Segunda parte: En el Cherche-Midi
I reforma de la Iglesia
Capítulo I: El Seminario de San Vicente de Paúl: situación
El segundo seminario universitario de París
El seminario San Vicente de Paúl nació con las prisas, e instaló provisionalmente, desarrolló actividades imprevistas que no reglamentaba ningún directorio. Apenas fundado, los dirigentes de la Congregación se desinteresaron de él; por eso fue modelado con toda libertad por su superior. Concebido en un principio como una simple residencia universitaria, se hizo una casa de estudios, un foco de unionismo, un lugar de encuentros. Residencia universitaria: la expresión es anacrónica. En 1845, el arzobispo de París había instalado en el anterior convento de los Carmelitas descalzos, en el ángulo de la calle de Vaugirard y de la calle de Assas, una escuela de estudios superiores eclesiásticos. Destinada a las disciplinas profanas, preparaba a sus alumnos, a jóvenes sacerdotes sobre todo, a enfrentarse a los examinadores de la Sorbona. A partir de 1875, dio cabida a las diferentes facultades del Instituto católico, en cuyo seminario se convirtió. Se acabó la escuela, pues, y, progresivamente, se acabó la enseñanza; sino, bajo la dirección de aquellos señores de San Sulpicio, una casa de acogida para los estudiantes tonsurados que preparaban una licenciatura o un doctorado en el marco del Instituto. Vulgarmente se le conocía por el seminario de los Carmelitas.
En 1899, ante la afluencia de jóvenes clérigos en busca de diplomas, fue necesario desdoblar la institución. A petición del rector, Mons Péchenard, el Señor Fiat ofreció un local que presentaba la ventaja de estar cerca de la calle de Assas. Los lazaristas dirigían ya el seminario del Instituto católico de Lille; ese tipo de institución no era extraño en sus más viejas tradiciones; máxime, cuando dirigían una veintena de seminarios mayores: se podía esperar que encauzarían a sus mejores alumnos hacia el Instituto católico. En total, según apunta Portal, la administración del Instituto
Contaba también por nuestra presencia con hacer la competencia a la acción de San Sulpicio, preponderante por entonces en los asuntos eclesiásticos de París, incluso en el Instituto.
Lo que explica el recurso a los lazaristas, pero no la promoción de Portal. El Señor Fiat se lo pensó «todo un mes más largo que la cuaresma» antes de confiar el nuevo establecimiento al muy revoltoso. Comenzó por elegir a otro, lo sopesó bien, se volvió atrás de su decisión. Portal acogió su giro como una sorpresa divina, una anomalía liberadora que le recordó a Madera y al paseo por el Curral das Freiras, cuando se sintió llamado a trabajar por la unión con la amistad de Lord Halifax. Y no se preocupó demasiado por las razones de su felicidad.
Si se admite que el Señor Fiat se proponía «hacer la competencia» a la fama de San Sulpicio, necesitaba escoger a un hombre de imagen, con la suficiente diplomacia sin embargo para que la empresa no se convirtiera en rivalidad. Portal ya había ensayado en un seminario mayor; disponía de relaciones en muchas partes en los ambientes intelectuales y universitarios parisienses: esto no era tan frecuente entre los lazaristas, donde se cultivaba más bien el género rústico. Sobre todo, en 1895-1896, había mantenido buenas relaciones con los sulpicianos, con que limpiar su ascenso de todo resabio provocativo. Por último, tampoco es imposible que el Señor Fiat haya querido jugar con la diferencia de carácter entre Portal y Jean Guibert, superior del seminario de los Carmelitas, que era autoritario y no trataba a sus pensionistas con la flexibilidad debida a su edad y a su condición. Instruido por la experiencia de Niza, el Señor Fiat sabía que Portal no sería un anti-Guibert, pero que no organizaría un doblete de la vieja casa, un anexo desapercibido. Daría al establecimiento un cambio original, un estilo que lo diferenciaría de su mayor y haría saber que el seminario del Instituto católico no se había ampliado simplemente, sino que serían en adelante dos casas independientes.
El estado de los lugares
Habiéndose decidido las cosas a todo prisa, el Señor Fiat no había cedido más que un local exiguo y mal adaptado. «La comunidad nos entrega la tercera parte de una larga edificación que poseemos al extremo de nuestro jardín de la calle de Sèvres, en la calle del Cherche-Midi[en el nº 88]». No se podría alojar allí más que a una veintena de estudiantes; nada se había previsto para la vida en comunidad. Portal sólo realizó el mínimo de obras, persuadido de que la instalación era provisional y que sería posible alquilar pronto un inmueble más vasto. Condenó puertas, derribó tabiques; el refectorio se instaló en una portería unida al antiguo velatorio de la casa madre. La sala común ocupó una tienda cerrada: se contentaron con dar mayor altura al escaparate, con colocar una cristalera más ajustada, cristales esmerilados, contraventanas interiores, con «impostas de fuelle». Materialmente al menos, el seminario respetaba la tradición: se constituía en espacio cerrado. Como el inmueble se comunicaba por los patios con la casa madre, se ahorró una cocina: el alimento venía ya preparado de San Lázaro.
El seminario abrió sus puertas el 25 de octubre de 1899, con doce estudiantes, entre ellos un Inglés de Durham. En la apertura de 1900 eran veinticuatro; treinta y dos en 1901, y hasta cuarenta y cinco en 1907: se amontonaban. Detrás de esta fachada burguesa que enmascaraba con dignidad un interior con remiendos y superpoblado donde Portal y algunas decenas de jóvenes sotanas estudiosas encajaron el doble choque de la crisis modernista y del conflicto que opuso la Iglesia de Francia a la República.
«Es la guerra, y vamos hacia el desastre»
En julio de 1899, en el tren que lleva de Niza a París, Portal no sueña más que con ocios, sinecura, manos libres para ocuparse con tranquilidad de la unión de las Iglesias. Llega en el preciso momento de enfrentarse a la más poderosa ola anticlerical que Francia haya conocido desde la Comuna. Quizás no se sienta interesado en el Asunto, pero el Asunto, sí, está interesado en él, y con toda rudeza. Llega en pleno lío; los leonianos se hallan dispersos, impotentes, lloriqueando; con la mayoría de los católicos de cátedra y de pluma, La Croix y La Vérité denuncian la maquinación del Príncipe de las Tinieblas y llaman a plena página al pretendiente o al hombre enérgico que libere al país de los ricos y de los francmasones. La apertura del seminario San Vicente de Paúl queda encuadrada en el segundo proceso Dreyfus y el discurso de Toulouse en el que Waldeck-Rousseau declara la guerra a los «monjes de la liga». En invierno adquiere resonancia el proceso de los asuncionistas y la disolución de su orden. Por más que L’Univers califique a La Croix de sobreexcitada y a sus lectores de fanáticos, lo que empieza es el proceso al catolicismo militante, al movimiento católico entero.
Un año después, Portal evoca aquella «impresión general de que estamos al final de la cuerda y que se va a producir un cataclismo general que nos mandará Dios sabe dónde». Y él informa a un Halifax perplejo de la sensación que tienen muchos católicos franceses de vivir en un mundo «tan inestable que la menor influencia puede acarrear revoluciones y catástrofes a todos los países»: la guerra contra la Iglesia aparece como el síntoma de un trastorno universal. La ley contra las congregaciones, votada en 1901, es aplicada tras la victoria electoral del bloque de las izquierdas; el año 1903 se suceden las expulsiones, los cierres de capillas y de escuelas, los movimientos de tropas y de cerrajeros. Mientras Viviani no ve en ello más que escaramuzas preparatorias de la batalla que se anuncia entre la sociedad fundada en la voluntad de Dios y la sociedad fundada en la voluntad del hombre, el muy anciano León XIII no puede más que denunciar el odio capital del mundo contra la ciudad de Dios y condenar el proyecto satánico de echar de la sociedad la acción restauradora de Cristo.
