoro. Pero, para ganar el cielo, Señores, no hay casi nadie que se mueva; y con frecuencia los que se han propuesto conquistarle llevan una vida tan floja y tan sensual, que es indigna, no sólo de un sacerdote y de un cristiano, sino de un hombre razonable; y si hubiera entre nosotros personas así, no serían más que cadáveres de Misioneros. Por eso, Dios mío, que seáis bendito por siempre y glorificado por las gracias que dais a los que se abandonan a vos, sed vos mismo vuestra alabanza por haber concedido a esta pequeña Compañía estos dos hombres como gracias.

Démonos a Dios, Señores, para ir por toda la tierra a llevar su santo Evangelio; y a cualquier parte que nos lleve, guardemos nuestro puesto y nuestras prácticas hasta que sea de su agrado retirarnos. Que las dificultades no nos arredren: se trata de la gloria del Padre eterno, y de la eficacia de la palabra de la Pasión de su Hijo. La salvación de los pueblos y la nuestra propia es un bien tan grande, que merece que se consiga a cualquier precio; y nada tiene que ver que nos llegue la muerte antes, mientras  sea con las armas en la mano seremos más felices, y la Compañía no será por ello más pobre, porque sanguis martyrum semen est christianorum. Por un Misionero que haya dado su vida por caridad, la bondad de Dios suscitará varios que hagan el bien  que haya dejado por hacer. Que todos pues están resueltos a combatir el mundo y sus máximas, a mortificar la carne y sus pasiones. A someterse a las órdenes de Dios, y a consumirse en los ejercicios de nuestro estado y en el cumplimiento de su voluntad, en cualquier parte del mundo que él quiera. Hagamos ahora todos juntos esta resolución, pero hagámosla en el Espíritu de Nuestro Señor, con una perfecta confianza en que él nos asistirá en las necesidades. ¿No lo queréis, mis hermanos del seminario, no lo queréis, mis hermanos estudiantes? No se lo pregunto a los sacerdotes, pues sin duda ellos están todos dispuestos. Sí, Dios mío, queremos responder todos a los designios que tenéis sobre nosotros. Es lo que nos proponemos todos en general, y cada uno en particular, mediante vuestra santa gracia: ya no tendremos apego ni a vivir, ni por la salud, ni por nuestras comodidades y diversiones, ni por un lugar, ni por otro, ni por nada del mundo que pueda impediros, Dios mío, hacernos esta misericordia, la que nos pedimos unos por otros. No sé, Señores, cómo os he dicho todo esto, yo no había pensado en ello; pero me he sentido tan impresionado por lo que se ha dicho y, por otra parte tan consolado por las gracias que Dios ha dado a nuestros sacerdotes de Polonia que me he dejado llevar a haceros partícipes de los sentimientos de mi corazón«.

Los dos intrépidos Misioneros murieron en su lejana misión de Polonia, el Sr. Nicolas Duperroy, en Varsovia, en 1674; el Sr. Guillaume Desdames, en Cracovia, el 1º de junio de 1692.

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