Capítulo V: La conferencia de historia. La obra de apostolado
La conferencia abierta. Conferenciantes y trabajos. Apostolado de Ozanam por la palabra: defensa de la Iglesia. Apostolado por la Prensa: La Tribuna, la revista contemporánea. Los sansimonianos. La élite militante. Palabra estéril. La acción de caridad: ¡vamos a los pobres!
1833
La conferencia de historia y de filosofía que, con el concurso de Ozanam, el señor Bailly había fundado sobre las ruinas de la Sociedad de los Buenos Estudios, cuadruplicó en un año el número de sus socios. Por eso, Ozanam podía escribir el 13 de marzo de 1833: «Hoy, la Conferencia cuenta unas sesenta personas, entre ellas varias de gran talento; y el amplio local en que nos reunimos está atestado». Hemos visto, por otra parte, que las peticiones de Ozanam a Monseñor de Duelen reunieron una primera vez cien y una segunda vez doscientas firmas. Si todos no eran socios, cuando menos eran amigos.
Un folleto publicado a fines de 1833, da la lista, larga y variada, de todos los temas tratados en la Conferencia, en el curso del año universitario. Además de sabios trabajos de los que hablaremos después, Ozanam trató «de la poesía y de su influencia; de la acción del clero y de los legos, de la filosofía y del cristianismo»; y leyó unos versos el día de año nuevo. Se oyó a Lallier disertar «sobre el mahometanismo, sobre las riquezas morales y materiales, sobre la teoría económica de las épocas críticas y orgánicas». Lamache estudió «la pintura sobre vidrio, la arquitectura y la estatuaria en la Edad Media»; Le Taillandier «la historia de las órdenes religiosas, las creencias fundamentales de la antigüedad, la constitución del pueblo judío». Danton, el futuro inspector general de la Universidad, presentó el relato de «la insurrección española en tiempos de Carlos V»; Cheruel «expuso los principios de la riqueza; el estado actual de la religión y la filosofía, echó una ojeada al porvenir . . .», etc. «Diversos sentimientos se manifestaron en la tribuna —leemos en la reseña de esas pequeñas lides—. El amor a la verdad presidía esos debates. Aunque a veces discrepaban, los miembros de la Conferencia siempre siguieron unidos de corazón».
No era, sin embargo, puro diletantismo, sino ardiente proselitismo religioso, sobre todo en Ozanam, para quien la Conferencia era, como se la ha nombrado, el ejercicio de un «apostolado intelectual». Por lo demás, se preparaba concienzuda y religiosamente. Confía a uno de sus amigos de Lyon que trabaja mucho el tema de sus charlas. «Hago para la Conferencia una historia abreviada de las ideas religiosas de la antigüedad; y ya me han pasado por las manos China y la India [/note]. . Por mínima que sea esta erudición, me es sumamente útil; pues llega siempre a las mismas conclusiones. Siempre, después de atravesar el largo laberinto de los mitos y de la alegorías, el ojo descubre en el fondo del santuario la misteriosa clave del enigma, que es la palabra de Dios».
Cada una de estas conferencias, sometida después a una comisión que presentaba un informe acerca de ella en la sesión, daba lugar a una discusión que, entre esos jóvenes, parecía una batalla. Si la antigua Sociedad de los Buenos Estudios, formada en vita, de la conservación y de la preservación, sólo había admitido miembros de la misma opinión religiosa y política, la Conferencia de historia, reclutada en vista de la conquista, no había temido abrirse a todos los matices y divergencias del pensamiento contemporáneo, cuyo renacimiento esperaban Ozanam y sus amigos.
Escribe: «La lid está abierta a todas las opiniones, inclusive a las doctrinas sansimonianas; y, fuera de la política, excluida por el programa, el dominio de la discusión es ilimitado y su libertad plena y entera. Jóvenes filósofos vienen a pedir cuentas al catolicismo de sus doctrinas o de sus obras. Entonces, valiéndose de la inspiración del momento, uno de nosotros hace frente al ataque, explica el pensamiento cristiano mal entendido, expone la historia para mostrar en ella las gloriosas aplicaciones de ese pensamiento; y, encontrando a veces una fuente de elocuencia en la grandeza del tema, establece sobre bases sólidas la inmortal unión de la verdadera filosofía con la fe».
Ese alguien era casi siempre el propio Ozanam, por ser, sin lugar a dudas, el que tenía más conocimientos y el que hablaba mejor. Poseía el don de la réplica fácil, rápida, aguda y pintoresca.
Frente a él, el enemigo era la escuela sansimoniana, derruida, es cierto, en sus aplicaciones, pero vivaz, a pesar de todo, en su filosofía. Evolucionaba, desde entonces, con Auguste Comte, profesor en la Escuela Politécnica, hacia el positivismo. Y como, después de 1880, «la Religión de la Humanidad» seguía aspirando a la sucesión del antiguo cristianismo decaído, difunto.
Un día que uno de esos solícitos enterradores hablaba de proceder a su entierro, Ozanam subió a la tribuna y contó lo siguiente: «Cuando los salvajes de América se preparan a librar sangrientos combates con sus hermanos de la soledad, nunca se olvidan, para darse ánimo, de entonar un canto de guerra en honor de su futura victoria, descontando de antemano el número de cabelleras que arrancarán a sus enemigos: tal es, según los relatos de los viajeros, la costumbre de los hurones y de los iroqueses. ¿ Acaso esa costumbre se transmitió hasta nuestros pueblos; y no la encontráis en este peán triunfal prematuramente entonado por el preopinante?»
Ese triunfador demasiado apresurado se llamaba Broet. «El señor Broet pretende que el catolicismo ha terminado su obra; que expira hoy en la anarquía que lo desgarra y el letargo que lo adormece, sin proponerse ni lograr el bien de la Humanidad. Sobre ese terreno le ruego que me siga».
Se adivina lo demás: La Iglesia en la divina solidez de su constitución y la perpetua y universal fecundidad de su acción enseñando la verdad, sembrando el bien, irradiando lo bello a través de los siglos; reinando todavía hoy sobre los espíritus, los corazones, las costumbres; adorada por sus hijos, victoriosa de sus enemigos, conquistando ambos mundos. . . Habiendo enderezado a esa condenada a muerte en la inmortalidad desesperante de una vida que es preciso aceptar, el joven apóstol dijo, deteniéndose: «Pero basta. ¿ De qué sirve ahora venir a exclamar en medio de las naciones: `El cristianismo ha muerto’? Hace dieciocho siglos que nos aturden los oídos con esa oración fúnebre. Esa pretendida muerte se objetaba ya a los Apóstoles. También a ellos los acusaron de ser agonizantes, quasi morientes. Y tampoco ellos respondieron: conquistaron el mundo».
Al apostolado de la palabra, el joven unía el de la pluma, en la prensa. La prensa católica sólo estaba representada entonces por algunas modestas unidades. El clero no conocía sino El Amigo de la Religión y del Rey —que ya no era a la sazón sino El Amigo de la Religión a secas— cuando, en 1832, el señor Bailly se había atrevido a poner, si no enfrente, cuando menos a su lado, La Tribuna, Gaceta del Clero. Era un periódico menos monarquista del antiguo régimen, que se preciaba de colocar «por encima de las opiniones políticas variables y pasajeras, los intereses de la Iglesia ; ampliamente abierta a las ideas del progreso por el cristianismo; simpatizaba con la alianza de la ciencia y de la fe; repudiaba el galicanismo a la par que el absolutismo; y era resueltamente reacio a los procedimientos agresivos y a las polémicas amargas». Esto decía su Artículo o Programa. Allí colaboraba Federico Ozanam.
Allí, por ejemplo, en 1833, escribía respecto a una obra de lingüística hebraica: «Veréis que en definitiva toda verdad racional desembocará en la verdad religiosa. Nuestra tarea personal es, sin duda, más humilde. Las verdades científicas son demasiado dispersas y demasiado confusas para que un hombre se levante solo y las junte como un rebaño disperso; y, empujándolas delante de él, las lleve al redil. Debemos imponer ante todo la dirección cristiana a cada una de ellas, una por una».
Pocos días después, en julio de 1833, La Tribuna recibió unas páginas de Ozanam aún mejores, magnánimas y conmovedoras. El sansimonismo, ya acribillado y ridiculizado, se derrumbaba en la inmoralidad. Sus jefes cayeron, víctimas de una condena judicial.
Era una victoria para el pensamiento de Ozanam. No se vanaglorió de ella ; y, en vez de pisotear al enemigo abatido, tuvo el hermoso gesto, si no de levantarlo, cuando menos de compadecerlo y honrarlo, saludando en él generosas aspiraciones que le suplicaba que dirigiera en lo sucesivo hacia el Cristo verdadero, el único capaz de satisfacerlas. En vez de reír de esos vencidos de quien estaba de moda mofarse, los alabó por haber sacudido el manto de la indiferencia en materia religiosa, para llevar a los espíritus a la seriedad de las cuestiones doctrinales; por haber soñado, a su modo, en la redención de la humanidad sufriente; por haber tributado un homenaje al Evangelio, al sofisticarlo: «Los sansimonianos son unos extraviados —recalcaba con una confianza conmovedora—; pero para muchos, esa desviación de la ortodoxia no habrá sido sino una curva cóncava que volverá a llevarlos a ella. Lo que buscaban inconscientemente era a Cristo. Algunos ya se vuelven hacia El. Y sus brazos, como los de. la Iglesia, siguen abiertos para acoger a todos los demás».
¿No han tenido razón quienes admiraron, en este artículo de un jovencito, «una imparcialidad misericordiosa, una elevación de conceptos, un modo natural de valor, que hacen de él una de las mejores páginas de Ozanam estudiante? Hay en tal artículo algo más que una obra maestra de inteligencia, hay una obra maestra del corazón».
Más que el lirismo de la elocuencia, esa magnanimidad con los disidentes humillados o reconciliados, constituía una fuerza conquistadora. Unida a la instrucción religiosa y al celo apostólico del que Ozanam da el ejemplo a sus amigos, esa generosa actitud les brinda, sobre sus adversarios, una superioridad que afirma en los siguientes términos: «Por el hecho de que los católicos son tan numerosos como quiénes no lo son; y que por otro lado, muestran mayores conocimientos, mayor entusiasmo, celo y asiduidad, siempre se decide en su favor la victoria».
Además, la unión hacía su fuerza: «Entre nosotros reina una franca e íntima cordialidad: ¡una especie de fraternidad! Con nosotros, hay siempre benevolencia y cortesía. En particular hay unos diez de nosotros, unidos más estrechamente por los vínculos del espíritu y del corazón, especie de caballería literaria, amigos abnegados y sinceros que se abren el alma para decirse mutuamente sus alegrías, sus esperanzas, sus tristezas».
Ozanam ha trazado el siguiente cuadro de su intimidad a la vez seria y alegre y se le cita a menudo por ser vívido y ameno: «A veces, cuando el aire era más puro y la brisa más suave, a los rayos de luna que rielaban sobre la majestuosa cúpula del Panteón, el policía, alarmado, pudo ver seis u ocho jóvenes con los brazos entrelazados pasear largas horas sobre la plaza solitaria. Su frente era serena, su paso tranquilo, sus palabras llenas de entusiasmo, de sensibilidad, de consuelo. Se confiaban muchas cosas de la tierra y del cielo; se contaban muchos pensamientos generosos, muchos piadosos recuerdos: hablaban de Dios y de sus padres; y también de sus amigos que se habían quedado en el hogar doméstico, y de su patria, y de la humanidad. El estúpido parisiense que pasaba cerca de ellos al correr a sus placeres, no comprendía su idioma; era un idioma muerto que pocas personas conocen aquí. Mas yo sí lo comprendía, pues estaba con ellos y, al escucharlos, pensaba y hablaba como ellos y sentía ensancharse mi corazón. Me parecía que me volvía hombre y yo, tan débil y pusilánime, hacía acopio, en esas charlas, de algunos instantes de alegría para los trabajos del día siguiente».
Ese «débil, ese pusilánime» era, sin embargo, el que los animaba. Y esas «palabras llenas de entusiasmo, de sensibilidad y de esperanza», que se decían entre ellos eran las que se leen en sus cartas de entonces, es decir de enero y marzo de 1833: «Necesitamos algo que se adueñe de nuestra alma y nos arrebate, que domine nuestros pensamientos y los eleve. Necesitamos poesía en medio de este mundo prosaico y frío; pero, al mismo tiempo, de una filosofía que dé cierta consistencia a nuestras concepciones ideales ; entiendo con esto un conjunto de doctrinas que sean la base de nuestros estudios, el móvil de nuestras acciones. El catolicismo será ese punto central en que habrán de converger todas las búsquedas de nuestra inteligencia, todos los sueños de nuestra imaginación. Así desaparecerá esa vaguedad del espíritu que es el mal de nuestra edad, y esa melancolía del corazón que es su debilidad y su sufrimiento».
Nada faltaba, pues, para dar ánimo a esa juventud; pero casi todo faltaba a su experiencia. La Conferencia de historia, al aceptar sobre sus bancos a los representantes y partidarios de todas las opiniones y de todas las religiones ¿ sabía a dónde la llevaría este paso? ¿No la engañaba su ardiente proselitismo? Y, al prestar su tribuna al debate contradictorio de todas las objeciones, esa joven élite católica, por mucho que hubiese estudiado las razones de su fe ¿ podía halagarse de poseer todas sus soluciones? Ozanam observa, sin duda, en sus cartas, que la discusión no versaba sobre las materias de orden propiamente teológico, sino únicamente sobre la historia y la acción social del catolicismo. No por eso deja de ser cierto que espíritus menos indulgentes con la audacia de los jóvenes no se sentían muy tranquilos, al ver la santa causa de la religión descansar en manos tan inexpertas y tan ligeramente armadas.
Uno de ellos era el venerable señor Picot, fundador y redactor del periódico El Amigo de la Religión, rezago del antiguo régimen, que largos servicios en la prensa católica habían investido, ante el clero, de una autoridad casi dictatorial. Sistemáticamente reacio a toda novedad, receloso, además, desde los extravíos de la escuela de Lamennais, cuya sombra lo obsedía, se alarmaba del peligro análogo que hacía correr a la doctrina de la verdad esa apologética juvenil carente de toda dirección y de todo control eclesiástico.
Era, en efecto, la época en que se publicaban las Palabras de un Creyente. Superando las violencias de ese delirante panfleto, el profesor Lherminier había escrito hacía poco: «El Papado apenas respira. En nuestro país, el genio lo desprecia y calla. Mas, si me fuera dado mostrar la secreta indignación de esa alma orgullosa, veríais las montañas de desprecio que en ella se amontonan».
Ozanam contestó al insulto. En su modo impersonal y amplio, dejando a un lado a Lherminier y Lamennais, expuso ante la Conferencia de historia el papel secular del papado, que mostró esforzándose por distribuir a todos, en particular a los pequeños, el triple alimento físico, intelectual y moral. Con ello lo elevaba al Capitolio: «Que, a su lado, ninguna inteligencia se jacte de sus descubrimientos —concluía en substancia— y que nadie espere superar al cristianismo. Jesucristo, como Colón, ha descubierto un nuevo mundo intelectual. Los descubrimientos que podrían hacerse después sólo servirían para añadir algunas islitas circunvecinas al mundo revelado».
Sin embargo, en esos mismos días, en el mismo lugar, había ocurrido que un colega, el joven Elías de Kertanguy, creyó conveniente acudir en auxilio del «Creyente», reproduciendo en la pequeña tribuna algunas de sus declamaciones contra la política opresora del papa y de los reyes. Ahora bien, Kertanguy era secretario de Lamennais, de quien iba a convertirse en sobrino político. Ozanam, que le respondió, puso todo su delicado ingenio en recusar al panegirista por ese doble motivo que lo descalificaba. Lo obligó a retirar sus lamentables palabras y a declarar que sólo a él lo comprometían.
El Amigo de la Religión, generalizando, atacó a toda la conferencia en conjunto, y en particular a aquel miembro que era su vicepresidente y notoriamente su jefe. «Todo lo que se decía y se escribía allí no era sino un montón de asertos casi siempre infundados, falsos, extravagantes». Luego, con un tono diferente: «Se comprenderá el peligro, en las circunstancias actuales. Se verá por estos pormenores, hasta qué punto jóvenes espíritus se dejan convencer por teorías y sistemas de los cuales esperemos que la reflexión y la experiencia habrán de apartarlos poco a poco».
Era una advertencia y una denuncia.
Ozanam lo ignoraba aun cuando recibió una carta acongojada, arrepentida, no del autor del artículo, sino del que, al hacer un resumen incompleto y parcial del discurso de Ozanam, había proporcionado, sin quererlo, la materia y el pretexto de esa mal intencionada página. Era un joven monarquista apasionado, llamado Cartier; el cual, inconsolable ahora por la pena que iba a sentir Ozanam, a quien quería, le confesaba su falta en tres páginas e imploraba su perdón. El incidente terminó con gran honra para Ozanam. La respuesta a Cartier, encontrada hace poco, es un modelo de cordialidad y de generosa dignidad. La citaré en parte:
«Señor: Gracias por la leal conducta que ha observado usted conmigo, al anunciarme el artículo publicado contra mí en El Amigo de la Religión. La imprudencia que usted pudo haber cometido queda reparada con creces por la amistosa confesión que usted me hace.
«Somos jóvenes, señor, y como tales, expuestos a faltas de esa índole; pero somos también cristianos, y como tales nos debemos el perdón y el olvido, sobre todo cuando esas faltas se deben a un error involuntario. El paso que ha dado usted merece de parte mía agradecimiento: le asegura, además, mi estimación y me hace desear su amistad.
«Así pues, le prometo no hablar en la conferencia de este asunto que me causa viva pena, o si, por algún motivo, me veo obligado a hablar, le prometo hacerlo de modo que nada pueda herir su delicadeza.
«Podrá suceder, señor, que no compartamos las mismas doctrinas políticas, pero siempre estaremos de acuerdo en las máximas inquebrantables de la religión y de la caridad. ¡Quiera Dios que las relaciones que acaba de establecer entre nosotros este desagradable asunto estrechen los vínculos de la fraternidad católica y nos aseguren en el espíritu de uno y de otro un amistoso recuerdo!
«Quedo de usted, Señor, con mi más distinguida consideración, su seguro servidor y afectuoso colega».
Así sabía perdonar Ozanam.
A esta carta iba adjunta otra que suplicaba a Cartier que transmitiera al eclesiástico anónimo, autor del artículo: «No encontrará usted nada ofensivo, sino un llamado a su benevolencia y a su justicia. Espero que se sirva usted entregársela. Es de gran importancia para mí».
Esta respuesta decía: «En su penúltimo número, me hizo usted el honor de hablar de mí, joven desconocido, y de analizar un discurso que, según decía, pronuncié en una reunión literaria íntima, familiar, en que se desea ante todo la discreción y la paz. Mas, puesto que da usted suficiente importancia a nuestras conversaciones amistosas para comunicarlas a sus respetables lectores, cuando menos debería usted reproducirlas con escrupulosa fidelidad. Sin embargo, el análisis que usted dio deja mi pensamiento trunco, me achaca expresiones odiosas y ridículas; va acompañado de reflexiones severas en que se me atribuyen ideas e intenciones que rechazo».
Se acusa a Ozanam de calumniar la monarquía. «Como estudiante, estudio la historia en la medida de mis fuerzas. No sé si me engaño; pero, a buen seguro, no calumnio[/note]. Se me incluye en una escuela hostil a los reyes. Cristiano, me vanaglorío de no pertenecer a ninguna escuela que no sea la de la verdad, es decir la Iglesia. Mas si, en la lucha de las opiniones políticas, mis simpatías se dirigen a alguna parte, se inclinan más bien hacia una juiciosa monarquía».
Ozanam expresa su dolor por una censura que recae sobre ‘una reunión de jóvenes de buena voluntad que, pese a su pequeño número y a la contradicción, habían encontrado en su fe el valor de defender a su santa madre Iglesia, ultrajada por todas partes. «Pero no es una declaración de principios políticos lo que he venido a hacer. Quizá llegará un día en que tendré derecho de exponer mis propias opiniones. Entre tanto, vivo de mi fe, que procede de mi Dios, y de mi honor que procede de mis padres. Permítame que los defienda a ambos».
El señor Picot no se negó a publicar la larga respuesta de Ozanam, un poco airada, es cierto, pero cuyo sentimiento de sinceridad lo conmovía sin convencerlo1.
Sin embargo, Ozanam no había esperado el día de esos reproches, junio de 1834, para dirigirse a sí mismo serias advertencias. La delicada conciencia del joven cristiano estaba alerta. Algunos hechos atemorizaban su responsabilidad. Ocurría que en el curso de las discusiones iniciadas de improviso, los campeones del cristianismo, sorprendidos, no habían estado a la altura de su tarea. Se reunió una comisión en casa de Lamache, calle y hotel Corneille, para determinar las medidas que era preciso tomar contra semejantes sorpresas. No se llegó a ninguna conclusión.
Un día que Lallier, uno de los tres comisionados, lo lamentaba con el veterano del pequeño grupo, Le Taillandier, originario de Ruán, estudiante de segundo año de derecho, éste, espíritu frío, silencioso, pero de un gran sentido práctico, acabó por decir tranquilamente al final: «Me gustaría en vez de todo esto, otro género de reunión, compuesta únicamente de jóvenes católicos que, en vez de bellos discursos y disputas, se dedicaran todos juntos a hacer buenas obras».
Mas ¿no sería esto capitular? Esta vez no recibió respuesta.
Llegaban de afuera otras advertencias. Ozanam las menciona en la siguiente forma: «Cuando nosotros, católicos, en nuestras relaciones con nuestros compañeros de estudio no creyentes, deístas, sansimonianos, furiefistas, artesanos de la reforma de la sociedad, nos esforzábamos por recordarles las obras benéficas del cristianismo, los oíamos contestamos invariablemente: ‘Tenéis razón, si habláis del pasado: el cristianismo hizo maravillas en otros tiempos; pero hoy ¿ qué hace por la humanidad? Y vosotros mismos que os jactáis de ser católicos ¿qué hacéis para mostrar la vitalidad, y la eficacia de vuestra fe y para demostrar su verdad?’ » Ozanam confesaba que ese reproche lo conmovía profundamente.
Una circunstancia vino a plantear la cuestión con urgencia, exigiendo mayor rigor. Lamache lo recuerda así: «Desde los primeros meses de 1833, un joven orador que se convirtió en uno de los redactores más notables de El Nacional, llevó a la conferencia un elogio de Lord Byron, al que unió el de Voltaire, que fue una larga blasfemia. Ozanam aceptó el reto; pero salió de allí profundamente triste. Lo que lo entristecía era la ofensa a Dios y a la Iglesia. Dirigiéndose a nosotros, nos dijo: «i Cuán doloroso es ver a nuestra santa madre Iglesia atacada en tal forma y al catolicismo desfigurado y calumniado así!»
No concluye de ahí que deba abandonarse la defensa religiosa. «Permanezcamos sobre la brecha —dice— para hacer frente a los ataques. Mas ¿no experimentáis como yo, la necesidad de tener, fuera de esta conferencia militante, otra pequeña sociedad, compuesta por_entero de piadosos y buenos amigos, que unan las obras a la palabra y afirmen así la verdad de su fe por las obras?»
«Después de medio siglo de distancia —prosigue Lamachetengo presente en mi memoria esta pequeña escena. Me parece ver los ojos de Ozanam apesadumbrados, pero al mismo tiempo llenos de entusiasmo y de fuego. Me parece oír esa voz que revelaba la emoción profunda del alma. Cuando se separó el pequeño grupo, cada miembro llevaba en el corazón el dardo inflamado que Nuestro Señor Jesucristo acababa de arrojarle con la palabra del joven compañero».
Sin embargo, hasta entonces Ozanam sólo había preconizado la acción cristiana en general; pero ¿ qué acción? Uno de los días siguientes, en una reunión un poco más numerosa, en la calleja des Gris, en casa del señor Serre, lionés, cuyo alojamiento era más grande, la charla dio un paso hacia adelante. A la par que pedía que se conservara la Conferencia de historia, Ozanam llegó a confesar que era para él una fuente de amargos sinsabores. En esto, abriendo su corazón de par en par, preguntó: «Después de un año de trabajo y combates ¿ qué afortunado resultado ha producido esta conferencia a la que mi familia me reprocha, no sin razón, haber sacrificado mis estudios de derecho? Como precio de tantas penas y sacrificios ¿ hemos realizado una sola conquista para Jesucristo?»
Y entonces, humilde, pero resueltamente: «Si nuestro esfuerzo no tiene éxito ¿no será porque algo falta a la eficacia sobrenatural de nuestra palabra?» Lo afirmó, diciendo: «Sí, para que nuestro apostolado reciba la bendición de Dios, le falta algo: las obras de beneficencia. La bendición del pobre es la bendición de Dios».
El Padre Ozanam, el más explícito de los biógrafos de su hermano en lo que concierne a esos orígenes de la Conferencia de caridad, añade el siguiente epílogo al relato de Lamache: «Al salir de allí, Federico encontró en el umbral a Le Taillandier no menos afectado que él. ‘Pues bien, prácticamente ¿qué vamos a hacer para traducir nuestra fe en actos?’ se preguntaron. Y con un mismo corazón cristiano, respondieron: ‘Es preciso hacer lo que sea más agradable a Dios. Por lo tanto, hay que hacer lo que hacía Nuestro Señor Jesucristo cuando predicaba el Evangelio. ¡Vamos a los pobres!’ »
Así lo hicieron ambos y sin tardanza. Esa misma noche, Ozanam y Le Taillandier llevaron a casa de un pobre, conocido suyo, la poca leña que aún tenían para los últimos meses de invierno.
Cuatro años después, el 21 de agosto de 1837, Ozanam escribía a Le Taillandier y le recordaba aquellos días, añadiendo la siguiente particularidad: «¿No fundará usted una Conferencia en Le Mans? ¿No le dará usted unos hermanos, usted que fue uno de nuestros padres; usted que fue, bien lo recuerdo, el primer autor de nuestra Sociedad?» Cierto es que, en otra carta, Ozanam atribuye ese mismo título de primer fundador al señor Bailly, su primer presidente. Así pues, según este hombre modesto, cada uno de ellos había sido el fundador de la sociedad, pero no él.
Inmediatamente, la reunión, electrizada por su palabra, le encargó que fuera a participar sin mayor dilación al señor Bailly su caritativo propósito y le suplicara que fuera su patrón.
No podían haberse dirigido a alguien mejor preparado y dispuesto que este sacerdote, como vamos a verlo.
- A este respecto, me complace remitir al lector al amplio desarrollo que le ha dado el señor Georges Goyau en los cuatro artículos de la Revista práctica de Apologética, t. XIV, intitulados Apostolado intelectual del joven Ozanam, en que, en bello lenguaje, nuestro querido escritor católico lo hace revivir todo, el pensamiento, la fe, la acción y el gran corazón del hombre con quien está emparentado en todos esos aspectos