Espiritualidad vicenciana: Signos de los tiempos

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Alejandro Rigazio, C.M. · Año publicación original: 1995.

El concepto de signos de los tiempos: 1. en el Evangelio y 2. en los Documentos conciliares; 3. algunos sig­nos en el s. XVII; 4. lectura práctica de esos signos por parte de S. Vicente; 5. lectura de los signos después de S. Vicente.


Tiempo de lectura estimado:

1. Jesús utiliza la expresión en Mt 16, 3. Los fariseos y saduceos habían pedido un signo del cielo; el Señor les indica que ya se están dando signos que prueban la presencia de los tiempos mesiánicos, y los reprende porque no saben dis­cernirlos. El texto paralelo de Lc 12, 56 no añade ningún elemento nuevo; en cambio, en Lc 19, 44, Jesús reprocha a los habitantes de Jerusalén por­que no han sabido reconocer el tiempo de la «vi­sita», que había sido preanunciada por los profe­tas, Isaías condensa esos signos en el anuncio de la buena noticia a los pobres, la predicación libe­radora, la curación de enfermedades (cf Is 61, 1-2). Jesús asegura que esa profecía «se ha cum­plido hoy» (Lc 4, 21). La realización de todas esas acciones es la prueba que da a Juan de su me­sianidad (cf Lc 7, 20-22). Es decir que la predica­ción de Jesús y sus milagros son los signos que permiten comprobar la llegada de los tiempos mesiánicos.

2. Juan XXIII utilizó la expresión dándole un sentido que no responde exactamente al que tie­ne en los Evangelios. Los signos de los tiempos son esas realidades propias de cada época, que deben ser examinados globalmente, con una vi­sión esperanzadora. La Iglesia realiza su apos­tolado partiendo de los aspectos positivos de los signos de los tiempos (cf Humanae Salutis, n. 3). Algunos documentos conciliares, sin dar una de­finición de los signos de los tiempos, enumeran algunos de esos signos, con lo que ayudan a com­prender lo que el Concilio entiende por los mis­mos (cf AA 14 y 16; UR 4; DH 15). Gaudium et Spes, n. 4, señala que la Iglesia, para cumplir su misión de salvar, de servir, de dar testimonio de la verdad, debe «escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evange­lio, de manera que… pueda responder a los pe­rennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas». Estos signos son propios de cada generación. A través de ellos, el mundo expresa sus esperanzas y aspiraciones. Los laicos, por hallarse en contacto más directo con el mundo, se encuentran mejor ubicados pa­ra percibir las inquietudes, anhelos y problemas de los hombres; por eso, los presbíteros, junta­mente con ellos, se esforzarán por conocer los sig­nos de los tiempos (cf PO 9).

3. El s. XVII presenta signos de ese tiempo, entre los que se pueden señalar diversas crisis, la económica, la social, la moral y la religiosa. En este estudio, sólo es posible referirnos sucinta­mente a cada una de esas crisis.

a) Crisis económica

La economía francesa dependía casi exclusi­vamente de la agricultura, de bajo rendimiento porque se utilizaban maquinarias y herramientas primitivas y se desconocía el uso de los abonos. Los períodos de lluvias excesivas o de fríos ex­traordinarios provocaban la pérdida de las cose­chas, lo mismo que el estacionamiento de tropas en alguna región. Consecuencia: el pobre hasta llegaba a morir de hambre. En la primera mitad de siglo, se acuñaron monedas de baja aleación, provocando una aparente inflación (cf 1, 409). Los impuestos aumentaban constantemente, vol­viendo muy difícil la situación de los campesinos, muchos de los cuales debían asimismo abonar el arriendo de las tierras. Como las familias eran nu­merosas, el producto de las tierras apenas daba para vivir en años normales. Por eso, el pan de trigo era desconocido en la mesa de los campe­sinos. S. Vicente describe el régimen alimenticio normal en algunas regiones (cf IX, 94). Debido es­pecialmente a la pobre alimentación, la mitad de los niños moría antes de cumplir el año; a los 30, una mujer tenía el aspecto de una anciana. La media de edad de los pobres oscilaba entre los 30 y 40 años.