La Congregación de la Misión no se ve libre. Una provisión del Consejo de Estado precisa que «la Asociación de San Lázaro» puede considerarse como una «congregación religiosa legalmente autorizada»; pero que no tiene «otro objeto que organizar misiones fuera de Francia»; en consecuencia no puede poseer en la metrópolis «más que un solo establecimiento», la casa madre del 95, calle de Sèvres. Llega el gran éxodo, veinte seminarios mayores perdidos, sin hablar de los seminarios menores, de las residencias, de las escuelas y asilos dirigidos por las Hijas de la Caridad. Todo el año de 1903, Portal ve a sus colegas dispersarse por América latina, China, Persia, Madagascar, Etiopía, Egipto, el Imperio otomano. Él que había soñado con misión lejana, es de los que se quedan, con los ancianos, los novicios, los profesores de la casa madre. Llegan otras leyes a excluir a los sacerdotes de las oposiciones a cátedra y prohibir la enseñanza a todo congregacionista, cualquiera que fuere la situación jurídica de su comunidad. Pero, con la reserva de la proposición de ley que prevé la abolición del Concordato, el epicentro del conflicto se desplaza a la cuestión de las relaciones de la Iglesia y del Estado.
Un mes después del voto de la ley sobre las congregaciones, Portal confía a uno de sus estudiantes: «La separación está hecha». Hicieron falta todavía cuatro años. Después de la votación del 5 de diciembre de 1905, la condena del papa Pío X del principio mismo de la separación así como los incidentes que acompañan los inventarios imponen el sentimiento de verse acorralado entre los extremos. «Los exaltados se agitan por todas partes y apenas hay alguno que no sean ellos que tenga derecho a hablar». La crisis se prolonga a 1906 con la victoria electoral del radicalismo, la negativa pontificia a todo arreglo práctico, la imposibilidad para los católicos franceses de crear las asociaciones culturales previstas por la ley. La encíclica Gravissimo del 10 de agosto revive en Portal los recuerdos de 1870:
Es la guerra y vamos hacia el desastre. La Iglesia de Francia, como se hundió el Imperio, se hundirá.
A fin de año, recibe un cesto de mandarinas recogidas en el huerto del seminario mayor de Niza.
Es la última vez que recogéis lo que habéis sembrado. Pronto hará quince días que el seminario está siendo saqueado. No se hace otra cosa que descombrar, serrar y clavar. Es una pena.
La gran pastelería blanca que inauguró ocho años antes va a ser una escuela normal de chicas; sacerdotes y seminaristas –aquellos por lo menos que no están en el cuartel- se refugian en el colegio abandonado de una congregación expulsada. En todo Francia, seminarios mayores y obispados son evacuados. A principios de 1907, con la encíclica Une fois encore que prohíbe al clero someterse a la ley sobre las reuniones públicas, es el ejercicio del culto el que parece amenazado. Los lazaristas que quedan en Francia se preparan a hacerse a la mar, en el sentido propio del término.
Es el fin, como para toda la Iglesia de Francia, de lo que hemos conocido.
En cuanto a los alumnos y a los antiguos alumnos del seminario San Vicente de Paúl, se asquean cada vez más de lo que uno de ellos califica de «lucha estúpida entre dos infalibilidades que ponen las dos su gloria en ignorarse mutuamente». Portal recibe cartas que expresan la dificultad de ser un sacerdote joven en la Francia de Combes y de Rouvier, en la Iglesia de Vehementer nos y de Gravissimo. Citemos por ejemplo a Louis Otter, de Roubaix, que acaba de pasar cuatro años en el Cherche-Midi. El regreso a su diócesis es doloroso; expresa sin rodeos su amargura [de ir] a sumergirse en el lío supuestamente impuesto por los intereses de la Iglesia […]. El despotismo de arriba da a los obispos la consigan «Despejad el terreno» y éstos se lo repetirán al clero inferior […]. Estaba contento de entrar al sacerdocio en el momento de la aplicación de la ley, porque se trataba de lanzarse a lo desconocido y hacia la vida. Hoy, es ponerse fuera de la ley sin razón […]. Dejarse quemar a fuego lento por órdenes a lo Pío V me hace poca gracia. ¡Que los señores realistas pasen primero!
Portal y los comienzos de la crisis modernista
Como lo indica la carta del abate Otter, el conflicto de la Iglesia y del Estado acabó por plantear el problema de la autoridad en la Iglesia, lo que no hizo otra cosa que dar relieve a la crisis modernista. Ella también, en la misma época, sometió a discusión el magisterio, su competencia y su funcionamiento. Para el Señor Portal, comenzó durante el año universitario 1900-1901, cuando sus estudiantes de teología se apartaron del enseñanza dispensada por el Instituto católico para seguir el curso que el abate Loisy , salido de su retiro en Neuilly, impartía en la sección de las ciencias religiosas de la Escuela de los estudios superiores. El abate Louis Venard, un seminarista de los Carmelitas que fue uno de los colaboradores de Portal en la Revue catholique des Églises, se mezclaba de buen grado con el grupo de los estudiantes del seminario San Vicente de Paúl. La correspondencia que intercambió con el abate Gustave Morel, de quien hizo Portal en octubre de 1901 su principal asistente, proporciona un testimonio de primera mano sobre la efervescencia de estos jóvenes sacerdotes, la pasión misionera que los anima, su ambición por hacer «caer poco a poco los prejuicios que retienen lejos del catolicismo a tantas mentes de buena fe» y por «llevar a Cristo a todos aquellos que no le conocen». Por estas líneas redactadas el 28 de setiembre de 1900, se constata el celo y la esperanza que acababan de animar el congreso sacerdotal de Bourges. Venard se hubiera sentido feliz en un catolicismo de movimiento y de conquista al estilo leoniano. Se parecía mucho a los entusiastas que, diez años antes, iban a escuchar a Duchesne y a Loisy en el Instituto católico. Pero en 1900, Duchesne y Loisy no enseñaban ya en el Instituto católico, y no quedaba ya estilo leoniano.
Espíritu prudente y sensible a las virtudes de la autoridad, emprendió su licenciatura en teología esperando que un maestro sabría dirigir y canalizar sus ardores. Y se encontró de golpe y porrazo con la «escolástica oscura» y con los «poco inteligibles conceptos» de sus profesores, los reverendos padres Auriault y de la Barre, S.J., que no le inspiraron más que un movimiento de retirada: «Con tal de que sus lecciones no me absorban demasiado tiempo y que yo pueda ocuparme de estudios útiles». El año fue transcurriendo en un desencanto creciente, una repugnancia que no cesó de confirmarse contra lo «ficticio de la tradición escolástica», los «discursitos interminables» del padre Auriault, las «elevaciones místicas» del padre Fillion, por no hablar delas lecciones de los reverendos padres Bainvel y de la Barre.
No hay nada que hacer mientras nuestras facultades dependan de Roma y las cátedras están ocupadas por religiosos a quienes les está prohibida la libertad de pensar.
Venard no tuvo la sensación de estar solo; diagnosticó en sus camaradas la decepción que él mismo experimentaba.
Cada vez más se abre el abismo entre los profesores de teología y sus alumnos […]. Todos se quejan, nadie se interesa por las clases.
En abril, toda confianza ha desaparecido, sólo queda llorar por la pobre facultad de teología, cuyos profesores no sirven para otra cosa que para producir en la mayoría de los alumnos el efecto de rechazo, y empujarlos a las ideas contrarias a las que defienden.
Los estudiantes del seminario San Vicente de Paúl no fueron los más decepcionados. En carta escrita varios meses después de los hechos, Venard se acuerda da de su desconcierto. «consecuencia de la poca confianza que inspira la enseñanza demasiado estrecha de los profesores». No revolucionados, sino jóvenes muy sensibles por la ausencia de un maestro seguro de sí, que supiera dirigirlos respondiendo a sus preguntas sin evasivas. Y debido a que sufrían por «falta de dirección», como escribe Venard , se fueron regularmente al curso que había inaugurado el abate Loisy, el 12 de diciembre de 1900, en la Escuela de estudios superiores de la Sorbona. Es poco probable que los estudiantes de teología del Instituto católico hayan esperado al año 1900-1901 para desconfiar de los Buenos Padres. Sino que anteriormente les faltaba un lugar en el que manifestar su disidencia, y un hombre que les enseñara a formularla. El lugar, fue el Estado el que se lo proporcionó: el hombre, fue también el Estado el que lo puso, pues fue sacado de su retiro en Neuilly por el Sr. Gaston Paris, administrador del Colegio de Francia, y por el Sr. Georges Leygues, ministro de Instrucción pública, A los dos meses de comenzar su curso, Loisy se había creado una clientela eclesiástica, reducida pero fiel. «Su auditorio sigue siendo de veinticinco a treinta, de los que siete u ocho son laicos. Nosotros llegamos a la docena entre el Instituto católico y el seminario San Vicente de Paúl». En Loisy, los jóvenes sacerdotes creyeron hallar la demostración que era posible intentar la síntesis de la fe cristiana y de aquella reconquista científica del pasado cristiano iniciada en el siglo XIX, lejos del control de las autoridades religiosas, por los lingüistas, los exégetas y los historiadores. Loisy era a la vez, para la mayoría de sus oyentes, el rigor y la esperanza.
De diciembre de 1900 a marzo de 1901, se estableció de esta forma una colaboración de hecho entre la escuela de estudios superiores y los dos seminarios del Instituto católico. Tres meses. Sólo a su discreción se debe que durara tanto tiempo. Esta enseñanza impartida por un sacerdote a seminaristas en una escuela laica, incluso cuando las ciencias interesadas, durante largo tiempo calificadas de sagradas, afectaban de cerca de los intereses de la fe. Las reacciones en contra no se hicieron esperar porque los tiempos no se prestaban a las innovaciones. La censura arzobispal acababa de prohibir la publicación, en la Revue du clergé français, de un trabajo sobre la «Religion d’Israël» en el que Loisy desarrollaba las tesis del «Renan, historiador de Israel» que había entregado, en 1896, a la Revue anglo-romaine. Según el cardenal Richard, lo que se decían en la «Religion d’Israël» sobre el valor histórico del Pentateuco, la redacción de los primeros capítulos del Génesis y la revelación sobrenatural era contrario a la constitución Dei Filius y a la encíclica Providentissimus Deus. El 26 de octubre de 1900 Loisy escribía al canciller del arzobispado para expresar su e3xtrañeza por la condena de un artículo que «había sido impreso, en su mayor parte, hace algunos años en la Revue anglo-romaine sin levantar la menor protesta». Este desgraciado recuerdo no reforzó en nada la posición del superior del seminario San Vicente de Paúl en el conflicto que iba a enfrentarle al cardenal Richard.
El cardenal no solamente había censurado la «Religion d’Israël», él había prohibido al director de la Revue du clergé français, el abate Bricout, publicar nada que fuese de Loisy. La medida no habría tenido mucho sentido si, después de prohibir a sacerdotes y seminaristas leer a Loisy, se les hubiera dejado la posibilidad de escucharle. Era lógico completar la censura haciendo el vacío en torno al censurado. El 4 de abril de 1901, Venard comunicaba a Gustave Morel que:
El Señor Guibert ha estimado un deber, sin duda por orden superior, pedir a aquellos de sus alumnos de los Carmelitas de quienes sabía que seguían las clases de Loisy que no acudieran más a ellas en adelante […]. El Señor Guibert me había dicho que el Señor Portal debía hacer a sus alumnos las mismas recomendaciones. Parece que efectivamente no les ha dicho nada, y que en la última lección la audiencia no parecía haber disminuido.
El asunto dio que hablar; el pasado del señor Portal salió a relucir revestido de inquietantes colores. Si el Señor Fiat había querido que su seminario universitario se distinguiera del de los sulpicianos, estaba servido. Portal aguantó todo un mes. Pero su posición era menos sostenible por emanar la «orden superior» del rector apoyado por el arzobispo. El 10 de mayo, Venard anunciaba a Morel la reducción de la disidencia:
He debido deciros que el Señor Guibert, a una invitación de Mons Péchenard, había tenido que pedirnos que no fuésemos más al curso del Señor Loisy. Habiéndose negado a trasmitir a sus alumnos el mismo aviso, el Señor Portal ha sido llamado al arzobispado, y ha tenido que obedecer al cardenal.
Lo que dio por resultado, precisa Venard, que Loisy se quedara solamente con una quincena de oyentes. El 7 de mayo, el padre Lepidi, consultor de las congregaciones del Santo Oficio y del Índice, maestro del Sagrado Palacio, teólogo particular del papa y «cabeza afilada» favorita de Portal, pidió a Loisy que le comunicara sus escritos sobre la Biblia. De esta forma se abrió la instrucción de un asunto que, durante todo el tiempo que Portal fue superior del seminario San Vicente de Paúl, envenenó la vida intelectual del clero francés.
Pero en la apertura de 1901, Loisy no estaba condenado aún; Roma había suspendido su sentencia, la cuestión continuaba abierta y la situación fluida. Tomando algunas precauciones (la principal consistía en hacerse el tonto, según la buena tradición vicenciana), Portal decidió pasar por encima de la prohibición arzobispal. Lo hizo aparentemente sin confusión ni debate. En enero de 1902, Morel –que por entonces se había situado en el Cherche-Midi en calidad de asistente- escribía a Venard:
El Señor Loisy da su curso de Estudios Superiores sobre las parábolas evangélicas. Yo acudí una vez y quedé vivamente interesado, como lo pensáis. El salón estaba totalmente lleno, sobre todo de eclesiásticos […]. Como el Señor Portal no ha dicho nada, sus teólogos van la mayor parte a escuchar al Señor Loisy: no se habla nada, de manera que el Señor Portal se cree que lo ignora. El Señor Guibert ha vuelto a hacer su defensa, más clara por lo que parece que el año pasado.
Las pocas prisas que ha puesto el Vaticano en condenar a Loisy habían provocado alguna vacilación en el arzobispado de París. Esta vez, el superior del seminario San Vicente de Paúl no fue convocado por el cardenal Richard.
Este compromiso tácito duró hasta la publicación de El Evangelio y la Iglesia, en noviembre de 1902. Con el «pequeño libro rojo» lo que se llamará pronto la crisis modernista salió del mundo restringido de los especialistas y de la enseñanza superior para entrar en las columnas de la prensa diaria. El tiempo del statu quo caducado ya, y no sólo porque el debate se hizo público y apasionado, sino porque Portal, por primera vez, le entraron sospechas de las intenciones de Loisy. Éste, abandonada del todo la querella de 1896, le otorgó el honor de El Evangelio y la Iglesia con una dedicatoria. Portal leyó la obra y envió un ejemplar a Lord Halifax. «¿Lo habéis leído? Al leer el primer capítulo, se tiene la impresión de estar constantemente al borde de un abismo». El primer capítulo y el segundo, precisó más tarde, los que tratan de del reino de los cielos y del Hijo de Dios. ¿Qué vino Cristo a anunciar a los hombres? ¿Qué conciencia tenía él mismo de su misión? En cambio, el tercer capítulo, sobre la Iglesia, le pareció admirable. No renegó de su simpatía: después de la condena del «pequeño libro rojo» por el cardenal Richard, hizo una visita a Loisy. Pero le entró miedo por las conclusiones sobreentendidas, por las perspectivas no formuladas pero sugeridas que no le parecieron fundadas en la crítica científica de los textos, sino derivadas de un a priori filosófico sospechoso. Por esta época, distinguió en Loisy al exégeta impecable y al filósofo inquietante. De esta manera se vio en la nebulosa de los semiarrepentidos que aceptaron a Loisy a beneficio de inventario, lo que le opuso a los que no hicieron el mimo inventario, a los loisistas que rechazaron el inventario porque lo rechazaron todo, sin hablar de los prudentes, de los confusos, de los sutiles, que defendieron una tendencia utilizando el lenguaje de la tendencia opuesta.
Llegó a lamentar los dos años en los que se vio presa, con toda inocencia, entre las exigencias contradictorias de sus alumnos y del arzobispo de París. Una vez terminada, la feliz claridad de los enfrentamientos maniqueos, cuando Venard oponía la cohorte luminosa de «los que, a la vista de las necesidades del tiempo presente, querrían avanzar sin reparar en obstáculos», y la legión oscura de «los que, viendo en toda novedad un riesgo, que no hay obra más útil que hacer que perseguir en todos los terrenos, con un tesón extraordinario a estos pretendidos innovadores en quienes se ve a los herejes y apóstatas de mañana». Ya nada, en adelante, será tan sencillo.