Federico Ozanam (por Mons. Baunard): Capítulo 15

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Monseñor Baunard · Traductor: Salvador Echavarría. · Año publicación original: 1911 (Francia), 1963 (México).
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Capítulo XV: La Sorbona. Germania el profesor

Despertar católico.—Primeras lecciones.—Teutonismo y cristianismo.—El his­toriador: derechos y obligaciones.—La lección.—El cortejo.—Frutos de luz.

1842

De regreso a París como profesor, después de una ausencia casi ininterumpida de seis años, Ozanam se complacía en observar, en sus cartas, que el partido católico, como decían entonces, no ha­bía dejado de ganar terreno. Lo primero que hizo fue ir a ver a Lallier que iniciaba entonces su carrera en la magistratura, en el tribunal de Sens. Le había escrito de Lyon: «Le he reservado el primer instante libre, para darle las gracias. No era posible decir­me cosas más amistosas y más cristianas. He pedido a Dios esa fe y ese valor de los que usted me revelaba el secreto. Nuestros ami­gos de aquí, Chaurand, Arthaud y otros, en torno de los cuales’ florece una joven generación de angelitos, se unen a mí. Son pe­queñas familias católicas que se están formando y prometen conser­var las tradiciones de fe y de virtud».

Era el principio del período de seis meses que había separado su noviazgo de la época fijada para su matrimonio. El solitario se había hospedado en ca»sa del señor y la señora Bailly, para todo ese primer año de su enseñanza en la Sorbona. Lo trataban como un hijo. Nombra a algunos de sus antiguos amigos, Cazalés, Saint­Chéron, Montalembert, que lo acogieron como una fuerza: «Todo ese mundo está armado para el combate —escribe—. Se produce un movimiento que, bajo diferentes formas, empieza a influir en los destinos del siglo. Ese movimiento que, según las circunstancias, nos ha valido la publicación de El Corresponsal, La Revista Eu­ropea, El Porvenir, La Universidad Católica, los Anales de la Fi­losofía cristiana, El Universo, las conferencias de Nuestra Seño­ra, los Benedictinos de Solesme, los dominicos del Padre Lacordaire, y hasta la’ pequeña sociedad de San Vicente de Paúl. Pero quién sabe si los humildes esfuerzos de los pequeños y de los más oscu­ros no han contribuido a abrir el paso a las cosas grandes y a los qrandes hombres».

Prosigue. En la prensa, menciona «nuevos escritores, como Veui­llot, arrebatados al enemigo y reclutados para la buena causa». ¿No ha oído a Buloz dirigir un llamado para su Revue des Deux Mon­des a la pluma de los que llama «gente honrada»? En la cátedra sagrada, saluda al señor Bautain, al Padre de Ravignan, al señor Coeur, al Padre Marsellin, al señor cura Desgenettes, junto con la multitud de sus convertidos de Nuestra Señora de las Victorias. En cambio, en el bando opuesto, observa que, desde que el triun­virato Cousin, Guizot, Villemain ha bajado «de su tribuna de la Sorbona», no se ha escuchado una sola voz de ese lado, ni han considerado que sus fuerzas unidas serían lo bastante fuertes y au­daces para formular una doctrina original. En cuanto a la litera­tura heterodoxa, ha tenido que resignarse a dividir su tiempo en­tre una crítica estéril y una desvergüenza impúdica. «En tal situa­ción —concluye el joven profesor— el terreno sería nuestro si tuviéramos suficientes hombres unidos para arrebatar la posición».

En el extranjero, admira el progreso de la Propaganda católi­ca en Inglaterra y en América, la resistencia religiosa de la Irlan­da de O’Connell, las Provincias Renanas en el asuntó de los matrimonios mixtos. Y en la prensa, El Católico de Madrid, la Re­vista de Dublín, el Diario de las Ciencias religiosas de Roma, el Catholic Miséellany de Charleston, el Correo de Franconia. «¡Nos dan la mano!»

En fin y por encima de todo lo demás, relata los actos de la San­ta Sede: las alocuciones pontificias contra los gobiernos que persiguen a la Iglesia en Prusia y en Rusia, las bulas en favor de la supresión de la trata de negros, el aliento a las nuevas fundaciones congrégacionistas, a la reforma en el arte religioso; los recientes nombramientos de obispos independientes como los de monseñor Affre, Monseñor Gousset, Monseñor de Bonald, etc. «Ahora bién —concluye— todo eso es la transición que se está realizando hacia un período cuyas vicisitudes nadie puede prever, pero cuyo advenimiento es imposible negar». Ozanam iba a Paris, para poner manos a la, obra.

La sociedad de San Vicente de Paúl y su presidente, el señor Bailly, lo invitaban con urgencia para que ocupara, en la oficina del consejo general, el puesto detentado entonces por León Cor­dunet, magistrado del Consejo de Estado, y un joven de veintiún años que se llamaba Adolfo Baudon. Desde que Lallier se encon­traba en Sens, Luis de Baudicour lo sustituía como secretario general. En 1840, se había establecido claramente el deslinde entre el consejo particular que encabezaba las conferencias de la ciudad de París y el consejo general que cuidaba de los intereses generales de la sociedad. En la época en que estamos en esta historia o sea 1842-1843, noventa y dos conferencias florecían en 48 ciuda­des y 38 diócesis diferentes, bajo la bendición de la Santa Sede y la paternal protección de los obispos. «Se queda uno sorprendido —escribía entonces Ozanam a su hermano— al ver semejantes obras de caridad suscitar tantos sacrificios en esta sociedad francesa atormentada desde hace ciento cincuenta años por tantas doc­trinas perversas, perturbada por tantos escándalos y desacreditada en el extranjero. Aquí mismo, en París, en medio de la desconside­ración de todo, sólo hay una cosa que conserve dignidad, respeto y verdadera popularidad: es la religión».

La Sorbona esperaba también al joven maestro. Su enseñanza debía tratar dos temas diferentes de literatura extranjera. Uno italiano, y especialmente el Purgatorio de Dante, que era como un legado del señor Fauriel, autor de una vida de este poeta. El otro, alemán, versaba sobre los orígenes de las letras en Germania ; y se coordinaba con el plan general del profesor sobre los orígenes de la civilización cristiana en las naciones extranjeras. Haría resal­tar la divinidad del catolicimo por la grandeza de su obra civili­zadora en esta tierra bárbara. Y sería el primer cimiento de la am­plia catedral cuya construcción, formada de diversas partes_ que armonizaban entre sí, debía elevarse más cada año.

El primer sábado de enero de 1841, Ozanam inició ese curso. Aquel día la Sorbona o Facultad de Letras, vio entrar y ocupar la cátedra de Fauriel a un joven’ profesor, palidecido por sus lar­gos y recientes desvelos; más pálido aún cuando, habiendo alzado los ojos sobre la asamblea, vio que todo el anfiteatro, desde la pri­mera hasta la última grada, esperaba su palabra. Por fortuna, en esa muchedumbre, había reconocido muchas caras familiares, más bien amigos que jueces.

Con voz incierta, pronunció lentamente estas palabras: «En el momento de presentarme por primera vez en una cátedra de la. Sor-bona, en medio de tantas antiguas glorias remozadas por recientes ilustraciones. . . ¿ cómo no se mezclaría a mi gratitud mucha timi­dez? . . . Pero en el fondo de todos mis temores, encuentro esperan­zas. Las encuentro en mí mismo hasta en esta edad que me espan­ta, pero que por otra parte me acerca a la mayoría de mis oyentes. Acaso hay una alegría permitida en subir a esta cátedra acompa­ñado de los recuerdos y de las amistades que antaño recogí en estos bancos».

La amistad respondió con aplausos que lo alentaron un instante. No por eso dejó de ser laboriosa y dolorosa la primera media hora de su clase. El sentimiento de la gravedad de esa prueba decisiva para todo su porvenir paralizaba sus facultades. Se pinta a sí mismo, en sus cartas, arrastrándose y enredándose en sus apuntes: no estaba acostumbrado a esas cortapisas. Por mucho que lo aplaudieran, no lograban animarlo. El mismo se irritaba al sentir que su palabra incolora, incorrecta no expresaba su pensamiento. Ya no era Ozanam. Sin embargo, llegó un momento en que, es­capándose por fin de la maleza de una espinosa erudición, el ora­dor se encontró ,ante la gran hazaña que, según él, marcaba el principio de la civilización alemana: las cruzadas. Expresó esa idea con una bella imagen: «Dicen que en Jerusalén, en medio de las solemnidades de la Semana Santa, hay un momento en que el obis­po griego peneti’a en la tumba de Cristo y enciende en ella una llama bendita. Entonces acuden muchedumbres de peregrinos de­seosos de encender allí las luminarias que llevarán cada uno a sus hogares. Lo mismo ocurre con la antorcha sagrada de las ciencias y de las artes que se encendió allí y que no tardaría en iluminar a toda Europa».

Desde aquel momento, liberándose de la esclavitud de sus apun­tes y haciendo fuerzas de flaqueza, Ozanam se sintió dueño de su palabra y de sí mismo. Sostenido por la simpática emoción de su auditorio, llevó a feliz término una lección que a menudo inte­rrumpían los aplausos. Todo siguió así hasta que al fin, «agobiado de cansancio, perturbado en todo su sistema nervioso hasta la risa y las lágrimas, se encontró en los brazos de sus numerosos amigos, cofrades y colegas que le aseguraban que, a pesar de todo, había tenido éxito». Era la historia de su primer fogonazo en la batalla. Ese, éxito final, Ozanam lo atribuía exclusivamente a la coali­ción amistosa y auxiliadora, de la que escribía: «¡No os imagináis todo lo que vuestra caridad hizo en mi favor!» Varios profesores y agregados de la Sorbona quisieron también alentarlo, con su pre­sencia. La curiosidad atrajo en masa a los discípulos de la escuela normal. «Sea lo que fuere —escribe— no hay ningún motivo para cantar victoria», y pone una sordina al clamor de los periódicos. En fin escribe al señor Soulacroix: «No es una ilusión de modestia: anduve muy cerca del fracaso. Me sentí avergonzado de las cosas indigestas y torpes que me oía decir a mí mismo. Se requería toda la buena voluntad de un público especial para perdonarme[/note]. . Sólo al fin logré animarme un poco. Las simpatías de la asamblea respondieron a mis esfuerzos y la sesión terminó de modo deco­roso. Debo mi éxito a la amistad».

Mas semejante auditorio no se encuentra dos veces, y Ozanam conservó sus aprehensiones hasta que la experiencia del primer tri­mestre determinó su fallo. El público siguió siéndole fiel y «el an­fiteatro permaneció atestado, aun en los ingratos días del Carnaval en que los estudiantes van a otra parte». El señor Le Clerc, el señor Mignet, el señor Cousin fueron más benévolos aún con el joven maestro. El ministro lo felicitó: «¡Sabe usted que el señor Ville­main no escatima sus elogios!» Al poco tiempo, enviaron oficial­mente una delegación de la Escuela normal a su curso. Le Nou­veau Correspondant (El Nuevo Corresponsal) le pidió que permi­tiera tomar su curso en taquigrafía. Al mismo tiempo, El Universo le reconoce triunfos que ofenden su modestia. El Journal des Débats lo anuncia «en términos tan elogiosos que más bien lo perjudican». En el extranjero, la Gaceta de Augsburgo se hace eco de sus clases sobre’ Germania. El novio quiere atribuir ese inesperado favor a ciertas oraciones que se hacen en Lyon por aquellos mismos días: «Sus piadosos recuerdos ante Dios siguen ahuyentando. de mí el demonio del miedo, que, como el del Evangelio, es un demonio mudo». En fin, la popularidad se empeña a pesar de todo en asediar su cátedra, según su propia expresión: «La sala está siem­pre llena de gente empeñada en interesarse en ese caos de la historia germánica en que yo mismo me pierdo».

Así pues, gran novedad en la Sorbona, un joven profesor cris­tiano, a la edad de veintisiete años, inicia su carrera como maestro, y maestro autorizado. Los católicos aplaudían. Los escépticos, in­teresados por esa elocuencia novedosa, asistían a sus cursos: «Ate­nas lo escucha —escribirá el Padre Lacordaire— como hubiera escuchado a Gregorio o Basilio si, en vez de regresar a la soledad de su patria, hubiesen abierto, al pie del Areópago en que había predicado San Pablo, ese tesoro de buen gusto y de saber que ha­bía de ilustrar sus nombres».

Interrumpido por su matrimonio y el viaje de bodas que siguió, el curso de Ozanam se reanudó, el segundo año, en condiciones no menos alentadoras. ¡Fecha memorable! El joven profesor regresa­ba ese año a París para figurar oficialmente en el sepelio de ese mismo Jouffroy contra cuyos errores, siendo estudiante, en 1831, había protestado diez años antes. El sabio acababa de expirar de­cepcionado de su filosofía y apaciguado de corazón con ese cristia­nismo que recibió su postrer y demasiado tardío homenaje.

«Reanudé mi curso —escribe Ozanam a su suegro— el 27 de enero de 1842. Y aunque el tema tratado en parte el año pasado sea ahora más restringido, más especial, menos atractivo, el audi­torio se mantiene. Sigue siendo abundante y bien dispuesto».

El tema más restringido de literatura alemana que, sucediendo al cuadro general presentado el año anterior, llena el año acadé­mico de 1842-43, fue, después de los Nibelungos, la poesía lírica de los Minnesinger. Ozanam, lleno de adrniración por el poema de los Nibelungos, llamaba a esta epopeya la Iliada de las naciones germánicas; y comparándola con las brillantes novelas de caballe­ría, descubría en ella, junto con la rehabilitación de la mujer, las primeras huellas de la idea cristiana.

Se lee en su primera lección publicada en sus Opúsculos varios: «El papel principal, en los Nibelungos, corresponde a una mujer, Crimilda. Ella es la primera que entra en el teatro, del que no desaparece nunca, cuando menos en el pensamiento, y sale única­mente al final. Es una naturaleza verdaderamente heroica, cuyo desarrollo llena toda la fábula; creciendo con terrible verdad, desde la inocencia de los primeros años hasta la atrocidad de una agonía sangrienta. Es el pudor de la virgen, la ternura de la esposa, el resentimiento de la viuda, pero siempre el amor. Si esta mujer, tier­na como Andrómaca, fiel como Penélope, opaca todas las figuras de las antiguas epopeyas, si hace palidecer hasta a los más temibles actores, los Aquiles y los Ulises de la epopeya alemana; si se elige al sexo más débil para realizar el tipo del heroismo ¿no es esto una cosa completamente nueva, sólo posible en la época de la caba­llería? Entonces la hija de Eva, levantada de su larga humillación, fue rehabilitada en las leyes, glorificada en las artes. Un mismo culto unió bajo cielos diferentes, los minnesinger y nuestros trova­dores; y la imagen de dos mujeres, Crimilda y Beatriz corona los dos grandes poemas de la barbarie y del cristianismo».

El profesor se proponía terminar con la poesía dramática y di­dáctica. Luego, llegaría a los prosistas, a los cronistas, a los nove­listas y filósofos de la misma época, en suma, toda la historia li­teraria de entonces iba a exponerse en esas clases. Y ya el señor Soulacroix mostraba a Ozanam su deseo de que se publicara un libro de erudición y a la vez de vulgarización con el material de su curso, obra muy digna de hacer honor al nombre de su’ autor y de crearle títulos académicos para sus promociones futuras[/note]. .

Ozanam tenía otro propósito cuando había asumido el sagrado deber de enseñar y de escribir. El interés religioso figuraba en pri­mer lugar. En efecto, ese terreno de las antigüedades germánicas era, por aquel entonces, el punto en que convergían el espíritu ca­tólico y el espíritu filosófico que libraban entre sí ardientes bata­llas de ideas.

Frente al catolicismo surgía entonces en Alemania una escuela retrógrada que, deseosa de sólo deber a la antigua Germania pa­gana y bárbara su genio específico y su carácter étnico, acusaba al cristianismo de haberlo obligado a desviarse de su primera fuente y de haber detenido el curso de sus grandes destinos. Según ella, todo era puro, gigantesco, heroico, sobrehumano en esa época in­comprendida en que la orgullosa nación, virgen como sus selvas, no había entrado todavía en contacto con los vicios de la civiliza­ción latina, enervada por un nuevo culto y una nueva fe. Esa his­toria deformada era preciso enderezarla. Era preciso restituir a la barbarie elogiada con exceso de los antepasados la brutal realidad de su fisonomía: la corrupción de sus costumbres, la dureza de sus leyes, la ferocidad de sus guerras, la crueldad y la infamia de su culto y de sus dioses. Era preciso, en cambio, vengar de la ingrati­tud y de la calumnia del espíritu teutón ese cristianismo libertador que hizo brotar la luz en esas tinieblas, el orden en ese caos du­rante largos siglos de honor y de civilización.

«En cuanto a mí, el grave interés superior de mi tema —escribe de Oullins, el 17 de agosto de 1842— consiste en el hecho de que Alemania debe su genio y toda su civilización a la educación cristiana que le fue dada; que su grandeza se mide en proporción a su unión con la cristiandad; que para ella, como para todos, no hubo, ni habrá verdaderos destinos sino en el seno de la unidad romana, depositaria de todas las tradiciones temporales de la humanidad, como de los eternos designios de la Providencia.

«Todo esto parece sencillo, natural y de una verdad trivial de este lado del Rhin. Mas del otro lado, el orgullo nacional se complace en la quimera de una civilización autóctona que el cristianismo vino a destruir; de una literatura que, sin el contacto latino, se hubiera desarrollado con un esplendor sin precedente; de un porvenir, en fin, que puede ser todavía magnífico, si la raza de­generada vuelve a templarse en un teutonismo sin mezcla. El tipo germánico ya no es Carlomagno, sino Arminio».

Ozanam tiene en su contra, lo sabe, a todas las escuelas filosó­ficas, históricas, literarias alemanas, desde Hegel hasta Goethe y desde Goethe hasta Strauss. Está en lucha ahora con el orientalista Lassaen, con el historiador Gervinus, irreconciliables con esa mansedumbre cristiana que les echó a perder a sus grandes bárbaros. Bárbaros, seguirían siéndolo, como lo demostrará Ozanam, si por la fe cristiana no hubiesen entrado en posesión de la herencia re­ligiosa, científica, política de los pueblos modernos. Y añade que, al repudiarla, sólo pueden caer de nuevo en su atávica barbarie.

«Considerada en tal forma, la historia literaria era un verdadero drama cuya acción tenía como tema principal la alternativa de la vida o de la muerte para las sociedades. Esta enseñanza no es, sin embargo, más que una escaramuza inicial. Ozanam reserva sus principales argumentos para el libro que, más tarde, reproducirá sus lecciones, pero fortalecidas, desarrolladas, armadas de punta en blanco: Los Germanos antes del Cristianismo. Presenta el plano y el marco provisional a Lallier, añadiendo sin embargo: «Pero, amigo mío, no es pequeña cosa escribir un libro en los tiempos ac­tuales, sobre todo para mí a quien me cuesta tanto trabajo y tanto tiempo escribir. No dudo, pues, en encomendar el trabajo que ini­cio a sus buenas y fraternales oraciones».

Más tarde aún, este primer cuadro tendrá su contraparte en otro que mostrará la acción civilizadora del Evangelio en la primera de las tribus germánicas que obedecerá a su ley: será. El Cristianismo entre los Francos. Y el contraste de ese doble espectáculo pondrá de relieve la demostración total y experimental del progreso de las sociedades por la civilización cristiana y sólo por ella.

Mas los francos de entonces son los franceses de hoy. A nosotros, pues, sus herederos, a nuestro patriotismo corresponde rechazar las inicuas reivindicaciones de un teutonismo no menos ingrato que so­berbio: «Si la tesis favorita de la escuela teutónica consiste en ne­gar lo que Alemania debió a la civilización latina y en abjurar el honor de esa educación de nuestros padres, a nosotros franceses nos incumbe, como primogénitos de la familia, conservar esos títulos».

El profesor y el publicista no se conformarán con esto. A esos dos cuadros preliminares de la historia de la literatura alemana en la Edad Media, Los Germanos antes del Cristianismo, y El Cristia­nismo entre los Francos, que Ozanam llama su Germania, una pa­gana, otra cristiana, sucede un tercero. Se propuso un día represen­tar y desarrollar a través de la Edad Media la grandiosa concep­ción y la institución política de Carlomagno. Le daría el marco de seis siglos de la vida de la cristiandad y la obra llevaría el título de: El Santo Imperio Romano.

Al señor Soulacroix, Ozanam escribe, pues, el 27 de enero de 1842: «Los señores Mignet y Ampére a quienes consulté respecto al objeto de mis estudios y lecciones ulteriores sobre las letras en la Edad Media, me aconsejaron que vincule las lecciones de ese curso con un tema particular y por decirlo así con un episodio que yo trataría a fondo, siendo más limitado, pero que sin embargo ofrecería un interés general. Me páreció encontrar ese tema én un cuadro sintético del Santo Imperio Romano con el que se relacio­narían algunas de mis lecciones del año pasado, acaso las mejores que he dado hasta ahora. Se vería en ellas el Imperio, la monar­quía universal de los tiempos cristianos, idea concebida por el ge­nio de Carlomagno, imperfectamente realizada por sus sucesores, desarrollada por el derecho público, viva en la filosofía, en la poe­sía de los siglos XII, XIII y XIV. Se la vería después entrando en lucha con el papado y sucumbiendo en tal combate para no dejar, tras ella, sino un Imperio de Alemania reducido a su vez en nues­tros días a las proporciones del Imperio de Austria.

«Semejante trabajo, que no sería la historia pormenorizada de los hechos, sino más bien la historia filosófica de la institución, semejante trabajo que no se ha realizado todavía, arrojaría una gran luz sobre los asuntos generales de la vieja Europa. En él se encontrarían las causas de la caída de Italia y de la grandeza de Francia. En él habría lugar para los más célebres personajes de aquella época: Gregorio VII, Inocencio III, Federico Barbarroja, Rodolfo de Ausburgo. Figurarían los doctores, los juristas y los poe­tas como testigos, y volverían a aparecer ahí todos mis estudios coordinados, readaptados y reelaborados».

Mas ese trabajo, para honra del papado y de la Iglesia ¿lograría conciliarle, por su misma índole, las simpatías de la escuela histó­rica y del poder político del día? Hubiese sido desconocer el espíri­tu público de entonces creer tal cosa. La misma carta decía: «Al parecer, desde hace unos meses, ha aumentado la mala voluntad hacia los principios conservadores, de los cuales, sin embargo, el gobierno lamenta la decadencia. Acaban de enviar a predicar el sansimonismo en el colegio de Francia; un refugiado italiano va a substituir al señor Bautain en Estrasburgo; han otorgado la cruz de honor al autor de un libro tan antifrancés como anticatólico. Por otra parte, se autorizan cursos públicos para los obreros, im­partidos por hombres notoriamente hostiles a las ideas cristianas y que se afanan en revivir contra la Iglesia prejuicios moribundos y odios apagados».

Frente a esa hostilidad amenazadora, el irreductible cristiano católico que es Ozanam no disimulará nada de su fe, no sacrificará nada de su pundonorosa conciencia de historiador. Así lo escribe; y su suegro bien lo sabe: «Todo esto me inquieta a menudo, mi buen padre; pero no me desalienta. Sé que en nuestras conviccio­nes hay una fuerza mayor que la mala voluntad de nuestros ene­migos. De nada serviría disimularlo; no conquistaría con ello la confianza de los superiores que me conocen; perdería la de la ju­ventud que me quiere. No es inoportuno, en los tiempos en que vivimos, conservar algo de dignidad y de independencia.

«Este trabajo, que han aprobado muchos de los que me han oído hablar de él, necesita que yo madure un poco más su propó­sito. Luego me ocuparé de su ejecución; e inmediatamente después de Pascuas, reuniré los materiales necesarios».

¿Por qué las fuerzas y los años para realizarlo no lé fueron con­cedidos? ¿ Quién, fuera de él, estaba mejor preparado y mejor do­tado para llevarlo a cabo? ¿ Se imagina uno lo que hubiera sido para la religión y las letras una historia filosófica del Santo Imperio Romano, firmada por esa mano de maestro?

Mas, en todo cuanto escribe o enseña, el historiador católico reinvindica su derecho y reconoce su deber. Derechos y deberes son el tema de las cartas que es preciso releer. El primero es hablar conforme a sus propias convicciones religiosas. «Aquellos —dice—que no quieren poner una creencia religiosa en un trabajo cientí­fico, encontrarán acaso que, en mis obras, concedo una parte de­masiado grande al cristianismo; en cuanto a mí, no conozco hom­bre de corazón que quiera entregarse al duro oficio de escribir sin que lo domine alguna convicción. No aspiro a esa triste indepen­dencia cuya caracter1tica sería no creer en nada y no amar nada. Sin duda, no conviene prodigar las profesiones de fe; péro ¿ quién tendría el valor de tocar los puntos más misteriosos de la historia, de remontarse al origen de los pueblos, de ofrecerse el espectáculo de sus religiones, sin tomar partido sobre las cuestiones eternas que tratan? ¿ Y quién puede tomar semejante partido, sobre todo en un siglo de duda y de controversia, sin que su pensamiento quede impregnado de él y su palabra conmovida?»

Entonces, estableciendo claramente las condiciones de entera sinceridad que, en el creyente, se unen al respeto, a la fe y a su confianza en ella, Ozanam escribe con mano firme: «No se pue­de pedir al escritor más que dos cosas: primero, que su convicción sea libre e inteligente, y el cristianismo no acepta otra; segundo, que el deseo de justificar una creencia no conduzca a desnatura­lizar los hechos para sacar de ellos pruebas a la fuerza. Pero nada semejante se exige a la pluma de los escritores cristianos. Tranqui­los respecto a las supremas cuestiones de Dios, del alma, de la eter­nidad, que perturban. tantas inteligencias, deben entrar en la cien­cia con libertad y respeto. Saben que no está permitido disimular ninguna verdad, por pequeña, profana y molesta que parezca. Ten­drán escrúpulos en no disimular mancha alguna para tener el de­recho de no ocultar ninguna gloria. Si sus investigaciones los llevan a justificar un dogma revelado, lo reconocen y se alegran de ello, por amor a la verdad. Y si no les es dado apartar los obstáculos y llevar la ciencia hasta el punto en que encuentre la fe, saben que otros avanzarán más que ellos. Y tienen paciencia al pensar que el camino es largo, pero que al final está Dios».

El trabajo sobre los orígenes de la civilización en Europa, em­pezado con La Germanio, prosiguió sin interrupción con estudios semejantes sobre lo que Ozanam llama Italia en los tiempos bár­baros. Fue el tema de su curso del año de 1843 y de los siguientes, que se convirtieron más tarde en la Introducción de su libro sobre La civilización cristiana en el siglo V, del que volveremos a hablar.

Bástenos decir ahora la impresión que el profesor recibió para su alma, puesto que ésta es la que nos ocupa principalmente en este libro. Y veamos cómo habla de esto, desde entonces, a su joven her­mano en la siguiente carta del 23 de junio de 1843:

«Mi querido Carlos, poco me falta pára terminar el primer año de la historia literaria de Italia desde la era cristiana hasta la época de Carlomagno. Este trabajo ha sido para mí, como para mis oyen­tes, un estudio más profundo y más vivo del papado por quien se efectuó ese paso difícil de la antigüedad a los tiempos modernos. Pues bien, mi querido Carlos, he comprobado todo lo que gana _ uno en observar al cristianismo de cerca. He visto que sus bene­ficios, que yo no ignoraba, son mayores aún de lo que creía. Más que nunca siento cuánto debería uno amar a la Iglesia que tanto hizo para conservarnos, prepararnos, hacer posible todo lo que te­nemos de saber, inteligencia, libertad y civilización».

Mientras escribía la gran obra, Ozanam publicaba fragmentos aislados en El Corresponsal, mediante una revisión o mejor dicho una nueva redacción que le costaba gran trabajo, pues buscaba en ella solidez y perfección de fondo y de forma. Respecto a uno de esos artículos, escribía el 9 de marzo de 1843: «Acabo de terminar seis semanas que cuentan entre las más laboriosas de mi vida, en que me he negado toda distracción y he pasado parte de mis no­ches trabajando. Bien sabe usted, que la composición me resulta difícil; y más que nunca no puedo dejar que mi pluma se herrum­bre: se convierte en algo así como una vieja espada que ya no pue­de uno desenvainar». Mas dice que recibe su recompensa gracias a las inefables alegrías de las que escribe: «Hay que conocer tam­bién el placer de un esfuerzo victorioso, el deleite infinito de la ver­dad descubierta o de la belleza reproducida; esa dicha desintere­sada, ese estremecimiento del espíritu en la cercanía de la luz que lo visita y que viene de más alto, le da un presentimiento de la divinidad».

En efecto, Ozanam siempre pedía su auxilio al Espíritu de luz, ya sea antes de impartir su clase o de entregarse al estudio. Era sucesivamente la preparación y la consagración: «El día y la noche que precedían a su curso —refieren sus amigos íntimos— estaban dedicados a seleccionar y clasificar sus apuntes en el orden de su empleo; después, se colocaba frente a su tema, abarcándolo en su conjunto, para destacar la idea maestra que adquiría entonces todo su relieve. Sólo a una hora avanzada de la noche, una voz in­quieta podía arrancarlo a esa meditación solitaria, profunda. Muy temprano, reanudaba la cadena apenas interrumpida de su pen­samiento; y, cuando llegaba la hora, se ponía en camino como para cumplir una sagrada misión». Sus amigos refieren que ja­más lo vieron ir a su curso sin haber rezado de rodillas e invocado el socorro del Espíritu Santo para no proferir una sola palabra que pudiese herir la verdad.

Se lo imagina uno cruzando con pasos rápidos los jardines del Luxemburgo, cabizbajo, leyendo a veces algunos papeles, pero sin que la aplicación le impidiese ver las marcas de simpatía de que era objeto y corresponderlas. Llegaba a la Sorbona, luego se pre­sentaba en su cátedra, pálido, desencajado, nervioso, mirando va­gamente por encima de las cabezas de sus oyentes, como si temiera encontrar sus ojos.

No reproduciré aquí el retrato que Lacordaire trazó del orador, como un hombre que conoció él mismo el trabajo y los triunfos de la palabra pública[/note]. El señor Ampére ha dicho menos solemnemente: «Quienes no han oído profesar a Ozanam, no conocen lo más personal de su talento. Preparaciones laboriosas, acuciosas investigaciones en los textos, ciencia acumulada con grandes esfuer­zos; y luego improvisación brillante, palabra arrebatadora y pin­toresca: tal era su enseñanza. Preparaba sus lecciones como un benedictino y las pronunciaba como un orador: doble trabajo en que se consumió una constitución ardiente y que acabó con él».

Este era el peligro. Su suegro, el señor Soulacroix, le hacía alar­madas reflexiones respecto al cansancio excesivo que le causaba su modo de trabajar y de enseñar. Su decano, el señor Víctor Le Clerc, le decía por su lado: «¡Cuidado, señor Ozanam, modere usted esa elocuencia que lo arrebata! Sea usted un orador, pero más tranquilo. Esa palabra vívida, emocionada, apasionada, ese entusiasmo del que ya no es usted amo y que lo domina, alarma a sus amigos. Piense usted en el porvenir. Queremos que no supri­ma nada de ese porvenir que le es debido; lo queremos por usted y por nosotros».

Mas el cansancio del profesor no cesaba con el fin de la lección. Otra tarea lo esperaba a la puerta; no por ser de lo más grata de­jaba de aumentar su agotamiento. Esa misma juventud que Oza­nam acababa de tener suspendida a sus labios, siguiendo sus pasos, lo acompañaba al salir de la sala, formándole un cortejo de honor íntimo, familiar. Eran propiamente los discípulos que se esforza­ban por acercarse a él a fin de recoger la palabra particular y per­sonal de sus labios: la que nunca se olvida ; y que, siguiéndole así hasta su casa, por las avenidas del jardín del Luxemburgo, para prolongar la clase con una charla, lo obligaban a dar una clase de cinco cuartos de hora.

Otros, y éstos eran la mayoría, meditaban en silencio lo que acababan de oír. Era la verdad; disipaba sus dudas y se inclinaban ante ella. Un día, Ozanam encontró la nota siguiente, dirigida a él, en la portería de la Sorbona: «Señor, acabo de oír su clase. Es imposible negarse a creer lo que se expresa tan bien y con tanto corazón. Si esto puede ser para usted una satisfacción ¿ qué digo? una dicha, puede usted saborearla en toda su plenitud. Antes de conocerlo a usted, yo no creía. Lo que no pudieron hacer buen número de sermones, lo hizo usted en una sola vez; ha hecho usted de mí un cristiano. Reciba, señor, la expresión de mi alegría y de mi gratitud».

La mayor alegría correspondió al maestro: de ello da fe su her­mano con quien la compartió inmediatamente.

Ese acento de convicción que formaba creyentes, impresiona has­ta a los más irreverentes y los más escépticos: «Tiene el fuego sa­grado —escribía Sarcey—. Hay en este hombre una convicción interior tan grande, que, sin arte aparente, convence, conmueve. Tiene una imaginación tierna y soñadora, y encuentra admirables expresiones llenas de melancolía y casi poéticas. Al escucharlo, sien­te uno los ojos arrasados en lágrimas». Y Sarcey lo compara y lo opone al señor Jules Simon «que es orador hasta la médula, pero a quien le falta un poco de esa convicción interior sin la cual no es uno más que un admirable histrión». La convicción interior de Ozanam se llama fe.

Es cosa bien nueva en la Sorbona, eso de un curso de catolicismo por la historia, valga la expresión, profesado oficialmente y acogido con aplausos en una cátedra laica del Estado. Sin duda el reciente triunvirato de los señores Guizot, Cousin y Villemain acababa de arrojar incomparable brillo sobre la enseñanza superior de las le­tras. Mas si debía en parte su éxito a la elocuencia de esos maestros ¿ no debía su mayor popularidad a la política del momento, con que esa bella palabra se afanaba en halagar las pasiones y atisar los ardores? El joven profesor católico, en cambio, caminaba a la defensa de austeras doctrinas, contra la prevención popular, para una victoria que sólo deberá algo a la verdad, pero servida por una fuerza de convicción que sólo puede equipararse con su cariñosa dedicación a esos jóvenes, sus discípulos, para los cuales funda una escuela de verdad y a la vez de caridad.

Esa acción es lo que vamos a considerar ahora en el buen maestro.

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