Espiritualidad vicenciana: Política

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Jaime Corera, C.M. · Año publicación original: 1995.

La organización feudal.- El paso a la monarquía absoluta.- Concepciones ideológicas.- Mentalidad y práctica de san Vicente de Paúl.


Tiempo de lectura estimado:

«Dios no ha constituido a los señores sólo para percibir rentas y censos de sus súbditos, si­no para administrarles justicia, mantener la religión y hacerles amar, servir y honrar a Dios». Eso de­jó escrito Vicente de Paúl de su puño y letra en el manuscrito de un sermón suyo que ha llegado hasta nosotros (X, 34). Tenía a la sazón unos 35 años; vivía por entonces en la mansión del ma­trimonio Gondi como preceptor de los hijos y capellán de la casa; aún no había pasado por las experiencias de Folleville y Châtillon que cam­biarían tan radicalmente el ritmo de su vida. Vi­cente de Paúl resume en ese texto lo que desde hacía más de seiscientos años había llegado a ser la visión teórica de la organización feudal ins­pirada por el cristianismo, visión que era también sin duda la suya propia.

La organización feudal de la sociedad euro­pea había comenzado en los siglos V-VI por las conquistas de los caudillos bárbaros y el frac­cionamiento posterior en pequeñas unidades territoriales bajo la autoridad de algún «señor», au­toridad inicialmente impuesta por la fuerza y con­solidada posteriormente en no pocos casos por una especie de pacto o «contrato social» entre se­ñores y vasallos (M. Bloch). Los elementos bási­cos de la visión legitimadora de una tal organiza­ción social, visión que llegó a ser aceptada como «normal» en el mundo cristiano, se encuentran escuetamente mencionados en el escrito de san Vicente citado arriba: a) esa organización es que­rida por Dios, quien ha puesto al frente de ella a los «señores»; b) éstos tienen derecho a percibir de sus vasallos «censos y rentas»; c) tienen, a cambio, una obligación de tipo social hacia sus súbditos, «administrarles justicia», y otra de ti­po religioso hacia Dios, «mantener la religión».

La visión misma era ideológicamente com­pacta y sin fisuras, y sin duda contribuyó pode­rosamente a que el feudalismo haya resultado ser la organización social con más larga vida en la historia de Europa. En su comparación, sis­temas sociales anteriores, como el esclavista del Imperio Romano, o posteriores, como el capita­lismo burgués, presentan numerosos fallos ide­ológicos de bulto.

Presentaba también fallos el feudalismo de­cadente que le tocó vivir a Vicente de Paúl; en aquel momento no tanto ideológicos (estos los pondrían de relieve en el siglo siguiente los ide­ólogos franceses e ingleses de la Ilustración) cuan­to prácticos y de funcionamiento. El feudalismo en el siglo XVII, y aun mucho antes, era una or­ganización social ya claramente en descomposi­ción ante el doble embate de la monarquía ab­soluta y el creciente poder económico y político de la burguesía. Ni Vicente de Paúl ni nadie en aquel tiempo podía ser consciente de los fallos ideológicos del sistema. A nadie se le podía ha­ber ocurrido pensar que la organización feudal no fuera querida por Dios ni que pudiera ser legíti­mamente sustituida por algún otro sistema de organización social. Pero muchas mentes sí eran conscientes de los fallos prácticos. Desde arriba, la misma monarquía, sus paniaguados y sus te­óricos se embarcaron durante todo el siglo en un largo proceso de destrucción sistemática del po­der local de los «señores», mientras que los bur­gueses, desde abajo, iban consiguiendo a costa de los señores feudales un creciente poder eco­nómico y político que los llevó con la Revolución Francesa a la cima de la pirámide social que has­ta entonces habían detentado la monarquía y la nobleza feudal.

También Vicente de Paúl era consciente de los fallos prácticos del sistema. Una larga experien­cia del contacto con las altas capas sociales diri­gentes le hacía comentar amargamente en años posteriores que «los grandes no respiran de or­dinario más que honores y riquezas» (XI, 718), ob­servación que por otro lado estaba al alcance de cualquiera en aquellos tiempos. Decía Robert Mi-ron ante los Estados Generales de 1614: «Vues­tra vida, señores nobles, se gasta en juegos de aventura, en la abundancia y el despilfarro, en violencias públicas y privadas. El antiguo brillo de vuestro estado está apagado». A través de una larga evolución comenzada en los tiempos de la dinastía carolingia se había ido minando la auto­ridad local de los nobles ante la presión de la autoridad monárquica central. Este proceso se aceleró y consolidó precisamente en vida de Vi­cente de Paúl, durante el reinado de Luis XIII, por obra de sus dos ministros-cardenales, Richelieu y Mazarino. Éstos prepararon con su acción el te­rreno para el monarca más absoluto de la histo­ria de Francia, Luis XIV. Muerto Mazarino en 1661, unos meses después que el mismo Vicente, Luis XIV decidió ser él mismo su propio primer mi­nistro y no aceptar en su consejo real a ningún personaje eclesiástico.

Pero los aires del absolutismo eran patentes ya años antes, incluso en el siglo anterior en los escritos de Jean Bodin (1530-1596). Decía Flori­mond Rapine en la asamblea general de los Es­tados en 1614: «El rey recibe su corona de Dios solo; no depende inmediatamente más que de Dios». El mismo Vicente podía notar con cierto aire crítico en 1655: «Jamás ha sido el rey tan ab­soluto como ahora» (V, 421). Luis XIV tenía a la sa­zón sólo 17 años y estaba sometido aún al tute­laje de Mazarino. Años después escribiría Bossuet ad usum delphini: «Los príncipes son dioses, se­gún el testimonio de la Escritura, y participan en alguna manera de la independencia divina… El trono real no es el trono de un hombre sino el de Dios mismo».

El terreno para que se pudiera pensar así es­taba bien preparado ideológicamente desde los tiempos mismos de Constantino por la visión que se tenía del emperador, aceptada universalmen­te en la Europa cristiana, como figura cuasi-sacral e incluso cuasi-sacerdotal: el gobernante es mi­nistro de Dios para el gobierno temporal de la sociedad cristiana. Vicente de Paúl es también testigo de esta visión: «El rey es una persona sa­grada» (IX, 1005). En una ocasión, hablando a sus misioneros, mencionó apreciativamente el ejem­plo de san Francisco de Sales quien «después de haber celebrado la misa en presencia de un gran señor, le hizo una gran reverencia», mostrando con ello que «él adoraba el señorío de Dios que hay en tales personas» (XI, 719-720).

Aunque con ojo crítico, Vicente acepta a la vez la estructura feudal de la sociedad y el poder absoluto del rey, aunque también en cuanto al rey con cierto aire crítico: «Dios permite a veces gran­des agitaciones que sacuden los estados más fir­mes para que los soberanos de la tierra recuer­den que reciben de Él la realeza y que dependen de El no menos que sus mismos súbditos» (V, 421). Ni él ni nadie en Francia vio en su tiem­po que una y otro eran creaciones contingentes de la historia, sustituibles por tanto por otras formas de organización social y de gobierno; aún me­nos vio él, ni nadie podía ver, que fue precisamente el conflicto entre ambos, que acabó en la victoria del absolutismo y la destrucción casi total de la or­ganización feudal, lo que hizo posible la Revolución Francesa. Ésta se deshizo de ambos a la vez de un solo golpe. Le resultó la empresa relativamen­te fácil, pues la monarquía absoluta se había que­dado sin apoyo social, casi sola. Bastó para acabar con ella, según la aguda observación de Paul Va­léry, un golpe de guillotina.

También procedía del fondo de la historia la alianza entre la esfera religiosa y la autoridad ci­vil, lo que se ha venido a calificar como alianza » entre el Trono y el Altar, tan característica del An­tiguo Régimen. Vicente de Paúl no sólo no fue aje­no a ella, sino que participó activamente en sus instituciones y en particular en la más importan­te de ellas, el Consejo Real de Conciencia, especie de Ministerio de Culto, que tenía variadas com­petencias en asuntos eclesiásticos, por ejemplo, en el nombramiento de obispos. No hay mues­tras de que Vicente considerara esta alianza con ojo crítico. Parecería más bien que la aceptaba, igual que todo el mundo, como institución normal en una sociedad cristiana. Pero sí hay muestras claras y variadas de que se encontraba incómo­do dentro de ellas, en particular en el Consejo de Conciencia, del que fue miembro durante unos años por nombramiento directo de la reina re­gente, Ana de Austria. A que se encontrara incómodo contribuiría sin duda la profunda dife­rencia de criterios entre san Vicente y el presi­dente del Consejo y primer ministro, el cardenal Mazarino. Pero más aún contribuyó su aversión a mezclarse en asuntos de carácter netamente po­lítico, esfera que a él le parecía no ser de su com­petencia como hombre que era de Iglesia: «En el cargo que la reina ha querido darme en el Con­sejo de los asuntos eclesiásticos no intervengo más que en las cosas que miran al estado religioso y al de los pobres, por mucha apariencia de pie­dad y de caridad que tengan otros asuntos que se me proponen» (II, 377-378).

Por lo demás esta cuidadosa postura de no in­gerencia en asuntos políticos la esperaba y la exi­gía de sus propios misioneros, a quienes prescribía en las Reglas de su congregación: «En las dis­cordias públicas y guerras que pueden suceder entre los príncipes cristianos, ninguno se inclina­rá hacia ninguno de los dos bandos… Todos se abstendrán de hablar de las cosas que pertene­cen a los asuntos del estado o a los negocios del reino» (Reglas o Constituciones Comunes de la Congregación de la Misión, cap. 8, nn. 15-16, en X, 501). En carta a uno de sus misioneros expre­sa Vicente la razón para esta norma: «No es co­sa de pobres sacerdotes como somos nosotros entrometernos y ni siquiera el hablar más que de las cosas que se refieren a nuestra vocación. Los asuntos de los grandes son misterios que debe­mos respetar. El Hijo de Dios, que es el modelo sobre el que debemos formar nuestra vida, nun­ca habló del gobierno de los principes» (II, 29).

Poco peligro había de que sus hombres se codearan con personajes políticos de importancia, pues su vocación propia les debía llevar a todos ellos a gastar sus energías humanas y sacerdo­tales entre gente de baja posición social, a «evan­gelizar a los pobres, sobre todo a los del cam­po» (X, 464). Pero no faltarían ocasiones, y, para cuando surgieran, san Vicente les proveía de con­sejos adecuados de comportamiento inspirados en su propio estilo, como cuando a un grupo de misioneros enviados a asistir como capellanes a los ejércitos del rey les señala expresamente que no hablen «de lo que se refiere a asuntos de es­tado» (X, 334). A sus misioneros que trabajaban en Argel les advierte que no escriban de «los asuntos políticos del país» (X, 373). Parece que en general los hombres de su congregación se atu­vieron a las normas de su fundador, pues no se encuentran en su voluminosa correspondencia y en sus muchas charlas a sus misioneros casos de reprensión o de corrección dirigida a quienes se podían haber salido del comportamiento de no ingerencia en asuntos políticos señalado por él con tanta claridad.

Pero él mismo no se atuvo a esa norma; sus intervenciones en asuntos de carácter político no son nada excepcionales; algunas de ellas son in­tervenciones en asuntos políticos de primera im­portancia, incluso en asuntos de política interna­cional. El que así sucediera le resultó inevitable por las muchas relaciones personales que tuvo que mantener con gente noble y de gobierno des­de su primera entrada en casa de los Gondi en 1613. Es imposible escribir una biografía de san Vicente, por muy condensada que sea, sin que desfilen por ella reyes, reinas, ministros y prime­ros ministros, gobernantes y nobles de diversos grados, altos personajes eclesiásticos, incluso el mismo papa, y no sólo en relación a asuntos pro­piamente eclesiásticos sino también en asuntos de política nacional e internacional.

Pero más inevitable le resultó aún por las ra­mificaciones de sus obras y de su preocupación por el bien de «la pobre gente», como él solía de­cir. Fue ésta, y no otra razón, la que le hizo in­tervenir en asuntos políticos de diversa índole, ateniéndose estrictamente, al hacerlo, al criterio que se impuso a sí mismo en sus actuaciones en el Consejo de Conciencia. Vicente de Paúl inter­viene en política, efectivamente, en numerosas ocasiones, pero nunca lo hace por razones de or­den político sino sólo por las repercusiones que pudieran tener las decisiones de los políticos en la vida del pueblo llano.

Eso motivó, por ejemplo, su primera inter­vención de que se tiene noticia. Tuvo lugar alrededor de 1638 en favor de la Lorena, víctima de devastaciones sistemáticas por parte de los ejér­citos de Francia y del Imperio, en pugna declara­da desde hacía unos años. Vicente acude a Ri­chelieu a pedirle que declare la paz; se lo pide de rodillas, dice el primer biógrafo de san Vicente (Abelly I, c. 35, p. 169-170), en términos patéticos: «Dadnos la paz, monseñor; apiadaos de noso­tros; dad la paz a Francia». Intervención que no tuvo resultado alguno, cual fue el caso de casi to­das sus intervenciones en política. Richelieu eva­dió diplomáticamente el comprometerse alegan­do que, aunque también él quería la paz, ésta de­pendía «de otras muchas personas en Francia y en el extranjero». Lo cual, aunque en sí mismo era verdad, era una falsa excusa, pues la inva­sión de la Lorena no fue más que el primer paso de un plan sistemático en que Richelieu embar­có a Francia, y luego continuó Mazarino, para so­cavar el poder del Imperio y afirmar de rechazo el poder y la hegemonía de Francia, objetivo que Luis XIV llevó a buen término. No es que la paz entre las dos grandes potencias fuera imposible, o que Francia no tuviera otra alternativa ante el Imperio que la guerra declarada. Muchas e im­portantes figuras del tiempo propugnaban otro curso político que consistía básicamente en bus­car alguna fórmula de acomodo con España y de­dicar las energías, no a la guerra internacional, si­no a la reconstrucción del país, muy dañado por las largas luchas internas de religión entre católi­cos y hugonotes. Ésta era la postura mantenida con mucha fuerza por el llamado Partido Devoto, en el que se encontraban figuras de alto presti­gio, tal un Bérulle, tal un Miguel de Marillac, que estuvo a punto de ser nombrado primer ministro por Luis XIII en lugar de Richelieu. Vicente de Paúl simpatizaba con las miras de este «partido», y no sólo porque contara entre sus miembros con grandes amigos suyos sino porque sabía de las desastrosas consecuencias que para el pue­blo llano tenía que producir la política internacio­nal elegida por Richelieu.

Una segunda intervención tuvo Vicente de Paúl ante Richelieu unos pocos años después, también en el terreno de la política internacional, cuando se presentó ante él ofreciéndole en nom­bre del papa 300. 000 libras para ayudar a finan­ciar un ejército de ayuda a Irlanda para defender a la población católica oprimida por las tropas in­glesas invasoras. Intervención que tampoco tuvo ningún éxito y que Richelieu despachó con un cierto deje de ironía ante la aparente candidez de san Vicente, a quien Richelieu advirtió que con ese dinero no tenía ni para empezar, pues «el ejérci­to es como una gran máquina que cuesta mucho mover» (ib. p. 170). La verdadera razón para no aceptar la ofrenda era sin duda otra: no podía Ri­chelieu embarcarse en más guerras que las que ya tenía entre manos, y menos aún contra una po­ tencia como Inglaterra. La defensa de católicos oprimidos por protestantes podía motivar al pa­pa y a Vicente de Paúl, pero no a Richelieu, quien nunca tuvo escrúpulos para aliarse con protes­tantes de varias clases cuando lo creyó conve­niente para conseguir los objetivos de su política internacional.

La intervención más desconcertante de Vi­cente de Paúl en la enmarañada política interna­cional de su tiempo tuvo además, por añadidura, el carácter de colaboración en una invasión ar­mada del norte de África, invasión organizada por un caballero Paul, de la orden de Malta, lugarte­niente general de la marina francesa. Vicente de Paúl ofreció su colaboración en la forma de una importante ayuda económica, 20. 000 libras que tenía en depósito destinadas a la liberación de esclavos por compra de su libertad. Se pretendía con tal invasión liberar por un golpe de fuerza a buena parte de los esclavos cristianos detenidos en Argel, en particular a los esclavos de nacio­nalidad francesa. Francia y Constantinopla, de cu­ya soberanía dependía Argel, tenían firmados di­versos tratados con el compromiso de no tomarse como esclavos a los súbditos respectivos. De manera que si toda captura de esclavos, fuera del caso de guerra declarada, era un acto de es­tricta piratería, el que una de las dos potencias fir­mantes se la infligiera a los súbditos de la otra in­cluía, además, el aspecto de violación flagrante de compromisos escritos y firmados. San Vicen­te había dedicado durante años muchas energías y mucho dinero a lo que desde siglos antes, por obra sobre todo de los trinitarios y mercedarios, había sido el medio tradicional de liberación de es­clavos cristianos: la compra de su libertad a cam­bio de dinero contante y sonante. Este proceder, inspirado sin duda por la más pura caridad, tenía un efecto imprevisto que empeoraba el mal que quería remediar. En efecto, la captura de escla­vos se convertía por ello en asunto muy atracti­vo y lucrativo para el capturador. De un militar como el caballero Paul no se podía esperar sim­patía por una solución para el problema de la li­beración de esclavos como el de la compra de la libertad, sino sólo la solución que se le ocurrió: la liberación por la fuerza. Vicente de Paúl, hombre «espiritual» por los cuatro costados, no creyó que su participación en tal empresa atentara contra su naturaleza de hombre espiritual. La liberación por la fuerza le pareció legítima como medida extre­ma para intentar resolver una situación de injus­ticia extrema a la que no se le veía otra solución. Por lo demás, la expedición resultó ser un fraca­so. Sólo unos cuarenta esclavos consiguieron la libertad a nado, pues los barcos del caballero Paúl no pudieron ni acercarse a la costa africana de­bido al mal tiempo.

La intervención más neta y directa en la polí­tica de su tiempo fue de carácter nacional y tuvo que ver con los personajes más altos en la escala social, la reina Ana de Austria y su primer minis­tro, el cardenal Mazarino. Sitiada París por las tro­pas reales en los comienzos de la llamada Fron­da Parlamentaria, Vicente creyó su deber acudir en persona al mismo primer ministro para pedir­le su dimisión y retirada del gobierno. No fue nin­gún tipo de animosidad o diferencia de visión o de intereses políticos con Mazarino lo que le lle­vó a dar un paso tan netamente político y tan arriesgado, sino la compasión por el «pobre pue­blo» de París, que sufría una aguda escasez de alimentos causada por el cerco militar. Pero tam­poco en esta ocasión obtuvo ningún resultado con su intervención, excepto el excitar la ira de Ana de Austria (quien, aparte de razones políticas, tenía una razón muy personal de relación afecti­va con su primer ministro), y el desdén de éste ante la sugerencia de san Vicente.

Algo más que desdén le mostró Mazarino ante una segunda intervención unos años des­pués, en la llamada Fronda de los Principes, en que Vicente volvió a sugerir a Mazarino, esta vez por carta, que por el bien de la paz dimitie­ra de su cargo y se ausentara por lo menos tem­poralmente del reino. Posiblemente en repre­salia por el atrevimiento que suponía una tal sugerencia, Mazarino dejó de convocar a Vicente a las reuniones del Consejo del Reino. Pero es­ta vez sí hizo lo que Vicente le aconsejaba. Si lo hizo por influencia de la carta o por otras razo­nes no se sabe con seguridad. Como lo había an­ticipado san Vicente en su carta, el alejamiento de Mazarino hizo posible la vuelta de los reyes a París, pues contra Mazarino y no contra los re­yes se dirigían las iras populares. Fueron recibi­dos la reina y su hijo Luis XIV con un gran en­tusiasmo. En cuanto a Mazarino, fue reinstaurado en su cargo unos meses después ante la lla­mada de Luis XIV una vez restablecido firme­mente en su autoridad real. Ése había sido exac­tamente el curso de los acontecimientos que Vicente había pronosticado a Mazarino en la car­ta en cuestión (IV, 443).

Con lo cual san Vicente demostró una vez más lo que más de un biógrafo suyo ha señala­do oportunamente: Vicente de Paúl no era en modo alguno un político, ni jamás se dejó llevar por motivaciones políticas; eso hay que decirlo cla­ramente a pesar de sus muchas intervenciones directas e indirectas en política. Su vocación per­sonal de evangelizador de los pobres, y no otra cosa, le lleva a intervenciones en asuntos de ca­rácter político. Pero sí era Vicente de Paúl un hombre con cualidades destacadas que podían ha­ber hecho de él un verdadero hombre de Estado, entre las que habría que destacar: visión certera de las soluciones en problemas complicados, pru­dencia, coraje, y una preocupación constante y de­ sinteresada por lo que él solía calificar como «el bien del público», que para él quería decir, sobre todo, el bien del «pobre pueblo que se condena y se muere de hambre».

Bibliografía

A. Menabrea Saint Vincent de Paul, le maitre des hommes d’Etat, Paris 1944; A. Ziegler, Saint Vincent de Paul at the roya! court of France, en Saint Vincent de Paul, a tercentenary com­memoration, Saint John’s University Press, Nueva York 1959, pp. 75-98; Y. Salem, Saint Vincent de Paul et l’armée, Ed. du Cedre, Pa­ris 1975; J. Corera, San Vicente de Paúl y la política, en Diez estudios vicencianos, CEM E, Salamanca 1983, pp. 41-61.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *