Introducción
«Los sesenta primeros años del siglo XVII marcan para la Iglesia un tiempo fuerte; una época de una belleza y fecundidad raras… una era de juventud, de explosiva renovación.
El señor Vicente está ahí, dominando este tiempo con su silueta cansada, con su aguda mirada en la que chispea la bondad. Junto a él, por docenas, se dibujan aquellos a quienes la historia tiene por sus émulos, que trabajan el mismo suelo, abren otros surcos, para que brote la misma cosecha de almas. Caminos directos a Dios, obras cuyo único objetivo es hacer avanzar su reino… Esta primera mitad del siglo XVII es auténticamente el Gran Siglo de las almas. Francia es por entonces patria de santos…» (DANIEL-ROPS, Histoire de l’Église, Fayard, Paris VII, 55s. citado por DEVILLE en L’École francaise de spiritualité).
Este juicio de Daniel Rops expresa en su totalidad la talla personal del señor Vicente, una talla que ha adquirido sobre el terreno, en la atención a las realidades de su tiempo, en el plano social, político, económico, religioso y eciesial. Este campesino gascón «subido a París» a buscar allí fortuna en un servicio a la Iglesia que le proporcionara un «retiro decente», descubre las miserias del tiempo que le interpelan y unos cenáculos de vida cristiana profunda, de espiritualidad, que le permiten realizar plenamente su vocación misionera para anunciar a los pobres la Buena Noticia de la Salvación, revelándoles que Dios los ama con preferencia.
¿Podría haber sido Vicente de Paúl el Santo que nosotros conocemos y el Padre de los Pobres que nosotros sabemos, si no hubiera sido ante todo un espiritual? La definición que él dará de sus Hijas de la Caridad, «Entregadas enteramente a Dios para el servicio de los pobres», la ha experimentado antes él en si mismo. He ahí, por qué, al llegar a París, entra en contacto con los espirituales reconocidos, cómo participa en la vida de grupos comprometidos en la renovación de la Iglesia de Francia en el post-Concilio de Trento.
En el estudio de los hombres y movimientos que le han ayudado a realizarse, nos vamos a detener en
- Berulle y la Escuela francesa.
- Benito de Canfield y la «Regla de Perfección…».
- Francisco de Sales.
- La Compañía del Santísimo Sacramento.
1. Bérulle y la Escuela francesa1
«En la escuela de la espiritualidad, Vicente de Paúl tuvo por primer maestro a Pedro de Bérulle. Apenas llegado a París… se puso bajo la dirección de este eminente eclesiástico, al que acudían, como por instinto, todos los sacerdotes de la capital que aspiraban a una alta perfección» (COSTE, El gran Santo… III, 251)
Lo que el señor Vicente ha retenido de Bérulle (1575-1629) es sobre todo una espiritualidad de la Encarnación que va a servir de base a su vida y a su acción, a su experiencia espiritual y a la formación que da a sus discípulos: lo que hay que buscar es el amor fraterno, el servicio a los pobres, cuyo aprendizaje se hace en el amor de Cristo Jesús. Esto es lo que, de hecho, Bérulle proponía a sus discípulos: aprender a Jesucristo, establecer ante todo con él verdaderas relaciones humanas.
Las relaciones entre Bérulle y el señor Vicente son una historia hecha de admiración por parte del discípulo: «Uno de los hombres más santos que yo he conocido» (XI, 60); de obediencia del dirigido que acepta partir para Clichy como párroco, luego ser preceptor en la familia de los Gondi, volver como párroco a Châtillon-les-Dombes antes de retornar a la casa de los Gondi. Bérulle no siempre comprende bien la vocación del señor Vicente, que no decide entrar en el «Oratorio», y que da nacimiento a la Congregación de la Misión, cuya aprobación por Roma Bérulle incluso intentará impedir.
