Espíritu de San Vicente, espíritu de la Misión

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Author: Andrés Dodin, C.M. · Translator: Alberto López, C.M.. · Year of first publication: 1972 · Source: «Mission et Charité», 1968, pp. 135-143..
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Orientación

Vincent de Paul portraitLos textos conciliares (Perfectae Charitatis, II, 2) y el «Motu proprio» del 6 de agosto de 1966, invitan a todas las familias religiosas a definir exac­tamente el carácter propio de su institución, el espíritu propio de sus oríge­nes. Este requerimiento ha sido formulado para asegurar el fin primero y principal del trabajo conciliar y post-conciliar: la renovación espiritual.1

Ahora bien, el conocimiento preciso y seguro de la Congregación de la Misión tal como existe hoy exige el examen de cuatro realidades principales:

  1. El espíritu.
  2. La espiritualidad.
  3. La tradición.
  4. Los medios puestos en práctica para promover el espíritu y la espi­ritualidad, es decir, para hacer la tradición viva y creadora.

Aquí no vamos a tratar más que del espíritu.

El espíritu de una comunidad religiosa sólo se puede caracterizar por re­ferencia a tres realidades a partir de las cuales él realiza una síntesis y, a ve­ces, una realidad espiritual, psicológica y jurídica original.

a) El espíritu del fundador. El fundador es aquél que, en un momento dado de la historia de la Iglesia, logra reunir un determinado número de obre­ros de buena voluntad. Para ellos traduce el evangelio y lo hace actual, a ellos transmite la llamada de Cristo de tal manera que se haga seductora; por medio de él Cristo se hace un contemporáneo con quien cada uno de los miembros de la comunidad se encuentra como con el Dios vivo.

Teológicamente, la vida y el espíritu del fundador son signos de Dios, medios privilegiados utilizados por el Espíritu Santo que prosigue incansa­blemente su obra de santificación y de unión con el Padre.

b) El espíritu del evangelio, es decir, la quintaesencia evangélica a partir de la cual el fundador se ha esforzado en organizar la vida religiosa personal y comunitaria.

c) El espíritu de la comunidad que es a la vez un ideal colectivo y una rea­lidad visible que capta este espíritu y le da una expresión concreta.

Partiendo de estas precisiones nos será más fácil discernir y caracterizar el doble aspecto de una tradición religiosa que se perpetúa: el aspecto de tentación y el aspecto de inspiración.

I. El espíritu del señor Vicente

Toda comunidad religiosa hace referencia y apela al espíritu de su fun­dador para conservarse y justificarse. De él es de quien ha recibido su fisono­mía e incluso se esfuerza en no ser más que la prolongación de su carrera y el reflejo de su existencia santa. La institución, en su complejidad legislativa, ejecutiva, judicial, no tiene otra finalidad que hacer vivir el espíritu del fun­dador.

Debemos, pues, intentar caracterizar la vocación sobrenatural de san Vi­cente, situarlo en la tradición espiritual de occidente y muy religiosamente en la vida del cuerpo místico de Cristo. Será oportuno ahondar aquí en el se­creto de esta existencia, percibir el dinamismo extraordinario de esta vida que es la única que explica el nacimiento y la permanencia de las congrega­ciones fundadas y da razón del influjo multiforme que Vicente de Paúl ejerce desde hace tres siglos en las numerosas congregaciones religiosas o en las or­ganizaciones apostólicas y caritativas que se sienten ligadas al fundador de la Misión y dimanadas de su espíritu: sacerdotes de san Vicente de Paúl, Hi­jas de la Caridad, Conferencias de san Vicente de Paúl, Ayuda católica, etcétera. Cf. Saint Vincent de Paul et de la Charité, pp. 94-103.

Tres notas pueden servirnos para caracterizar, sumaria pero precisamente, su espíritu religioso.

1. La primera de estas notas define la relación entre Dios y los hombres, indica el desnivel entre lo visible y lo invisible, la naturaleza y la gracia, y manifiesta la nada de la creatura ante Dios. Sólo Dios existe verdadera y ple­namente, sólo El crea y actúa válidamente. Es, pues, necesario hacer sitio a Dios para que a través de la humanidad revele su existencia y prosiga su acción. El sentido de la mortificación, de la abnegación, de la humildad, es la revelación de un Dios de amor, constantemente preocupado por la huma­nidad caída y prosiguiendo incansablemente la obra de la Redención. Esta visión de Dios explica y justifica la oposición a la naturaleza pecadora y engañosa, aclara, sanea y tonifica lo que podríamos llamar la obsesión por la humildad.

2. La segunda nota caracteriza la antropología del señor Vicente.

Muchas veces insiste Vicente sobre la necesidad del trabajo, sobre el ca­rácter verificador y probativo de la acción. Sólo el trabajo y la acción dan acceso a la vida verdadera, a la que realiza al mismo tiempo la imagen de Dios y el plan de Dios en el hombre.

El hombre ha sido creado a imagen de la santa Trinidad; Dios, la Trinidad entera prosigue en el tiempo la obra de la creación. La conservación del uni­verso es una creación continua (Cf. S.V., IX, 489-490). Tanto la vocación mi­sionera como la de las Hijas de la Caridad es una continuación de la misión de Jesús y esta misión es revelación del amor operante de Dios (Cf. S.V. X, 563; E. 572, 728).

¿Con qué criterios se podrá reconocer que la misión de Jesús sigue conti­nuándose? Mediante tres condiciones que marcarán, por decirlo así, la auten­ticidad de este amor de Dios caminando a través de la humanidad.

—  En primer lugar, cuando el amor sea a la vez efectivo y afectivo. La ca­ridad no puede estar ociosa, es inquieta, operante, inflama y quema al sujeto (S.V., X, 563; E., 572, 728).

Las buenas intenciones, los grandes sentimientos no son más que humo (E., 683-684). Esta unión del amor efectivo al amor afectivo es el signo de la verdad y de la fidelidad a lo real.

—  Luego, que el amor sea gratuito. Este calificativo evoca sobre todo la pretensión de Vicente y de los misioneros: «no ser carga para nadie» (S.V., IX, 492-493). Pero este desinterés pecuniario no es más que el anuncio de una voluntad de purificación más profunda y una invitación al cultivo de una virtud particularmente reveladora de la gracia gratuita: el agradecimiento (Cf. Abelly, III, pp. 260-270). Lo gratuito es el signo de una gracia muy pura y la prueba de un compromiso incondicionado con el servicio de Dios.

—  Finalmente, el amor es conformidad y comunión con la voluntad de Dios. Vicente recuerda que la necesidad y los acontecimientos son los signos más indiscutibles de la voluntad divina. «Todo el mundo piensa que esta Compa­ñía es de Dios porque se ve que ella acude a las necesidades más apremiantes y más abandonadas» (E., 506-507).

3. La tercera nota determina la naturaleza de las relaciones que unen con el prójimo.

La caridad no es un vestido, una actitud exterior, sino desarrollo, pu­rificación, crecimiento de una disposición radical de la naturaleza. La gracia realiza en el cuerpo místico de Cristo la unidad radical postulada por la na­turaleza. A la luz de este principio las originales exhortaciones del señor Vi­cente sobre el espíritu de misericordia y de compasión, la necesidad de sentirse responsables unos de otros, cobran su verdadero sentido, su densidad ori­ginal y su espiritual originalidad.

II. El espíritu evangélico en su esencia, según el señor Vicente

Aunque en el siglo XVII se haya empleado la palabra «espiritualidad», el señor Vicente no la ha utilizado. Ha preferido servirse de la palabra «es­píritu» que designa una realidad más dinámica y totalizadora. Cuando el se­ñor Vicente ha utilizado la palabra «espíritu» para hablar de la Congregación de la Misión, se ha referido a tres realidades mutuamente dependientes: el Espíritu de Dios, el Espíritu de Jesús, el espíritu del Evangelio.
1. El Espíritu de Dios, o el Espíritu Santo, habita el alma de los justos. El señor Vicente es sensible sobre todo al hecho de que este Espíritu da a los bautizados las mismas inclinaciones y disposiciones que Jesús tenía sobre la tierra (Conferencia del 13 de diciembre de 1658, pp. 534-535).

2. El Espíritu de Jesús, es decir, las disposiciones del Verbo Encarnado respecto a su Padre y a los hombres. Se las puede describir rápidamente: son «la religión respecto al Padre, la caridad respecto al prójimo» (cf. S.V., VI, p. 393). Sin embargo, san Vicente nos da una descripción más profunda y más sugerente en la conferencia del 13 de diciembre de 1658 (E., p. 525). El Espíritu de Jesús es la estima, el amor respecto al Padre, estima y amor que invitan a anonadarse particularmente en la Pasión, el trabajo, los sufri­mientos, etc. Este mismo espíritu es el que anima y sostiene el desprecio del mundo, de sus bienes, de sus placeres, de sus honores.

Esta psicología del Verbo Encarnado remite a san Juan (Jn 7, 16; 8, 29; 15, 13), san Juan leído a la luz de san Agustín. De este espíritu es del que hay que revestirse para predicar al pueblo, servir a los eclesiásticos (E., p. 524). Esta necesidad del revestimiento es una cita de los textos más importantes de la espiritualidad bautismal de san Pablo (Ef 4, 24; Col 3, 10.12; Gal 3, 27).

3. El espíritu del Evangelio. Vicente lo considera como la prolongación y la expresión concreta del Espíritu de Jesús, pero con algunos matices y se­gún una perspectiva muy definida. Cristo nos ha instruído a través de sus enseñanzas y sus acciones. Ahora bien, hay que notar que Vicente da un sen­tido extremadamente preciso y un tanto escolar a la palabra «enseñanza». El conjunto evangélico se compone de cuatro elementos.

a)   La explicación de la Escritura.
b)  La institución del sacrificio y de los sacramentos.
c)   La doctrina preceptiva.
d)  La doctrina directiva.

En esta doctrina directiva, el señor Vicente declara explicitamente que es necesario hacer una elección (E., pp. 530-540).

En cuanto a la actividad de Jesús, no sólo es primaria porque Cristo ha comenzado a obrar y luego a enseñar (Cf. Reg. I), sino que es principal por­que sus acciones dan la interpretación de su enseñanza. Jesús da un cuerpo y una fisonomía a la doctrina, de modo que la regla no es el evangelio, sino la persona de Jesús. «Jesucristo es la regla de la Misión» (E., p. 547). Este fijar la mirada sobre la persona y la vida de Jesús lleva a Vicente a interpretar y deducir una «regla» de los silencios, de las omisiones, del no-hacer, de la inactividad de Jesús. Las acciones e in-acciones de Cristo son también vir­tudes (E., p. 491).

III. El espíritu en su realización histórica

Lo que nosotros llamamos el espíritu de una comunidad es una realidad psicológica compleja que designa al mismo tiempo el ideal perseguido por los miembros de esa congregación y una cierta realización de este ideal. Es un proyecto y un hecho, una tensión hacia aquello que aún no se posee y una expresión de lo que se ha adquirido y ha transformado ya a los sujetos.

Es justo notar que el señor Vicente había reconocido desde muy pronto que el espíritu era a la vez el principio de cohesión, el lazo de unidad entre los individuos y también el impulso de la evolución y el progreso. En 1634 escribía: «un orden exige el mismo fin, los mismos medios y el mismo espí­ritu» (S.V., I, p. 224; 17-1-1634).

a) Espíritu «ideal»

El espíritu, como ideal, implica tres elementos fundamentales:

En primer lugar, es una perspectiva sobrenatural, una visión de fe. El señor Vicente contempla y nos pide mirar de un modo privilegiado al Cristo su­friente, calumniado, asumiendo al máximo la condición de pobre (E., p. 695, 703; VIII, 205; X, 4).

Este Cristo pobre, representado por los pobres, dirigiéndose preferente­mente a los pobres y declarándose evangelista suyo, realiza la esperanza de los pobres (E., pp. 885, 96).

La unión con Cristo, y por tanto, la unión con Dios se efectuará por una comunión: comunión de caridad por la compasión, la misericordia, el don del corazón, el amor efectivo, comunión con la voluntad de Dios según la doctri­na y las directrices de Benito de Canfield y la escuela abstracta.

En segundo lugar, es una prudencia, una manera de orientar la propia vida y dirigir la propia actividad. Se caracteriza por una profesión de apo­yarse sobre las verdades de la fe, sobre la omnipotencia de Dios y un negarse a utilizar los medios humanos que no tiendan directamente a Dios (S.V., II, p. 191; III, pp. 188-189; IV, pp. 495-496).

Finalmente, es el cultivo preferencial de cinco virtudes que son como las facultades del alma de la pequeña Congregación: humildad, sencillez, man­sedumbre, mortificación, celo (E., pp. 718-731).

b) Espíritu «realización»

Pero este espíritu ideal se encarna, podríamos decir, en una realidad con­creta: la comunidad misionera animada por el espíritu de Jesús, el espíritu de san Vicente. Esta realidad es, por decirlo así, la forma, la expresión exte­rior y visible del espíritu.

Es evidente que esta realizadión temporal, en razón misma de su natura­leza, no puede ser considerada como una «cosa» poseída, como un objeto al que se protege, como un bien del que la comunidad sería la «propietaria». Esta «realización» no tiene sentido más que en el acabamiento que ella pro­mete; no tiene valor más que en el perfeccionamiento que ella prepara.

Después de tres siglos de existencia es bastante fácil reconocer que tres hechos han contribuido poderosamente a fijar exteriormente algunos rasgos de la fisonomía y del espíritu de la Misión.

a) El régimen de gobierno ha transformado la asociación ministerial ini­cial en «religión», copiando costumbres monásticas armonizadas desigual­mente con la vida misionera y más desigualmente aún practicadas y acep­tadas.

La estructura gubernamental muy frecuentemente marcada por el gene­ralato vitalicio, y la posibilidad dada al superior general de excluir en cual­quier momento a un sujeto por motivos de los que sólo él es juez han rele­gado a un segundo plano y han debilitado hasta límites extremos el poder legislativo y el poder judicial.

b) La variedad de funciones y obras (predicación a los pobres del cam­po, enseñanza en los seminario mayores, obras en relación con el clero) ha «forzado» en cierto modo al tipo «paúl» a ser una medianía destinada a ha­cerle polivalente o, al menos, capaz de todas las adaptaciones. Estas perspec­tivas se han traducido prácticamente en consignas para la formación que de­bían normalmente impedir a los sujetos responder a las exigencias de un mundo diversificado y de un apostolado especializado.

c) La insistencia sobre la uniformidad, no sólo en la «vida regular», es decir, en el vestido, la comida, sino incluso en la vida apostólica, modo de hacer la predicación, de dar un curso, ha invitado a una cierta «mediocridad» valorada de muy distintos modos por los beneficiarios. Fue grande y cons­tante la tentación de reducir los sujetos a mecanismos «standard» sin origi­nalidad y sin alma.

No hay duda de que estos hechos han dado a la Compañía un carácter un tanto «absolutista». Han permitido a la Comunidad superar ciertas cri­sis y evitar algunos peligros; a duras penas le han facilitado su progresiva adaptación a las necesidades del mundo.

La tradición como tentación y como inspiración

Para comprender mejor el espíritu de comunidad y su compleja expresión: ideal y realidad, es indispensable recordar aquí que toda tradición es al mismo tiempo una tentación permanente y una inspiración constante. Para defender y conservar lo que posee, tiene tendencia a hacerlo inmutable. Canoniza para eternizar. Esta manera de consagrar por esclerosis se logra al precio de una doble mutilación.

La primera es la reducción de la vida humana y religiosa a unos princi­pios, aún más, a unas fórmulas abstractas. La multiplicación de los imperativos categóricos negativos es, sin duda, la señal de un descenso del nivel vital.

La segunda es la reducción de una realidad compleja a unos elementos simples y, en el caso límite, casi indiferenciados.

Se puede pensar que la operación está terminada cuando el espíritu no aparece ya más que como una aglomeración de principios coercitivos y, en su mayor parte, negativos, cuando el dinamismo del grupo no representa más que un catálogo de virtudes de la misma naturaleza y de igual valor, cuando la agrupación no es más que un ordenamiento de personas equivalen­tes e intercambiables.

Para que una tradición realice su papel mediador y motor es indispensable mantener viva y operante su doble finalidad: conservar adaptando, adaptarse para enriquecerse y fortificarse con su propio pasado.

Una doble condición parece necesaria:

  • Puesto que el espíritu y la tradición son vida, el sostén de la vitalidad dependerá no solamente de una acción incesante para alimentar y estimular esta vida, sino también de una abertura al futuro previsto, deseado, iniciado, afectivamente poseído.
  • Puesto que el espíritu y la tradición son una vida, su crecimiento y su enriquecimiento no se efectuará mecánicamente, sino por un constante vol­ver a poner a la luz y en orden, recordando a tiempo y a destiempo la primacía del fin, el carácter secundario y subordinado de los medios. A esta labor co­tidiana y difícil dedicaba Vicente de Paúl una magistral y muy activa pru­dencia.

Lejos de juzgar todos los bienes igualmente deseables y de situar todas las virtudes en un mismo plano, repartía muy sabiamente los objetivos según tres grados de importancia. De este modo discernía con más facilidad lo que aparecía como conveniente, lo que se probaba como oportuno, lo que quedaba como necesario.

Notemos aquí simplemente que esta escala de valores o esta jerarquía tenía en su espíritu y en su acción tres grados:

  1. En la cima, en el grado supremo, las virtudes teologales, fe, con­fianza en Dios, amor y unión a la voluntad de Dios (Rg., II, & 1-2-3).
  2. En el segundo grado, inmediatamente debajo, la traducción de esta mística de las virtudes teologales al plano moral en el comportamiento más visible por las cinco virtudes fundamentales.
  3. En el tercer grado, las virtudes o disposiciones menores, ordinaria­mente más materiales y más minuciosas. Podían ser iluminadas, elevadas incluso concretamente cargadas de intenciones sobrenaturales por una re­ferencia enteramente simbólica a un texto evangélico, a una actitud de Jesús o incluso a un silencio de los evangelistas (Así, no hay que pleitear porque… Cristo no ha pleiteado más que una vez y ha perdido el proceso: S.V., III, 37; E., pp. 539-540; 661-662. No ir a banquetes, causa de la condenación del mal rico: (S.V., V, pp. 344-348; 383; 388; VIII, 154, etc.).

El carácter relativo de estas ordenanzas puede reconocerse rápidamente por el comportamiento muy notorio del señor Vicente que no dudaba en pleitear, en dirigir a personas piadosas y religiosas oralmente y por escrito, en sacrificar el orden del día a las urgencias de sus ocupaciones o de sus sa­lidas.

  1. Destinado a la comisión doctrinal preparatoria de la asamblea general de la congre­gación de la Misión (22 agosto – 5 octubre 1968), este estudio fue aprobado por unanimidad por los miembros de la comisión.

    —  Las siglas S.V. remiten a la edición de las obras de San Vicente por Pierre Coste: Saint Vincent de Paul, correspondance, entretiens, documents, Paris, 1920-25, 14 volúmenes.

    —  La sigla E. designa la edición crítica de las Entretiens spirituels de Saint Vincent, fi­jada por A. Dodin. Paris, Editions du Seuil, 1960.

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