Guía Práctica del Superior Local C.M.

Francisco Javier Fernández ChentoCongregación de la MisiónLeave a Comment

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Autor: José Ignacio Fernández Hermoso de Mendoza, C.M. .
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COMENTARIOS AL CAPÍTULO 1: FUNDAMENTOS PARA UNA BUENA PRÁCTICA: VERTIENTES ANTROPOLÓGICA, BÍBLICA Y VICENCIANA

VERTIENTE ANTROPOLÓGICA

Todas las agrupaciones humanas, asociadas para conseguir un fin, tienen necesidad de una persona revestida de autoridad. La experiencia humana corrobora la anterior afirmación. Los seres humanos reunidos requieren algún mecanismo en orden a tomar decisiones que sean compartidas y obliguen a todos. Las personas que poseen ese poder de decisión son reconocidas como personas revestidas de autoridad. Se trata de un dato antropológico constante y universal, compartido por todos los pueblos y culturas. Ciertamente, es notoria la variedad en cuanto al modo de depositar la autoridad en manos de determinada persona. También lo es la ineludible necesidad de una persona revestida de autoridad para bien de toda la agrupación y, más en particular, para orientar las energías de todos hacia la consecución de un fin y mantener la cohesión del grupo en camino hacia una meta determinada. Es éste un hecho antropológico inscrito en los comportamientos de los seres humanos. La Guía práctica (desde ahora: G. P. ) del superior local no alude directamente a la vertiente antropológica de la autoridad dentro de las agrupaciones humanas. La supone.

VERTIENTE BÍBLICA DE LA AUTORIDAD

Al comienzo del capítulo primero de la G. P. leemos este título: El papel de la autoridad en el Nuevo Testamento, seguido por un subtítulo: La autoridad como responsabilidad confiada por Dios. La palabra de Dios no abroga el dato antropológico al que nos hemos referido, sino que lo confirma. Enseña incluso que la autoridad es algo querido por Dios y que de él procede. Leemos en la Carta a los Romanos: «No hay autoridad que no venga de Dio…. por tanto, quien se opone a la autoridad, se opone al orden establecido por Dios» (Rm 13,1-2).

Se trata de una afirmación clara y determinante acerca del origen de la autoridad en la vida de los humanos. La tradición cristiana y la doctrina de la Iglesia han aceptado con todas las consecuencias la enseñanza de San Pablo. La autoridad dentro incluso de la Iglesia es una responsabilidad que procede de Dios. Nadie, dirá la G. P., puede arrogársela a sí mismo. La persona revestida de autoridad no es más que un simple «servidor de Dios para el bien común» en orden a que en definitiva se cumpla la voluntad de Dios.

Por supuesto, San Pablo piensa en una humanidad marcada por el pecado que ha afectado a todos, a las personas constituidas en autoridad y a los súbditos. De ahí que, aceptado el principio según el cual la autoridad viene de Dios y, por lo tanto se haya de dar por buena, hayamos de permanecer en guardia, dado que lo mismo la persona que ejerce la autoridad que el súbdito pueden, como de hecho sucede a veces, usar mal ya sea de la autoridad ya sea de la correspondiente respuesta, es decir, de la obediencia.

Se usa mal de la autoridad recibida de Dios cuando lo que se pretende no es el bien común, sino el bien propio y lo que es peor el mal del prójimo. Enseña la historia que en ocasiones los humanos hemos hecho mal uso de la autoridad, lo mismo dentro de la Iglesia que en las instituciones políticas y sociales. Algo parecido podríamos afirmar acerca del uso de la autoridad en las instituciones vicencianas. San Vicente alude al uso deficiente de la autoridad, llegando a decir en una ocasión que «todos los desórdenes vienen principalmente del superior» (XI, 239). Por eso mismo, consciente de las deficiencias en el uso de la autoridad, el santo fundador decidió establecer controles y consejos a fin de ayudar y hasta cierto punto moderar a los superiores en su gestión: «si los superiores fueran impecables…. no sería necesario darles consejos. Pero como están inclinados a pecar y a cometer faltas, no es justo que no tengan un admonitor y personas a las que pedir consejo» (II, 528).

LA AUTORIDAD QUE JESÚS RECIBE DE SU PADRE

Jesucristo, como queda dicho, no abroga el dato antropológico según el cual es necesaria la autoridad. Él personalmente hace uso de la autoridad. Enseña y actúa con decisión. Se declara señor del sábado y manda al viento y al mar. Afirma con particular insistencia que su autoridad la ha recibido del Padre: «Me ha sido dado pleno poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Recibida del Padre una misión redentora, su máximo interés se concentra en dar de por vida una respuesta coherente a fin de contentar al Padre.

También es cierto que Jesucristo nos previene contra los excesos y el mal uso de la autoridad. Con su ejemplo y enseñanzas introduce en el mundo nuevos valores que enriquecen el concepto y el uso de la autoridad y la resguardan de ciertos peligros. Séanos permitido transcribir algunos pasajes evangélicos significativos a este respecto: «Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que los magnates las oprimen con su poder. El que quiera ser importante entre vosotros sea vuestro servidor y el que quiera ser el primero entre vosotros, sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos» (Mt 20, 25­28). En el pasaje citado Jesús alude a los jefes y a los gobiernos tiránicos, a los magnates y a los opresores. A cambio de esa realidad vigente Jesús propone otra alternativa, la que pasa por el servicio, por hacerse esclavo en bien de los demás, apela al ejemplo supremo del Hijo de Dios que vino para servir y dar vida.

Nos dirá en otra ocasión: «Uno solo es vuestro Padre y maestro, y todos vosotros sois hermanos» (Mt 23, 8). La paternidad divina común y la fraternidad fundamental entre todos piden y exigen a quien hace uso de la autoridad que evite cuanto redunde en menoscabo de la dignidad de los demás, teniendo presente que los de arriba y los de abajo son hijos de un mismo Padre y, por lo tanto, hermanos.

En otra ocasión Jesús a través de un acto rico en simbolismo, como es el lavatorio de los pies de sus discípulos prosigue sus enseñanzas sobre el uso de la autoridad: Durante la cena «se levanta de la mesa, se quita sus vestidos, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un librillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido…. Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el `Maestro’ y `el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros (Jn 13,2,15).

En consecuencia, el número diez de la G. P. se sustenta sobre dos principios orientadores. Jesucristo, dada su condición de Hijo de Dios encarnado, hizo uso de la autoridad recibida del Padre. Al mismo tiempo consideró como algo normal el ejercicio de la autoridad entre los humanos, pero con una condición: quien gobierna ha de ser para servir y no para ser servido, es decir, para bien de la comunidad y no para bien propio.

LA AUTORIDAD QUE JESÚS COMPARTE CON SUS DISCÍPULOS: MISIÓN Y SERVICIO

Jesús en diversas circunstancias fue entregando a sus discípulos la autoridad que él había recibido del Padre. Son numerosos y significativos los pasajes neotestamentarios que corroboran la anterior afirmación: «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha» (Le 10, 16), «les dio autoridad y poder sobre los demonios para curar enfermedades y los envió a proclamar el reino de Dios y a curar» (Le 9, 1-2). Jesús tras la institución de la eucaristía se dirige a los Apóstoles con estas palabras: «haced esto en recuerdo mío» (Le 22, 19). Y, una vez resucitado, les entrega una misión peculiar: «me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os mando» (Mt 28, 18-20), «como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 21-23). Mención aparte merece la autoridad de Jesús puesta en manos del Apóstol Pedro: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia… a ti te daré las llaves del Reino de los Cielos y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 1-19. En otra ocasión le encomienda una misión particular: «apacienta mis ovejas» (Jn 21, 17).

De los pasajes evangélicos antes mencionados, se deduce que Jesús deposita en manos de los Apóstoles una autoridad en orden al anuncio y proclamación del evangelio, a invitar al discipulado y seguimiento de Jesús, a liberar a las personas del mal físico, a bendecir el pan eucarístico, a bautizar y perdonar, a aliviar las conciencias afectadas por el pecado, al pastoreo discreto de la comunidad, a fin en definitiva de que todos alcancen la salvación ( Me 16, 16). Con otras palabras, Jesús entrega a los apóstoles una autoridad que, en la práctica, resulta ser una misión, un ministerio, un servicio, a imitación del propio Cristo quien, siendo Maestro y Señor, ejerció su autoridad como quien sirve (Lc 22, 27; Jn 13, 1-17).

La autoridad ejercida por Jesús y luego entregada a los Apóstoles nunca tiene como finalidad el dominio despótico de las personas particulares o de las agrupaciones humanas, ni mucho menos el provecho personal. Todo lo contrario, se propone ayudar a los subordinados a «vivir y crecer en la fidelidad al evangelio, a buscar la voluntad de Dios y a cumplirla en fidelidad y obediencia (G. P. n. 11).

LA DIMENSIÓN PASTORAL DE LA AUTORIDAD EN EL NUEVO TESTAMENTO

El número doce de la G. P. alude a la dimensión pastoral de la autoridad de Jesucristo. A estos efectos se recuerda y se entresacan sabias lecciones del pasaje de San Juan, conocido como la parábola del Buen Pastor (Jn 10, 1-18). Según este texto bíblico el servicio de autoridad de Jesús en favor de los Apóstoles se caracteriza por ciertas cualidades dignas de mención. Jesús es el Buen Pastor que conoce a sus ovejas, las llama por su nombre, las saca fuera, va delante de ella. Jesús da su vida por las ovejas, pues ha venido al mundo con una finalidad: para que tengan vida.

La ovejas, por su parte, conocen y escuchan la voz de Jesús, al que siguen. En cambio el pastor asalariado abandona las ovejas y huye. Las ovejas a su vez no le escuchan ni le siguen. En definitiva, Jesús ejerce con acierto la autoridad porque ama entrañablemente a cada uno de sus subordinados y a la comunidad en su conjunto. Jesús es para el superior local el modelo perfecto al que imitar. Las Constituciones de la C. M. proponen a quienes están revestidos de autoridad lo siguiente: «Los que en la Congregación ejercen autoridad, que procede de Dios…. tengan presente que Jesús, Buen Pastor, no vino a ser servido sino a servir. Por ello, conscientes de su responsabilidad ante Dios, ténganse por servidores de la comunidad» (C 97, &l). Corresponde, pues, al superior, a imitación de Jesucristo, Buen Pastor, cultivar una relación saludable con su comunidad: conocerla, amarla, servirla, escucharla, reunirla, permanecer cercano y mostrarse sensible y compasivo a sus necesidades. El amor al Padre y el amor a los suyos fueron el alma de la autoridad tal como la ejerció Jesucristo. Algo semejante debería suceder en el caso del superior local con relación a su comunidad.

La G.P. se refiere a continuación a los carismas tal como se encuentran expuestos en las cartas paulinas. Los carismas son dones que el Espíritu Santo proporciona libremente a determinadas personas para provecho común. Dentro de la comunidad, según San Pablo, algunos reciben el carisma de la autoridad. Esto es, en línea con el don primordial recibido por el bautismo (1 Cor 12, 13), algunos cristianos han sido enriquecidos con el don de gobernar y regir las iglesias (1 Cor 12, 28-29; Rm 12, 8; Ef 4, 11). La función primordial del carisma de autoridad es, según el Apóstol, doble: animar la vida de la comunidad y fomentar la comunión de todos, llegando a la «edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 12).

VERTIENTE VICENCIANA DE LA AUTORIDAD

EL SUPERIOR LOCAL UNA RESPONSABILIDAD IMPORTANTE

Llama la atención el elevado número de alusiones, intervenciones y enseñanzas de san Vicente sobre el superior local. El diseño del superior local fue una de las tareas a las que se entregó con más interés el santo fundador. El índice de Coste en la edición española, tomo XII, recoge 297 menciones referentes al superior local. En las Reglas Comunes las referencias al superior de la casa y, en particular, a la relación superior-súbdito, se encuentran en 63 de los 142 artículos. En el capítulo V de las Reglas el superior es mencionado en 15 de los 16 números.

El superior interviene en: el orden de la vida diaria (V 5), comer fuera de la hora (V 12), entrar en las habitaciones (V 13), hablar con los seminaristas (VIII 5), escribir y recibir cartas (V 11; IX 7), visitar al médico y tomar medicamentos (VI 4), introducir externos en el casa (V 14; IX 5-6), salir de casa (IX 11-15). Del superior depende la distribución del trabajo: dejar un trabajo (II 10), ayudar a otro misionero (V 8-10; XI 8-11). El superior interviene en la distribución de los bienes materiales: dispone, controla y administra a discreción (III, 3, 6.9). Interviene en los asuntos de conciencia y de vida espiritual: dificultades de conciencia y tentaciones (II 16-17; VIII 8; X 11), en peligros contra la castidad (IV 4), ayuda a los desilusionados ( XII 4), ayuda contra la vanidad y las ambiciones (XII 4, 9), en el ámbito penitencial (X 13; XII 14), mortificaciones (X 15), actos de piedad (X 21), libros de lectura espiritual (X 8).

Un segundo factor que afecta a la vida comunitaria, en el que en buena medida interviene el superior local, es la uniformidad. Una uniformidad que garantiza el orden y la unión y que abarca diversas áreas: comer, vestir, predicar, observancias de las reglas, celebraciones litúrgicas e incluso la conversación (VIII 7-8). Otro factor de cohesión es la comunidad de bienes, que, siendo de todos (III 3), los distribuye el superior a cada uno «según sus necesidades» (III 3). En todo ello, uniformidad y comunidad de bienes, está presente de alguna manera la mano del superior.

A tenor de cuanto venimos señalando los súbditos aparecen en las REGLAS COMUNES en evidente dependencia del superior. Alcanzan un relieve considerable ciertos elementos como son los numerosos controles al alcance del superior y su autoridad casi absoluta, limitada únicamente por «lo que es pecado» y por las leyes de rango superior (V 3). La otra cara de la moneda es distinta. Los súbditos apenas encuentran espacio para la participación activa y corresponsable. Lo suyo es obedecer. Toca al superior definir lo mandado y lo prohibido (V 4). El superior responde de sus actos ante Dios y su conciencia (XI 199). Su autoridad así entendida es de carácter netamente piramidal, ajena a convenientes controles y no exenta de derivar en un cierto autoritarismo.

Lo que sucede es que para comprender al completo el pensamiento de San Vicente sobre la autoridad y, en particular, sobre la relación superior-súbdito no basta examinar las Reglas Comunes. Es necesario acercarse a los demás escritos del santo: conferencias, cartas y demás documentación oficial. Se ha de completar, pues, lo expuesto en las Reglas Comunes con lo expuesto por el santo fundador en otros lugares y momentos de su vida. San Vicente completa lo dicho en las Reglas Comunes con nuevos y saludables valores humanos y evangélicos que contrabalancean una visión insuficiente de su magisterio sobre la autoridad y el ejercicio de la misma. La G. P. en el número 14 alude de paso al superior que cuida las relaciones humanas, a la dimensión espiritual de su ministerio, al uso de la autoridad como servicio. Termina el número 14 recordando que San Vicente extrajo estos principios de las enseñanzas y ejemplos de Jesucristo.

A continuación la G. P. se detiene en la presentación sumaria de algunos rasgos del superior local a tenor de las enseñanzas de San Vicente. Los analizamos uno a uno, sin olvidar que la presentación de la G.P. peca de eclecticismo, dado que en cada apartado se incluye una mezcla de contenidos mal hilvanados y sin, por otra parte, profundizar en ninguno de ellos.

EL OFICIO DEL SUPERIOR, UNA MISIÓN EN UNA COMUNIDAD APOSTÓLICA FRATERNAL

La G. P. en el número 15 nos recuerda que San Vicente apela a ciertas fuentes teológicas a fin de dar solidez a la vida comunitaria de los misioneros. Las encuentra en la palabra de Dios. Es en esta fuente donde San Vicente individualiza valiosos paradigmas de la vida comunitaria. El fundador aludirá a la Santísima Trinidad en cuanto causa ejemplar de la vida comunitaria, a la comunidad formada por Jesús y sus discípulos más cercanos y a la vida en común de las primeras iglesias cristianas. San Vicente descubrió e estos parámetros bíblicos un sólido fundamento teológico sobre el que se asienta la vida comunitaria de la Congregación. Las Constituciones nos recuerdan a este propósito que: «Como la Iglesia y en la Iglesia la Congregación descubre en la Trinidad el principio supremo de su acción y vida» (C 20), y que «seguimos a Cristo que convoca a los Apóstoles y discípulos y que lleva con ellos una vida fraterna para evangelizar a los pobres» (C 28, 2°). El 23 de mayo de 1659 exhortaba San Vicente a los misioneros: «Hemos de pedirle a Dios que nos haga a todos, lo mismo que a los primeros cristianos un solo corazón y una sola alma» (XI, 543), «qué dicha para la Misión imitar a los primeros cristianos y vivir cono ellos» (XI, 140).

La misión del superior local, en consonancia con los tres modelos bíblicos comentados, consiste en buena medida en animar a la comunidad en lo concerniente a la comunión y a la fraternidad, en orden a la misión propia que no es otra que la evangelización de los pobres en seguimiento de Jesucristo.

San Vicente, dada su larga experiencia de 34 años revestido de autoridad, llegó a tener en mente lo que hoy podríamos calificar de prototipo de superior. En repetidas ocasiones aludió, en negativo y en positivo, a las cualidades del superior. La santidad, la ciencia y la edad no son por sí mismas las cualidades que garantizan la capacidad de gobernar bien. La prudencia y el buen juicio son, por el contrario, las cualidades más decisivas para la persona revestida de autoridad: «Hay algunos que son santos pero no tienen el don de gobernar. La santidad es una disposición continua y una conformidad completa con la voluntad de Dios; mientras que el gobierno reside en el juicio»…. «la ciencia nos es absolutamente necesaria para gobernar bien; pero cundo en un mismo sujeto se encuentra a la par la ciencia, el espíritu de gobierno y el buen juicio, entonces, ¡oh Dios mío!, ¡qué tesoro!»…. «No siempre es preciso considerar la vejez para el gobierno, pues a veces hay jóvenes con más espíritu de gobierno que muchos viejos y ancianos. … Fijaos, un hombre con mucho juicio y mucha humildad es capaz de gobernar» (XI, 361).

EL OFICIO DEL SUPERIOR NO ES UN TÍTULO HONORÍFICO

La G. P. recuerda algunos comentarios de San Vicente ante la posibilidad de que ciertos misioneros ambicionaran ser superior o interpretaran este oficio como un honor y un motivo de orgullo. En tiempo de San Vicente, dígase lo mismo en la actualidad, algunos misioneros deseaban el cargo de superior. Consideraban este oficio como un alto honor, como una prebenda nada despreciable. El santo fundador ante estas malsanas ambiciones reaccionó con cierta contundencia. Recordemos algunos ejemplos.

En carta al P. Santiago Chiroye afirma San Vicente que el P. Thibaut tiene «Una pasión por gobernar que no puede imaginarse. Ayer por la noche, durante el tiempo de silencio, se me quejaba de que no le daba ningún cargo» (II, 245). Comenta el santo a continuación que una tal disposición de espíritu le causaba miedo. Escribe al P. Benjamín Huguier: «me dice que siente usted cierta inclinación al cargo de superior, sepa que no me atrevo a creerlo» (VII, 129). No olvide que corresponde a la divina providencia y a nadie más: «llamarnos a las ocupaciones para las que nos ha dado algún talento, sin pretenderlas nosotros por nuestro gusto» (VII, 130) y que quien va «contra esta regla y desea elevase por encima de los demás, renuncia a las enseñanzas del Hijo de Dios» (VII, 130). Y prosigue el santo: en realidad «no entregamos ningún cargo a quien haya demostrado alguna inclinación por él» (VII, 130).

Disertando ante los misioneros sobre la indiferencia les dirá que los que «ambicionan los cargos nunca han hecho nada que valga la pena» (XI, 361); y que «el que ha tenido algún cargo y guarda en el ánimo este espíritu y deseo de gobernar nunca ha sido buen inferior, ni buen superior» (XI, 361). Hablando sobre los cargos y oficios oímos de boca del santo: «sí, hermanos míos, el lugar de nuestro Señor es el último. El que desea mandar, no puede tener el espíritu de nuestro Señor; este divino salvador no ha venido al mundo a ser servido, sino a servir a los demás» (XI, 59). En suma, San Vicente, siguiendo las pautas evangélicas y partiendo de su experiencia personal considera que la ambición de cargos es motivo suficiente para negar a una persona el nombramiento de superior. El oficio de superior es para servir, nunca para ser servido.

EL OFICIO DE SUPERIOR UN SERVICIO QUE HA DE CUMPLIRSE CON HUMILDAD

La humildad forma parte del elenco de virtudes propias o características de los misioneros de la Congregación de la Misión. San Vicente entiende que el superior local ha de encarnar en su vida esta virtud evangélica. La considera muy adecuada para ejercer el ministerio de animación comunitaria. El superior pagado de sí mismo abrirá distancias entre él y los miembros de la comunidad. Será tolerado pero no amado por los súbditos. Por el contrario, el superior humilde y cercano contará con el aprecio de los suyos. Deja de ser humilde el superior que intenta imponer su propio estilo y sus ideas personales. Dígase lo mismo de quien pretende ejercer algún tipo de domino en detrimento de la dignidad de las personas.

San Vicente considera que la humildad es para el superior tan necesaria como para las plantas la luz del sol. En 1656 escribe al P. Antonio Durand, nombrado a los 27 años de edad superior del Seminario de Adge: «No opino lo mismo que una persona que, hace unos días, me decía que para dirigir bien y mantener la autoridad, era preciso hacer ver que uno era superior. ¡Dios mío!. Nuestro Señor Jesucristo no habló de esta manera; nos enseñó todo lo contrario de palabra y de ejemplo, diciéndonos de sí mismo que había venido, no a ser servido, sino a servir a los demás, y que el que quiera ser el amo tiene que ser el servidor de todos» (XI, 238).

Al P. Marcos Conglée, superior de Sedan: «Los que dirigen las casas de la Compañía no tienen que mirar a nadie como a inferior, sino siempre como a hermano. Nuestro Señor les decía a sus discípulos: `ya no os llamo mis servidores, sino que os llamo amigos’. Por consiguiente hay que tratarlos con humildad» (IV 53). De nuevo al P. A. Durand: «Viva con los demás hermanos con cordialidad y sencillez, de modo que, al verlos juntos, nadie pueda juzgar quién es el superior» (VI 68), «otra cosa que le recomiendo es la humildad de nuestro Señor. Diga a menudo: ¿qué he hecho yo para merecer este cargo? Oh, Dios mío, yo voy a estropear todo si no diriges tú mismo todas mis palabras y mis obras» (XI, 238).

En suma, San Vicente cree necesario que el superior se revista de humildad en orden a su ministerio en favor de la comunidad.

EL SUPERIOR UN HOMBRE DE FE

Nada tan elocuente a este propósito como el consejo de San Vicente al P. A. Durand: «Es preciso que Jesucristo trabaje en nosotros, o nosotros con él, y él en nosotros; que hablemos como él y con su espíritu, lo mismo que él estaba en su Padre y predicaba la doctrina que le había enseñado: tal es el lenguaje de la escritura. Por consiguiente, padre, debe vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo… Para conseguir todo esto, padre, es menester que nuestro Señor mismo imprima en usted su sello y su carácter» (XI, 236); «Si un superior está lleno de Dios, impregnado de las máximas de nuestros Señor, todas sus palabras serán eficaces, de él saldrá una virtud que edificará, y todas sus acciones serán otras tantas instrucciones saludables que obrarán el bien en todos los que tengan conocimiento de ellas» XI, 236).

Para San Vicente Jesucristo es el modelo auténtico de superior: «Como nuestro Señor tiene que ser nuestro modelo, en cualquier condición que sea la nuestra, los superiores tienen que fijarse en cómo gobernó y regirse por él. Él gobernaba por amor» (XI, 476).

La dimensión evangélica, es decir, los ejemplos y enseñanzas de Jesucristo, se encuentra en el centro del magisterio vicenciano sobre el superior local. Las virtudes que brillaron en Jesucristo, maestro y superior de los Apóstoles, deben iluminar la entera vida del superior local. Dirá al P. Juan Martín: «Debe usted redoblar su confianza en nuestro Señor, constituyéndolo y mirándolo como al verdadero superior de su casa, pidiéndole continuamente que se digne gobernarla según sus caminos, considerándose a usted mismo como un pobre instrumento que si no estuviera en manos de tan excelente artista, lo echaría todo a perder» (VII, 239).

Debido a la aceptación de valores evangélicos, la interpretación de la autoridad y el uso de la misma, dentro y fuera de la Iglesia, y en particular en la comunidad vicenciana, se han visto atemperados sin duda y enriquecidos. El superior será ante todo un hombre de Dios, con su vida arraigada en la fe. Así San Vicente de Paúl.

EL SUPERIOR UN HOMBRE DE BUENAS RELACIONES Y DE PROFUNDA CARIDAD

La G. P. incluye entre las cualidades del superior la dimensión relacional con la comunidad en cuanto tal y con cada misionero en particular. Estas relaciones reciben en el lenguaje vicenciano muy diversos nombres: cercanía, mansedumbre, sencillez, cordialidad, paciencia, delicadeza en el trato y sobre todo caridad. Dirá al P. A. Durand: «Viva con los demás hermanos con cordialidad y sencillez, de modo que, al verlos juntos, nadie pueda juzgar quién es el superior» (VI, 68). Y al P. Dionisio Laudin, superior de le Mans: Nuestro «Señor es al mismo tiempo suave y firme. Si no se gana a una persona por la mansedumbre y la paciencia, será dificil ganársela de otro modo» (VIII, 197).

A un superior brusco en el trato con los demás el santo fundador le aconseja: «En nombre de Dios, padre, ponga atención en lo que le digo, pídale a nuestro Señor la gracia de una perfecta caridad y el espíritu de humildad que nos hace reconocer a los demás mejores que a nosotros mismos» (VII, 61). Al P. Pedro Gabel: Hace bien usted en proceder «con sencillez, rectitud y fortaleza de corazón, pero de una manera amable y agradable, procediendo con un corazón verdaderamente humilde», «la paciencia y el aguante son los medios más eficaces que nos ha enseñado nuestro Señor y la experiencia para inclinar a otros a la virtud» (VI, 558). Aconseja al P. M. Conglée a tratar a sus súbditos «con humildad, con mansedumbre, con paciencia, con amor y cordialidad» (IV, 53).

Una vez más el ejemplo de Jesucristo y los valores evangélicos subyacen en la manera vicenciana de interpretar el uso de la autoridad por parte del superior local. San Vicente escribió sobre este particular páginas maravillosas. Su larga experiencia y su madurez personal, consolidada con el paso de los años, hacen que su magisterio sea de perfecta actualidad. La apertura y relación del superior con los miembros de la comunidad será saludable, según San Vicente, si va acompañada por la mansedumbre, sencillez, cordialidad, paciencia, humildad y sobre todo por la caridad.

EL SUPERIOR UN HOMBRE QUE BUSCA CONSEJO DE OTROS

San Vicente reconoció que en ocasiones los superiores ejercían a su antojo la autoridad: «Recuerde que todos los desórdenes vienen principalmente del superior que por su negligencia o por su mal ejemplo introduce el desorden, de la misma forma que todos los miembros del cuerpo se debilitan cuando la cabeza está enferma» (XI, 239). De ahí que, dadas las limitaciones que también afectan al superior, le sea necesario dejarse ayudar por el consejo de los demás: «Si los superiores fueran impecables e infalibles… no sería necesario (darles consejo). Pero, como están sometidos… a cometer faltas y no tienen siempre el discernimiento necesario para actuar sin consejo de nadie, no es justo que se queden sin un admonitor y sin algunas personas de quienes puedan aconsejarse» (II, 528).

Conviene, pues, que la persona revestida de autoridad se deje aconsejar y ayudar: «El pedir consejo no solo no es ninguna cosa mala, sino que por el contrario hay que hacerlo cuando se trata de una cosa de importancia o cuando no somos capaces de decidirnos por nosotros mismos. Para los asuntos temporales se busca el consejo de algún abogado o de alguna persona de fuera entendida en esos negocios; y para lo interior, se trata con los consultores y con algunos otros de la compañía siempre que se crea conveniente. Yo les consulto a veces a los mismos hermanos y sigo sus consejos en las cosas que atañen a sus trabajos; y cuando esto se hace con las precauciones requeridas, la autoridad de Dios, que reside en la persona de los superiores … no recibe ningún detrimento; por el contrario el buen orden que de allí se sigue le hace más digno de amor y de respeto»1IV, 39-40).; «No decida nada en ningún asunto por poco importante que sea, sin conocer su opinión, sobre todo la de su asistente. En cuanto a mí , reúno a los míos cuando hay que resolver alguna dificultad en el gobierno, bien sea de las cosas espirituales y eclesiásticas o bien de las temporales» (VI, 68).

San Vicente apunta, pues, a la necesidad de pedir consejo a diversas personas en una amplia gama de materias: asuntos temporales, espirituales y de gobierno. Se puede recabar orientación y consejo de los miembros de la comunidad, padres y hermanos, e incluso de los eternos. Estas pautas señaladas por el santo fundador, de validez sin duda duradera, han pasado a las Constituciones y Estatutos de la Congregación de la Misión. Según conveniencia se establecerá un consejo doméstico (C 134, 2) y con carácter obligatorio se abrirán espacios para dar lugar a las reuniones de todos los miembros de la comunidad (E 79, 3).

EL SUPERIOR UN HOMBRE RESPETUOSO

En vida de San Vicente los rituales y muestras de respeto hacia la autoridad eran minuciosos y complejos. Eran, en todo caso, muy distintos de los propios del S.XXI. La autoridad no se ejerce como entonces ni las respuestas de la obediencia se asemejan a las del S.XVII.

Según L. Abelly, Vida del Venerable siervo de Dios…, III, cap. XXIV, sec 1, 784­785, a un misionero que prefería gobernar animales antes que hombres, el santo le escribió en estos términos: «Es verdad en los que quieren que todo se doblegue ante ellos, que nada les resista, que todo vaya según su gusto, que se les obedezca sin replicar y sin demora alguna, en una palabra, que se les adore; pero no ocurre esto con los que aceptan la contradicción y el desprecio, con los que se juzgan servidores de los demás, con los que gobiernan pensando en el gobierno de nuestro Señor, que toleraba en su compañía la rusticidad, la envidia , la poca fe, y que decía que no había venido a ser servido sino a servir. Sé muy bien, padre, que gracias a Dios ese mismo Señor le hace obrar con humildad, con condescendencia, con mansedumbre y con paciencia, que no empleó usted esa palabra más que para expresar su pena y convencerme de que le quite del cargo, así pues, procuraremos enviar a otro en su lugar» (IV, 173).

En las cartas y conferencias de San Vicente encontramos una gama enorme de expresiones que denotan su profunda admiración y respeto hacia los misioneros. Poco importa que estos sean de un rango o de otro, posean muchas o pocas cualidades. El santo aprecia y respeta a todos y, en particular, a los más afectados por las pobrezas humanas: a los espíritus difíciles, fuertes y altivos. Habrá que conjugar al tratarlos las exigencias de la firmeza con la suavidad: » Me pregunta usted de qué modo tiene que portarse con los espíritus vivos, nebulosos y críticos. Respondo que es la prudencia la que tiene que arreglar esto, y que en ciertas cosas es conveniente entrar en sus sentimientos, para hacerse todo para todos, como dice el apóstol; en otros casos será conveniente tratarlos con moderación y tacto; en otros, habrá que mantenerse firme contra su manera de obrar. Pero tiene que ser siempre teniendo ante la vista a Dios y de la forma que usted crea que es más conveniente a su gloria y a la edificación de toda la comunidad» (IV, 91).

Los principios manejados por San Vicente, recibidos del evangelio y pasados por el crisol de la experiencia, siguen siendo inspiradores para el superior local de nuestro tiempo. El servicio de autoridad debe llevarse a cabo desde la estima y el respeto hacia los miembros de la comunidad: «Uniremos el mutuo respeto a un sincero afecto» (C 25, l’). La falta de aprecio a las personas conduce a los superiores a adoptar en el uso de la autoridad formas despóticas.

EL PAPEL FUNDAMENTAL DE LA COMUNIDAD LOCAL

San Vicente quiso para los misioneros una forma de vida comunitaria: «Reunió dentro de la iglesia a algunos compañeros, para que llevando una nueva forma de vida comunitaria, se dedicaran a evangelizar a los pobres» (C 19. La normativa actual de la Congregación asume esta herencia adaptándola al momento presente, teniendo en cuenta la propia espiritualidad, la eclesiología conciliar y las nuevas circunstancias culturales. Las Constituciones de 1984 dedican a la vida comunitaria el entero capítulo cuarto. Dada su importancia, mucho es los que se ha estudiado y escrito en los últimos decenios sobre la vida comunitaria vicenciana: «La comunidad local es, en efecto, una parte viva de la Congregación» C 23).

Son varias las dimensiones de la vida comunitaria que han recibido una atención particular: las relaciones ad intra, la fraternidad, la integración de los carismas propios, un estilo equilibrado de vida, el apostolado, en orden todo a la misión específica. Hoy se pide a la vida en común que sea en cuanto tal signo de Dios en el ámbito de la vida y de sus cambiantes configuraciones; que sea en verdad y a su vez signo de oposición a los contravalores que circulan por las calles del S. XXI; que transparente en el caso de los vicencianos la centralidad de Jesucristo liberador y amigo de los sencillos.

La G. P. alude a la responsabilidad del superior en cuanto animador de la comunidad local: «Ayudados del necesario servicio de autoridad y sujetos activamente a la obediencia nos haremos corresponsables con el superior» (C 24, 2°); «El superior, centro de unidad y animador de la vida comunitaria local, fomente los ministerios ….muéstrese solícito del progreso y actividad de cada uno» (C 129, 2°). Funciones del superior que se han de llevar a acabo en la aceptación y respeto de ciertos ingredientes: el diálogo, la participación, la comunicación y sobre todo el amor fraterno. Toca al superior aceptar su responsabilidad en cuanto animador de la comunidad: «¡Ay, padre! ¿De qué importancia y responsabilidad cree usted que es la ocupación de gobernar a las almas, a la que Dios le llama? …. esa fue la ocupación del Hijo de Dios en la tierra» (XI, 235). Nada tan a propósito para desempeñar con acierto el oficio de superior como una gradual e ininterrumpida formación permanente.

ESTIMULAR LA PARTICIPACIÓN ACTIVA DE TODOS

La G. P. recuerda que la participación activa de todos es una de las responsabilidades principales del superior. Le corresponde estimular esa participación en orden a lograr una comunidad de personas implicadas, lejos de toda posible automarginación o tendencia a la pasividad. Las Constituciones recogen con acierto una de las dimensiones que hoy más se aprecian en la vida comunitaria, la corresponsabilidad: «Todos los miembros de la Congregación, habiendo sido llamados a trabajar en la continuación de la misión de Cristo, tienen el derecho y la obligación tanto de colaborar al bien de la comunidad apostólica, como de participar en el gobierno de la misma, según nuestro derecho propio. Por tanto, todos han de cooperar activa y responsablemente en el desempeño de los oficios, en la aceptación de las tareas apostólicas y en el cumplimiento de los mandatos» (C 96).

Del texto citado habría que destacar ciertos puntos particulares. Todos los miembros de la comunidad tienen derecho y obligación de participar en la gestión apostólica y en el gobierno, según norma, de la comunidad e incluso de la Congregación de la Misión. No hay cabida, por tanto, en la comunidad vicenciana para los miembros activos, los revestidos de autoridad, y para los miembros pasivos, es decir, el grupo restante, el que acata y obedece. Todos son miembros activos. Todos sin excepción son piedras vivas. Cada uno aporta a la comunidad los propios dones. La corresponsabilidad activa se pone de manifiesto, según el número citado de las Constituciones, ante todo en el desempeño de los oficios, en los diversos apostolados y en la obediencia activa. Abrir cauces en las distintas vertientes de la vida comunitaria para que corra la participación es una de las tareas primordiales del superior local.

EL LIDERAZGO EN UNA SOCIEDAD DE VIDA APOSTÓLICA

La Congregación de la Misión es una sociedad de vida apostólica (C 3, 1) que se propone, por lo tanto, alcanzar su propio fin apostólico a tenor del carisma vicenciano. Viviendo en común los misioneros tienden a la perfección de la caridad mediante la observancia de las Constituciones. En las sociedades de vida apostólica el apostolado recibe un énfasis muy particular. Este rasgo se considera fundamental. En la actualidad se afirma con frecuencia que la comunidad vicenciana es «para la misión», significando con esta expresión que todos los componentes de la comunidad vicenciana, vida, decisiones e instituciones, se ordenan a la misión propia. De ahí se deriva una consecuencia: las estructuras de la vida comunitaria deben ser sencillas y flexibles, de tal manera que no impidan, sino que faciliten las respuestas a las llamadas de aquellos a quienes servimos «No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias» (Lc 10, 4).

El superior, responsable de una comunidad local de vida apostólica, hará cuanto esté a su alcance a fin de que todo en su propia casa se oriente hacia la misión de la Congregación. San Vicente fue un líder fuerte y tenaz, no por afán de dominio, sino convencido de que Dios le había entregado una misión particular, la de evangelizar a los pobres. Consciente de la encomienda recibida, puso alma y corazón a la hora de acompañar a los misioneros en esa dinámica. La autoridad conferida a los superiores se ordena al cumplimento de la misión de la Compañía, que nos es otra que revestirse de Jesucristo y como él evangelizar a los pobres. Corresponde al superior animar a la comunidad en orden a conseguir el fin de la Congregación: «Nuestro Señor pide de nosotros que evangelicemos a los pobres: es lo que él hizo y lo que quiere seguir haciendo por medio de nosotros» (XI, 386). La evangelización es para la Congregación «su gracia y vocación propia y expresa su verdadera naturaleza» (C 10). Toca al superior estimular la fidelidad de los misioneros para ayudares a caminar hacia el fin de la Compañía y, en definitiva, para alcanzar la salvación del prójimo y la propia.

LAS ESTRUCTURAS BÁSICAS DE LA COMUNIDAD

Las agrupaciones humanas necesitan ciertas estructuras para mantenerse en pie y asegurar su continuidad. Estructuras a la vez consistentes y flexibles. Consistentes de tal manera que garanticen la marcha global del grupo. Flexibles de modo que las estructuras faciliten la puesta en práctica del proyecto propio de cada comunidad.

Las estructuras básicas, consideradas hoy convenientes e incluso necesarias para la comunidad local vicenciana, son las siguientes: los servicios del superior, asistentes y ecónomo; los encuentros del consejo doméstico o de los miembros de la comunidad a modo de consejo, las consultas, la asamblea doméstica y el proyecto comunitario en sus diversas vertientes: oracional, ministerios, economía, orden del día, relaciones ad intra y ad extra, éstas con el visitador, pobres, iglesia local y familia vicenciana.

Se ha de conjugar el respeto a las estructuras establecidas con la flexibilidad. En ese sentido cuenta no poco la escala de valores humanos y cristianos. Dejar a Dios por Dios se ha de considerar como un tributo a la coherencia y al amor fraterno, no como un distanciamiento del orden del día. Escribe san Vicente: «Sea, no solo fiel, en la observancia de las reglas, sino exacto en hacerlas observar a los demás; si no, todo irá mal» (XI, 240), «qué cuentas tendrá que dar a Dios un superior que no tenga bastante coraje para mantenerse firme en que se observe la regla, y así ser causa de que la Compañía se relaje en la práctica de la virtud» (XI 113). Coraje sí, del superior, pero también, según el santo fundador, modos adecuados: «En verdad es buena cosa mantenerse firme para llegar al fin; pero sírvase de medios convenientes, atrayentes y suaves» (IV, 75).

P. José Ignacio Fernández Hermoso de Mendoza, C.M.

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