El misterio de la Encarnación
Para Bérulle, la Encarnación es ante todo la obra maestra del Padre. A él le gusta considerar al Hombre-Dios en su enraizamiento: el seno del Padre en el que Cristo preexiste como «Primogénito de toda creatura» (Co1. 1, 15). El Hijo recibe eternamente de su Padre su realidad de Dios y la voluntad de hacerse hombre. Esta realidad deslumbra la inteligencia que debe mantener la coincidencia eterna entre la existencia del Hijo como Hijo de Dios y la del Hijo como Hombre-Dios. Este deslumbramiento implica la adoración: «Adoremos al Padre que engendra y da a su Hijo al mundo y lo da por el mismo poder y acción por el que lo engendra…» (MIGRE, Oeuvres completes de De Bérulle, Paris 1856, 161).
En la realización de este designio eterno del Padre, éste, al enviar a su Hijo al mundo para que se hiciera hombre, mantiene con él la misma relación de filiación divina. Ahí está el punto capital del misterio que Bérulle llama «la bella diferencia» entre la creación y la Encarnación. En ella, por una maravillosa invención, el Hijo que ha salido del seno del Padre, no se contenta con mirar a su Padre por su humanidad, sino que «vuelve a ésta a su Padre y, aquí [en la Encarnación] vuelve él mismo a ella… por el estado… de su filiación divina… ella [la Encarnación] hace que Dios-Hombre sea un estado perpetuo de relación al Padre» (358). De este modo, Cristo participa en la vida trinitaria, está en ella y el Padre se complace en el Hijo.
La voluntad del Padre no es suficiente para fundamentar la Encarnación. Decir «Dios ha querido dar a su Hijo», muestra el misterio. La obra capital de la Encarnación no puede ser más que fruto del amor. En Jesús, la unidad del hombre y de Dios está fundada no sólo sobre el amor del Padre por su Hijo, sino del Padre por un hombre. «Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Hijo único» Un 3, 16).
El Verbo es creado hombre por su Dios. Un hombre es establecido como Dios por la voluntad y el amor de Dios. Estas fórmulas expresan sólo imperfectamente el misterio, pero introducen al cristiano en la adoración: «¡Oh consejo admirable de la sabiduría increada que priva a la humanidad de Jesús de su persona humana para darle la persona divina! ¡Oh privación! ¡Oh desnudamiento que es al mismo tiempo y todo junto la preparación de la vida nueva del Hombre-Dios y el modelo de la vida nueva del hombre justo según el Espíritu!» (180).
Del misterio de la Encarnación, Bérulle saca una regla de conducta: la de la abnegación mística.-En la contemplación del Verbo Encarnado, la humanidad de Jesús manifiesta una creatura plenamente realizada. Ella muestra al hombre que la dignidad y la perfección de un ser que le es semejante no está en una ilusoria autonomía humana, sino en una dependencia reconocida y aceptada con relación a Dios. Esta dependencia es la que nos hace falta vivir y anunciar, si se quiere realizar uno verdaderamente.
El Verbo encarnado es el perfecto adorador del Padre, porque es el único que puede decir a Dios entrando en el mundo: «No has querido ni sacrificio ni oblación; pero me has dado un cuerpo. No te ha agradado ni holocausto, ni sacrificios por los pecados. Entonces yo he dicho: «Héme aquí; vengo, porque se trata de mí en el rollo del libro, para hacer, oh Dios, tu voluntad»» (Hb 10, 5). A Bérulle, le gusta contemplar a Cristo en su relación con el Padre como aquél que puede rendir a Dios el homenaje al que tiene derecho y en el que consiste la salvación. Jesús es, a la vez, Hijo y Servidor. La entrada en el mundo de este perfecto adorador que se ofrece a sí mismo para amar a Dios y a los hombres, se manifiesta por el nacimiento de Jesús, misterio de adoración por excelencia. Desde este momento, su divina perfección da a los hombres la certeza de la salvación.
Encarnándose, el Hijo de Dios no sólo ha asumido y santificado la humanidad; ha querido también experimentar todo el desarrollo de la naturaleza humana, excepto el pecado. Esto es lo que lleva a Bérulle a considerar y a contemplar «los estados» de Jesús, su interior y no sólo sus «acciones». Así, para él, la adoración de Cristo no es «una adoración por medio de las acciones del entendimiento y de la voluntad… sino una adoración que es sólida, permanente e independiente de las potencias y las acciones, y que está vivamente impresa en el fondo del ser creado y en la condición de su estado» (363). El fondo del alma es el centro de reflexión de Bérulle: ve en la humanidad de Cristo la fuente de toda su santidad y de toda su perfección, el medio por el que él quiere comunicar su Espíritu. La humanidad de Cristo es el único canal por el que el Espíritu Santo llega a los hombres, comunica en cada instante los dones necesarios para la existencia según la vida nueva. Comunicado en plenitud a Jesús, el Espíritu es comunicable a cada uno de aquellos que aceptan ser salvados por el único Salvador. El Espíritu es quien realiza en los discípulos lo que realiza en su Maestro: sus estados, sus sufrimientos, sus grandezas y su gloria.
Entre todos los estados de Cristo, a Bérulle le gusta considerar el estado de infancia de Jesús, que fundamenta la devoción popular al Niño-Jesús y aclara las exigencias de Cristo a los discípulos en el camino de la infancia espiritual. El señor Vicente apenas se va a detener en la in fancia de Jesús, sino más bien sobre el estado de dependencia que es su fundamento. La dependencia, el abajamiento voluntario, el sometimiento a la voluntad de Dios, no sólo no es alienante y contrario a la dignidad del hombre, sino que es esto lo que ha llevado a Cristo a la derecha del Padre (1Cor 1, 31).
Bérulle se detiene también en el estado de Jesús en el Cenáculo: habiendo deseado Cristo comer esta Pascua con sus discípulos (Lc 22, 15). La vida de Cristo se va a acabar con su Pasión y su Muerte: «allí, si da a beber y a comer a sus apóstoles, es su cuerpo, es su sangre, es ese cuerpo que debe ser entregado por nosotros, es su sangre que va a ser derramada por nosotros» (1040). La Eucaristía es el «misterio de la fe». Para él, el Verbo encarnado realiza plenamente su vocación por sus apóstoles y «por todos aquellos que, gracias a la palabra de éstos, creerán en él» (Jn 17, 20). La adhesión de todo el ser del hombre a Jesús, único Salvador de los hombres, se realiza, de manera privilegiada, por la comunión en el Cristo eucarístico. En la Eucaristía, el cristiano se encuentra frente a Jesús Resucitado que está con nosotros hasta el fin de los tiempos. La respuesta a su amor constituye la adoración que los salvados rinden a su Salvador.
La contemplación de Cristo conduce a BéruIle a una teoría sobre la plegaria y a la práctica de la oración. Para él, es la fe lo que constituye el fundamento de la piedad. Las verdades de la fe están en la base de todos sus consejos sobre la oración. Para él, Cristo es el modelo eficaz de toda verdadera oración, porque Cristo es el perfecto modelo que llama a conformarse materialmente a su acción pero también a revestirse de sus disposiciones. La búsqueda de una virtud, es decir, de una disposición moral permanente, o de un estado, debe hacerse más por parecerse a Jesús que por la impresión que hace en nosotros. Más aún, Cristo, por su humanidad deificada, obra incesantemente en sus discípulos, principalmente en los tiempos fuertes de la oración: «Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo (Jn 5, 17). Adorad a Jesucristo como principio de espíritu y de gracia, que influye en nosotros más continuamente que la vid en sus sarmientos» (1216).
Para Bérulle, la oración es una oración de abandono. Es el fundamento de la teología del renunciamiento. El cristiano, creado en Cristo, debe aceptar dejar, constantemente y lo más posible, que Cristo obre por su Espíritu. En esto, está recuperar la primacía del amor en la oración: «A Cristo, le toca darnos sus gracias y a nosotros ofrecernos a él para recibirlas en la medida que le agrade concedérnoslas: según Cristo, ha medido sus dones (Ef 4, 7), a él le toca conformarnos a los estados y misterios que él quiera de su divina persona, y a nosotros, ligarnos a él y depender de él» (941).
A través de esta llamada de la espiritualidad de Bérulle centrada sobre el misterio de la Encarnación, misterio de amor entre el Hombre-Dios y los hombres, podemos percibir todo lo que el señor Vicente ha conservado de la dirección espiritual de Bérulle. Así, a propósito del espíritu de Jesús, dirá: «Es un espíritu de perfecta caridad, lleno de una maravillosa estima por la divinidad y de un deseo infinito de honrarla dignamente, un conocimiento de las grandezas de su Padre para adorarlas y exaltarlas incesantemente» (XI, 411).
También es en la escuela de Bérulle donde el señor Vicente se ha formado en la humildad a partir de la imitación de Cristo. El hombre está llamado a consentir en la humildad del Hijo de Dios, que se ha hecho pobre y el último para hacer crecer a los más pequeños y engrandecerlos en el Reino de Dios (1, 150, 320).
2. Benito de Canfield (1562-1610)
Nacido en Essex de una familia puritana, hizo sus estudios en Londres. Convertido al catolicismo en agosto de 1585, vino a Francia donde recibió el hábito capuchino en el convento de San Honorato en París (1586). En Italia, donde prosigue sus estudios, compone la Regla de Perfección, a partir de una experiencia espiritual. Desde 1593, la obra circula bajo forma de manuscrito (las dos primeras partes). Benito reserva la tercera parte, no adaptada a los principiantes. En 1608, se imprime la Regla (las dos primeras partes) y luego, en 1609, la tercera parte contra el parecer de Benito. En 1610, es cuando Benito da una edición definitiva. En 1689, la obra fue puesta en el Índice a causa de la tercera parte. Esta obra, pesada en el plano literario, a veces aburrida, ha sido muy apreciada por los espirituales franceses del s. XVII, especialmente en el salón de Madame Acarie donde se reunía el «círculo devoto» para el progreso de la religión.
Cómo se presenta la Regla de Perfección
El punto de partida es un intento por simplificar y reducir a la unidad los diversos caminos o métodos de espiritualidad. La Regla pretende ser un método rápido y sintético para llegar a la unión con Dios: hacerlo todo según la voluntad de Dios. La Regla valora el papel de la voluntad considerada al alcance de todos. Y esto tanto más en cuanto que el que renuncia a su propia voluntad obra «como por la fuerza de Dios, por Dios, con Dios y en Dios».
Pero, ¿hay posibilidad para una creatura de cumplir la voluntad de Dios? Después de la Encarnación, la voluntad divina se ha hecho voluntad humano-divina, así el hombre, unido a Dios, es capaz de cumplir sus acciones divinas. «No quiero decir que esta unión de voluntad sea hi postática… sino que ella se hace solamente por el vínculo del amor y a la luz de la gracia». Benito precisa que la obra de conformidad con la voluntad de Dios debe ser una acción tendente a extirpar los vicios y las imperfecciones y a trabajar en adquirir virtudes y perfecciones.
Para conocer la voluntad de Dios, Benito distingue tres suertes de objetos en la acción: las cosas mandadas, las cosas prohibidas y las cosas indiferentes. Para las cosas indiferentes, hay que distinguir lo que es agradable a la naturaleza humana, lo que le repugna y lo que le es indiferente. Lo que agrada a la naturaleza hay que rechazarlo, mientras que hay que aceptar lo que repugna a la naturaleza. En lo que es indiferente, la elección reside en la rapidez de la ejecución: a Dios no le agradan demasiado las largas deliberaciones que hacen perder tiempo en las cosas más importantes. Pero lo que sigue siendo verdaderamente decisivo en la acción es la intención de hacer la voluntad de Dios.
Buscar la voluntad de Dios toca a todos los sentidos del hombre. Así, es como Benito llega a aconsejar que se evite todo aquello que es agradable a los sentidos: nada de música, nada de manjares o bebidas delicadas… Hay que mortificar también los sentidos internos porque ellos son el terreno en que se ponen frente a frente nuestra voluntad y la de Dios: nada de discursos sutiles, pasto de recuerdos distrayentes…
La primera parte de la Regla es el tiempo de la «voluntad exterior», cuando el cristiano encuentra la voluntad de Dios en la Revelación, la Jerarquía y la disciplina eclesiástica. Es el tiempo de la vida activa del cristiano, de la acción.
En la segunda parte de la Regla, la voluntad se hace interior, exaltada, de tal manera inmersa en el abismo de la luz eterna que ya no se sienten ninguna voluntad, ningún movimiento como personales: vienen de Dios. Esta «voluntad interior» se confiere al creyente con la gracia, los movimientos y las inspiraciones de Dios. El alma se hace de tal modo dócil a Dios que entra en la vida contemplativa.
La tercera parte es la más característica de la Regla. Es el tiempo de la «voluntad esencial» que conduce a la identificación con Dios: el hombre llega a ella a través de una transformación total, separándose de toda mediación.
¿Qué hay que conservar de esta Regla de Perfección? Seguramente, es una obra capital de la espiritualidad abstracta de la que, en todos los grandes espirituales del siglo XVII francés, se encuentran huellas, al mismo tiempo que dudas no menores en seguirla hasta el final en su lógica. En todo caso, es cierto que el señor Vicente conocía bien la primera parte de la Regla. La apreciaba hasta el punto de que en él se encuentran no pocas reminiscencias, incluso literales. En su búsqueda de la voluntad de Dios para hacer llegar su Reino, como en el movimiento de conversión a partir del dominio de los sentidos.
3. Francisco de Sales (1567-1622)
Sacerdote en 1593, Francisco de Sales, con el beneficio de Preboste del Capítulo de Ginebra, no se acomoda en este título. Para rehacer la unidad de la Iglesia, desgarrada por la Reforma, Francisco emprende un trabajo misionero, sin recurrir a argumentos especiosos o amenazas, sino al diálogo. Obispo en 1598, se dirige a París donde toma contacto con el salón de Madame Acarie y por aquí con los espirituales de la época. Más que el ambiente parisino, incluso el espiritual, Francisco prefiere su diócesis a la que anima y dirige como pastor. Director espiritual apreciado, publica a finales de 1608 la Introducción a la vida devota. Asume como misión la reforma de la Iglesia, en particular de las órdenes religiosas. Con Juana de Chantal, funda la «Visitación», en la que él querría que las religiosas fuesen a la vez Marta y María (carta del 16 de agosto de 1607).
En París, en 1618, es cuando tiene lugar el encuentro entre Francisco de Sales y Vicente de Paúl. Vicente conocía ya la Introducción a la vida devota, la leía y la meditaba, encontrando en ella un alimento espiritual tan fuerte y tan claro que pide a las «Caridades» que se nutran de ella (Châtillon 1617). Este mismo libro es el que aconseja a Luisa de Marillac para que haga sus ejercicios espirituales (1, 213. 402), luego a las Hijas de la Caridad (IX, 59. 527), y a los Misioneros (1, 550; III, 505…). Para el P. Dodin, «no hay duda posible. Nos encontramos ante el libro que, después del evangelio y las epístolas de san Pablo, ha sido el manual más hojeado y el más utilizado por s. Vicente de Paúl y los primeros obreros de la Misión» (Franpois de Sales, Vincent de Paul, les deux amas, Paris 1984, 17).
En 1616, Francisco de Sales publica el Tratado del amor de Dios: el éxito fue bueno, pero no tan grande como el de la Introducción. En el proceso de beatificación de Francisco de Sales, Vicente de Paúl testifica: «El siervo de Dios amaba al Señor con un amor ardiente». Y para apoyar su afirmación, da entre otros argumentos: «Impulsado por un amor divino del que conocía la dulzura, ha publicado esta obra inmortal y completamente fuera de línea. Libro admirable que cuenta con tantos pregoneros de la suavidad de su autor como lectores» (X, 85). Como conocía bien esta obra, detalla luego su argumentación: «Es un libro que me he preocupado por mandar leer en nuestra comunidad como remedio universal para todos los lánguidos, un estimulante para todo el que se encuentre en la tibieza, un horno de amor, una escala para los que tienden a la perfección…» (Dodin, o. c. 27s).
Estos dos libros, el primero para «Filotea», el alma que vive en el mundo; el segundo, para «Teótimo», el cristiano deseoso de perfección, no son el resultado de una reflexión en el despacho, o de una mística encerrada en una celda. Han nacido para poner en marcha la reforma tridentina y para mostrar que la mejor arma contra la Reforma no era la guerra, sino la predicación apostólica y el testimonio de cristianos comprometidos en el mundo en nombre de su fe.
Se comprende entonces cuánto se identificaba el señor Vicente con esta doctrina espiritual y apostólica. Como fundamento de la vida interior, acepta el amor como voluntad constante de hacer la voluntad de Dios. Al contrario que Benito de Canfield, Francisco de Sales realza la voluntad, la hace práctica, la carga de vitalidad y la define como la cualidad que entra en todas las condiciones de la vida. Aún más, se enfrenta a la teoría, entonces admitida, de que los verdaderos devotos deben vivir en retiros. Para él, existe una espiritualidad fuera de los monasterios. Es la que «se adapta a las condiciones de la vida ordinaria y a la que todos, viviendo en su propio estado, pueden aspirar».
4. La Compañía del Santísimo Sacramento
En París, había círculos de espiritualidad, salones en los que se reunía la «aristocracia espiritual». Había también grupos donde cristianos, hombres y mujeres, nobles y burgueses, se reunían para intentar usar su influencia, no solamente sobre la vida religiosa y social, sino también sobre la política. Su objetivo era cristianizar Francia. Entre estos grupos, nos interesa la «Compañía del Santísimo Sacramento», pues nos dice COSTE: «Que san Vicente haya pertenecido a la Compañía del Santísimo Sacramento no ofrece ninguna duda… Es cierto que san Vicente era miembro de la Compañía ya desde el 16 de julio de 1637, porque asistía a la reunión tenida en esta fecha, incluso se le encargó de buscar, junto con otros cofrades eclesiásticos, los medios para impedir a los sacerdotes escandalosos de París celebrar la misa en las iglesias» (8 gran Santo. . II1, 195s).
En 1627, el duque de Ventadour concibió la idea de una Compañía cuyo fin sería «abrazar con celo toda clase de bienes y procurar la gloria de Dios por toda clase de caminos. El fin de la asociación era socorrer a los desgraciados, defender los derechos de los oprimidos, combatir el vicio, defender a la Iglesia católica contra el error y la impiedad, y favorecer todas las instituciones creadas con un fin de caridad y de propaganda religiosa» (o. c. III, 191).
La espiritualidad de la Compañía se presenta de esta manera: oración sobre cualquier misterio de la vida de Jesucristo, visita al Santísimo Sacramento, la plegaria de intercesión por las necesidades públicas.
La acción de la Compañía estaba orientada al servicio de todas las necesidades del alma y del cuerpo. Se ocupaba de los pobres, de los mendigos, de los enfermos, de los presos, de los galeotes, de los esclavos de Berbería, de los condenados a muerte, de las prostitutas, de los jóvenes aprendices, de las escuelas, de las misiones extranjeras, de los refugiados, de las víctimas de las guerras. Más aún, la Compañía incluso sabía aportar su ayuda a obras emprendidas por otros (cf. o. c. Ill, 192).
El alma de la Compañía es el secreto. Para sus miembros, es el ser mismo de la asociación, lo que le permite distinguirse de las simples cofradías. «La finalidad de este secreto es emprender las obras fuertes con mayor gobierno, prudencia, desprendimiento y éxito» (A. TALLON, La Compagnie du Saint-Sacrement, 65).
El ideal de la Compañía es «unidad de espíritu y uniformidad de gobierno». Las cofradías tienen un sentimiento muy fuerte de lo que las une: su fraternidad viene a la vez de su común bautismo y de su común pertenencia a la Compañía. La unión se vive como una especie de comunión de los santos: el mérito del conjunto de las buenas obras de la Compañía se atribuye a cada uno individualmente. Una manera de vivir la unión perfecta es «la corrección fraterna» y ello con miras a una vida espiritual más intensa, en conformidad con el ideal de la Compañía. La uniformidad se siente en la voluntad de subordinar todas las Compañías locales a la de París, que es una «buena madre, [en que las compañías no deben] formar más que un solo cuerpo del que la Compañía de París será madre, cabeza y fuente, [y en que así ellas conservarán] este espíritu que no viene sino por la influencia de la Compañía de París, en la que ha placido a Dios, para su mayor gloria, conceder esta primera gracia… la luz es siempre más pura en su fuente… y el que gobierna tiene gracia gratuita de gobierno y los otros de sumisión» (TALLON, O. C. 69s).
COSTE (o. c. III, 193-200) nos hace participar en la defensa del señor Vicente contra los ataques dirigidos contra él en torno a los años 1900, cuando fueron editados los Annales de la Compañía. Muestra así, bajo una luz positiva, lo que el señor Vicente ha conservado de su compromiso en la Compañía. «Llegaba a ella con todas sus cualidades de corazón y de espíritu, con su inmenso amor a los pobres y a la Iglesia, su deseo ardiente de trabajar eficazmente en la obra de Dios, su gran experiencia de los hombres, su disposición a ver claramente los remedios apropiados a las necesidades y su genio de organizador… Aunque él aportaba mucho a la Compañía, estaba seguro de encontrar en ella, gracias al nombre y a la difusión, a la situación y a la fortuna de sus miem‑
bros, un apoyo pecuniario y moral de lo más útil».
Conclusión
Al mencionar algunas corrientes espirituales que han marcado al señor Vicente, tanto en su experiencia como en su acción, descubrimos que más allá de sus obras, el señor Vicente es ante todo un espiritual, disponible y abierto a los designios de Dios, sin jamás pretender «adelantar a la Providencia». Al ir a los pobres, y no a su mesa de trabajo, ha sido cuando Vicente ha tomado conciencia de su sacerdocio y de todas las obligaciones religiosas y caritativas que de él resultan. Su experiencia es vasta, él la vive en un complejo de relaciones con Dios a través del mundo que es el lugar de la presencia y de la acción divinas. Lo que él vive es la multiplicidad de mediaciones que tienen su fuente y su modelo en la mediación de Cristo. Vicente es un buscador de Dios: lo busca en todas las cosas, pero por un camino en cuya raíz se encuentra la decisión de servir a los pobres, que, para él, representan, a veces de modo dramático, el punto de encuentro con Dios. Por eso, es por lo que nunca se ha sentido a gusto en las escuelas de espiritualidad abstractas. Son las situaciones concretas las que marcan el ritmo a su acción y a su vida espiritual. Ahí, encuentra él la fuerza para adaptar su descubrimiento de Dios y su capacidad de organización en el «todo dado a Dios para el servicio a los pobres».
Bibliografía
P. COSTE, Le grand saint du grand siécle, tome III, Paris 1934. Traducción castellana, CEME, Salamanca 1992.- VV. Mission et chadté, n2 29-30, Paris 1968.- H. BREMOND, Histoire littéraire du sentiment religieux… tom. 11-III.- F. LEBRUN, Le XVII° siécle, Colin, Paris 1967.- R. TAVENEAUX, Le catholicisme dans la France classique, 2 vol., Sedes, Paris 1980.- VV. La spiritualitá cristiana nell’etá moderna, Borla, Roma 1987.- G. CoLuccia, Spíritualitá vincenziana, spiritualitá dell’azione, Spada, Roma 1978 (Trad. esp. CEME, Salamanca 1979).- R. DEVILLE, L’école frangaise de spiritualité, Desclée, Paris 1987.- COCHOIS, Bérulle et l’école frangaise, Seuil, Paris 1963.- A. DODIN, St. Vicnet de Paul et la Chadté, Seuil, Paris 1960 (Trad. aso, CEME, Salamanca 19771.- id., Francois de Sales, Vincent de Paul, les deux amis, Oeil, Paris 1984.- A. TALLON, La Compagnie du Saint-Sacrement, Cerf, Paris 1990.
- ¿Hay que hablar de «escuela francesa» o de «beruIlismo»? He aquí, la posición de R. DEVILLE en L’École franpaise de spiritualité, Desclée, Paris 1987 pg. 7-9: «Entre esta pléyade de grandes espirituales que, por uno u otro título, fueron todos misioneros, cierto número puede emparentarse con una misma «espiritualidad» que se ha dado en llamar, sobre todo desde BREMOND, la «Escuela francesa». Hoy se preferiría la apelación de «Escuela berulliana»… Aquí se emplearán indiferentemente ambas expresiones, aunque la de Escuela berulliana parece más exacta».