El Señor Portal y los suyos (1855-1926) (13)

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CRÉDITOS
Autor: Régis Ladous · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1985 · Fuente: Les Éditions du Cerf, Paris.
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Capítulo II: El Seminario San Vicente de Paúl: Enseñanza

Portal entre Newman y el Señor Vicente

Los aires que corrían entonces no tentaban a Portal a encerrarse en el cometido útil pero subalterno de simple provisor de vituallas. A partir de 1901, con la muerte del sueño romano, con la certeza de que la crisis intelectual y política iba a agravarse, con el contacto diario de jóvenes sacerdotes con problemas de dirección, transformó si residencia universitaria en casa de estudios. Profesores particulares, conferenciantes, grupos de trabajo: durante siete años, el seminario San Vicente de Paúl funcionó «al lado del Instituto católico como en otro tiempo las casas de estudios al lado de nuestra vieja e ilustre Sorbona». Pero más que al seminario de los Bons-Enfants fundado en 1642 por el Señor Vicente, y al que hacía referencia Portal, el Cherche-Midi se pareció a una escuela normal superior del clero.

En noviembre de 1901, en su informa anual a los obispos protectores del Instituto, Portal debió explicar su actitud en el asunto Loisy. Aprovechó para definir, de manera general, el principio que había creído conveniente adoptar ante el afán crítico que agitaba a sus alumnos. En este alegato donde él tenía tanto que ver, comienza por recordar que no se puede atribuir la crisis a cuatro agitadores;

[expresa la inquietud normal] de las cabezas jóvenes y aventureras por naturaleza a las que apasiona el amor de la ciencia y que se sienten arrastradas hacia otros horizontes por vías y métodos llamados nuevos. En este particular me he empleado en poner sobre aviso a nuestros estudiantes contra el apasionamiento que los lleva a veces a admitir opiniones nuevas porque son nuevas.

Mons Benigni, futuro animador de la muy integrista Sapinière, no se expresaba de otra forma. Si se interrumpiera aquí la lectura del informe, a Portal se le podría clasificar entre los intransigentes que comenzaban a denunciar la perversión modernista como la adoración de lo nuevo por ser nuevo, el desprecio de lo viejo por viejo.

Para situar al superior del Cherche-Midi, se ha de saber ante todo que no rechaza toda novedad; asimismo por qué método quiere efectuar la clasificación , distinguir las buenas y las malas novedades.

Para que ellos [los seminaristas] no puedan dirigirnos el reproche de defender las opiniones antiguas por antiguas, yo les he empujado mucho a hacer sufrir una crítica científica muy rigurosa con las novedades.

De ahí el recurso a Loisy. Por eso Portal no duda en adoptar abiertamente un criterio sobre el que los obispos no tienen competencia particular, un criterio elaborado a partir del siglo XVII en los laboratorios de los que la racionalidad teológica había sido eliminada en provecho de la racionalidad experimental. Si nos detuviéramos ahí, todavía nos equivocaríamos sobre Portal, haríamos de él un modernista que no solamente admite que la crítica tiene sus exigencias, sino que no permite que éstas sean limitadas. Pero él admite un límite práctico: la necesidad de preservar la autoridad y la unidad de la Iglesia.

Me he dedicado por encima de todo a recordar con frecuencia que según los principios de nuestra fe la Iglesia está fundada en la autoridad y no en la ciencia, y que lo que importa ante todo es conservar la unión entre sacerdotes y obispos.

Se objetará que se trata de un informe oficial destinado a obispos y que en el momento de redactarlo Portal permitía a su estudiantes asistir a las clases de Loisy, desoyendo de esta forma una consigna formal del arzobispo de París. Se ha de admitir que el lazarista no tenia un concepto pasivo de la obediencia; se ha de admitir también su sinceridad. La lógica del unionismo lo mismo que la pasión misionera le obligaban a evitar todo cuanto pudiera agravar la división de los cristianos, y sobre todo la división de los católicos. El encuentro con el anglicanismo reavivó en él la impresión – a menudo oculta, por esta época, en el catolicismo romano- de que los obispos no son los prefectos del papa, sino algo distinto, y mucho más: los sucesores de los Apóstoles, los jefes delas iglesias locales, los guardianes de la tradición, y más todavía.