b} Crisis social

Los ricos, en lugar de invertir su capital en ac­tividades que beneficiaran a la comunidad, pre­ferían convertirse en acreedores del rey, lo que producía mejores réditos y les facilitaba el in­greso a las clases privilegiadas. También se en­caramaba en puestos de privilegio el reducido grupo de fabricantes-mercaderes. La nobleza im­productiva no aceptaba a esos burgueses adi­nerados, a quienes seguía despreciando. La opo­sición entre señores y campesinos se debía a la colisión de intereses, como ocurrió a S. Vicente con algunos arrendatarios (cf II 412. 414). La lu­cha entre patronos y obreros era causada por los abusos de los primeros: 12 a 16 horas diarias de trabajo y muy bajos salarios. Aparecieron en­tonces algunos sindicatos clandestinos que re­currían a la violencia; tenían en contra la opinión pública que atribuía a sus exigencias salariales el alza de los precios. En algunas oportunidades, la crisis social desembocó en crisis política: re­vueltas campesinas que explotaron a partir de 1623 y que se debieron a una situación econó­mica insostenible. Otras, en cambio, significa­ron oposición al creciente absolutismo de la mo­narquía.

c) Crisis moral

Ya desde el s. XVI, se venía imponiendo el cul­to al héroe que, llevado a límites extremos, no re­paraba en los medios. Un caso típico puede ofre­cerlo el conde de Rougemont (cf. XI 528-529. 38). Muchos de los libertinos rechazaban la doctrina cristiana y prescindían de la ley moral. El pobre pueblo no sólo ignoraba las verdades, sino tam­bién la práctica del decálogo.

d) Crisis religiosa

El sistema de beneficios había tenido como secuela promover a muchos prelados sin voca­ción, algunos de los cuales conducían vida es­candalosa. Buen número de sacerdotes carecía de la ciencia y virtud indispensables para ejercer el santo ministerio. La relajación se había intro­ducido asimismo en órdenes religiosas de am­bos sexos. El pobre pueblo se veía abandonado por sus pastores y reducido a una ignorancia es­pantosa (cf XI, 727; 1, 112. 118. 176-177). Cierto hu­manismo devoto cayó en el error de separar la fe de la vida: un ejemplo, Felipe E. de Gondi, al que S. Vicente logró con dificultad apartar de su proyecto de batirse en duelo (cf XI, 720-721); el mismo General de las galeras empujó a las órdenes a su hijo, el futuro card. de Retz, «el alma menos religiosa que haya habido». El Jan­senismo remoza viejos errores, pero también aparece como una reacción pendular contra los excesos de cierto humanismo devoto y contra el laxismo.

4. Las crisis precedentes eran algunos de los signos que S. Vicente pudo escudriñar, de acuerdo con una metodología que le era habi­tual: a la luz del Evangelio. «Escudriñar» implica atención y un examen reposado. S. Vicente, ade­más de ser un gran observador, contemporiza­ba: veía como algo normal el fracaso de los asun­tos precipitados y estaba convencido de que la lentitud permitía realizar las cosas a su debido tiempo. Por eso, después de examinar pausa­damente los signos de su tiempo, juzgaba in­dispensable, para decidir las iniciativas concretas, no adelantarse a la Providencia (cf 1, 445; II, 176 185 381 383 393 398). No le era posible dar una respuesta a todos los interrogantes, sea porque no disponía de medios para ellos, sea porque in­terpretaba en forma demasiado rígida el origen divino de la autoridad civil (cf X1, 771-772), sea, en fin, porque su providencialismo le hacía ver la acción de Dios en todos los acontecimientos (cf 1, 188).

a) S. Vicente había comprobado muchas ve­ces la miseria que agobiaba al pobre pueblo, pe­ro el detonante que le permitió leer ese signo de su tiempo y emprender una acción concreta y organizada fue la experiencia de Châtillon (cf 1X, 202-203. 232-234). En los diversos reglamen­tos de las Caridades, determina la ayuda asis­tencial y promocional del pobre, como también la atención espiritual del mismo, sin olvidar el crecimiento espiritual de los miembros de las Caridades (cf X, 569ss). La atención de los po­bres exigió ocupar al laico en una actividad asis­tencial apostólica que entonces era auténtica no­vedad; la Compañía del Stmo. Sacramento, en efecto, que agrupaba a laicos y eclesiásticos, co­menzó sus actividades en marzo de 1630 (cf Cos­te, El gran santo del gran siglo, III, 191-200). Con­tribuyó asimismo a la promoción de la mujer a la que, según afirmación del santo, se le devolvie­ron, en la Iglesia, funciones de las que había sido privada hacía unos 800 años (cf X, 853). S. Vicente, además de colocar a los dos sexos al mismo nivel, cuando se trata del ejercicio de la caridad (cf X, 603), reconoce a las mujeres mayor fidelidad en la administración (cf IV, 71 ), por lo que debe gozar de autonomía en el manejo del dinero (cf 1, 141).

Según las conferencias citadas más arriba, la «lectura» de Châtillon condujo también a la pro­videncial aparición de las Hijas de la Caridad, agrupación femenina que no encajaba dentro del derecho eclesiástico de la época. S. Vicente, por medio de las Caridades, Hijas de la Caridad y misioneros, dio una respuesta ininterrumpida al clamor del pobre que moría de hambre. Resulta inútil describir esa actividad, por ser demasiado conocida.

b) Respecto a la miseria espiritual de los po­bres, ocurrió a S. Vicente algo similar a lo que le había acontecido con la miseria material. Ya an­tes de 1617, había estado en contacto con la mi­seria espiritual, como se deduce de la carta es­crita al Vicario general de Sens (cf 1, 90). Pero la confesión del anciano de Gannes y el fruto extraordinario que Dios otorgó al sermón de Fo­Ileville le obligaron a una relectura de la miseria espiritual y moral en que se debatían los campe­sinos, y a buscar las soluciones adecuadas. Es po­sible que S. Vicente exagere cuando afirma que, al principio, «no tenía más que un sermón, al que daba vueltas de mil maneras» (XI, 327); puede afirmarse, sin embargo, que las primeras misio­nes constituyeron la etapa experimental, hasta que la divina Providencia suscitó la Congrega­ción de la Misión (cf IX, 72; XI, 698. 95. 326- 327. 389). Desde entonces, las misiones se dieron sin interrupción; en ellas, se inculcaban las verdades de la fe y se conducía a una auténtica vivencia cristiana.

c) Las Caridades acortaron las distancias exis­tentes entre las diversas clases sociales, a tal punto que sus miembros, pertenecientes a la cla­se elevada, se reconocían como «siervos y sier­vas de los pobres». Este apelativo debía apare­cer revolucionario en el s. XVII, si se tiene en cuenta que, durante los Estados Generales de 1614, algunos nobles afirmaron que no podían admitir que hijos de zapateros los llamaran her­manos, porque entre ellos existía la misma dife­rencia que entre el amo y el criado.

Las gestiones directas de S. Vicente en favor de la paz no tuvieron mayor éxito; en cambio, logró humanizar a los soldados, gracias al servi­cio de las Hermanas y de los misioneros. Para acortar distancias entre católicos y hugonotes, recomendaba la mansedumbre, humildad y pa­ciencia (cf 1, 130. 441) y pedía que se evitara el ataque frontal a los ministros (cf 1, 320). No se tie­ne razón por el hecho de ser católico, porque «hay mucha diferencia entre ser católico y ser justo» (II, 377).

d) Durante las misiones, sobre todo al expli­car el Catecismo, se exponían los principios mo­rales fácilmente conculcados por libertinos y por quienes tenían un concepto erróneo del honor. El fruto era reducido porque muy pocos de esos personajes acudían a las misiones rurales. Des­ de el Consejo de Conciencia, S. Vicente logró que se dictaran medidas represivas que prohibieran la impresión y venta de libros que atentaban contra la fe y la moral (cf Abelly, La vie…II, 468). Fue más positiva y eficaz la acción desarrollada a través de los ejercicios espirituales abiertos a los laicos. Además del bien espiritual, los ejercicios reducían las distancias entre las clases sociales, puesto que ricos y pobres, nobles y plebeyos compartían la misma mesa y recibían el mismo alimento espiritual (cf Abelly, o. c. 1, 120-121; II, 273). Es po­sible que, como fruto de los ejercicios, algunos nobles se hubieran comprometido, bajo jura­mento, a luchar contra el flagelo de los duelos. En todo caso, S. Vicente trasmitió al Papa Ale­jandro VII un modelo de Breve para que conde­nara enérgicamente los duelos (cf V, 584-586).

