Espiritualidad vicenciana: Providencia

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Antonino Orcajo, C.M. · Año publicación original: 1995.

1. Los tesoros ocultos de la Providencia.- 2. Ra­zones de una devoción especial a la Providencia.- 3. Abandono en la Providencia y cuidado de los bienes temporales.


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1. Los tesoros ocultos de la Providencia

La Providencia de Dios suscita, dirige y am­para las obras creadas por su liberal mano: el uni­verso entero, la historia de los pueblos, de las familias y de las personas en particular. Nada se escapa a los ojos providentes de un Dios que lo ve todo, lo penetra todo, lo sustenta todo y lo gobierna todo. A la luz de la fe es posible descu­brir este misterio insondable de Dios revelado en Cristo y dado a conocer a los sencillos de cora­zón, pero oculto a los entendidos de este mun­do. La persona de Jesús encarna esos tesoros, desvelados a los que le siguen con docilidad. Se­guimiento de Jesús y docilidad a la Providencia se confunden a veces en un mismo acto según el dicho vicenciano: «La Providencia tiene gran­des tesoros ocultos, y los que la siguen y no se adelantan a ella honran maravillosamente a nues­tro Señor» (1, 131).

El hecho de que el Hijo de Dios no precipita­ra los acontecimientos de su encarnación y muer­te salvadoras, ni adelantara su «hora», sino que en todo se atuviera al designio divino trazado des­de antiguo y manifestado en el tiempo, explica la devoción de Vicente de Paúl a la adorable Provi­dencia de Dios, procurando seguirla paso a paso, sin retrasarse ni adelantarse a ella: «Las obras de Dios tienen su momento, es entonces cuando la Providencia las lleva a cabo, y no antes ni después. El Hijo de Dios veía cómo se perdían las almas y, sin embargo, no adelantó la hora que se había or­denado para su venida. Aguardemos con pacien­cia y actuemos y, por así decir, apresurémonos lentamente en la solución de uno de los mayo­res asuntos que tendrá nunca la congregación» (V, 374).

Este consejo dado a Esteban Blatiron, que agilizaba en Roma la aprobación de los votos de la Congregación de la Misión, en medio de con­tradicciones, demuestra la confianza del fundador en la Providencia divina que, lejos de infundir pa­sividad o negligencia, requiere tiempo, dedica­ción y entrega. Eso sí, el Sr. Vicente condena la prisa y la precipitación porque son pésimas con­sejeras. Escribiendo a otro compañero, Bernardo Codoing, superior en Roma, le recuerda: «Lo que nos engaña ordinariamente es la apariencia de bien según la razón humana, que nunca o muy ra­ras veces se conforma con la divina. Ya le he di­cho otra vez, padre, que las cosas de Dios se re­alizan por sí mismas y que la verdadera sabiduría consiste en seguir a la Providencia paso a paso. Esté seguro de la verdad de esta máxima que parece paradógica: en las cosas de Dios el que anda con prisas, retrocede» (II, 398; cf. II, 393).

Los tesoros ocultos de la Providencia, encar­nados en Cristo Jesús, no son otros que «su gra­cia, sabiduría y prudencia, convertidos en derro­che para con nosotros, dándonos a conocer el misterio de la voluntad del Padre» (Ef 3, 8-9). Be­lén, Nazaret, Cafarnaum, Jerusalén aparecen co­mo escenarios principales en los que Jesús da cumplimiento progresivamente a las profecías referidas a él mismo. En ningún momento ade­lanta su presencia, sino que espera a que el Es­píritu del Padre le conduzca y le manifieste su voluntad. Tal ejemplo arrastra a Vicente de Paúl a comportarse de modo semejante en la medida que participaba de la gracia, sabiduría y pruden­cia de Jesús evangelizador de los pobres en or­den al descubrimiento de la voluntad de Dios.

Los signos de los tiempos, o como decía san Vicente «los signos de la gracia» son mani­festaciones de la voluntad divina que su Provi­dencia «nos ha dado, o aquellos en quienes re­side el poder, o la pura necesidad, que son los caminos por los que Dios nos ha comprometido en estos designios» (XI, 396). A ellos hay que obe­decer como órdenes expresas de Dios que a la postre causan gran alegría. De nuevo recuerda al conocido B. Codoing: «La gracia tiene sus oca­siones. Pongámonos en manos de la Providencia de Dios y no nos empeñemos en ir por delante de ella. Si Dios quiere darme algún consuelo en nuestra vocación, es éste precisamente: que creo que, al parecer, hemos procurado seguir en todas las cosas a la Providencia y que no hemos que­rido poner el pie más que donde ella nos lo ha se­ñalado» (II, 381).

«Sumisión a los instrumentos de la Providen­cia, comprensión realista y viviente del evangelio, se condicionan mutuamente; y Vicente de Paúl, para asegurarse del carácter sobrenatural de la or­den que le es intimada, verifica siempre simultá­neamente la referencia a la palabra de Cristo y la relación a la adorable Providencia de Dios. El pa­so rápido del uno al otro de estos puntos de vis­ta, la fusión armoniosa en su espíritu del horizon­te de Cristo y del de la Providencia, constituyen su psicología sobrenatural y su manera de leer y de vivir el evangelio. En resumen, si él ama a Cris­to realizando el orden sobrenatural, ama sobre to­do a la Providencia y todo lo que ella conduce a este Cristo que le ha abierto los ojos y que ha ver­tido en su corazón un único amor. «Nada me agra­da, decía él, más que en Jesucristo»»(A. Dodin, San Vicente de Paúl, forjador de apóstoles de la cari­dad, Edit. La Milagrosa, Madrid 1968, p. 76). Jesús es, efectivamente, el principio y el fin, el modelo de fidelidad al designio del Padre; por eso concluye: «Siento una devoción especial en ir siguiendo pa­so a paso la adorable Providencia de Dios» (II, 176).

2. Razones para una devoción especial a la Pro­videncia

Están ya implícitamente indicadas; su explici­tación sólo sirve para reafirmar a la familia vicen­ciana en la fe y confianza en la Providencia. Ella quiso dar a las congregaciones vicencianas origen y medios adecuados para la realización de las obras que se les había encomendado. No fue la comunidad la que tuvo la iniciativa de su propio nacimiento ni se encargó de unas tareas de tan­ta envergadura, sino la Providencia que desde el principio veló por su nacimiento y sustento.

La primera y fundamental razón estriba en el gozo de seguir a Jesús evangelizador de los po­bres tratando de prolongar su misión en la vida y en la muerte: «No podemos asegurar mejor nuestra felicidad eterna que viviendo y murien­do en el servicio de los pobres, en los brazos de la Providencia y en una renuncia actual a noso­tros mismos, para seguir a Jesús» (III, 359). El abandono y confianza en la Providencia da se­guridad de estar en el camino andado por Jesús. A partir de esta fe, toda felicidad es posible pa­ra quien confía en Dios contra las apariencias de este mundo.

Vinculada con la razón anterior, la siguiente subraya el dato teológico de la fundación de la comunidad. San Vicente se lo recuerda cons­tantemente a sus hijos e hijas espirituales, a fin de crear en ellos una mayor dependencia de la Providencia de Dios. A las Señoras de la Caridad del Hótel-Dieu, les dice: «Vuestra Compañía es una obra de Dios» (X, 952). Y a las Hijas de la Ca­ridad: «Tenéis que tener tan gran devoción y tan gran amor a esta divina Providencia que, si ella misma no os hubiera dado este hermoso nom­bre de Hijas de la Caridad, que jamás hay que cambiar, deberíais llevar el de Hijas de la Provi­dencia, ya que ha sido ella la que os ha hecho nacer» (IX, 86). Y a los Misioneros: «¿Quién es el que ha fundado la compañía? ¿Quién nos ha de­dicado a las misiones, a los ordenandos, a las con­ferencias, a los retiros, etc? ¿He sido yo? De nin­gún modo… Dios es el que ha hecho todo esto, y por medio de las personas que ha juzgado con­veniente, para que toda la gloria sea suya» (X1, 731).

Dios providente ha sellado a estas congre­gaciones con un espíritu propio recogido en las Reglas, que a su vez son de inspiración divina. Por eso hay que «mirarlas no como producidas por espíritu humano, sino como emanadas del es­píritu divino, de quien procede todo bien» (RC, Pról.). En la conferencia del 17 de mayo de 1658, explicaba el fundador a sus compañeros: «¿No es Dios el autor de todas nuestras reglas, que se han ido estableciendo sin saber de qué forma, de manera que yo no sé deciros cómo y por qué?… ¿De dónde vienen? ¿Había pensado yo en ellas? Ni mucho menos; jamás pensé en nuestras reglas, ni en la compañía, ni siquiera en la palabra ‘Misión'» (XI, 326).

Aún existe otra razón que invita a ponerse bajo la protección de la Providencia: el actual go­bierno que ejerce sobre las dichas instituciones de las que los llamados superiores no son sino instrumentos de la bondad divina para llevar a ca­bo la obra creadora de Dios. Corresponde a los superiores «velar por todos y hacer que todo se haga en el orden» establecido por la Providencia. Explica a las Hijas de la Caridad, tras haberles acla­rado su origen: «Habéis entrado en el navío en donde Dios os guía por su inspiración. Se nece­sita un piloto que vele, mientras vosotras dormís. ¿Quiénes son esos pilotos? Los superiores. Ellos están encargados de advertiros lo que tenéis que hacer para llegar felizmente al puerto» (1X, 204). Se entiende por «puerto» el cielo prometido. El piloto verdadero e insustituible es el Espíritu de Dios, o de Jesús, que guía a su Iglesia y a las pequeñas comunidades y a las personas parti­culares. Escribe Vicente de Paúl a Juan Guerin: «Como solamente el Espíritu de Jesucristo, nues­tro Señor, es el verdadero director de las almas, le ruego a su divina Majestad que nos conceda su espíritu para su gobierno particular y para el de toda la compañía» (II, 302). Y a Santiago Chi­roye le exhorta a poner su confianza en la Provi­dencia en estos términos: «Dios se quiere ser­vir de usted en Lugon como superior de nuestra pequeña comunidad. Le ruego, padre, que acep­te este cargo con la confianza de que actuando con el espíritu de la compañía, y por medio de ella en las almas de nuestros señores y amos los hombres del pueblo, su Bondad le guiará por sí misma y a su familia por medio de usted… Ten­ga mucha confianza en Dios, entréguese a él, a fin de que le guíe y será él mismo el superior; obedézcale y ya verá cómo él hará que hagan lo que usted ordene. Tenga una devoción especial a la dirección que tuvo la santísima Virgen sobre la persona de nuestro Señor y todo marchará bien» (II, 102-103).

3. Abandono en la Providencia y cuidado de los bienes temporales

Las enseñanzas vicencianas sobre el aban­dono en la Providencia están sacadas del evan­gelista Mateo VI, 25-34, donde Jesús aparece pre­dicando la confianza en Dios providente. Si nues­tro Padre común cuida de las aves del cielo y de los lirios del campo, ¡cuánto más del hombre que ha puesto en Él toda su esperanza! No permitirá que falte a ninguno de sus hijos el alimento y vestido necesarios para vivir, con tal de que bus­quen primero el Reino de Dios y su justicia. En las catequesis vicencianas la búsqueda del Rei­no y el abandono en la Providencia se entremez­clan: «El verdadero misionero no tiene que preocuparse de los bienes de este mundo, sino poner toda su confianza en la Providencia de Dios, seguro de que, mientras permanezca en la caridad y se apoye en esta confianza, estará siem­pre bajo la protección de Dios… No sólo os veréis libres de todos los males y de todos los ac­cidentes molestos, sino que os veréis colmados de toda clase de bienes» (XI, 439, 732; cf. RC, II, 2). Así se expresaba el Sr. Vicente ante los Misio­neros y añadía ante el grupo de las Hijas de la Ca­ridad: «La Providencia de Dios os escoge y reúne con el vínculo de la caridad, para demostrar a los hombres de distintos sitios el amor que les tiene y el cuidado que de ellos tiene la Providen­cia, para socorrerles en sus necesidades» (IX, 1182).

La confianza en Dios desmantela al misione­ro del espíritu posesionista y autosuficiente, pa­ra hacerle descansar en los brazos de la Provi­dencia, que sabe de antemano todo lo que necesitan él y cuantos le rodean. Muchos de los fracasos que sobrevienen en las tareas apostóli­cas y espirituales se deben, precisamente, «a que nos apoyamos en nosotros mismos. Ese pre­dicador, ese confesor, ese superior se fía dema­siado de su prudencia, de su ciencia, de sus ide­as. ¿Qué hace Dios entonces? Se aparta de él y lo abandona, y aunque trabaje, no consigue nin­gún fruto, para que reconozca su inutilidad y apren­da por propia experiencia que, por muchos ta­lentos que tenga, no puede nada sin Dios» (XI, 731).

Según la conducta vicenciana, el abandono total en la Providencia no ahorra a los favorecidos con bienes espirituales y materiales de trabajar, con toda clase de medios, para hacerlos produ­cir al máximo, pues «según el camino ordinario de la Providencia, Dios quiere salvar a los hom­bres por medio de los hombres, y nuestro Señor se hizo él mismo hombre para salvarnos a todos» (VI1, 292). La salvación total del hombre comien­za en la tierra y culmina en el cielo.

En particular, los superiores han de preocu­parse de la salud corporal y espiritual de sus her­manos de comunidad, puesto que a ellos «toca mirar no solamente por las cosas espirituales, si­no que ha de preocuparse también de las cosas temporales; pues como sus dirigidos están com­puestos de cuerpo y alma, debe también mirar por las necesidades del uno y de la otra, y esto se­gún el ejemplo de Dios» (XI, 241). En efecto, la Pro­videncia de Dios hace llover sobre justos y pecadores, distribuye las estaciones del año y ha­ce germinar los frutos para todo viviente; por eso «el superior, que en cierto modo representa to­da la amplitud del poder de Dios, ha de atender a las más menudas cosas temporales, sin creer que esta atención es indigna de él» (XI, 242). El ejemplo de Dios, que desde toda la eternidad no cesa de trabajar ad intra mediante sus divinas operaciones y ad extra creando y conservando el universo mundo, ha de seguirlo toda la comu­nidad, procurando no sólo los medios para la propia subsistencia, sino para subvenir a las ne­cesidades ajenas. Tal es la convicción vicenciana acerca del trabajo necesario.

De muchas maneras lo da a entender san Vi­cente cuando afirma que el Misionero y la Hija de la Caridad no se deben a sí mismos, sino a Dios para servir a los pobres, amos y señores nuestros: «Un eclesiástico que posee alguna cosa se la de­ be a Dios y a los pobres» (Xl, 517).»No tenéis de­recho más que para vivir y vestiros; el resto per­tenece al servicio de los pobres» (IX, 99). Al fin y al cabo, los bienes que poseemos son patrimo­nio de los pobres. Imprecándose a sí mismo y ex­citando a los demás a trabajar con espíritu de amor, dice el santo: «Miserable, ¿te has ganado el pan que comes, ese pan que te viene del tra­bajo de los pobres? Vivimos del patrimonio de Jesucristo, del sudor de los pobres… Los pobres nos alimentan… Que no pase un solo día sin ofre­cérselos al Señor, para que quiera concederles la gracia de aprovechar debidamente sus sufri­mientos» (XI, 121).

A diferencia de otros místicos del amor, Vi­cente de Paúl se distingue por ser un trabajador infatigable en favor de los necesitados. No en va­no era ya considerado en su tiempo «asilo de los pobres afligidos» (II, 303). A éstos hacía llegar to­da clase de ayudas, sin las cuales muchos hu­bieran muerto irremediablemente. La situación angustiosa en que se encontraba la sociedad le obligaba a exclamar: «La Iglesia es como una gran mies que requiere obreros, pero obreros que tra­bajen… Todo lo que debemos hacer es trabajar» (XI, 733). Si consideramos a Vicente de Paúl co­mo arrendatario de los bienes de los pobres, él los cuida y los hace producir, incluso los defien­de contra injustas sentencias dictadas en juicios. En tales casos le asiste el espíritu de caridad y de justicia, además de una excelente organización y gestión de los bienes temporales. En suma, co­mo defensor de la causa de los pobres es, sin du­da, una presencia providente y un estimulo para los hombres de hoy que han de demostrar con hechos la bondad misericordiosa de Dios para con los desheredados de la tierra.

Bibliografía

A. ORCAJO, El seguimiento de Jesús según Vi­cente de Paúl, Edit. La milagrosa, Madrid 1990, p. 131-140; 155-168.- J.-P. RENOUARD, L’at­tention aux événements, en Monsieur Vin­cent témoin de l’evangile, p. 169-185.- A. RIGAZIO, La administración de los bienes según el espíritu de SVP, en Anales 7, 9 (1988)472- 482, 611-619.

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