Portal tiene un conciencia histórica de la vida de la Iglesia. Ha leído a Newman, como lo prueban ya las libretas de apuntes íntimas de su juventud: la Iglesia es un organismo vivo, que evoluciona; una sucesión apostólica ininterrumpida permite a los obispos garantizar siglo tras siglo la continuidad de esta evolución; no son únicamente los guardianes de una tradición, sino los garantes de un desarrollo que descubre, ilumina y explicita progresivamente las verdades contenidas en el Evangelio. De donde esta consecuencia que Louis Venard expone en dos artículos de la Revue catholique des Églises, la nueva revista de Portal: la exégesis no puede definir contra el magisterio el verdadero sentido de la Escritura; todo lo más puede determinarla forma bajo la cual fue primeramente promulgada la revelación divina; es interesante, pero a fin de encontrarlo esencial, habría que ser fundamentalista, y no católico romano. Ser católico es reconocer que el exégeta no querría tener razón en contra del obispo. Portal admite todo esto porque es muy profundamente hombre de Iglesia, en el sentido total del término. Se alimentó con el ejemplo del Señor Vicente, quien fundó la pequeña compañía de los Sacerdotes de la Misión para servir a nuestros señores los obispos. Su piedad es toda eclesial, no es una piedad de relación individual con Cristo sino de relación a Cristo por la Iglesia; no quiere ser un cristiano de la capilla sino de la nave y del coro. El texto en el que mejor se ha expresado sobre el particular es de 1909; pero en este punto, en ocho años, apenas ha cambiado:

Me decíais ayer que yo me inclinaba más a hablar de la Iglesia que de la santificación personal, y es verdad. Confieso que mi espíritu se dirige de ordinario hacia el aspecto social con preferencia sobre el aspecto individual. Y he llegado a considerar, si me doy bien cuenta de lo que sucede en mí, como dos grandes medios de santificación personal el trabajo y el sufrimiento, medios esencialmente sociales; ya que no se comprende bien el trabajo por el trabajo sino el trabajo por la sociedad, ni un sufrimiento cualquiera sino el sufrimiento ofrecido a Dios y unido a los sufrimientos de Cristo lo que tengo presente. Añadid a ello la humildad como virtud de primera y la Eucaristía como devoción central y estoy casi seguro de que tendréis mi fisonomía espiritual.

Portal resumió bien este autorretrato el día que dijo sencillamente a Tavernier: «Yo, yo he elegido la Iglesia».

Su idea de la crisis modernista es tanto menos sombría y crispada cuanto menos parece haberse molestado por la expresión tradicional de la fe; lo que le distingue de los modernistas que se angustiaban por un conflicto creciente entre las fórmulas dogmáticas y el espíritu del tiempo. La fe, ¿prisionera de un lenguaje muerto y de una imaginería caduca? No, no era ese el recelo de Portal quien se daba por bien pagado con la expresión que de ella dan los Padres de la Iglesia, Ruysbroek el Admirable, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, los maestros de la Escuela francesa. Sentí vivamente las dificultades del prójimo, pero él mismo no se había buscado demasiadas complicaciones con los problemas científicos como para sentirse confuso interiormente. «La única ciencia que importa, en el fondo, es la ciencia de Cruz. Ella sola es fecunda». Esta frase es de un sacerdote que se pasaba la mayor parte del tiempo en confesar y dirigir espiritualmente a sus estudiantes, en animar sus ejercicios de piedad, en confesar también en la capilla de los lazaristas, calle de Sèvres, en confesar otra vez y en predicar a la Hijas de la Caridad de las casas de Reuilly, de la calle Angoulême y de Maule. Portal no era un hombre de despacho ni de biblioteca. Salido del confesionario, descendido del púlpito, era ante todo un movido, «hecho para la acción» y diciendo a sus amigos que san Vicente no nació santo: se hizo. Y lo fue por la acción. Lo que determinó la conversión de san Vicente, fue las necesidades de la Iglesia. Se santificó trabajando por la reforma de la Iglesia.

Reformar la Iglesia, claro que sí. ¿Reformar el catecismo? Íntimos de Portal, como Édouard Le Roy, se dedicaban a ello; pero él los escuchaba sin alborotarse demasiado pero no participaba en su trabajos: no era ese su lote ni su inquietud. Muy enterado de las cuestiones debatidas y del clima intelectual por donde iban los estudios, «él sabía señalar a los otros los temas que tratar, descubrirles direcciones y puntos de vista, darles consejos útiles, que nadie se arrepintió de seguir». Pero si él suscitó o ayudó a teólogos, a filósofos, exégetas, a historiadores sobre todo, él carecía personalmente de toda intelectualidad de especialista y no quiso ser teólogo, filósofo, exégeta, ni siquiera historiador, lo que sin embargo le habría venido muy bien.

La seguridad que, al parecer, le preparaba una tarea pastoral bastante pesada («Quedaos siempre con algún ministerio», decía a los seminaristas) estaba reforzada por el optimismo del converso que está persuadido, siguiendo al Señor Vicente, de que no es más que un instrumento, que «Dios pone una especie de coquetería en no emplear sino instrumentos del todo ineptos para producir resultados deseados», y que en consecuencia:

La gran preocupación que debemos tener, es no ser obstáculo, dejar paso a la acción divina, servirle de punto de apoyo, de apariencia, de pretexto.

Los otros cuidados quedan relegados a un segundo plano. El universo portaliano sigue vertical; descuidar esta constante sería hacer al personaje ininteligible. Pero si el gran tema es reconocer y aceptar la presencia y la acción de Dios, Portal la emprende contra el rigorismo. Para él, la gracia es suficiente, según el lenguaje del Gran Siglo. U optimismo se funda en una apreciación muy positiva de la naturaleza humana:

Qué máquina tan curiosa, curiosa máquina pero no tan mala como se dijo en el siglo XVI y XVII. Soy un optimista, sí señor, de verdad, y creo que no se puede hacer nada de los hombres sin serlo […]. No, nuestra naturaleza no es mala, la que nos proporciona tan finos goces.

La experiencia de la amistad continúa endulzando las severidades de l Escuela francesa; ella dirige siempre el modo cómo Portal piensa sus relaciones con los otros y le atribuye, en plena tempestad, una reserva de seguridad y de equilibrio; le desarma también, tal vez, y ahí está el principal defecto que le reprochan sus amigos.

Si a eso se añade que los seminaristas del Cherche-Midi no son ya chiquillos y han sido escogidos entre diez por sus obispos, se alcanza a ver que Portal haya fundado su seminario en la confianza y la libertad. En su biografía del abate Morel, Calvet evoca con nostalgia esta casa en la que «se trabajaba con bríos, sin atadura y sin melancolía». Jean-Baptiste Saulze, un antiguo, que se fue a continuar sus estudios en Alemania, escribe a Portal después de una visita al Cherche-Midi:

Con vos, como en familia, se siente uno a sus anchas como en el pasado, cuando andábamos a la greña en discusiones locas de juventud y de optimismo de sobremesa. Vuestra mesa presidencial no nos imponía en absoluto. Precisamente, era una mesa paternal.

Algunas cartas de los antiguos recuerdan con emoción paseos nocturnos por las azoteas que evocan más las costumbres de la calle de Ulm que la tradición de los seminarios mayores. Portal tuvo que dar con todo algunas explicaciones a sus superiores sobre su modo de concebir la disciplina.

No es naturalmente la regularidad meticulosa de un seminario mayor, ya que el género de vida, la casa misma nos fuerzan a ser indulgentes. Pero la piedad de fondo no sufre, de ordinario […]. Aunque no tengamos la enseñanza, un superior puede tener aquí una influencia muy grande si está convencido de que no tiene que formar a los estudiantes (que son en buen número sacerdotes y antiguos profesores) sino que solamente debe ayudarles a conservar su piedad, a desarrollar su espíritu de fe y su amor a Nuestro Señor y a la Iglesia, y si ejerce su autoridad con mucho tacto y moderación.

Gustave Morel

Si bien hizo de huésped durante ocho años, Portal «tenía la enseñanza», según decía él, y las excursiones por las azoteas no constituyeron los únicos lazos con la calle de Ulm. A partir de 1901, el seminario San Vicente de Paúl puso a disposición de los estudiantes lo que podríamos llamar asistentes, o profesores particulares, o también, según una vieja expresión normaliana, caimanes. Un día de octubre, vinieron a contarle al Señor Portal que un joven sacerdote de los Vosgos, el abate Gustave Morel, deseaba hablarle. En el Instituto católico, no era un desconocido. Procedente de una familia campesina acomodada y culta, desde muy temprano se había dejado cautivar y dominar por las matemáticas; fue de esos muchachos que se entretienen meditando un problema de mecánica celeste. Reclamado por el colegio Stanislas que quería presentarle en el Politécnico, él prefirió «hacer matemáticas por el amor de Dios» y recibió la ordenación con una mezcla de abandono y de terror, con una vocación particular: ser sacerdote, sí, pero un sacerdote que se consagraría a la formación del clero. Al cabo de cinco años de penitencia en el seminario mayor de Saint-Dié, donde «poco faltó para que le abandonara el pensamiento de Dios», entró en el seminario de los Carmelitas. Hizo licenciaturas en matemáticas, física, filosofía y letras. Su obispo esperó a que consiguiera su último certificado para mandarle que se reorientara hacia la teología. Duro sacrificio, pero después de todo, ¿no es acaso la teología, como las matemáticas, un acercamiento a lo divino? Se devoró sin chistar la licencia y el doctorado. Todo, desde su entrada en los Carmelitas hasta la defensa de tesis, en tres años. Luego salió en una gran gira europea.

Cuando le conoció Portal, hablaba italiano, inglés, alemán y conocía personalmente a Harnack, Ehrhard, Schell, a otros más, todo lo que contaba en la universidades germánicas en materia de ciencias religiosas. Fue de los que siguieron o acompañaron los trabajos de Loisy y su polémica con Harnack, y concluye:

Por mi parte, a la simple lectura de Harnack, me parece que la crítica barrerá todo cuanto hay entre la Iglesia romana y la extrema izquierda del protestantismo. Una de dos, o Jesús ha fundado una Iglesia, o tan sólo ha querido una religión interior.

En 1901, la cuestión no era saber si llegaría a profesor en el Instituto católico, sino cuándo. Mons Péchenard le había prometido la primera cátedra vacante. Entretanto, andaba buscando alojamiento y mesa. En el Cherche-Midi encontró algo mejor, en qué ejercitar su ciencia. Una vez instalado, escribe a su amigo Venard:

El Señor Portal no está lejos de creer que el sistema de los colegios de nuestra Edad Media y de la Inglaterra actual podría remplazar al Instituto católico […]. El Señor Portal no quiere solamente albergar a estudiantes: quiere reunir a hombres de estudios, de diversas competencias, capaces de dirigir el trabajo de los jóvenes.

De esta forma Morel fue promovido a fellow del Cherche-Midi y tutor de los doce teólogos, de los seis científicos así como de los canonistas y de los filósofos.

Disponía de otros dos modelos: el de los repetidores alemanes, que había visto trabajando en la universidad de Tubinga, y el de los catedráticos-repetidores de la Escuela normal superior. Así que no tuvo que dar demasiadas vueltas para organizar su tiempo y precisar sus métodos.

Cada semana, doy una breve conferencia a los teólogos […]. Es una especie de repetición en la que hago hablar a los alumnos más de lo que hablo yo mismo […]. Una de mis principales inquietudes es persuadirles de que no comprenden el sentido de las palabras que emplean ni de las proposiciones que afirman. Parecen sorprendidos cuando se les pregunta qué entienden por tal expresión: seguramente que eso no forma parte del trabajo de la memoria, el único en que hayan pensado […]. Aparte de esto, ellos vienen a donde mí cuando necesitan explicaciones y también información.

El mismo método para los científicos, salvo que Morel los recibía por separado, por ser sus estudios muy diversos. Pero lo más importante era tal vez la vida en común, compartir las comidas, escuchar y discutir las conferencias juntos. En 1902, el nombramiento de Morel como maestro de conferencias de patrología en el Instituto católico de París no cambió nada en el sistema.

Muy pronto el abate se convirtió en algo más que un auxiliar precioso. Portal se aproximaba a los cincuenta y pensaba en formar a un sucesor, en alguien que pudiera mantener el seminario en pie como colegio, dirigir una revista, cultivar sobre todo la idea unionista hasta el día en que la Iglesia esté preparada a recogerla. Se convenció de que con Morel había encontrado a Portal II, y Morel aceptó esta carga. No obstante no se parecía al lazarista. Tenía la apariencia de un muchacho grave, retraído, un tímido que reservaba para sus íntimos los momentos jubilosos y de fantasía, un mortificado que se empeñaba en matar en sí la superbia sorbonica, el orgullo intelectual; un metódico también, que solo mostraba interés por lo que él podía clasificar. Calvet habla de su «incapacidad artística». Visitando Florencia, Siena y Orvieto, suspira en el margen de su diario íntimo: «Y pensar que hay quien se imagina que viajo por placer».

Bajo este caparazón «uniforme y grisáceo», como escribe Calvet, Portal descubrió un entusiasmo científico que no retrocedía ante ninguna pregunta (Morel definía la ciencia como una «sorpresa») y un entusiasmo sacerdotal que se resumía en esto: ser siempre y en todo una imagen menos imperfecta de Cristo. Morel adolescente se había apasionado a la vez por el Evangelio y por Ampère; más tarde, había leído con el mismo ardor a los Padres de la Iglesia, a Platón, las biografías de Galileo, Kepler, Copérnico y Pascal. Adentrado en largos estudios, había seguido siendo un autodidacta; había tenido que serlo para librarse de la «escolástica latina a la vez superficial y repelente» del seminario mayor de Saint-Dié, del Instituto católico y de las universidades romanas en las que lamentó «la más completa ignorancia de la historia», las «escasas ideas» vehiculadas por el «lenguaje ficticio» de un «latín bárbaro». Su modo muy personal de organizar el trabajo y de definir el objeto de sus estudios irritaba a sus superiores que le reprocharon en varias ocasiones su irreverencia y su falta de docilidad. Entonces él «se acusaba y se humillaba delante de Dios» con tanto fervor que sus maestros se veían desarmados, aflojaban la brida y ya no se atrevían a volver durante varios meses. Morel o el método del oso: vencer el obstáculo gastándolo. Había dejado atrás diez años de lucha cuando se presentó en el Cherche-Midi, diez años que no significaban sin duda nada dentro de su porte taciturno y el «contraste vivo» que formaba, según Calvet, con el ambiente alegre, extravertido del seminario. Portal, también, con menos aspereza, más abandono, había hecho una carrera parecida; en eso había en qué basar una complicidad, y sin duda más.

Morel no deseaba ver a los seminaristas iniciarse en los métodos de la crítica para encerrarse entre los muros de una biblioteca.. Denunciaba el «sistema del tarro empleado en la educación del clero», pero un tarro científico le habría parecido preferible a un tarro escolástico. En contra de muchos colegas suyos tesistas y profesores, Morel no ignoraba las necesidades de la acción pastoral. En Francia, él había «hecho ministerio», se había interesado por el Sillon y por los trabajos de la escuela de sociología que animaba, en la facultad de derecho del Instituto católico, un discípulo disidente de Le Play, Paul Bureau; había sido capellán en Westfalia, sacerdote suplente en Dresde, y, en Alemania, no había frecuentado solamente las universidades, sino también los presbiterios, los albergues y las cervecerías donde se reunían los animadores del poderoso movimiento cristiano social, párrocos y laicos, todos con puro en el pico y jarrón de cerveza en mano. A pesar de su aparente timidez, a Morel le gustaba salir a explorar, ver a gente, enterarse sobre el terreno. Esta inclinación pudo confirmarse y ampliarse en el seminario San Vicente de Paúl; a Portal le encantó, y supo utilizarla de forma sistemática, pero no la creó.

Calvet, Mangenot, Baudin, Pouget

Un segundo «repetidor» llegó al mismo tiempo que Morel; se trataba esta vez de un viejo conocido, Jean Calvet, un antiguo de Cahors que había hecho de secretario de Portal al comenzar la campaña angloromana. Licenciado en letras por la facultad de Toulouse, había sido enviado a París por su obispo, Mons Enard, para preparar las oposiciones. Llegó a la capital en 1900; una año más trade, Portal lo acogió en el Cherche-Midi y le confió a los «literarios».

Pasé Allí dos años de paz, de felicidad, de actividad intelectual […].Mientras preparaba mis oposiciones, tenía a mi cargo a los candidatos a la licenciatura en letras y dirigía sus trabajos. Eran unos diez, todos sacerdotes, inteligentes, trabajadores y simpáticos. Mi tarea era fácil: elucidar un pasaje de autor griego o latino, asignar un tema griego o una disertación latina, organizar una bibliografía, levantar los ánimos.

Además, Calvet presenta a sus comensales que llamaban a su puerta para cambiar con toda seguridad el acento de una palabra griega antela enclítica o asegurarse sobre el ciceronianismo de una palabra latina un poco dudosa. «Era encantador, y yo sacaba provecho de aquella casa cuya atmósfera era verdaderamente extraordinaria».

Calvet ganó las oposiciones en 1902, lo que en principio no cambió en absoluto nada en sus funciones. En 1903, en el parque de las Tullerías, entre dos estatuas, Mons Batiffol, que acababa de ser nombrado rector del Instituto católico de Toulouse, le ofreció una tanda de conferencias de literatura francesa. Él aceptó, aguantó tres años y después, expulsado por todo aquello con lo que contaba Toulouse de bien-pensante, volvió a establecerse en tierra portaliana. Este independiente no fue nunca un discípulo de Portal. «Yo pensaba ante todo en mis oposiciones». Pero fue un colaborador fiel y crítico a la vez, que se sentía bien pagado con la intimidad del lazarista porque éste no trató de encargarse de él. Se limitó a orientar sus primeras tareas, a ponerle en contacto con las cartas y conferencias del Señor Vicente, a sugerirle que desempolvara la imagen del santo y descubriera su verdadero rostro», a publicar por último el resultado de sus trabajos. Este fue el punto de partida de los estudios de Calvet sobre el siglo XVII y la Escuela francesa, de lo que conservó una idea muy portaliana, muy opuesta a la del abate Henri Bremond.

La originalidad de nuestro siglo XVII religioso no está en la facilidad con la que se dejó invadir por el misticismo extranjero, sino más bien en la resistencia que opuso a aquella invasión y en la criba y la elaboración que hizo pasar a las doctrinas española y flamenca, antes de integrar en su propia sustancia lo que podía adaptarse al espíritu francés.

Cuando Calvet se fue, Portal colocó en su lugar a Eugène Mangenot, que acababa de suceder al Señor Vigouroux en la cátedra de sagrada Escritura del Instituto católico. Esto fue sin duda una ganga para los seminaristas que tuvieron a mano a uno de los más eminentes especialistas franceses en exégesis. Pero Mangenot, por su edad y situación, no correspondía a la imagen del tutor de Oxford o del repetidor alemán. Contemporáneo de Portal (había nacido en 1856), profesor conocido, continuador de Vacant a la cabeza del Dictionnaire de théologie catholique, fue uno de los de confianza del lazarista, pero estaba demasiado comprometido con su carrera personal para colaborar en los planes portalianos, aparte de contribuir con buenas conversiones y consejos a los estudiantes.

El Señor Mangenot se alojaba en el Cherche-Midi. El abate Baudin se contentaba con hacer las comidas y dispensar a la compañía una información rice e internacional. Profesor en el colegio Stanislas y en el Instituto católico, filósofo, psicólogo, historiador de la ideas, especialista en Newman, corresponsal de William James y de Husserl, viajero (Alemania, Inglaterra, Italia), fue de los que el felino Calvet, especialista en el retrato mordaz, no quiso arañar.

No conozco a nadie a quien se aplique con más exactitud el calificativo de inteligente. Leía en las ideas y en los hechos.

En el seminario San Vicente de Paúl, él descubrió a Lord Halifax, la ortodoxia, y entregó más tarde trabajos sobre la unión de las Iglesias de Occidente y de Oriente. Este hombre tan inteligente fue de los que se negaron a prestar el juramente antimodernista. Tuvo que dimitir de su puesto en Stanislas y en el Instituto católico.

Por último estaba el Señor Pouget. Él no se alojaba en el Cherche-Midi y no hacía de ordinario las comida allí; pero confesaba a Portal y venía con frecuencia, como buen vecino, después del almuerzo, a tientas y girando su cabeza enorme, «a charlar teologalmente y a tomarse una taza de café bien azucarado, su gran vicio». Portal experimentaba una confianza particular en este campesino autodidacta, de Auvernia y francote, que enseñó a los novicios de la casa madre la apologética, la historia, las ciencias matemáticas, físicas, botánicas, la exégesis, el hebreo y algunas disciplinas anejas, hasta el día de 1905 en que el Señor Fiat, bien a pesar suyo, bajo la ola antimodernista, debió prohibirle enseñar. A Portal ya le habría gustado tenerlo en casa, pero ya no era posible sacar al sabio del marco en el que había envejecido y al que se había habituado.

Las conferencias

En las conversaciones amistosas que seguían a las comidas, podíamos hablar con toda libertad, sin reticencias y sin miedo; nos unía la cordialidad más fraterna.

Las comidas tuvieron siempre su importancia en el seminario San Vicente de Paúl, pero en particular cuando iban precedidas o seguidas de una conferencia. Sería más justo decir precedidas y seguidas. Ya que Portal tenía un modo muy suyo de colocar las conferencias. Veamos el ejemplo de Max Turmann que vino a hablar a los seminaristas en enero de 1902. Todo comenzó por una exposición clásica: «El Señor Max Turmann nos dio el miércoles una conferencia sobre la acción social del clero belga». Muy bien, la acción social del clero belga. Pero el orador apenas estaba a la mitad de su trabajo. Compartió la comida de la comunidad, naturalmente, «luego, después de comer, continuó la charla delante de los alumnos». Entonces tenía lugar la mayéutica portaliana, el arte de hacer dar al huésped una conferencia improvisada donde él se expresaba según el tono de la conversación y se movía de un lado al otro según las preguntas de los oyentes y las sugerencias de Portal. Esa tarde, nos fuimos desde Bélgica a las

Componendas lamentables a las que hay que resignarse para conseguir dinero […]. En ninguna parte hoy, digan lo que quieran los predicadores, es tan alarmante la desigualdad del rico y del pobre como en la Iglesia.

Así proporcionaban las conferencias la ocasión de celebrar el culto periodístico al hecho puro. Portal hacía hablar a sus invitados de su trabajo, de su especialidad, de su apostolado, de su pasión, de lo que ellos conocían bien y que les hacía vibrar; vulgarizadores no, sino hombres «que aportaban una idea o una experiencia»». Y los datos que espigaba no se preocupaba lo más mínimo en ordenarlos después; le gustaba la información por sí misma, seguro de que nos beneficiaba a todos.

[Lo importante era] dar a los estudiantes el espectáculo y la lección de una actividad con base en lo real; de esta forma no existía el riesgo de olvidarse en los libros de la vida concreta.

Calvet vio de esta manera desfilar a las mentes «más curiosas, más ricas, más raras», sin que Portal se cuidara de seleccionar. «Lo que significaba en algunas cabezas desorden, confusión y caos». Dos o tres veces, por ejemplo, Édouard Le Roy vino a hablar del dogma, en el momento que sus tesis sobre el tema habían levantado tempestades y fueron condenadas directamente por la proposición 26 del decreto Lamentabili sane exitu. No bastaba evidentemente ser sospechoso de herejía para que le prohibieran a uno dar conferencias. Los visitantes que olían verdaderamente demasiado a hoguera mal enfriada eran recibidos en la sociedad reducida de los comensales ordinarios, de los compañeros, de los íntimos, y, a partir de 1905, por la Sociedad de estudios religiosos.

Los encuentros

El seminario San Vicente de Paúl acabó desempeñando un papel que sobrepasaba su función universitaria. Los encuentros, .las visitas, destinadas al principio a formar a los estudiantes, se convirtieron en una actividad autónoma, en una verdadera función social al servicio de la cual Portal puso un poder de amistad tanto más fuerte cuanto más se sentía en su puesto en adelante y ya daba menos muestras de aquella soledad interior que le atormentaba hacia 1896. Lord Halifax era el único, naturalmente, que había sacado a Portal de su encierro a la luz del día, y continuaba, en cada visita, descubriéndole quién era. «Después de nuestras charlas, yo soy mejor, más fuerte, y tengo más luz, incluso en cosas de las que no hemos hablado». Pero al salir de su sueño romano, Portal salió de aquel estado de transición en que la nostalgia intransigente, que venía a estropear sus simpatías liberales, le dejaba desamparado e inseguro. Las amistades portalianas fueron como bola de nieve y el seminario llegó a ser uno de eso lugares en los que con toda probabilidad se puede encontrar la información, el apoyo, la relación que se necesita; una visita a Portal valía por muchas llamadas a puerta, muchas peregrinaciones de puerta en puerta (incluso de país en país: el carácter internacional de la red no era su menor atractivo).

Pensado en un principio si no para permanecer cerrado, al menos para filtrar las comunicaciones y acallar los ecos del mundo, el 88 de la calle del Cherche-Midi fue el soporte de una vida de relación intensa, un banco de informaciones, una caja de resonancia, de ecos, una cooperativa intelectual también, y un centro de reflexión.

Tengo una oficina [decía Portal], en ella estoy, venid a verme, y os encontraréis con gente con las mismas preocupaciones que yo, y hablaremos.

Y venían a charlar. No pasaba un día sin que la oficina se llenara de visitantes, sin que una parte de ellos se sentara a honrar la «mesa presidencial», sin que una compañía diversa se les juntara a la hora del café.

El Señor Portal tenía un talento que no he visto en ningún otro, el talento de abrir las ventanas para recibir los ruidos de la calle, de abrir las puertas para dejar entrar a los personajes interesantes. Conocía, como suele decirse, al mundo entero, y yo he visto el mundo entero, durante estos tres años, desfilar por su oficina.

Un «ir y venir ininterrumpido», según el abate Hemmer. Con frecuencia, a la vista de la afluencia, Portal se llevaba a un amigo por los bulevares, el brazo,: el coloquio del paseo, iniciado en Madera, le permitía ganar una hora de intimidad; la gente le servía de retiro y de descanso. Y además le gustaba, porque razonaba mejor, decía él, por la acera que en su oficina.

El ruido y el movimiento de la calle no le aturdían de ninguna manera […]. Al contrario, parecía que fuese un medio de despertar las ideas.

Su trazado peatonal comprendía los Inválidos, los Campos Elíseos, Saint-Germain-des-Prés. Recibía visitas y devolvía muchas. Pero los almuerzos y cenas fuera eran raras: al Sr. Superior competía presidir las comidas de los seminaristas, escuchar con ellos la lectura espiritual, y enriquecerla con algún comentario.

La dirección del seminario y las visitas no eran suficientes para tenerle ocupado; mantenía una correspondencia importante, animaba varios círculos, dirigía una revista, redactaba (anónimamente) artículos, corregía los de sus colaboradores, pronunciaba conferencias, confesaba y predicaba según se ha visto, visitaba a los enfermos, se ocupaba de los sindicatos femeninos de la calle de la Abbaye. Pero se esforzaba por no dejarse arrastrar por el torbellino. Se preparaba momentos de respiro, caminatas solitarias y sin plan. Periódicamente padecía accesos de cansancio, de agotamiento físico que rompían su entusiasmo. Se levantaba siempre a las 9 en lugar de a las 4, y se acostaba a las 21 en lugar de 23, lo que no le impedía arrastrarse tristemente. No se podía olvidar de que había escupido sangre a los veinte años y que los médicos no respondía ya de nada si no aceptaba descansar, cuidarse, llevando una vida tranquila y sin esfuerzo. Tenía que proponérselo enérgicamente para sostener su tren ordinario, y cada jornada bien cumplida era una victoria no solamente sobre sus queridos doctores, sino sobre sí mismo.

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