Federico Ozanam (por Mons. Baunard): Capítulo 04

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

CREDITS
Author: Monseñor Baunard · Translator: Salvador Echavarría. · Year of first publication: 1911 (Francia), 1963 (México).
Estimated Reading Time:

Capítulo IV: La obra de verdad

Los amigos.—Protestas en la Sorbona.—Solicitud para las conferencias en Nuestra Señora.—Monseñor de Quelen.—Suscripción en la Universidad Católica de Lovaina.

1832-1834

Estamos aún en el año de 1832, el primero de la estancia de Ozanam en París. La agrupación de la juventud católica que vimos efectuarse en torno de ciertos centros de atracción, como la casa de estudios del señor Bailly o el salón literario y político del señor de Montalembert o las conferencias de la Escuela de Dere­cho, empieza entonces a distinguir, en sus propias filas, a alguien que ejerce una gran atracción de corazón más que de espíritu y de palabra y que, sin que él mismo ni nadie lo piense o lo quiera, resulta ser el compañero a quien se escucha, el modelo que se imita y el guía a quien se sigue.

Ozanam no tenía el prestigio de la belleza, ni el del porte y la autoridad. Era la atracción natural de la bondad dentro de la sen­cillez lo que le granjeaba simpatías. Era en segundo lugar su alta distinción de inteligencia y el acento de su corazón el que se las conquistaba para siempre. Veíase en toda su persona un aire de ensueño distraído que se debe a la costumbre de las meditaciones interiores. Sin embargo, no era hosquedad de su parte: tenía un humor suave, se complacía entre gente risueña; y se le oía decir «que no tenía peor sociedad que él mismo». Sinceramente humil­de, no gustaba de alardear. Bastaba con que se dejara ver incons­ciente y sinceramente él mismo para inspirar a almas honestas el deseo de conocerlo y la necesidad de frecuentarlo. Así conquistó a sus primeros amigos en París.

El primer núcleo estuvo formado, como era natural, por jóve­nes estudiantes lioneses que se unían entre sí a fuer de paisanos; entre ellos, los sentimientos religiosos traídos de sus buenas fami­lias formaban otro lazo de unión. Ozanam menciona a menudo a Enrique Pessonneaux, el afectuoso primo, que, no pudiendo pres­cindir de él, no vacilaba en atravesar todas las tardes París a pie, desde la calle de Courcelles hasta la Montaña de Santa Genoveva, para cerciorarse un instante de que Federico estaba en buena sa­lud; hecho esto, regresaba discretamente a su casa sin tardanza, para no interrumpir el trabajo del joven estudioso. Lionés tam­bién era el pintor Janmot, amigo de infancia de Ozanam y com­pañero de su primera comunión. Nada había olvidado. Alumno muy distinguido del señor Ingres, espíritu encantador, sumamen­te culto, su alma de artista, pero de artista cristiano, estaba ena­morada de la Belleza divina que adoraba. Lionés también era el señor Velay, a la sazón en la escuela politécnica. Ozanam no lo vio sin dolor dejar París para hacer su servicio preparatorio en la escuela de artillería de Metz a donde le escribía: «Ya no oire­mos, pues, tu paso militar en la escalera de la Casa de las Escue­las, ni tu gloriosa espada resonar en el piso de nuestras habitacio­nes. Pero te extrañarnos, hablarnos de ti, vives en nuestras memo­rias; y cuando llega una carta tuya a alguno de nosotros, le hace­mos la corte para que nos la lea». Lionés también era Dufieux, grande y hermoso corazón más tarde sometido a pruebas crueles y que no había de conocer mejor consolador que el amigo que le escribía: «Le quiero a usted en Aquel que nos ama a los dos. Ofrézcale por mí una parte de las cosas santas que lo hacen a usted tan valioso para El y para mí».

Hubiera sido preciso nombrar al principio a Edmundo Le Jou­teux a quien Ozanam llama durante sus poéticas vacaciones en Turena con tan graciosas palabras y para tan hermosas citas. Y Chaurand, a quien encontraremos con Ozanam en la fundación de las conferencias de San Vicente de Paúl de Lyon. ¡Y Pablo Brac de la Parriére! Federico se sorprende y se reprocha no ha­berlo conocido primero en Lyon, siendo él lionés, antes de su estan­cia de estudiante en París. «Pero Dios, que acerca las nubes para que de ellas brote el rayo —escribe— es también El que acerca las almas, cuando Le place, para que de ellas brote el amor».

Un día que asistía al curso de arqueología oriental en el Cole­gio de Francia, el profesor Letronne, geógrafo, egiptólogo, crono­logista, la más alta autoridad científica de entonces en ese ramo, se afanaba en destruir lo que llamaba despectivamente «la leyenda del Génesis». Ozanam, silencioso, pero impacientado, oponía a sus palabras movimientos de cabeza que tenían su expresiva signifi­cación. Lo notó otro estudiante que pensaba como él, y que, al salir del curso trató de acercársele, para simpatizar con él. Oza­nam había desaparecido, pero no para siempre. Volvieron a en­contrarse.

He aquí cómo Lallier —pues era él— contaba más tarde sus relaciones a un amigo que nos lo refiere textualmente: «Como yo salía siempre solo de la Escuela de Derecho, observé que, a orillas de la acera, hacia la calle Soufflot, un pequeño grupo de jóvenes, siempre los mismos, se formaba diariamente después de la clase. En medio, había uno que hablaba con animación y que todos es­cuchaban. —¿Quién es —me pregunté— ese gallito (sic) que estos rodean con tanta atención? —Reconocí a Ozanam. Impulsado por la curiosidad y ya por la simpatía, me acerqué al grupo y parti­cipé con algunas palabras en la conversación. Ozanam me contes­tó. Luego, después de una interrupción y de la dispersión de los demás, reanudamos la conversación entre él y yo, caminando jun­tos, charlando juntos, comprendiéndonos cada vez más; en tal for­ma, llegamos a acompañarnos y reacompañarnos interminablemen­te de una casa a otra». En Lallier, Ozanam había encontrado un hermano1.

Otra vez, sobre las gradas del anfiteatro de derecho un compa­ñero se fija en Ozanam y se pregunta quién es ese joven silencioso, atento, inteligente, con modales tan decentes. Así las cosas, ocurrió que al salir de la iglesia de Saint-Etienne-du-Mont, se encontró cara a cara con él y lo reconoció: «¡Vaya! ¿ Con que es usted cató­lico? ¡Y yo que lo creía tan lejos de serlo!» Y le ofreció la mano: «¡Seamos amigos» Este joven era el señor de Goy. Hacía seis meses que vivía en París, resuelto a precaverse contra el mal y los malvados, y había vivido sin compañero alguno.

Afinidades de otro género formaban el lazo de la amistad: los del nacimiento, de la educación, de la profesión y ante todo la comunidad de convicciones. Un estudiante de segundo año de De­recho, Pablo Lamache, de Saint-Pierre-Eglise, en la Mancha, tenía un padre médico, como Ozanam, un hermano sacerdote, como Ozanam, dos hermanas dedicadas a Dios y a los pobres, como antaño la joven hermana de Ozanam. Había sido, en el colegio de Ruán, lo que Federico había sido en el de Lyon, un defensor y un apóstol de su fe. Había encontrado un amigo y un maestro en el director del colegio, el señor Faucon, como Ozanam en su director, el señor Noirot. «Además ___ dice su biógrafo— había en uno y en otro, lo mismo en el robusto normando que en el frágil y delicado lionés, un fondo secreto de ensueño que se tra­duce en sus cartas por una similitud de acento. Todos éstos eran signos de parentesco intelectual y moral». Desde el día en que se encontraron al pie de las mismas cátedras, se reconocieron, tam­bién ellos, como hermanos. Los tres nombres de Ozanam, de Lallier y de Lamache no volverán a separarse en el primer período de esta historia.

Otros no tardaron en llegar por caminos semejantes. Tendían necesariamente hacia la misma meta. Ozanam escribía que era tiempo de reunirlos en torno de una misma bandera: la de la defen­sa religiosa, frente a la irreligión audaz y triunfante.

Urgía poner manos a la obra. El ataque era violento. El anti­cristianismo arreciaba en la prensa, en la escuela, en la tribuna, al amparo de las doctrinas llamadas liberales que, bajo el régimen de Julio, daban rienda suelta a todo el libertinaje de las ideas y la violencia de los partidos. Sobre todo, la Universidad ejercía con­tra la Iglesia las represalias de la opresión que había sufrido bajo la restauración. La Sorbona, el Colegio de Francia eran particu­larmente agresivos; y aquellos de nuestros jóvenes católicos que no se sentían perturbados o desalentados, volvían de allí adolori­dos, provocados, irritados, heridos y rebeldes.

Pero formaban una minoría. El descorazonamiento cundía en todas partes, aun en los consejos de la Iglesia de Francia. Entre el silencio de unos y la mentira de otros ¿ qué podían hacer, ellos que no eran sino un puñado de niños, contra la voz de esos maes­tros de la ciencia y de la elocuencia, apoyados en el favor del po­der y de las muchedumbres? ¿Dejar decir, dejar pasar? No que­rían. ¿ Escribir en los periódicos? Nadie los leería. Resolvieron oponer la palabra a la palabra, frente a frente, en el mismo terre­no, ante el mismo auditorio, por el cual se harían perdonar, acep­tar, escuchar a fuerza de valor, de razón y también de respeto, en nombre de la verdad y de la libertad.

En una carta del 10 de febrero de 1832, es decir —hay que notarlo— sólo cuatro meses después de su llegada a París, Ozanam nos inicia en el propósito y ya desde entonces en la acción de esa resistencia contra la enseñanza anticristiana de la Sorbona: «Tenemos en nuestras filas que se han vuelto más numerosas, jóvenes generosos que se han dedicado a esta elevada misión, que es también la nuestra. Cada vez que un profesor alza la voz contra la revelación, se alzan voces católicas para protestar. Muchos esta­mos unidos con ese fin. En cuanto a mí, ya he participado dos veces en esa noble labor al dirigir mis objeciones escritas a los señores maestros. Nuestras respuestas, leídas en público, han pro­ducido el mejor efecto, tanto sobre el profesor (el señor Letronne) que casi se retractó, como sobre los oyentes que aplaudieron. Lo más útil en esa obra es mostrar a la juventud estudiantil que se puede ser católico y tener sentido común, que es posible amar a la vez la religión y la libertad; en fin, es sacarla de la indiferencia religiosa y acostumbrarla a la grave discusión de cuestiones serias».

La siguiente carta, dirigida también a Ernesto Falconnet, aña­de: «La causa que sostenemos es la causa del Evangelio. Te ente­raré de todo lo que se realice en torno nuestro en favor del honor y del triunfo de esta divina causa».

En efecto, menos de dos meses después, el 25 de marzo escribe que los primeros encuentros «sólo eran escaramuzas». Y prosi­gue: «Hoy, tengo el gusto de comunicarte que acabamos de li­brar un combate más serio. Nuestro campo de batalla ha sido la cátedra de filosofía y el curso del señor Jouffroy».

Profesor adjunto en la Sorbona, maestro de conferencias en la Escuela Normal, titular de una cátedra en el Colegio de Francia, diputado de su distrito en Pontarlier desde 1831, Teodoro Jouffroy, a la edad de treinta y seis años, .era ya por la elevación de su espí­ritu y la solemnidad de su palabra, uno de los príncipes del libre pensamiento. Pero era también el hombre nefasto y grave que, en su famoso artículo del Globe: Cómo terminan los Dogmas, sonaba sin ruido el toque de agonía del cristianismo. Era, en fin, el psicólogo inquieto e inquietante que planteaba en términos mag­níficos el Problema del destino humano, cuya solución sólo que­ría pedir a una razón que lo entregaba como una presa’ a un es­cepticismo impotente y gemebundo. En suma, bajo esas flores del discurso, Ozanam declara que sólo percibe ruinas: las de la fe, y de la razón, a un tiempo mismo, sobre las cuales el filósofo, con mano incierta, se dispone a construir el templo de la religión del porvenir. Por fin exclama: «Esto es, pues, lo que el señor jouffroy nos predica en la Sorbona, esa antigua Sorbona que fundó el cris­tianismo y cuya cúpula corona todavía el signo de la cruz».

De su protesta, Ozanam escribe lo siguiente, aunque no se nom­bra a sí mismo, ni siquiera a ese confidente: «El señor Jouffroy, habiéndose permitido atacar hasta la mera posibilidad de la Re­velación, un joven católico (el señor Gorse, más tarde abogado en Tulle) le dirigió algunas observaciones por escrito. El filósofo pro­metió contestar; esperó quince días, sin duda para preparar sus armas; y terminado ese lapso, sin leer la .carta, la analizó a su modo y trató de refutarla. El católico, viendo que no lo había en­tendido, presentó una segunda carta al profesor. Este no la tomó en cuenta, ni la mencionó y siguió atacando, jurando que el cato­licismo repudiaba la ciencia y la libertad.

«Entonces, nos reunimos; redactamos una protesta en que se exponían nuestros verdaderos sentimientos: apresuradamente, pu­simos al calce quince firmas y la dirigimos al señor jouffroy. Esta vez, no pudo negarse a leernos. El numeroso auditorio, compuesto de más de doscientas personas, escuchó con respeto nuestra profe­sión de fe. El filósofo se esforzó en vano en contestar. Se deshizo en disculpas, asegurando que no había querido atacar al cristia­nismo en particular; que sentía por él gran veneración, que trata­ría en lo sucesivo de no herir las creencias. Pero sobre todo, reco­noció un hecho muy notable y alentador para la época actual: `Señores —nos dijo—, hace cinco años, sólo recibía yo objeciones dictadas por el materialismo; las doctrinas espiritualistas encontra­ban la más viva resistencia: hoy, los espíritus han cambiado mu­cho; la oposición es completamente católica’.»

Lo que le oponía Ozanam eran sus propias confesiones: la im­potencia de la ciencia para satisfacer las necesidades intelectuales del hombre; la deficiencia de los conocimientos naturales para llenar el anhelo de luces sobrenaturales inherente al espíritu huma­no, el de la deficiencia actual de la razón para asentar la base de nuestra conducta moral. Mas lo que resulta con toda evidencia de esos tres hechos ¿ no es la necesidad de la Revelación?

Es el fin de su carta. Luego, esta conclusión piadosamente fra­ternal dirigida al joven lionés a quien espera en París: «En cuan­to a ti, querido amigo, prepárate a la lucha Por la práctica de este Evangelio que estás llamado a defender. Reza, reza por nos­otros, que empezamos a emprender la carrera y que extendemos la mano con gran y fraternal amistad, esperando el día en que vendrás a tomar tu lugar en nuestras filas».

Así profetizaba nuestro joven Daniel, en nombre del Dios verda­dero, frente a los príncipes y los magos. Así los profesores de la Sorbona aprendieron a conocer al que, diez años después, había de sentarse en medio de ellos y convertirse en su colega. Entre tanto, se les vio mostrarse más moderados en su lenguaje. Y el que ma­yor provecho sacó de ello fue acaso ese Teodoro Jouffroy que había de decir poco antes de su muerte: «Todos esos sistemas no conducen a nada; más vale mil y mil veces un buen acto de fe cristiana».

En verdad, la gracia de Dios y su luz se hallaban, en aquellos días, sobre ese joven de apenas veinte años cuyos labios había tocado la mano de Dios, a la par,que santificaba su corazón. En aquellos días de su primer trimestre de estancia en París ocurrió también que, a raíz de sus protestas tan sólidamente fundadas, tan gallardamente expuestas en la Sorbona, las mismas cartas añaden el 10 de febrero: «Lo más dulce y consolador para la juventud cris­tiana son las Conferencias inauguradas, a solicitud nuestra, por el Padre Gerbet».

Ozanam y sus amigos fueron, pues, a buscar en la Sorbona don­de vivía a ese sacerdote que entonces tenía treinta y cuatro años de edad y de quien decía Cousin que era «un ángel místico». Pro­fesor suplente de Sagrada Escritura en la Facultad de teología de París, fundador de la recopilación mensual El Memorial católico, filósofo erudito, teólogo profundo, escritor delicado, el Padre Ger­bet acababa de publicar en 1829, sus Consideraciones a la vez dog­máticas y místicas sobre lo que él llama el Dogma generador de la piedad católica, que es la Eucaristía. Por la dirección de su pen­samiento, que lo impulsaba a buscar las trazas de la Revelación primitiva en la tradición universal y en el testimonio histórico de los pueblos, le era particularmente simpático a Ozanam que, tam­bién él, dirigía sus estudios en el mismo sentido. Por eso escri­be de él:

«Ahora es cuando puede decirse que la luz brilla en las tinie­blas. Cada quince días, el señor Gerbet nos da una clase de filo­sofía de la historia. Jamás ha escuchado nuestro oído palabra más penetrante, doctrina más profunda. Sólo ha habido hasta aho­ra tres sesiones y la sala está llena, llena de hombres célebres y de jóvenes ávidos. Entre ellos he visto a los señores de Potter, Sainte-Beuve, Ampère hijo, acogiendo con entusiasmo las ense­ñanzas del joven sacerdote».

Ozanam ha observado que «el sistema de Lamennais expuesto por él ya no era el de sus partidarios provincianos». Ni siquiera seguía siendo el que el maestro había pretendido poner de funda­mento en la demostración evangélica, sino que era sólo un pórtico de pruebas inductivas que conducían hacia la verdad de la Reve­lación. «Es —prosigue Ozanam— el cuadro de la alianza inmor­tal de ala fe y de la ciencia, de la caridad y de la industria, del poder y de la libertad. Aplicado a la historia, la ilumina, descubre en ella los destinos del porvenir. Por lo demás, ningún charlatanismo: una voz débil, ademanes torpes, una improvisación suave y apa­cible. Pero al fin de sus discursos, su corazón se inflama, su cara resplandece, tiene un rayo en la frente y la profecía en los labios». En ese retrato de Gerbet ¿no se encuentra ya, por anticipación, el del mismo Ozanam tal como habrán de recordarlo quienes lo escu­charon en la Sorbona?

Pero esas conferencias a puerta cerrada, por decirlo así, susten­tadas en una sala —la de la plaza de la Estrapada— que no podía contener más de trescientas personas, eran, en verdad, la antorcha bajo el celemín. Ozanam se preguntó si no sería posible extender su beneficio a toda la juventud de las escuelas. ¿Por qué París no tendría en alguna parte su cátedra de alta enseñanza apologé- • tica que respondiera, en una lengua nueva, a todas las preguntas y a todas las necesidades del tiempo actual? Tal era el lamento y el tema de conversación de esos jóvenes cristianos de buena volun­tad. Mas ¿ quién se atrevería a formular la solicitud y a presentarla en las esferas superiores?

La hora era propicia. Era aquella en que, a consecuencia de deplorables conflictos, se había cerrado, en la iglesia de la Mag­dalena, la Academia de San Jacinto, en que el Padre Dupanloup daba su brillante enseñanza apologética a los jóvenes del catecismo de perseverancia. Su dispersión afligió el corazón de Ozanam, que había asistido por curiosidad una que otra vez a sus sesiones. Qui­so manifestar su pesar asistiendo a la última sesión que fue con­movedora. Se preguntaba al salir de allí: «¿No habrá en ninguna parte, en París, una sola cátedra doctrinal al pie de la cual poda­mos ir a ilustrarnos y calmar nuestra sed?» —»¿ Recuerda usted —escribía más tarde a Lallier—, recuerda usted aquella famosa velada en que asistimos a los adioses de la Academia de San Jacinto y volvimos inmediatamente a redactar la solicitud a Monse­ñor de Quelen?»

Era en los primeros días de junio de 1833. La solicitud redac­tada por Ozanam fue cubierta con cien firmas católicas. Se pidió una audiencia al Arzobispo, quien la concedió inmediatamente a una delegación compuesta de tres miembros: los señores Ozanam, Le Jouteux y de Montazet, sobrino nieto del Arzobispo de ese nom­bre. Sabían que el mismo Monseñor estaba muy afectado por el cierre de la Academia de San Jacinto y por el perjuicio que iba a sufrir una parte de la juventud. Pero no era un simulacro de academia en una capilla de iniciados lo que venían a pedir: era la institución, en la propia Nuestra Señora, de una predicación que fuese a la vez, para toda la juventud de las escuelas, un arma y una luminaria.

El Arzobispo, que desde el saqueo de su arzobispado, vivía en el convento de las Damas de San Miguel, calle Saint-Jacques, recibió a los jóvenes con benevolencia. Animados por tan buena acogida, le pintaron un vivo cuadro de la inquietud de los espí­ritus y de la necesidad «de una predicación que, nueva en su for­ma y bajando al terreno de las controversias actuales, luchara cuer­po a cuerpo con los adversarios del cristianismo para responder a las objeciones enseñadas diariamente en los cursos públicos y repro­ducidas, divulgádas por los libros y los periódicos».

El Arzobispo respondió que pensaba como ellos; y, al fin, ele­vándose, al parecer, al nivel de su entusiasmo comunicativo: «Sí —dijo—, yo también tengo el presentimiento de que se prepara algo grande. Dios se reserva en este siglo una contundente victoria». Les dio la seguridad de que se ocuparía de su solicitud. Luego, habiéndolos bendecido y ayudado afectuosamente a levantarse, reu­nió sus tres cabezas sobre su corazón Y les dijo conmovido: «Abra­zo en vuestras personas a toda la juventud católica».

Nada se hizo entonces; pero el recuerdo de semejante recibi­miento había dejado en Ozanam y en sus amigos cada vez más numerosos la vaga esperanza de que pronto se les daría satisfac­ción. Así pues, poco antes de la cuaresma del año siguiente de 1834, tuvo la respetuosa confianza de entrevistar a Monseñor por segunda vez. En esta ocasión, la nueva solicitud se autorizaba con doscientas firmas. El 15 de febrero, Ozanam, Lallier y Lamache fueron admitidos, en virtud de esa solicitud, en presencia de su paternal Grandeza.

Esa solicitud era bella. Después de recordar «el recibimiento tan bondadoso y las palabras de esperanza concedidas el año anterior, conmovidos por las necesidades crecientes y más sensibles después de una larga espera, los jóvenes cristianos de las escuelas, reconociendo cada vez más cuán seco es el estudio para el corazón y cuán estéril para la inteligencia cuando no lo anima el espíritu religioso, venían a solicitar una enseñanza que, para ellos, santificara la ciencia y la mostrara como la hermana de la fe».

Hablaban de esa edad, la suya, en que el hombre siente la ne­cesidad de una doctrina cierta que coordine sus conocimientos vin­culándolos con un orden de ideas superior; que establezca, por otra parte, bajo sus pasos las bases del deber y trace ante él los sende­ros de la vida. Sólo la religión es capaz de hacerlo ; pero es preciso

conocerla. «Por eso, Monseñor, hubiéramos deseado Conferencias que, sin detenerse en refutar objeciones de hecho, en la actualidad despreciadas, hubieran desplegado ante los ojos el cristianismo en toda su grandeza y en su armonía con las aspiraciones y las nece­sidades del hombre y de la sociedad».

En esta demostración, pedían «cabida para una filosofía de las ciencias y de las artes que descubriera en el catolicismo la fuen­te de todo lo que es verdadero y de todo lo que es bello; para una filosofía de la vida que mostrara su principio, su marcha y su des­tino. Habían deseado que esa enseñanza procediera de la cátedra cristiana, porque de los labios del sacerdote fluye, con la luz, la gracia que fortifica y que convierte. Hubieran deseado que, al pie de esa cátedra, y en el mismo recinto, hubiese lugar para todos, creyentes o incrédulos, que recogieran en silencio gérmenes de las convicciones que fructificarán después. Ya hemos visto a varios de nuestros condiscípulos volver a esa luz, de la que sólo se habían alejado porque no la conocían. ¡Oh, si pudiéramos ver ese ejem­plo seguido por esa juventud de las escuelas, a la que sólo le falta, para amar al cristianismo, conocer su belleza!»

La solicitud dejaba vislumbrar la obra de caridad que empezaba entonces a constituirse entre esos jóvenes reunidos en un fraternal amor en torno de los mismos altares. Terminaba así: «Entonces, de todas esas almas apaciguadas por la fe o consoladas por la caridad se elevaría un concierto de alabanzas para Dios, de filial gra­titud para la Iglesia y de bendiciones para El que hubiera sido autor de todo ese bien».

Al fin de ese trabajo, esos jóvenes cristianos podían decirse: «De su Ilustrísima los muy humildes y obedientes servidores y los devotos hijos en Jesucristo» ; pues lo eran, en verdad.

El Arzobispo, dulcemente conmovido, alentó a Ozanam, su vo­cero, para que le hablara confiado, sorprendido como estaba por una lucidez de concepto que le parecía admirable en un espíritu de veinte años. Este se atrevió a pronunciar el nombre de dos con­ferenciantes capaces de tener éxito en la empresa. No podía tratarse del Padre Gerbet, cuya débil voz no hubiera logrado trans­mitirse a una amplia asamblea. Uno de sus dos candidatos era el Padre Bautain que, brillante alumno del señor Cousin en la Es­cuela Normal, acababa de convertirse, armando gran revuelo, de la filosofía racionalista a la fe. El otro, y visiblemente el preferido, era el Padre Lacordaire: su defensa de la escuela libre, sostenida por Montalembert ante la Cámara de los Pares, y su elocuente cola­boración en el periódico L’Avenir lo habían hecho muy grato a la juventud.

Mas lo que entonces lo designaba a su elección eran sus brillan­tes conferencias en el colegio Estanislao. Desde el 19 de enero, en que se había inaugurado, la ola de admiración, acrecentada por las más altas celebridades académicas y políticas, se había dirigido hacia esa capilla demasiado angosta, al pie de esa modesta cátedra ya célebre, en que acababa de revelarse a París su primer orador sagrado y a la juventud de las escuelas el apologista que esperaba.

Pero las cualidades mismas con que Lacordaire seducía a la ju­ventud, la originalidad de un pensamiento y de una palabra adap­tada a las nuevas corrientes de la opinión, eran, por lo contrario, lo que lo hacían sospechoso a los antiguos miembros del Santuario, defensores interesados de las tradiciones clásicas y de las antiguas formas eclesiásticas. El hecho de haber colaborado en la redac­ción de L’Avenir tampoco era una recomendación, en aquella ho­ra de las primeras defecciones de Lamennais; y los espíritus par­ciales no establecían distinción alguna entre los que permane­cían obstinados en el error y los que habían cortado lealmente sus vínculos con él, a costa de todos los sacrificios. ¿ El candor de Oza­nam acaso sospechaba la montaña de prejuicios que hubiese teni­do que derribar para que Lacordaire llegara de plano a la cátedra de Nuestra Señora?

Sin pronunciar un juicio acerca de los nombres, Monseñor de Duelen, vacilante y perplejo, anunció a los tres delegados que iba a hacer un intento de tal índole, que los dejaría contentos, según creía. Ese intento consistía en darles, no un solo predicador, sino siete, escogidos entre la élite de su clero. Todos ellos se dividirían los domingos de cuaresma, en la cátedra de Nuestra Señora, y pre­dicarían conforme al deseo expresado. Era la respuesta que un hombre de 1804 daba a unos jóvenes de 1834. Le pedían a Lacor­daire y ofrecía la moneda de Monseñor Frayssinous.

Mientras la conversación proseguía sobre ese tema delicado, en tanto que los delegados presentaban respetuosamente sus obje­ciones y el prelado persistía en su propósito, se abrió la puerta de la sala y apareció Lamennais. Monseñor corrió a recibirlo, lo abrazó, le tomó la mano y, volviéndose hacia los jóvenes: «He aquí, señores, el hombre que necesitáis. Si su voz le permitiera hacerse escuchar en Nuestra Señora, las grandes puertas de la metrópoli serían demasiado pequeñas para recibir las muchedumbres que su nombre atraería». En esto —Lacordaire lo relata en una carta— «aún veo a Lamennais alzar sus ojos llenos de una indecible y amar­ga tristeza: Ay, Monseñor, mi carrera ha terminado!’ »

Y en efecto, era cierto; pues (cosa que aún ignoraban) en ese momento, las Palabras de un Creyente estaban ya impresas y en vísperas de publicarse. Los tres jóvenes se levantaron y se despidie­ron del prelado.

Al día siguiente, el relato de la entrevista se publicó en El Uni­verso, debido a una indiscreción, de la cual Ozanam y Lallier, que la deploraban, se creyeron obligados a disculparse ante el Arzobis­po. Monseñor de Quelen los recibió como la víspera, y para de­mostrarles el interés que tenía en darles satisfacción, les dijo que había mandado llamar inmediatamente a los predicadores desig­nados, quienes celebraban una conferencia en el salón vecino, don­de iba a ponerlos en contacto con ellos. Así lo hizo, dejándolos con esos siete personajes entre los cuales los más conocidos eran el Pa­dre Dupanloup y el Padre Péteot. Los otros eran los Padres Frays­se, Dessance, Thibaut, James, Annat. Se entabló la conversación, primero reservada, luego animada, con tres de ellos, a fin de con­vencerlos de que más valía que renunciaran a su propósito. Pese a sus esfuerzos, no se dejaron persuadir. La ardiente convicción de Ozanam llevó muy lejos el asalto, sin lograr arrebatar ni debilitar la formidable posición. En resumidas cuentas, se separaron sin ha­berse comprendido. De vuelta a su casa, Ozanam envió al Arzo­bispo una pequeña reseña que completaba su palabra: era su últi­mo cartucho. Lo quemó sin resultado alguno. La estación de los siete se abrió en Nuestra Señora el 16 de febrero de 1834. Tuvo poco éxito. La juventud seguía agolpándose en la capilla del Cole­gio Estanislao, en torno del Padre Lacordaire.

En esos mismos días, Lacordaire recibió de Ozanam aquella pri­mera visita de la que escribe en 1854: «Tengo que atravesar mu­chos años para encontrar la hora en que vi por primera vez a Oza­nam. Todavía no había inaugurado yo la enseñanza que me valió tantos discípulos y amigos. Erraba dentro de mí mismo, presa de dolorosas incertidumbres. En aquella hora, Ozanam vino a mí como la vanguardia que, al rodear mi cátedra, había de levantar mi ánimo afligido. [/note]. Esto sucedía en el invierno de 1833 a 1834. Tenía unos veinte años de edad. No se veía en él la belleza de la juventud. Pálido como los lioneses, de una estatura mediocre y sin elegancia, sus ojos lanzaban relámpagos y su rostro conservaba, sin embargo, en todo lo demás, una expresión de serenidad. Llevaba sobre una frente que no carecía de nobleza, una cabellera obscu­ra, espesa y larga, que le daba ese aire un tanto salvaje que los lati­nos expresaban con el vocablo incomptus. . ¿Qué venía a pedir­me? Ozanam acudía a mí, porque era cristiano y porque yo era un ministro de su fe. Mas venía también, quizás, por la simpatía que se unía, en su espíritu, con lo que más quería en este mundo, su fe, su patria, el servicio del bien, el porvenir del cristianismo y el porvenir de la verdad. El joven había llegado la víspera a París sólo para encontrar las ruinas amontonadas por una impiedad que se cubría con la imagen generosa de la libertad. El frágil edificio (la Congregación) , que alojaba a algunas almas escapadas por casualidad, ya no subsistía; la Revolución de 1830 lo había de­rrumbado; y Ozanam llegaba puro, sincero, ardiente, en medio de un abismo vacío y mudo.

«No sospechaba que la Providencia lo enviaba para colmarlo. Iba a ser, a raíz de la derrota, uno de los primeros que, en nombre de Jesucristo, llegaría al santo poderío de una popularidad sin man­cilla. En cuanto a nosotros, que fuimos de una y otra época, que vimos el desprecio y que vimos el honor, nuestros ojos se humede­cen, al pensar en ello, con lágrimas involuntarias, y elevamos accio­nes de gracias a Aquel que es inenarrable en sus dádivas».

¿ Cómo decir ahora que las conferencias del colegio Estanislao fueron suspendidas; y que, cuando Lacordaire quiso reanudarlas, le impusieron condiciones que su dignidad y su libertad le prohi­bían aceptar? Lo habían denunciado ante el gobierno «como a un republicano fanático, capaz de trastornar el espíritu de una parte de la juventud». Lo dénunciaron también ante el Arzobispo como un predicador de peligrosas novedades. Lacordaire se retiró y guar­dó silencio.

Nadie sufrió más dolorosamente de ese golpe que el joven cris­tiano que fundaba en esa palabra tan altas esperanzas. Pero nadie supo mejor que él elevar su esperanza y su fe por encima de su do­lor. El lamento que brota de ese corazón de apóstol es un acto ad­mirable de compasión para sus hermanos y de adoración generosa y sumisa a esa mano de Dios que seguirá siendo su único, pero om­nipotente apoyo. Escribe al señor Velay:

«Así pues, no habremos de escuchar al Padre Lacordaire; es un gran dolor para nosotros que necesitábamos del pan de la palabra y que nos habíamos acostumbrado a ese alimento excelente y fuer­te, vernos privados de él de repente, sin que nada lo substituya. Es una pena aún mayor ver aquellos de nuestros hermanos extravia­dos y que habían vuelto a tomar el camino de la verdad hundirse de nuevo en sus errores, moviendo la cabeza y encogiéndose de hombros.

«Acaso el cielo quiere ese silencio, esa abstención de los católi­cos, como un sacrificio más. Acaso habíamos levantado la frente demasiado pronto. Poníamos nuestro orgullo en la palabra de un hombre; y Dios ha puesto la mano sobre la boca de ese hombre, para que aprendamos a ser cristianos sin él, para que tratemos de prescindir de todo, salvo de la fe y de la virtud». Esa media pá­gina es de oro.

Ozanam supo esperar; pero no por eso envainó el arma de la defensa religiosa. Exactamente dos meses después, la misma juven­tud católica, los mismos jóvenes que habían protestado contra la enseñanza filosófica de la Sorbona, los mismos que habían firmado la petición para la institución de las conferencias de Nuestra Seño­ra volvieron a encontrarse en pie de guerra para la defensa de la libertad y de la verdad religiosa, contra los agresores de la nacien­te universidad católica de Lovaina.

Ozanam lo anunciaba así a un amigo: «Es preciso, querido ami­go, que le saque unos veinte centavos y su firma para el asunto si­guiente: usted sabe sin duda que los obispos de Bélgica han funda­do una universidad católica. Ante el éxito que semejante institu­ción había de encontrar en un país tan católico como Bélgica, se conmovió la impiedad; algunas bandas de estudiantes de la uni­versidad oficial de Lovaina vociferaron insultos bajo las ventanas de dos obispos; y a esto añadieron invectivas en un periódico. Creímos que era nuestro deber contestar, en nombre de la juventud católica de la Universidad de Francia, y hemos redactado una pro­testa que se ha publicado en la Gaceta de Francia, l’Univers reli­gieux y tres periódicos belgas. Todos nuestros amigos comunes han firmado y suscrito .»

Ozanam había escrito la protesta el 15 de abril de 1834. Decía primero: «El episcopado belga ha fundado una universidad libre y católica. Universidad católica: esta noticia debería ser motivo de alegría para la Iglesia, dichosa de ver que surge en su seno un monumento más de la inmortal alianza de la ciencia y de la fe; otro mentís a quienes anuncian la próxima muerte del cristianis­mo. Universidad libre: debía ser también un motivo de orgullo pa­ra todos los amigos de la nacionalidad belga, orgullosos de ver fun­darse, en un suelo tanto tiempo sojuzgado, una institución virgen de toda protección extranjera, virgen de toda intervención del go­bierno, digna de un pueblo verdaderamente amigo de las luces y de la libertad».

Ozanam aludía después a las infames vociferaciones, a los insul­tos de arrabal, proferidos por estudiantes indignos de su época y de su país, tristes vestigios de la impiedad del siglo XVIII. A la juventud estudiosa de la Universidad de París, le decía que, soli­dario de los actos de hombres de la misma edad, hablando el mis­mo idioma que ellos, entregado a los mismos estudios, no podía desinteresarse de sus hechos y de sus actos. «Protestamos —decía—hasta en nombre de aquellos que, no teniendo nuestras creencias, abogan por el desarrollo libre de todos los grandes propósitos, de todas las intenciones generosas, de todas las obras útiles».

Ciertamente, Ozanam no olvida que él mismo es alumno de la Universidad del Estado, ni tampoco lo olvidan sus amigos. «Pero —dice— somos ante todo hijos de la Iglesia; y sin ser ingratos con el Alma Mater, envidiamos a nuestros hermanos de Bélgica la di­cha de recibir el pan de la ciencia de la misma mano que les dis­tribuye el pan de la palabra santa, sin tener que hacer dos partes en la enseñanza de sus maestros: la del error y la de la verdad». Tal es su acto de fe.

En fin, «espera que un día también Francia gozará del mismo privilegio». Mientras, al expresar su fraternal afecto, él y sus ami­gos suscriben algunas acciones de la obra. «Ese nombre de ‘acción’ es una gran palabra; pero nada tiene de terrible para el bolsillo aun de un estudiante, puesto que, como cada acción vale un franco, no hay uno solo que no pueda volverse accionista, sin por eso mer­mar su capital en forma apreciable».

Hoy, setenta y seis años después, la Universidad católica de Lo-vaina cuenta dos mil estudiantes. Y Francia posee cinco universi­dades católicas. Se han cumplido los deseos de Ozanam.

El año siguiente de 1835, el 8 de marzo, Lacordaire tomaba po­sesión de la cátedra de Nuestra Señora para mayor gloria de Dios. ¿ Cuánto contribuyó Ozanam estudiante y luego profesor en esa palabra magistral? Lo diremos en su oportunidad.

Era tiempo de que la verdad encontrara esa compensación en un órgano digno de ella. Por aquella misma época, una carta de Oza­nam anunciaba que Lamennais acababa de entregar a los vientos iracundos las Palabras de un Creyente. «Sólo se habla de esa publi­cación —escribe dolorosamente—. El Padre Lacordaire la juzga se­veramente, y espera una rebelión declarada en la próxima obra. Los discípulos íntimos del gran escritor, los señores Gerbet, de Coux, Montalembert, rompen con él definitivamente; de modo que está solo: ¡Dios tenga misericordia de él!»

«Adiós, amigo mío, querámonos unos a otros. Se acercan gran­des fiestas: reunámonos cuando menos delante de Dios, puesto que no podemos encontrarnos unidos ante los hombres. No pudien­do conversar juntos, recemos el uno por el otro: ¡Será aún mejor!»

  1. Carta del señor Joseph Parrin, abogado en Sens, presidente de la Conferencia de San Vicente de Paúl, 4 de febrero de 1911

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *