«Dios no ha constituido a los señores sólo para percibir rentas y censos de sus súbditos, sino para administrarles justicia, mantener la religión y hacerles amar, servir y honrar a Dios». Eso dejó escrito Vicente de Paúl de su puño y letra en el manuscrito de un sermón suyo que ha llegado hasta nosotros (X, 34). Tenía a la sazón unos 35 años; vivía por entonces en la mansión del matrimonio Gondi como preceptor de los hijos y capellán de la casa; aún no había pasado por las experiencias de Folleville y Châtillon que cambiarían tan radicalmente el ritmo de su vida. Vicente de Paúl resume en ese texto lo que desde hacía más de seiscientos años había llegado a ser la visión teórica de la organización feudal inspirada por el cristianismo, visión que era también sin duda la suya propia.
La organización feudal de la sociedad europea había comenzado en los siglos V-VI por las conquistas de los caudillos bárbaros y el fraccionamiento posterior en pequeñas unidades territoriales bajo la autoridad de algún «señor», autoridad inicialmente impuesta por la fuerza y consolidada posteriormente en no pocos casos por una especie de pacto o «contrato social» entre señores y vasallos (M. Bloch). Los elementos básicos de la visión legitimadora de una tal organización social, visión que llegó a ser aceptada como «normal» en el mundo cristiano, se encuentran escuetamente mencionados en el escrito de san Vicente citado arriba: a) esa organización es querida por Dios, quien ha puesto al frente de ella a los «señores»; b) éstos tienen derecho a percibir de sus vasallos «censos y rentas»; c) tienen, a cambio, una obligación de tipo social hacia sus súbditos, «administrarles justicia», y otra de tipo religioso hacia Dios, «mantener la religión».
La visión misma era ideológicamente compacta y sin fisuras, y sin duda contribuyó poderosamente a que el feudalismo haya resultado ser la organización social con más larga vida en la historia de Europa. En su comparación, sistemas sociales anteriores, como el esclavista del Imperio Romano, o posteriores, como el capitalismo burgués, presentan numerosos fallos ideológicos de bulto.
Presentaba también fallos el feudalismo decadente que le tocó vivir a Vicente de Paúl; en aquel momento no tanto ideológicos (estos los pondrían de relieve en el siglo siguiente los ideólogos franceses e ingleses de la Ilustración) cuanto prácticos y de funcionamiento. El feudalismo en el siglo XVII, y aun mucho antes, era una organización social ya claramente en descomposición ante el doble embate de la monarquía absoluta y el creciente poder económico y político de la burguesía. Ni Vicente de Paúl ni nadie en aquel tiempo podía ser consciente de los fallos ideológicos del sistema. A nadie se le podía haber ocurrido pensar que la organización feudal no fuera querida por Dios ni que pudiera ser legítimamente sustituida por algún otro sistema de organización social. Pero muchas mentes sí eran conscientes de los fallos prácticos. Desde arriba, la misma monarquía, sus paniaguados y sus teóricos se embarcaron durante todo el siglo en un largo proceso de destrucción sistemática del poder local de los «señores», mientras que los burgueses, desde abajo, iban consiguiendo a costa de los señores feudales un creciente poder económico y político que los llevó con la Revolución Francesa a la cima de la pirámide social que hasta entonces habían detentado la monarquía y la nobleza feudal.
También Vicente de Paúl era consciente de los fallos prácticos del sistema. Una larga experiencia del contacto con las altas capas sociales dirigentes le hacía comentar amargamente en años posteriores que «los grandes no respiran de ordinario más que honores y riquezas» (XI, 718), observación que por otro lado estaba al alcance de cualquiera en aquellos tiempos. Decía Robert Mi-ron ante los Estados Generales de 1614: «Vuestra vida, señores nobles, se gasta en juegos de aventura, en la abundancia y el despilfarro, en violencias públicas y privadas. El antiguo brillo de vuestro estado está apagado». A través de una larga evolución comenzada en los tiempos de la dinastía carolingia se había ido minando la autoridad local de los nobles ante la presión de la autoridad monárquica central. Este proceso se aceleró y consolidó precisamente en vida de Vicente de Paúl, durante el reinado de Luis XIII, por obra de sus dos ministros-cardenales, Richelieu y Mazarino. Éstos prepararon con su acción el terreno para el monarca más absoluto de la historia de Francia, Luis XIV. Muerto Mazarino en 1661, unos meses después que el mismo Vicente, Luis XIV decidió ser él mismo su propio primer ministro y no aceptar en su consejo real a ningún personaje eclesiástico.
Pero los aires del absolutismo eran patentes ya años antes, incluso en el siglo anterior en los escritos de Jean Bodin (1530-1596). Decía Florimond Rapine en la asamblea general de los Estados en 1614: «El rey recibe su corona de Dios solo; no depende inmediatamente más que de Dios». El mismo Vicente podía notar con cierto aire crítico en 1655: «Jamás ha sido el rey tan absoluto como ahora» (V, 421). Luis XIV tenía a la sazón sólo 17 años y estaba sometido aún al tutelaje de Mazarino. Años después escribiría Bossuet ad usum delphini: «Los príncipes son dioses, según el testimonio de la Escritura, y participan en alguna manera de la independencia divina… El trono real no es el trono de un hombre sino el de Dios mismo».
El terreno para que se pudiera pensar así estaba bien preparado ideológicamente desde los tiempos mismos de Constantino por la visión que se tenía del emperador, aceptada universalmente en la Europa cristiana, como figura cuasi-sacral e incluso cuasi-sacerdotal: el gobernante es ministro de Dios para el gobierno temporal de la sociedad cristiana. Vicente de Paúl es también testigo de esta visión: «El rey es una persona sagrada» (IX, 1005). En una ocasión, hablando a sus misioneros, mencionó apreciativamente el ejemplo de san Francisco de Sales quien «después de haber celebrado la misa en presencia de un gran señor, le hizo una gran reverencia», mostrando con ello que «él adoraba el señorío de Dios que hay en tales personas» (XI, 719-720).
Aunque con ojo crítico, Vicente acepta a la vez la estructura feudal de la sociedad y el poder absoluto del rey, aunque también en cuanto al rey con cierto aire crítico: «Dios permite a veces grandes agitaciones que sacuden los estados más firmes para que los soberanos de la tierra recuerden que reciben de Él la realeza y que dependen de El no menos que sus mismos súbditos» (V, 421). Ni él ni nadie en Francia vio en su tiempo que una y otro eran creaciones contingentes de la historia, sustituibles por tanto por otras formas de organización social y de gobierno; aún menos vio él, ni nadie podía ver, que fue precisamente el conflicto entre ambos, que acabó en la victoria del absolutismo y la destrucción casi total de la organización feudal, lo que hizo posible la Revolución Francesa. Ésta se deshizo de ambos a la vez de un solo golpe. Le resultó la empresa relativamente fácil, pues la monarquía absoluta se había quedado sin apoyo social, casi sola. Bastó para acabar con ella, según la aguda observación de Paul Valéry, un golpe de guillotina.
También procedía del fondo de la historia la alianza entre la esfera religiosa y la autoridad civil, lo que se ha venido a calificar como alianza » entre el Trono y el Altar, tan característica del Antiguo Régimen. Vicente de Paúl no sólo no fue ajeno a ella, sino que participó activamente en sus instituciones y en particular en la más importante de ellas, el Consejo Real de Conciencia, especie de Ministerio de Culto, que tenía variadas competencias en asuntos eclesiásticos, por ejemplo, en el nombramiento de obispos. No hay muestras de que Vicente considerara esta alianza con ojo crítico. Parecería más bien que la aceptaba, igual que todo el mundo, como institución normal en una sociedad cristiana. Pero sí hay muestras claras y variadas de que se encontraba incómodo dentro de ellas, en particular en el Consejo de Conciencia, del que fue miembro durante unos años por nombramiento directo de la reina regente, Ana de Austria. A que se encontrara incómodo contribuiría sin duda la profunda diferencia de criterios entre san Vicente y el presidente del Consejo y primer ministro, el cardenal Mazarino. Pero más aún contribuyó su aversión a mezclarse en asuntos de carácter netamente político, esfera que a él le parecía no ser de su competencia como hombre que era de Iglesia: «En el cargo que la reina ha querido darme en el Consejo de los asuntos eclesiásticos no intervengo más que en las cosas que miran al estado religioso y al de los pobres, por mucha apariencia de piedad y de caridad que tengan otros asuntos que se me proponen» (II, 377-378).
Por lo demás esta cuidadosa postura de no ingerencia en asuntos políticos la esperaba y la exigía de sus propios misioneros, a quienes prescribía en las Reglas de su congregación: «En las discordias públicas y guerras que pueden suceder entre los príncipes cristianos, ninguno se inclinará hacia ninguno de los dos bandos… Todos se abstendrán de hablar de las cosas que pertenecen a los asuntos del estado o a los negocios del reino» (Reglas o Constituciones Comunes de la Congregación de la Misión, cap. 8, nn. 15-16, en X, 501). En carta a uno de sus misioneros expresa Vicente la razón para esta norma: «No es cosa de pobres sacerdotes como somos nosotros entrometernos y ni siquiera el hablar más que de las cosas que se refieren a nuestra vocación. Los asuntos de los grandes son misterios que debemos respetar. El Hijo de Dios, que es el modelo sobre el que debemos formar nuestra vida, nunca habló del gobierno de los principes» (II, 29).
Poco peligro había de que sus hombres se codearan con personajes políticos de importancia, pues su vocación propia les debía llevar a todos ellos a gastar sus energías humanas y sacerdotales entre gente de baja posición social, a «evangelizar a los pobres, sobre todo a los del campo» (X, 464). Pero no faltarían ocasiones, y, para cuando surgieran, san Vicente les proveía de consejos adecuados de comportamiento inspirados en su propio estilo, como cuando a un grupo de misioneros enviados a asistir como capellanes a los ejércitos del rey les señala expresamente que no hablen «de lo que se refiere a asuntos de estado» (X, 334). A sus misioneros que trabajaban en Argel les advierte que no escriban de «los asuntos políticos del país» (X, 373). Parece que en general los hombres de su congregación se atuvieron a las normas de su fundador, pues no se encuentran en su voluminosa correspondencia y en sus muchas charlas a sus misioneros casos de reprensión o de corrección dirigida a quienes se podían haber salido del comportamiento de no ingerencia en asuntos políticos señalado por él con tanta claridad.
Pero él mismo no se atuvo a esa norma; sus intervenciones en asuntos de carácter político no son nada excepcionales; algunas de ellas son intervenciones en asuntos políticos de primera importancia, incluso en asuntos de política internacional. El que así sucediera le resultó inevitable por las muchas relaciones personales que tuvo que mantener con gente noble y de gobierno desde su primera entrada en casa de los Gondi en 1613. Es imposible escribir una biografía de san Vicente, por muy condensada que sea, sin que desfilen por ella reyes, reinas, ministros y primeros ministros, gobernantes y nobles de diversos grados, altos personajes eclesiásticos, incluso el mismo papa, y no sólo en relación a asuntos propiamente eclesiásticos sino también en asuntos de política nacional e internacional.
Pero más inevitable le resultó aún por las ramificaciones de sus obras y de su preocupación por el bien de «la pobre gente», como él solía decir. Fue ésta, y no otra razón, la que le hizo intervenir en asuntos políticos de diversa índole, ateniéndose estrictamente, al hacerlo, al criterio que se impuso a sí mismo en sus actuaciones en el Consejo de Conciencia. Vicente de Paúl interviene en política, efectivamente, en numerosas ocasiones, pero nunca lo hace por razones de orden político sino sólo por las repercusiones que pudieran tener las decisiones de los políticos en la vida del pueblo llano.
Eso motivó, por ejemplo, su primera intervención de que se tiene noticia. Tuvo lugar alrededor de 1638 en favor de la Lorena, víctima de devastaciones sistemáticas por parte de los ejércitos de Francia y del Imperio, en pugna declarada desde hacía unos años. Vicente acude a Richelieu a pedirle que declare la paz; se lo pide de rodillas, dice el primer biógrafo de san Vicente (Abelly I, c. 35, p. 169-170), en términos patéticos: «Dadnos la paz, monseñor; apiadaos de nosotros; dad la paz a Francia». Intervención que no tuvo resultado alguno, cual fue el caso de casi todas sus intervenciones en política. Richelieu evadió diplomáticamente el comprometerse alegando que, aunque también él quería la paz, ésta dependía «de otras muchas personas en Francia y en el extranjero». Lo cual, aunque en sí mismo era verdad, era una falsa excusa, pues la invasión de la Lorena no fue más que el primer paso de un plan sistemático en que Richelieu embarcó a Francia, y luego continuó Mazarino, para socavar el poder del Imperio y afirmar de rechazo el poder y la hegemonía de Francia, objetivo que Luis XIV llevó a buen término. No es que la paz entre las dos grandes potencias fuera imposible, o que Francia no tuviera otra alternativa ante el Imperio que la guerra declarada. Muchas e importantes figuras del tiempo propugnaban otro curso político que consistía básicamente en buscar alguna fórmula de acomodo con España y dedicar las energías, no a la guerra internacional, sino a la reconstrucción del país, muy dañado por las largas luchas internas de religión entre católicos y hugonotes. Ésta era la postura mantenida con mucha fuerza por el llamado Partido Devoto, en el que se encontraban figuras de alto prestigio, tal un Bérulle, tal un Miguel de Marillac, que estuvo a punto de ser nombrado primer ministro por Luis XIII en lugar de Richelieu. Vicente de Paúl simpatizaba con las miras de este «partido», y no sólo porque contara entre sus miembros con grandes amigos suyos sino porque sabía de las desastrosas consecuencias que para el pueblo llano tenía que producir la política internacional elegida por Richelieu.
Una segunda intervención tuvo Vicente de Paúl ante Richelieu unos pocos años después, también en el terreno de la política internacional, cuando se presentó ante él ofreciéndole en nombre del papa 300. 000 libras para ayudar a financiar un ejército de ayuda a Irlanda para defender a la población católica oprimida por las tropas inglesas invasoras. Intervención que tampoco tuvo ningún éxito y que Richelieu despachó con un cierto deje de ironía ante la aparente candidez de san Vicente, a quien Richelieu advirtió que con ese dinero no tenía ni para empezar, pues «el ejército es como una gran máquina que cuesta mucho mover» (ib. p. 170). La verdadera razón para no aceptar la ofrenda era sin duda otra: no podía Richelieu embarcarse en más guerras que las que ya tenía entre manos, y menos aún contra una po tencia como Inglaterra. La defensa de católicos oprimidos por protestantes podía motivar al papa y a Vicente de Paúl, pero no a Richelieu, quien nunca tuvo escrúpulos para aliarse con protestantes de varias clases cuando lo creyó conveniente para conseguir los objetivos de su política internacional.
La intervención más desconcertante de Vicente de Paúl en la enmarañada política internacional de su tiempo tuvo además, por añadidura, el carácter de colaboración en una invasión armada del norte de África, invasión organizada por un caballero Paul, de la orden de Malta, lugarteniente general de la marina francesa. Vicente de Paúl ofreció su colaboración en la forma de una importante ayuda económica, 20. 000 libras que tenía en depósito destinadas a la liberación de esclavos por compra de su libertad. Se pretendía con tal invasión liberar por un golpe de fuerza a buena parte de los esclavos cristianos detenidos en Argel, en particular a los esclavos de nacionalidad francesa. Francia y Constantinopla, de cuya soberanía dependía Argel, tenían firmados diversos tratados con el compromiso de no tomarse como esclavos a los súbditos respectivos. De manera que si toda captura de esclavos, fuera del caso de guerra declarada, era un acto de estricta piratería, el que una de las dos potencias firmantes se la infligiera a los súbditos de la otra incluía, además, el aspecto de violación flagrante de compromisos escritos y firmados. San Vicente había dedicado durante años muchas energías y mucho dinero a lo que desde siglos antes, por obra sobre todo de los trinitarios y mercedarios, había sido el medio tradicional de liberación de esclavos cristianos: la compra de su libertad a cambio de dinero contante y sonante. Este proceder, inspirado sin duda por la más pura caridad, tenía un efecto imprevisto que empeoraba el mal que quería remediar. En efecto, la captura de esclavos se convertía por ello en asunto muy atractivo y lucrativo para el capturador. De un militar como el caballero Paul no se podía esperar simpatía por una solución para el problema de la liberación de esclavos como el de la compra de la libertad, sino sólo la solución que se le ocurrió: la liberación por la fuerza. Vicente de Paúl, hombre «espiritual» por los cuatro costados, no creyó que su participación en tal empresa atentara contra su naturaleza de hombre espiritual. La liberación por la fuerza le pareció legítima como medida extrema para intentar resolver una situación de injusticia extrema a la que no se le veía otra solución. Por lo demás, la expedición resultó ser un fracaso. Sólo unos cuarenta esclavos consiguieron la libertad a nado, pues los barcos del caballero Paúl no pudieron ni acercarse a la costa africana debido al mal tiempo.
La intervención más neta y directa en la política de su tiempo fue de carácter nacional y tuvo que ver con los personajes más altos en la escala social, la reina Ana de Austria y su primer ministro, el cardenal Mazarino. Sitiada París por las tropas reales en los comienzos de la llamada Fronda Parlamentaria, Vicente creyó su deber acudir en persona al mismo primer ministro para pedirle su dimisión y retirada del gobierno. No fue ningún tipo de animosidad o diferencia de visión o de intereses políticos con Mazarino lo que le llevó a dar un paso tan netamente político y tan arriesgado, sino la compasión por el «pobre pueblo» de París, que sufría una aguda escasez de alimentos causada por el cerco militar. Pero tampoco en esta ocasión obtuvo ningún resultado con su intervención, excepto el excitar la ira de Ana de Austria (quien, aparte de razones políticas, tenía una razón muy personal de relación afectiva con su primer ministro), y el desdén de éste ante la sugerencia de san Vicente.
Algo más que desdén le mostró Mazarino ante una segunda intervención unos años después, en la llamada Fronda de los Principes, en que Vicente volvió a sugerir a Mazarino, esta vez por carta, que por el bien de la paz dimitiera de su cargo y se ausentara por lo menos temporalmente del reino. Posiblemente en represalia por el atrevimiento que suponía una tal sugerencia, Mazarino dejó de convocar a Vicente a las reuniones del Consejo del Reino. Pero esta vez sí hizo lo que Vicente le aconsejaba. Si lo hizo por influencia de la carta o por otras razones no se sabe con seguridad. Como lo había anticipado san Vicente en su carta, el alejamiento de Mazarino hizo posible la vuelta de los reyes a París, pues contra Mazarino y no contra los reyes se dirigían las iras populares. Fueron recibidos la reina y su hijo Luis XIV con un gran entusiasmo. En cuanto a Mazarino, fue reinstaurado en su cargo unos meses después ante la llamada de Luis XIV una vez restablecido firmemente en su autoridad real. Ése había sido exactamente el curso de los acontecimientos que Vicente había pronosticado a Mazarino en la carta en cuestión (IV, 443).
Con lo cual san Vicente demostró una vez más lo que más de un biógrafo suyo ha señalado oportunamente: Vicente de Paúl no era en modo alguno un político, ni jamás se dejó llevar por motivaciones políticas; eso hay que decirlo claramente a pesar de sus muchas intervenciones directas e indirectas en política. Su vocación personal de evangelizador de los pobres, y no otra cosa, le lleva a intervenciones en asuntos de carácter político. Pero sí era Vicente de Paúl un hombre con cualidades destacadas que podían haber hecho de él un verdadero hombre de Estado, entre las que habría que destacar: visión certera de las soluciones en problemas complicados, prudencia, coraje, y una preocupación constante y de sinteresada por lo que él solía calificar como «el bien del público», que para él quería decir, sobre todo, el bien del «pobre pueblo que se condena y se muere de hambre».
Bibliografía
A. Menabrea Saint Vincent de Paul, le maitre des hommes d’Etat, Paris 1944; A. Ziegler, Saint Vincent de Paul at the roya! court of France, en Saint Vincent de Paul, a tercentenary commemoration, Saint John’s University Press, Nueva York 1959, pp. 75-98; Y. Salem, Saint Vincent de Paul et l’armée, Ed. du Cedre, Paris 1975; J. Corera, San Vicente de Paúl y la política, en Diez estudios vicencianos, CEM E, Salamanca 1983, pp. 41-61.