Federico Ozanam (por Mons. Baunard): Capítulo 05

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Monseñor Baunard · Traductor: Salvador Echavarría. · Año publicación original: 1911 (Francia), 1963 (México).
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Capítulo V: La conferencia de historia. La obra de apostolado

La conferencia abierta. Conferenciantes y trabajos. Apostolado de Ozanam por la palabra: defensa de la Iglesia. Apostolado por la Prensa: La Tri­buna, la revista contemporánea. Los sansimonianos. La élite militante. Palabra estéril. La acción de caridad: ¡vamos a los pobres!

1833

La conferencia de historia y de filosofía que, con el concurso de Ozanam, el señor Bailly había fundado sobre las ruinas de la So­ciedad de los Buenos Estudios, cuadruplicó en un año el número de sus socios. Por eso, Ozanam podía escribir el 13 de marzo de 1833: «Hoy, la Conferencia cuenta unas sesenta personas, entre ellas varias de gran talento; y el amplio local en que nos reunimos está atestado». Hemos visto, por otra parte, que las peticiones de Ozanam a Monseñor de Duelen reunieron una primera vez cien y una segunda vez doscientas firmas. Si todos no eran socios, cuan­do menos eran amigos.

Un folleto publicado a fines de 1833, da la lista, larga y varia­da, de todos los temas tratados en la Conferencia, en el curso del año universitario. Además de sabios trabajos de los que hablare­mos después, Ozanam trató «de la poesía y de su influencia; de la acción del clero y de los legos, de la filosofía y del cristianismo»; y leyó unos versos el día de año nuevo. Se oyó a Lallier disertar «so­bre el mahometanismo, sobre las riquezas morales y materiales, so­bre la teoría económica de las épocas críticas y orgánicas». Lamache estudió «la pintura sobre vidrio, la arquitectura y la estatuaria en la Edad Media»; Le Taillandier «la historia de las órdenes re­ligiosas, las creencias fundamentales de la antigüedad, la constitución del pueblo judío». Danton, el futuro inspector general de la Universidad, presentó el relato de «la insurrección española en tiem­pos de Carlos V»; Cheruel «expuso los principios de la riqueza; el estado actual de la religión y la filosofía, echó una ojeada al por­venir . . .», etc. «Diversos sentimientos se manifestaron en la tribu­na —leemos en la reseña de esas pequeñas lides—. El amor a la verdad presidía esos debates. Aunque a veces discrepaban, los miembros de la Conferencia siempre siguieron unidos de corazón».

No era, sin embargo, puro diletantismo, sino ardiente proselitis­mo religioso, sobre todo en Ozanam, para quien la Conferencia era, como se la ha nombrado, el ejercicio de un «apostolado intelec­tual». Por lo demás, se preparaba concienzuda y religiosamente. Confía a uno de sus amigos de Lyon que trabaja mucho el tema de sus charlas. «Hago para la Conferencia una historia abrevia­da de las ideas religiosas de la antigüedad; y ya me han pasado por las manos China y la India [/note]. . Por mínima que sea esta erudi­ción, me es sumamente útil; pues llega siempre a las mismas con­clusiones. Siempre, después de atravesar el largo laberinto de los mitos y de la alegorías, el ojo descubre en el fondo del santuario la misteriosa clave del enigma, que es la palabra de Dios».

Cada una de estas conferencias, sometida después a una comi­sión que presentaba un informe acerca de ella en la sesión, daba lugar a una discusión que, entre esos jóvenes, parecía una batalla. Si la antigua Sociedad de los Buenos Estudios, formada en vita, de la conservación y de la preservación, sólo había admitido miem­bros de la misma opinión religiosa y política, la Conferencia de historia, reclutada en vista de la conquista, no había temido abrir­se a todos los matices y divergencias del pensamiento contemporá­neo, cuyo renacimiento esperaban Ozanam y sus amigos.

Escribe: «La lid está abierta a todas las opiniones, inclusive a las doctrinas sansimonianas; y, fuera de la política, excluida por el programa, el dominio de la discusión es ilimitado y su libertad plena y entera. Jóvenes filósofos vienen a pedir cuentas al catoli­cismo de sus doctrinas o de sus obras. Entonces, valiéndose de la inspiración del momento, uno de nosotros hace frente al ataque, explica el pensamiento cristiano mal entendido, expone la historia para mostrar en ella las gloriosas aplicaciones de ese pensamiento; y, encontrando a veces una fuente de elocuencia en la grandeza del tema, establece sobre bases sólidas la inmortal unión de la ver­dadera filosofía con la fe».

Ese alguien era casi siempre el propio Ozanam, por ser, sin lugar a dudas, el que tenía más conocimientos y el que hablaba me­jor. Poseía el don de la réplica fácil, rápida, aguda y pintoresca.

Frente a él, el enemigo era la escuela sansimoniana, derruida, es cierto, en sus aplicaciones, pero vivaz, a pesar de todo, en su filo­sofía. Evolucionaba, desde entonces, con Auguste Comte, profesor en la Escuela Politécnica, hacia el positivismo. Y como, después de 1880, «la Religión de la Humanidad» seguía aspirando a la su­cesión del antiguo cristianismo decaído, difunto.

Un día que uno de esos solícitos enterradores hablaba de proce­der a su entierro, Ozanam subió a la tribuna y contó lo siguiente: «Cuando los salvajes de América se preparan a librar sangrientos combates con sus hermanos de la soledad, nunca se olvidan, para darse ánimo, de entonar un canto de guerra en honor de su futura victoria, descontando de antemano el número de cabelleras que arrancarán a sus enemigos: tal es, según los relatos de los viajeros, la costumbre de los hurones y de los iroqueses. ¿ Acaso esa costum­bre se transmitió hasta nuestros pueblos; y no la encontráis en este peán triunfal prematuramente entonado por el preopinante?»

Ese triunfador demasiado apresurado se llamaba Broet. «El se­ñor Broet pretende que el catolicismo ha terminado su obra; que expira hoy en la anarquía que lo desgarra y el letargo que lo ador­mece, sin proponerse ni lograr el bien de la Humanidad. Sobre ese terreno le ruego que me siga».

Se adivina lo demás: La Iglesia en la divina solidez de su consti­tución y la perpetua y universal fecundidad de su acción enseñan­do la verdad, sembrando el bien, irradiando lo bello a través de los siglos; reinando todavía hoy sobre los espíritus, los corazones, las costumbres; adorada por sus hijos, victoriosa de sus enemigos, con­quistando ambos mundos. . . Habiendo enderezado a esa condena­da a muerte en la inmortalidad desesperante de una vida que es preciso aceptar, el joven apóstol dijo, deteniéndose: «Pero basta. ¿ De qué sirve ahora venir a exclamar en medio de las naciones: `El cristianismo ha muerto’? Hace dieciocho siglos que nos aturden los oídos con esa oración fúnebre. Esa pretendida muerte se obje­taba ya a los Apóstoles. También a ellos los acusaron de ser ago­nizantes, quasi morientes. Y tampoco ellos respondieron: conquis­taron el mundo».

Al apostolado de la palabra, el joven unía el de la pluma, en la prensa. La prensa católica sólo estaba representada entonces por algunas modestas unidades. El clero no conocía sino El Amigo de la Religión y del Rey —que ya no era a la sazón sino El Amigo de la Religión a secas— cuando, en 1832, el señor Bailly se había atrevido a poner, si no enfrente, cuando menos a su lado, La Tribuna, Gaceta del Clero. Era un periódico menos monarquista del antiguo régimen, que se preciaba de colocar «por encima de las opiniones políticas variables y pasajeras, los intereses de la Iglesia ; amplia­mente abierta a las ideas del progreso por el cristianismo; simpa­tizaba con la alianza de la ciencia y de la fe; repudiaba el galica­nismo a la par que el absolutismo; y era resueltamente reacio a los procedimientos agresivos y a las polémicas amargas». Esto decía su Artículo o Programa. Allí colaboraba Federico Ozanam.

Allí, por ejemplo, en 1833, escribía respecto a una obra de lin­güística hebraica: «Veréis que en definitiva toda verdad racional desembocará en la verdad religiosa. Nuestra tarea personal es, sin duda, más humilde. Las verdades científicas son demasiado disper­sas y demasiado confusas para que un hombre se levante solo y las junte como un rebaño disperso; y, empujándolas delante de él, las lleve al redil. Debemos imponer ante todo la dirección cristiana a cada una de ellas, una por una».

Pocos días después, en julio de 1833, La Tribuna recibió unas páginas de Ozanam aún mejores, magnánimas y conmovedoras. El sansimonismo, ya acribillado y ridiculizado, se derrumbaba en la inmoralidad. Sus jefes cayeron, víctimas de una condena judicial.

Era una victoria para el pensamiento de Ozanam. No se vana­glorió de ella ; y, en vez de pisotear al enemigo abatido, tuvo el her­moso gesto, si no de levantarlo, cuando menos de compadecerlo y honrarlo, saludando en él generosas aspiraciones que le suplicaba que dirigiera en lo sucesivo hacia el Cristo verdadero, el único capaz de satisfacerlas. En vez de reír de esos vencidos de quien estaba de moda mofarse, los alabó por haber sacudido el manto de la indi­ferencia en materia religiosa, para llevar a los espíritus a la serie­dad de las cuestiones doctrinales; por haber soñado, a su modo, en la redención de la humanidad sufriente; por haber tributado un homenaje al Evangelio, al sofisticarlo: «Los sansimonianos son unos extraviados —recalcaba con una confianza conmovedora—; pero para muchos, esa desviación de la ortodoxia no habrá sido sino una curva cóncava que volverá a llevarlos a ella. Lo que busca­ban inconscientemente era a Cristo. Algunos ya se vuelven hacia El. Y sus brazos, como los de. la Iglesia, siguen abiertos para acoger a todos los demás».

¿No han tenido razón quienes admiraron, en este artículo de un jovencito, «una imparcialidad misericordiosa, una elevación de conceptos, un modo natural de valor, que hacen de él una de las mejores páginas de Ozanam estudiante? Hay en tal artículo algo más que una obra maestra de inteligencia, hay una obra maestra del corazón».

Más que el lirismo de la elocuencia, esa magnanimidad con los disidentes humillados o reconciliados, constituía una fuerza con­quistadora. Unida a la instrucción religiosa y al celo apostólico del que Ozanam da el ejemplo a sus amigos, esa generosa actitud les brinda, sobre sus adversarios, una superioridad que afirma en los siguientes términos: «Por el hecho de que los católicos son tan numerosos como quiénes no lo son; y que por otro lado, muestran mayores conocimientos, mayor entusiasmo, celo y asiduidad, siem­pre se decide en su favor la victoria».

Además, la unión hacía su fuerza: «Entre nosotros reina una franca e íntima cordialidad: ¡una especie de fraternidad! Con nos­otros, hay siempre benevolencia y cortesía. En particular hay unos diez de nosotros, unidos más estrechamente por los vínculos del es­píritu y del corazón, especie de caballería literaria, amigos abne­gados y sinceros que se abren el alma para decirse mutuamente sus alegrías, sus esperanzas, sus tristezas».

Ozanam ha trazado el siguiente cuadro de su intimidad a la vez seria y alegre y se le cita a menudo por ser vívido y ameno: «A ve­ces, cuando el aire era más puro y la brisa más suave, a los rayos de luna que rielaban sobre la majestuosa cúpula del Panteón, el policía, alarmado, pudo ver seis u ocho jóvenes con los brazos entre­lazados pasear largas horas sobre la plaza solitaria. Su frente era serena, su paso tranquilo, sus palabras llenas de entusiasmo, de sen­sibilidad, de consuelo. Se confiaban muchas cosas de la tierra y del cielo; se contaban muchos pensamientos generosos, muchos piado­sos recuerdos: hablaban de Dios y de sus padres; y también de sus amigos que se habían quedado en el hogar doméstico, y de su pa­tria, y de la humanidad. El estúpido parisiense que pasaba cerca de ellos al correr a sus placeres, no comprendía su idioma; era un idioma muerto que pocas personas conocen aquí. Mas yo sí lo com­prendía, pues estaba con ellos y, al escucharlos, pensaba y hablaba como ellos y sentía ensancharse mi corazón. Me parecía que me volvía hombre y yo, tan débil y pusilánime, hacía acopio, en esas charlas, de algunos instantes de alegría para los trabajos del día siguiente».

Ese «débil, ese pusilánime» era, sin embargo, el que los animaba. Y esas «palabras llenas de entusiasmo, de sensibilidad y de esperanza», que se decían entre ellos eran las que se leen en sus cartas de entonces, es decir de enero y marzo de 1833: «Necesitamos algo que se adueñe de nuestra alma y nos arrebate, que domine nuestros pensamientos y los eleve. Necesitamos poesía en medio de este mundo prosaico y frío; pero, al mismo tiempo, de una filosofía que dé cierta consistencia a nuestras concepciones ideales ; entiendo con esto un conjunto de doctrinas que sean la base de nuestros estudios, el móvil de nuestras acciones. El catolicismo será ese punto central en que habrán de converger todas las búsquedas de nuestra inteli­gencia, todos los sueños de nuestra imaginación. Así desaparecerá esa vaguedad del espíritu que es el mal de nuestra edad, y esa me­lancolía del corazón que es su debilidad y su sufrimiento».

Nada faltaba, pues, para dar ánimo a esa juventud; pero casi todo faltaba a su experiencia. La Conferencia de historia, al acep­tar sobre sus bancos a los representantes y partidarios de todas las opiniones y de todas las religiones ¿ sabía a dónde la llevaría este paso? ¿No la engañaba su ardiente proselitismo? Y, al prestar su tribuna al debate contradictorio de todas las objeciones, esa joven élite católica, por mucho que hubiese estudiado las razones de su fe ¿ podía halagarse de poseer todas sus soluciones? Ozanam obser­va, sin duda, en sus cartas, que la discusión no versaba sobre las materias de orden propiamente teológico, sino únicamente sobre la historia y la acción social del catolicismo. No por eso deja de ser cierto que espíritus menos indulgentes con la audacia de los jó­venes no se sentían muy tranquilos, al ver la santa causa de la religión descansar en manos tan inexpertas y tan ligeramente ar­madas.

Uno de ellos era el venerable señor Picot, fundador y redactor del periódico El Amigo de la Religión, rezago del antiguo régimen, que largos servicios en la prensa católica habían investido, ante el clero, de una autoridad casi dictatorial. Sistemáticamente rea­cio a toda novedad, receloso, además, desde los extravíos de la escuela de Lamennais, cuya sombra lo obsedía, se alarmaba del peligro análogo que hacía correr a la doctrina de la verdad esa apologética juvenil carente de toda dirección y de todo control eclesiástico.

Era, en efecto, la época en que se publicaban las Palabras de un Creyente. Superando las violencias de ese delirante panfleto, el profesor Lherminier había escrito hacía poco: «El Papado ape­nas respira. En nuestro país, el genio lo desprecia y calla. Mas, si me fuera dado mostrar la secreta indignación de esa alma orgullosa, veríais las montañas de desprecio que en ella se amon­tonan».

Ozanam contestó al insulto. En su modo impersonal y amplio, dejando a un lado a Lherminier y Lamennais, expuso ante la Conferencia de historia el papel secular del papado, que mostró esforzándose por distribuir a todos, en particular a los pequeños, el triple alimento físico, intelectual y moral. Con ello lo elevaba al Capitolio: «Que, a su lado, ninguna inteligencia se jacte de sus descubrimientos —concluía en substancia— y que nadie espere superar al cristianismo. Jesucristo, como Colón, ha descubierto un nuevo mundo intelectual. Los descubrimientos que po­drían hacerse después sólo servirían para añadir algunas islitas circunvecinas al mundo revelado».

Sin embargo, en esos mismos días, en el mismo lugar, había ocu­rrido que un colega, el joven Elías de Kertanguy, creyó conveniente acudir en auxilio del «Creyente», reproduciendo en la pequeña tribuna algunas de sus declamaciones contra la política opre­sora del papa y de los reyes. Ahora bien, Kertanguy era secretario de Lamennais, de quien iba a convertirse en sobrino polí­tico. Ozanam, que le respondió, puso todo su delicado ingenio en recusar al panegirista por ese doble motivo que lo descalificaba. Lo obligó a retirar sus lamentables palabras y a declarar que sólo a él lo comprometían.

El Amigo de la Religión, generalizando, atacó a toda la confe­rencia en conjunto, y en particular a aquel miembro que era su vicepresidente y notoriamente su jefe. «Todo lo que se decía y se escribía allí no era sino un montón de asertos casi siempre in­fundados, falsos, extravagantes». Luego, con un tono diferente: «Se comprenderá el peligro, en las circunstancias actuales. Se ve­rá por estos pormenores, hasta qué punto jóvenes espíritus se dejan convencer por teorías y sistemas de los cuales esperemos que la reflexión y la experiencia habrán de apartarlos poco a poco».

Era una advertencia y una denuncia.

Ozanam lo ignoraba aun cuando recibió una carta acongojada, arrepentida, no del autor del artículo, sino del que, al hacer un resumen incompleto y parcial del discurso de Ozanam, había proporcionado, sin quererlo, la materia y el pretexto de esa mal in­tencionada página. Era un joven monarquista apasionado, llama­do Cartier; el cual, inconsolable ahora por la pena que iba a sen­tir Ozanam, a quien quería, le confesaba su falta en tres páginas e imploraba su perdón. El incidente terminó con gran honra para Ozanam. La respuesta a Cartier, encontrada hace poco, es un modelo de cordialidad y de generosa dignidad. La citaré en parte:

«Señor: Gracias por la leal conducta que ha observado usted conmigo, al anunciarme el artículo publicado contra mí en El Ami­go de la Religión. La imprudencia que usted pudo haber co­metido queda reparada con creces por la amistosa confesión que usted me hace.

«Somos jóvenes, señor, y como tales, expuestos a faltas de esa índole; pero somos también cristianos, y como tales nos debemos el perdón y el olvido, sobre todo cuando esas faltas se deben a un error involuntario. El paso que ha dado usted merece de parte mía agradecimiento: le asegura, además, mi estimación y me ha­ce desear su amistad.

«Así pues, le prometo no hablar en la conferencia de este asunto que me causa viva pena, o si, por algún motivo, me veo obligado a hablar, le prometo hacerlo de modo que nada pueda herir su delicadeza.

«Podrá suceder, señor, que no compartamos las mismas doctri­nas políticas, pero siempre estaremos de acuerdo en las máximas inquebrantables de la religión y de la caridad. ¡Quiera Dios que las relaciones que acaba de establecer entre nosotros este desagra­dable asunto estrechen los vínculos de la fraternidad católica y nos aseguren en el espíritu de uno y de otro un amistoso recuerdo!

«Quedo de usted, Señor, con mi más distinguida consideración, su seguro servidor y afectuoso colega».

Así sabía perdonar Ozanam.

A esta carta iba adjunta otra que suplicaba a Cartier que trans­mitiera al eclesiástico anónimo, autor del artículo: «No encon­trará usted nada ofensivo, sino un llamado a su benevolencia y a su justicia. Espero que se sirva usted entregársela. Es de gran im­portancia para mí».

Esta respuesta decía: «En su penúltimo número, me hizo usted el honor de hablar de mí, joven desconocido, y de analizar un dis­curso que, según decía, pronuncié en una reunión literaria íntima, familiar, en que se desea ante todo la discreción y la paz. Mas, puesto que da usted suficiente importancia a nuestras conversa­ciones amistosas para comunicarlas a sus respetables lectores, cuan­do menos debería usted reproducirlas con escrupulosa fidelidad. Sin embargo, el análisis que usted dio deja mi pensamiento trun­co, me achaca expresiones odiosas y ridículas; va acompañado de reflexiones severas en que se me atribuyen ideas e intenciones que rechazo».

Se acusa a Ozanam de calumniar la monarquía. «Como es­tudiante, estudio la historia en la medida de mis fuerzas. No sé si me engaño; pero, a buen seguro, no calumnio[/note]. Se me incluye en una escuela hostil a los reyes. Cristiano, me vanaglorío de no per­tenecer a ninguna escuela que no sea la de la verdad, es decir la Iglesia. Mas si, en la lucha de las opiniones políticas, mis simpa­tías se dirigen a alguna parte, se inclinan más bien hacia una jui­ciosa monarquía».

Ozanam expresa su dolor por una censura que recae sobre ‘una reunión de jóvenes de buena voluntad que, pese a su pequeño nú­mero y a la contradicción, habían encontrado en su fe el valor de defender a su santa madre Iglesia, ultrajada por todas partes. «Pe­ro no es una declaración de principios políticos lo que he venido a hacer. Quizá llegará un día en que tendré derecho de exponer mis propias opiniones. Entre tanto, vivo de mi fe, que procede de mi Dios, y de mi honor que procede de mis padres. Permítame que los defienda a ambos».

El señor Picot no se negó a publicar la larga respuesta de Oza­nam, un poco airada, es cierto, pero cuyo sentimiento de sinceri­dad lo conmovía sin convencerlo1.

Sin embargo, Ozanam no había esperado el día de esos repro­ches, junio de 1834, para dirigirse a sí mismo serias advertencias. La delicada conciencia del joven cristiano estaba alerta. Algunos hechos atemorizaban su responsabilidad. Ocurría que en el cur­so de las discusiones iniciadas de improviso, los campeones del cristianismo, sorprendidos, no habían estado a la altura de su ta­rea. Se reunió una comisión en casa de Lamache, calle y hotel Corneille, para determinar las medidas que era preciso tomar con­tra semejantes sorpresas. No se llegó a ninguna conclusión.

Un día que Lallier, uno de los tres comisionados, lo lamentaba con el veterano del pequeño grupo, Le Taillandier, originario de Ruán, estudiante de segundo año de derecho, éste, espíritu frío, silencioso, pero de un gran sentido práctico, acabó por decir tran­quilamente al final: «Me gustaría en vez de todo esto, otro género de reunión, compuesta únicamente de jóvenes católicos que, en vez de bellos discursos y disputas, se dedicaran todos juntos a hacer buenas obras».

Mas ¿no sería esto capitular? Esta vez no recibió respuesta.

Llegaban de afuera otras advertencias. Ozanam las menciona en la siguiente forma: «Cuando nosotros, católicos, en nuestras relaciones con nuestros compañeros de estudio no creyentes, deís­tas, sansimonianos, furiefistas, artesanos de la reforma de la so­ciedad, nos esforzábamos por recordarles las obras benéficas del cristianismo, los oíamos contestamos invariablemente: ‘Tenéis ra­zón, si habláis del pasado: el cristianismo hizo maravillas en otros tiempos; pero hoy ¿ qué hace por la humanidad? Y vosotros mis­mos que os jactáis de ser católicos ¿qué hacéis para mostrar la vi­talidad, y la eficacia de vuestra fe y para demostrar su verdad?’ » Ozanam confesaba que ese reproche lo conmovía profundamente.

Una circunstancia vino a plantear la cuestión con urgencia, exi­giendo mayor rigor. Lamache lo recuerda así: «Desde los pri­meros meses de 1833, un joven orador que se convirtió en uno de los redactores más notables de El Nacional, llevó a la conferencia un elogio de Lord Byron, al que unió el de Voltaire, que fue una larga blasfemia. Ozanam aceptó el reto; pero salió de allí pro­fundamente triste. Lo que lo entristecía era la ofensa a Dios y a la Iglesia. Dirigiéndose a nosotros, nos dijo: «i Cuán doloroso es ver a nuestra santa madre Iglesia atacada en tal forma y al cato­licismo desfigurado y calumniado así!»

No concluye de ahí que deba abandonarse la defensa religiosa. «Permanezcamos sobre la brecha —dice— para hacer frente a los ataques. Mas ¿no experimentáis como yo, la necesidad de tener, fuera de esta conferencia militante, otra pequeña sociedad, com­puesta por_entero de piadosos y buenos amigos, que unan las obras a la palabra y afirmen así la verdad de su fe por las obras?»

«Después de medio siglo de distancia —prosigue Lamache­tengo presente en mi memoria esta pequeña escena. Me parece ver los ojos de Ozanam apesadumbrados, pero al mismo tiempo llenos de entusiasmo y de fuego. Me parece oír esa voz que reve­laba la emoción profunda del alma. Cuando se separó el pequeño grupo, cada miembro llevaba en el corazón el dardo inflamado que Nuestro Señor Jesucristo acababa de arrojarle con la palabra del joven compañero».

Sin embargo, hasta entonces Ozanam sólo había preconizado la acción cristiana en general; pero ¿ qué acción? Uno de los días siguientes, en una reunión un poco más numerosa, en la calleja des Gris, en casa del señor Serre, lionés, cuyo alojamiento era más grande, la charla dio un paso hacia adelante. A la par que pedía que se conservara la Conferencia de historia, Ozanam llegó a con­fesar que era para él una fuente de amargos sinsabores. En esto, abriendo su corazón de par en par, preguntó: «Después de un año de trabajo y combates ¿ qué afortunado resultado ha produ­cido esta conferencia a la que mi familia me reprocha, no sin ra­zón, haber sacrificado mis estudios de derecho? Como precio de tantas penas y sacrificios ¿ hemos realizado una sola conquista pa­ra Jesucristo?»

Y entonces, humilde, pero resueltamente: «Si nuestro esfuerzo no tiene éxito ¿no será porque algo falta a la eficacia sobrenatural de nuestra palabra?» Lo afirmó, diciendo: «Sí, para que nuestro apostolado reciba la bendición de Dios, le falta algo: las obras de beneficencia. La bendición del pobre es la bendición de Dios».

El Padre Ozanam, el más explícito de los biógrafos de su her­mano en lo que concierne a esos orígenes de la Conferencia de caridad, añade el siguiente epílogo al relato de Lamache: «Al salir de allí, Federico encontró en el umbral a Le Taillandier no menos afectado que él. ‘Pues bien, prácticamente ¿qué vamos a hacer para traducir nuestra fe en actos?’ se preguntaron. Y con un mismo corazón cristiano, respondieron: ‘Es preciso hacer lo que sea más agradable a Dios. Por lo tanto, hay que hacer lo que hacía Nuestro Señor Jesucristo cuando predicaba el Evange­lio. ¡Vamos a los pobres!’ »

Así lo hicieron ambos y sin tardanza. Esa misma noche, Oza­nam y Le Taillandier llevaron a casa de un pobre, conocido suyo, la poca leña que aún tenían para los últimos meses de invierno.

Cuatro años después, el 21 de agosto de 1837, Ozanam escribía a Le Taillandier y le recordaba aquellos días, añadiendo la siguien­te particularidad: «¿No fundará usted una Conferencia en Le Mans? ¿No le dará usted unos hermanos, usted que fue uno de nuestros padres; usted que fue, bien lo recuerdo, el primer autor de nuestra Sociedad?» Cierto es que, en otra carta, Ozanam atri­buye ese mismo título de primer fundador al señor Bailly, su pri­mer presidente. Así pues, según este hombre modesto, cada uno de ellos había sido el fundador de la sociedad, pero no él.

Inmediatamente, la reunión, electrizada por su palabra, le en­cargó que fuera a participar sin mayor dilación al señor Bailly su caritativo propósito y le suplicara que fuera su patrón.

No podían haberse dirigido a alguien mejor preparado y dis­puesto que este sacerdote, como vamos a verlo.

  1. A este respecto, me complace remitir al lector al amplio desarrollo que le ha dado el señor Georges Goyau en los cuatro artículos de la Revista práctica de Apologética, t. XIV, intitulados Apostolado intelectual del joven Ozanam, en que, en bello len­guaje, nuestro querido escritor católico lo hace revivir todo, el pensamiento, la fe, la acción y el gran corazón del hombre con quien está emparentado en todos esos aspectos

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