e) La situación del clero en general era uno de los grandes problemas de la época. S. Vicente es­cudriñó ese signo juntamente con el Obispo de Be­auvais. El resultado fueron los ejercicios para or­denandos, comenzados en 1628 y que luego se extendieron a otras diócesis (cf Abelly, 1, 116-119). De estos ejercicios nació la agrupación sacerdo­tal conocida como Conferencia de los Martes, que se reunía semanalmente para tratar sobre temas de espiritualidad (1, 254-255; cf Abelly, o. c. II, 245- 251). Paulatinamente, «sin darse cuenta», se in­trodujeron los ejercicios para los eclesiásticos (cf X, 77; 1, 255) que, en muchos casos, conducían a un cambio radical de vida (cf Abelly, o. c., II, 286- 289). Resultó menos feliz la creación, en 1636, de un seminario tridentino, es decir, para adolescen­tes; S. Vicente admite el fracaso (cf II, 126. 386). Dio mejores resultados otra experiencia de un semi­nario para clérigos, con duración variable, que pue­de ser considerada como una evolución de los ejercicios de ordenandos; en dicho seminario se impartía una formación práctica que capacitaba para desempeñar dignamente las funciones sa­cerdotales (cf Abelly, o. c., II 294-295).

Durante los diez años que S. Vicente perma­neció en el Consejo de Conciencia, se esforzó, muchas veces con éxito, porque los beneficios eclesiásticos fueran otorgados a personas que reunieran las condiciones requeridas, para ase­gurar la renovación de las diócesis, abadías, etc. (cf Abelly, o. c., II 442-451). Desde ese mismo Consejo, S. Vicente alentó la acción de los reli­giosos reformadores y procuró el nombramien­to, para cargos de autoridad, de religiosos que pu­dieran llevar adelante la reforma de sus órdenes o conventos (cf Abelly, o. c., II 456-466). En Ro­ma se conocía el celo y seriedad de S. Vicente, por eso el Prefecto de la Congregación de Reli­giosos le encomendó una investigación secreta en una abadía femenina (cf 1V, 464-468). Ni falta­ron superiores que enviaran a S. Lázaro, para ha­cer los ejercicios, a algún religioso al que se de­seaba hacer volver a la observancia (cf Abelly, o. c., II 285). En cambio, no tuvo éxito la expe­riencia llevada a cabo en Marsella con los novi­cios del monasterio de S. Víctor (cf X, 428-429). S. Vicente se mostró muy activo, también desde el Consejo de Conciencia, para defender la orto­doxia contra los errores jansenistas (cf Abelly, o, c., 11409-440). Posiblemente la reunión con doc­tores, en S. Lázaro y Orsigny, fueron iniciativas personales del santo (cf III, 299; VI, 41).

Los esclavos de Berbería, además de pade­cer una miseria espantosa, estaban expuestos a la apostasía. La Compañía se hizo cargo de la asistencia corporal y espiritual de los esclavos, a petición de Luis XIII (cf Abelly, c. c., II 91-145) que, para el santo, era uno de los criterios para conocer la voluntad de Dios (cf XI, 452. 396). Pe­ro también actualizaba el signo mesiánico de Isa­ías: «la liberación de los cautivos» (Is 61, 1),

5. Los sucesores de S. Vicente percibieron, en algunas oportunidades, los signos de su tiem­po, pero sin impulsar las acciones exigidas por esos signos.

En 1968, la primera Asamblea General poscon­ciliar introdujo en las Constituciones los signos de los tiempos como uno de los criterios para discer­nir la voluntad de Dios. La Asamblea de 1980 co­locó la expresión dentro de un contexto más lógico y dinámico: los signos de los tiempos ayudarán a en­contrar nuevos caminos y los medios adecuados (cf C 2) . Hubiera sido de desear, para conformarse mejor al Concilio y a la metodología de S. Vicente, que el Evangelio no apareciera como simple yuxta­posición junto a los signos de los tiempos, sino co­mo criterio para examinar dichos signos.

Bibliografía

J. M° Ibáñez, Vicente de Paúl y los pobres de su tiempo, Sígueme, Salamanca 1977.- W. La Iglesia en el mundo de hoy, Studium, Madrid 1967.- Rino Fisichella, Los Signos de los Tiem­pos en el contexto contemporáneo, en MEDE­LLIN 65, Bogotá 1991, p. 55-71, – R. Mousnier, Historia General de las Civilizaciones,, IV: Los siglos XVI y XVII, Destino, Barcelona4‘ 1974.- A. Orcajo, San Vicente de Paúl II, Espirituali­dad, BAC, Madrid 1981, 27ss.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *