Federico Ozanam (por Mons. Baunard): Capítulo 10

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

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Author: Monseñor Baunard · Translator: Salvador Echavarría. · Year of first publication: 1911 (Francia), 1963 (México).
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Capítulo X: La conferencia de Lyon

Visita a Lamartine.—Orígenes de la Conferencia de Lyon.—Sus obras.—Opo­siciones y progresos.—Impulso al Consejo General de la Sociedad.

1836-1838

El regreso de Ozanam a Lyon, después de cinco años de escuela, colmó de felicidad a su familia. El mismo se abandonó sin reserva ni medida a su afecto, compartiendo su alegría y su acción de gra­cias. Esa alegría para sus padres era la de recobrar a Federico íntegramente. Su madre lo escribe de él: «Ozanam, ese día, veía realizado para él mismo el deseo que había formulado para tantos otros jóvenes, verbigracia: regresar con su madre tal como ella lo había enviado, confiado y puro como antaño, con el corazón siem­pre entregado a los afectos de familia, fiel al deber cristiano y re­suelto a no desertar jamás su sendero». Y añade: «Esa alegría, sólo conocen su dulzitra quienes la han experimentado y dicen que entre todas las gracias recibidas del cielo pocas hay tan valiosas como ésta».

El señor y la señora Ozanam habían mandado disponer en su casa, según cuenta su hermano, la instalación del futuro abogado en la corte real de Lyon; pero aún faltaban cuatro meses para que abrieran sus puertas los tribunales. Esos meses de vacaciones, des­pués de una excursión que vamos a recordar, fueron consagrados por él a la fundación de la primera conferencia lionesa de San Vicente de Paúl que llenará este capítulo.

El interés de esta excursión de vacaciones, a poca distancia por lo demás, queda vinculada con el encuentro que hicieron él, su her­mano y un amigo, el señor de Maubout, del gran poeta Lamartine. Acababan de visitar las ruinas de la abadía de Cluny cuando en­contraron al grande hombre que los invitó a los tres a cenar con él, en Monceaux. La sociedad era numerosa y sumamente distin­guida, refiere el sacerdote. En su estilo brillante, el diputado de Sa6ne-et-Loire fingió que hacía poco casó de la filosofía y de la literatura, pues su único interés era la política, ama y señora de los tiempos y de los hombres. Ozanam, modesta y respetuosamente, participó en la conversación, y lo hizo con una moderación de pen­samiento y una distinción de palabra que llamaron la atención y conquistaron la simpatía de los comensales a ese joven desconocido, cuyo nombre preguntaban.

De este encuentro, Ozanam habla brevemente a Lallier: «Hice con mi hermano dos encantadores viajecitos: uno a Saint-Etienne donde vi los milagros de la industria, el otro al Máconnais y al Beaujolais donde encontré la hospitalidad del señor de Maubout, la sociedad del señor de Lamartine, bellos paisajes de otoño, pobla­ciones sorprendentes por su fidelidad a la fe y a las prácticas reli­giosas». Ya en el curso de ese año, siendo estudiante, había obser­vado, en una carta a su madre, esa pretensión del gran escritor de ser por encima de todo un gran estadista: «Fui a ver —escri­bé— al señor de Lamartine. Rodeado de políticos, apenas me dirigió la palabra». Y es que no hablaban el mismo idioma.

Una observación aún más dolorosa había sido la de la semi-defección religiosa del poeta. Ozanam desahogó su dolor en los siguientes términos en una carta dirigida a su amigo Dufieux: «An­taño, escuchábamos en las Meditaciones y las Armonías los melo­diosos gemidos de la poesía cristiana. Mas he aquí que, engreída en sí misma, ha pretendido comunicar directamente con Dios, sin intérprete y sin velo; y actualmente la vemos con pena detenerse a medio camino en la vía de la verdad».

Parece que esa alma superficial se atenía por aquel entonces al puro deísmo y al racionalismo. La Iglesia tuvo que alzar la voz: «Dos acontecimientos literarios recientes —escribe Ozanam durante esas mismas vacaciones— han dejado en mí dolorosa amar­gura. Me refiero a la inscripción en el Indice del Jocelyn de La­martine y a la publicación de las Palabras de un Creyente de Lamennais».

Tal es su dolor; pero su dolor en la fuerza; y esa fuerza, la ad­miro en su alta y enérgica adhesión a ese gran golpe de la Santa Sede y en esta espléndida profesión de fe católica romana:: «Roma —escribe a Lallier— Roma manifestó gran valor al condenar al primero, y poco teme al segundo. No teme al genio porque tiene en su favor algo más que el genio, el Espíritu Santo, que siempre la inspira; pero es doloroso ver al genio desertar solemnemente y pasar tránsfugo al bando opuesto. Piar lo demás, tránsfugo impo­tente, pues al abjurar su fe, abdica su gloria y su fuerza, doble mo­tivo de luto para quienes lo amaban».

Ozanam era y seguía siendo uno de éstos: «Muchas veces —de­clara el Padre Ozanam— oímos a nuestro hermano decirnos que las pruebas y los años llevarían un día al poeta del Crucifijo a la fe y a la piedad desu madre».

A su vez, Lamartine dejaba ver que pocos hubiesen sido más adecuados para preparar su retorno que el joven sabio de quien escribirá más tarde en su Curso familiar de Literatura: «Ese joven a quien no he dejado de querer, parecía por la fisonomía, por el alma, por la serenidad de la mirada, por el timbre monótono y afectuoso de la voz, un brahmán cristiano —el símil es extraño—que predicara el Evangelio de la ciencia y de la paz a nuestro mun­do de discordia y contienda. Creía, como nosotros, que la verdad existe en dosis más fuerte en el corazón que en el espíritu. De sus dogmas rebosaba la unción, como los soles de Oriente derraman, por la mañana y por la tarde, rocío. Había en torno suyo una es­pecie de atmósfera de ternura hacia los hombres. Respiraba y as­piraba no sé qué aire balsámico que había atravesado el viejo Edén. Cada una de sus respiraciones y aspiraciones os arrebataba el corazón y os entregaba el suyo. Su ortodoxia era una caridad de espíritu perfecta también para los demás. Suavizaba todas las as­perezas entre las ideas. Aunque mi filosofía ya no fuese la suya en todos sus artículos, esas diferencias no establecían divergencia al­guna de alma, ni la menor frialdad de sentimiento entre nosotros. Se podía discrepar, pero no disputar con ese hombre sin hiel: su tolerancia no era una concesión, era un respeto».

Ozanam, en esos eclipses y detrás de esas caídas, consideraba el mal de la Iglesia traicionada, de los fieles escandalizados, de la juventud perturbada, y se le oía decir como antaño: «¿Y ahora, amigo mío, quién llenará entre nosotros el lugar que dejan va­cío esos dos hombres? ¿ Quién, entre nosotros, vendrá a sentarse en el asiento desierto de nuestro Tertuliano? ¿ Quién se atreverá a reco­ger la lira caída en el polvo y a terminar el himno empezado? Yo sé que Dios y que la Iglesia no necesitan poetas ni doctores; pero quienes los necesitan son los creyentes endebles que las defecciones escandalizan; son los que no creen y desprecian nuestra pobreza de espíritu. Somos nosotros los que necesitábamos a veces ver a hom­bres más grandes y mejores, cuyo pie abriera el sendero, cuyo ejem­plo alentara y enorgulleciera nuestra debilidad. No podemos, jóve­nes cristianos, pensar en substituir a esos hombres; pero ¿no podría­mos ser algo así como su moneda y llenar con el número y el trabajo la laguna que han dejado en nuestras filas?»

En la misma fecha, 5 de noviembre de 1836, la misma carta ob­serva, en cambio, un acontecimiento consolador. Ozanam escribe: «He trabajado un poco, durante estas vacaciones, en la organización de nuestra pequeña Conferencia de San Vicente de Paúl». Esta rá­pida y valiosa mención nos indica a ciencia cierta la fecha del pri­mer origen de la Conferencia de Lyon. Un mes después, el 4 de diciembre, Ozanam presentaba el siguiente informe de esta funda­ción al consejo de París: «Varios jóvenes, que habían formado par­te de la sociedad de París, estando ese año en Lyon, de regreso en sus familias, terminado el curso de sus estudios, recordaron a los amigos que les habían hecho grato y suave el destierro de la capital, y la felicidad que habíán sentido al realizar juntos un poco de bien y al evitar mucho mal. Todo los impulsaba para que reanudaran los lazos que acababan de romper; y habiéndose efectuado entre ellos un acercamiento natural, fundaron aquí, copiando vuestro modelo, una conferencia de caridad».

La primera reunión se había celebrado el 16 de agosto; la asis­tencia fue escasa. La accesión de unos lioneses, antiguos miembros, también ellos, de las primeras conferencias de París, aumentó el número a trece. Otros seis jóvenes de la ciudad pidieron que se les admitiera; otros tres fueron presentados: formaron así veintidós miembros, «compañeros de limosnas y oraciones», todos ellos pene­trados del espíritu primitivo de la Sociedad: espíritu de fe y de pie­dad para sí mismo; espíritu de caridad corporal y espiritual hacia los pobres; espíritu de celo para el reclutamiento de las conferencias de París por los jóvenes lioneses que estudiaban en la gran ciudad: «regresarán formados por vosotros, trayéndonos en su pecho el fuego sagrado que vosotros habréis mantenido».

Veinte familias fueron visitadas y adoptadas: «Los asistidos, co­mo sus visitantes, se edifican mutuamente, pues viven unidos y como envueltos todos ellos bajo el manto de San Vicente de Paúl».

Debía leerse esa carta el 8 de diciembre en asamblea en París: «Ese día que vosotros habéis solemnizado, estaremos reunidos en torno de los altares del mismo Dios, a los pies de la misma Virgen inmortal, nosotros, hijos de la ciudad que fue la primera en honrar a su Inmaculada Concepción con un culto público». Ozanam, para terminar, saludaba en el presidente general, señor Bailly, «al padre que había sido el ángel de la guardia de su juventud en la capital y de quien ahora él y sus amigos añoran siempre la sabiduría ausente y remota».

Los sentimientos de gratitud filial de Ozanam hacia ese gran hombre de bien se manifiestan aún mejor en una de sus cartas del primer tiempo en la que recomienda a su buena acogida a un joven lionés, el señor Hatery, que iba a estudiar en París: «¿A quién —le pregunta— a quién lo recomendaría mejor que a usted que, con ese buen señor Ampére, habéis ejercitado sobre mí este feliz pa­trocinio, vosotros a quienes muchas madres que no conocéis, ben­dicen porque les habéis conservado la religión de sus hijos? Si os parece conveniente, podréis invitarlo poco a poco a formar parte de la Sociedad de San Vicente de Paúl».

Añade: «En lo sucesivo, a menudo llegarán jóvenes de Lyon como éstos, hijos de la ciudad de los mártires. Ya somos varios aquí los que hemos hecho la dulce experiencia de los consejos y de los buenos ejemplos de usted. Y nos esforzaremos en procurar el mis­mo beneficio a la generación de la que somos los mayores. Será uno de los principales propósitos de la Conferencia de San Vicente de Paúl establecida en nuestra ciudad en unión con la sociedad de París. Nuestra obra aquí es naciente, pero viva. Es débil; pero podrá volverse fuerte si conserva sus vínculos con la obra madre. Lo necesita, aunque no fuese más que para superar los obstáculos que encuentra aquí por parte de gentes de bien timoratas.

«Hacednos, pues, crecer y multiplicar, mejorar, ser más tiernos y más fuertes, ya que, al paso que los días se añaden a los días, se ve el mal sumarse al mal y la miseria a la miseria. A las cues­tiones políticas se substituye la cuestión social, lucha entre la po­breza y la riqueza, entre el egoísmo que quiere tomar y el egoísmo que quiere guardar. Entre esos dos egoísmos, terrible será el cho­que, si la caridad no se interpone: si no se hace mediadora, con la omnipotencia del amor, entre los pobres que tienen la fuerza del número y los ricos que tienen la del dinero. En estos conceptos mi­sericordiosos, no sin alguna razón, la Providencia ha suscitado en vosotros el pensamiento de fundar nuestra obra, que ha hecho cre­cer bajo vuestros auspicios».

El mes de julio siguiente Ozanam podía escribir a la Asamblea general de la fiesta de San Vicente de Paúl que la joven con­ferencia de Lyon había elevado a cuarenta el número de sus miem­bros. Se visitaba a trescientas familias, etc. Todo había duplica­do en ocho meses. Y el presidente decía también: «Nadie, en esta fiesta faltará a esta cita de las almas. Estaremos allí todos juntos bajo la mirada de San Vicente de Paúl, nuestro padre, de la San­tísima Virgen, nuestra madre, y de Jesucristo nuestro Dios».

Por laica que fuera, la conferencia no dejaba de tener podero­sos apoyos en la élite del clero. Varios curas, en particular el de. San Pedro, eran sus adictos; y sobre todo el señor Vicario gene­ral que administraba las asociaciones católicas de la diócesis. En fin, palabras de halago y bendición para ella habían caído de los venerables labios del arzobispo, Monseñor de Pins, administra­dor diocesano que ocupaba el lugar del cardenal Fesch.

Ozanam ha escrito: «No es posible hacerse ilusión: la Socie­dad ha encontrado desconfianza en todas partes». Acabamos de oírlo quejarse «de los obstáculos que le suscitan en Lyon hasta gen­te de bien». El Boletín de 1837 indica las causas: su origen extran­jero y sobre todo parisiense. Su novedad «en una ciudad no me­nos apegada a sus instituciones y a sus costumbres del pasado que a sus piadosas creencias y a sus antiguos amores». En fin, la pie­dad rutinaria de varios, desconfiada en sus sospechas, categórica sin miramientos en su celo.

Al referir a los cofrades de París esos laboriosos principios, Oza­nam les describía la tradicional modestia de las sesiones, la cegue­ra de las prevenciones contrarias, los procedimientos cristianos con que respondía esa honrada y pacífica juventud: «Nos reunimos el martes a las ocho de la noche. Tenemos como en. París, la mesa, el tapiz verde, las dos velas, los bonos, los trajes viejos, etc., pero la sala no está muy llena, ni tampoco la bolsa. Hemos experimen­tado las pequeñas contrariedades que habíamos previsto. Piadosas personas, aun personas graves, se han atemorizado; han gritado, han dicho que una cábala de jóvenes «menasianos» (partidarios de Lamennais) habían logrado imponer el Padre Lacordaire al arzobispo de París y querían establecerse como amos y señores en Lyon; que habían solicitado a todas las Hermanas de la Cari­dad de la ciudad para obtener listas de pobres; que eran cuando menos_ treinta; que algunos, entre ellos, ni siquiera eran cristianos; que iban a desacreditar las demás obras por la forma equivocada en que conducirían la suya, etc., etc.

«Según el criterio de nuestro reglamento, nos hemos hecho muy pequeños y humildes; hemos declarado nuestras intenciones inofensivas, nuestro respeto por las demás obras; y en la actualidad ya no se habla mal de nosotros, si no es para decir que no tendre­mos éxito. . . Espero que, a pesar de esas siniestras profecías, triunfaremos, no por la clandestinidad, sino por la humildad; no por el número, sino por el amor; no por las protecciones, sino por la gra­cia de Dios».

Más a gusto con Lallier, la pintoresca elocuencia de Ozanam, en una carta íntima, se da rienda suelta respecto de «esos señorones legos de la ortodoxia, Padres de concilio vestidos de frac y con pantalones de trabilla; infalibles doctores que fallan ex cátedra de sobremesa; puritanos de provincia para quienes todo lo que viene de París es perverso; doctrinarios irreductibles cuya opinión po­lítica constituye el décimo tercer artículo del símbolo, acaparado­res de todas las obras de las cuales quieren tener el monopolio, etc. No se imagina usted, amigo mío, las mezquindades, las ruindades, las vilezas, las argucias y minucias que esas buenas gentes, con la mejor fe del mundo, han mostrado hacia nosotros. Chaurand y yo, como principales fundadores y directores de la obra, hemos estado constantemente sobre la brecha,; y esa lucha nos cansa mucho. Pero el mayor mal es que queda siempre un poco de acritud en el espíritu, y la caridad sufre forzosamente por razón de estas discusio­nes, a las que, sin embargo, nadie puede sustraerse, en aras del bien y de la verdad».

Esas quejas no eran las del descorazonamiento, como da fe la última parte del informe: «La conferencia, en 1837, llevó el número de sus miembros a cincuenta, aproximadamente, de los cuales treinta y cinco participan asiduamente en sus trabajos». El in­forme de diciembre decía: el rigor de la actual estación hace que encontremos buena acogida- en todas partes y buen auxilio en nues­tra cristiana población lionesa; en nuestros pobres, mucha fe; y en fin, en nosotros mismos, tesoros de alegría y resignación. Así pues, en este dulce trato de la caridad, los gastos son pocos y grandes las utilidades».

Prosigamos. En vista del auge de sus miembros y de la gran distancia qu’e separaba a los diversos barrios de la ciudad, la conferencia había resuelto escindirse en dos: una para el norte, otra para el sur; una en la parroquia de San Pedro, la otra en la de San Francisco. Se visitaba a setenta y cinco familias. «Una de ellas arrebatada al proselitismo protestante, un niño bautizado, varios hombres llevados a la frecuentación de los sacramentos, to­do ello permitía a los cofrades creer que la asistencia de la gra­cia divina no había faltado a sus débiles esfuerzos».

Mas la obra principal, muy conforme al espíritu de San Vi­cente de Paúl, había sido la institúción de un Círculo o lugar de reunión para la numerosa guarnición de la gran ciudad. «Un buen sacerdote de la Casa de los misioneros diocesanos, situada en el centro de varios cuarteles, se compadeció de tantas pobres almas olvidadas en torno suyo y nos rogó que lo ayudáramos a salvarlas. Se escogió un local. En él se reunió una Biblioteca de 500 volúmenes. A la vuelta de cinco meses, 268 soldados han ve­nido a instruirse allí en fuentes sanas. Los libros prestados han circulado, y más de -mil lectores han recogido el beneficio de esa institución.

«A la biblioteca vino a añadirse una Escuela, en donde dos ve­ces por semana los cofrades dan lecciones de escritura, de lectu­ra, de cálculo que, al multiplicar las relaciones entre ellos y nos­otros, provocan de una parte íntimas confidencias y de otra sa­ludables consejos. En fin, todos los domingos, una reunioncita que tal vez crezca, se forma para oír una instrucción del sacerdo­te y decir la oración de la noche». Ozanam refiere los frutos de moralización y conversión: «En esas frecuentes comunicaciones con el soldado hemos aprendido mucho: jamás hubiéramos creí­do que tantos excelentes corazones latieran bajo el uniforme, y conservaran un cariñoso apego a la fe de su madre y a los ejemplos de sus hermanas».

En su respuesta a Ozanam, el señor Bailly decía: «Entregué al arzobispo su carta sobre la obra de los soldados; lo conmovió mucho. Es una bella misión. Trate de escribirnos antes del 10 de diciembre en que nos reuniremos».

Ya lo había hecho Ozanam: «Nos sentiríamos muy complaci­dos al ver establecerse, en París y luego en otras partes algo semejante a lo que hacemos aquí, para que nuestros buenos sol­dados que nos dejan para trasladarse a otra guarnición tengan la seguridad de encontrar allá el mismo afectuoso auxilio». Y de­signó a cierto celoso sacerdote, vicario de San Valerio, iglesia pró xima a los Inválidos, que le parece muy adecuado para ese mi­nisterio.

Digamos inmediatamente que el informe del año siguiente deja constancia de un progreso en cada una de las dos conferencias y en sus instituciones anexas. Se les añadió la asistencia médica impartida a los enfermos por jóvenes médicos de la Sociedad; la distribución gratuita de medicinas, en dos farmacias de los ba­rrios. «Esperamos que, al cuidar así del bien de los cuerpos, será posible multiplicar el bien de las almas. No se sabe cuántas mara­villosas metamorfosis puede realizar un médico piadoso en un le­cho de muerte».

El mismo informe relata los frutos de conversiones debidas a las instrucciones dadas el domingo por la noche a los soldados. En otros, se arroja la semilla, que habrá de germinar tarde o tempra­no. Depende en gran parte de nosotros. «¡Ah! —exclama Oza­nam— ¿ quién puede decir los resultados que podríamos obtener, si una piedad más ardiente nos hiciera menos inferiores a nuestra vocación? . . . No faltan, en torno nuestro, católicos a secas; pe­ro sería preciso convertirlos en santos. ¿ Y cómo hacer santos sin serlo uno mismo? ¿ Cómo predicar a los desgraciados virtudes que ellos poseen en mayor grado que nosotros? En esto también, de­bernos reconocer con San Vicente de Paúl que son superiores a nosotros. ‘Esos pobres de Jesucristo son nuestros amos y señores —decía el santo— y nosotros -no somos dignos de prestarles nues­tros pequeños servicios’.»

Pero sobre todo París, sede y centro de la Sociedad, era obje­to de la incesante y remota solicitud del fundador ausente. Al di­rigirse a Lallier, secretario general, brazo derecho del venerable presidente, Ozanam le recordaba las obligaciones de su cargo. Le escribe que la primera consiste en vincular todas ‘las conferencias entre ellas y con París, hogar común de luz y de calor. «No basta crecer, es preciso al mismo tiempo unirse y ligar al centro cada uno de los puntos de la circunferencia con rayos continuos. Nues­tra pequeña Sociedad de. San Vicente de Paúl se ha vuelto lo bas­tante considerable para que se la considere como un hecho pro­videncial y por algo ocupa usted en ella un lugar importante. No se engañe usted, secretario general: es usted, después del señor Bailly, el alma de la Sociedad. De usted depende la unión de las diversas conferencias, y de la unión depende el vigor y la dura­ción de la obra».

Ozanam indica uno por uno los medios para lograr tal resulta­do: el primero de todos es la circular adjunta al informe anual dirigido a las conferencias. El informe relata las obras, la circular recuerda su espíritu, sus reglas, su fin supremo. En efecto, des­de el año de 1837, Lallier inauguró la serie de las Circulares del consejo general, que después han contribuido tan eficazmente a propagar la corriente de la caridad cristiana hasta los confines del mundo: «Empezamos con vosotros —decía la primera— un intercambio de palabras que nos será sumamente grato. Lo sa­béis: una cosa sobre todo ayuda y fortifica en el mundo: el pen­samiento de que está uno rodeado de consejos y de ejemplos. Vi­ve uno dos veces cuando tiene amigos; y las sociedades de cari­dad viven dos veces cuando tienen hermanas».

Fuera de esa primera obligación, el secretario general asistirá con frecuencia a las asambleas particulares; verá de cuando en cuando a los presidentes; presidirá las reuniones de la Junta directiva ; estimulará a véces la tranquilidad acaso- excesiva del pre­sidente general; no descuidará la correspondencia con las conferencias de provincia; las apremiará para que envíen puntualmen­te sus informes. Luego, para terminar: «Ahora, querido amigo, quisiera a todo trance conversar de viva voz con usted dos horas y comunicarle un montón de cosas que se dicen y no se escriben».

Lo reprende a veces: «Cuidemos de no encerrarnos en costum­bres demasiado estrictas y en infranqueables límites de número de cofrades y duración de las sesiones. ¿Por qué las conferencias de Saint-Etienne-du-Mont y de San Sulpicio no pueden pasar de cin­cuenta miembros asiduos? Pensemos en ello. Le corresponde a usted, por su ancianidad y su cargo en la Sociedad, reanimarla de cuando en cuando mediante nuevas inspiraciones de celo, sin per­juicio para el espíritu antiguo, injertando el progreso en la tradi­ción».

Lo felicita y le da las gracias a menudo: «El anuncio de las tres nuevas reuniones que usted tuvo en París nos ha dado una gran alegría. No dejemos dispersarse los elementos de la unión ni dete­nerse el movimiento de atracción que los acerca. Siga usted dán­donos el beneficio de esas Circulares insistiendo en los puntos más capaces de interesar a la sociedad. . . ¡Si supiera usted qué autori­dad tiene para nosotros una palabra venida de París!»

Busca con él un medio para vincular entre sí y con el centro a los jóvenes asociados que el fin de sus estudios ha arrojado en el aislamiento de su ciudad o de su pueblo. «A falta de conferencia ¿ no podría unírseles en la oración, en la caridad y el ejercicio pri­vado de obras acerca de las cuales darían cuenta en una corres­pondencia que mencionaría el informe anual? En tal forma, habría intercambio de ideas, de sentimientos y de consuelos en todos los puntos de Francia en que andan dispersos los hijos de San Vicente de Paúl. Así, la Conferencia de París ya no sería un simple tránsito de dos o tres’ años sin resultado, y no tendríais que gemir por más de doscientos asociados perdidos ahora. Seríais la cúspide de una pirámide de amplia base que tocaría las cuatro extremidades del país. Y la juventud francesa del siglo XIX habría levantado un monumento grato a Dios en este suelo que la juventud del si­glo pasado había profanado de modo tan infame».

Ozanam advierte cabalmente la debilidad de los instrumentos. «Somos todavía aprendices en este arte divino —escribe en otra parte—. Esperemos que algún día nos convertiremos en hábiles y útiles obreros. Entonces, en todos los puntos en que nos haya colo­cado la Providencia, lucharemos a quién logre producir mayor dicha y virtud en torno suya. Entonces, cuando nos participéis nues­tros éxitos, nosotros responderemos con los nuestros. Y de todos los puntos de Francia se elevará un armonioso concierto de fe y de amor en alabanza de Dios».

Estas cartas de Ozanam tienen postdatas reservadas a la anti­gua clientela de, su caridad en París, en particular la de los niños: «Si ve usted al señor de Kerguelen, encárguele que diga dos pala­bras de amistad de parte mía a los pequeños aprendices Mario y Blondeau».

Pero el principal interés del que trata con’ el querido secretario general es la lealtad al primitivo espíritu de la Sociedad, que es el espíritu mismo de San Vicente de Paúl. La humildad es la primera virtud. Lo que más teme para ella, más aún que la contra­dicción, es la exaltación; lo que desea, en cambio, es menos la prosperidad qué la obscuridad en el ejercicio del bien: «Apruebo —le escribe— su intención de hablarnos, en su próxima circu­lar, de la necesidad, para nosotros, de permanecer oscuros. Sería bueno asentar ante todo este principio: que la humildad es obligatoria para las asociaciones como para los individuos, y apoyar­la con el ejemplo de San Vicente de Paúl que reprendió a un sacerdote de la Misión por haber nombrado a su Compañía ¡Nues­tra Santa Compañía! Así pues, no exhibirse, sino, dejarse ver, tal podría ser nuestra fórmula».

Ozanam reprueba «ese orgullo colectivo que, amparándose de­trás del espíritu de cuerpo, viene a inflar con vanas alabanzas los relatos sobre las hazañas de las conferencias y de los cofrades. Re­prueba los sermones y los sermonarios que creen servirnos al coronarnos de flores. Felicita a la Sociedad por haber sabido descon­certar la envidia al hacerse pequeña: Nos profetizaba que la pu­blicidad sería nuestra muerte; vivimos gracias a la oscuridad; así crecimos e hicimos algún bien, así dimos un mentís a los profetas de mal agüero».

Era, pues, exactamente el espíritu de sabiduría que el Señor ha­bía comunicado al joven Salomón, de quien había hecho el jefe de sus -jóvenes tribus y que había puesto a la cabeza de la construc­ción de ese templo de su caridad. Las propias cartas decían: «Los jefes de esas asociaciones deberían ser santos, para atraer sobre ellas las gracias de Dios. Por eso, a menudo me pregunto cómo me atrevo, yo tan débil y tan malo, a seguir siendo el represen­tante de tan gran número de jóvenes buenos». —»Mi querido arraigo ¡quién me librará de mí mismo, sino Aquel a quien pedi­mos que nos libre del mal! Pidamos juntos ¡y recibiremos! En cuanto a mí —dice– jamás comulgo sin rezar especialmente por vosotros. ¡Adiós! Nos encontraremos, creo, el domingo próximo, en la cita de la Santa Eucaristía».

Entre tanto, a fines de 1838, Lallier habiendo a su vez conquis­tado el doctorado y litigado bastante, abandonaba París para ir­se a vivir en Sens donde la función de juez suplente del tribunal, y poco después su matrimonio con una persona de esa ciudad, lo fijaron para toda la vida.

Por su parte, Ozanám, desde hacía un año,- ejercía, también él, su profesión. Lo encontraremos en la barra de Lyon.

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