Capítulo IV: La intervención romana
Un enigma: la impaciencia de León XIII
De regreso a Cahors el 24 de agosto, el Señor Profesor de teología moral volvió a los deberes que exigía su estado. Predicaba unos ejercicios en Libourne cuando se enteró por Henri Lorin que el cardenal secretario de Estado, Mariano Rampolla Del Tindaro, le pedía que fuese a Roma lo antes posible. Su Eminencia exigía el secreto. Portal predicó sus ejercicios hasta el final, confió su clase moral al Señor Méout, informó a sus colegas que un asunto de familia le llamaba a Laroque, subió a París y celebró, por la mañana del 8 de setiembre, en casa de Ferdinand Levé, una conferencia con Lorin y Halifax, un Halifax inquieto que le confesaba su «miedo de que las cosas andan demasiado bien, miedo de que en vuestra casa se juzgan demasiado favorablemente las cosas». Por la tarde misma, salió para Roma donde, en diez días, fue recibido ocho veces por Rampolla y dos veces por el papa. «Yo andaba en un sueño».
No fue acogido como solicitante. Desde el mes de abril de 1894, Mons. Segna, entonces secretario de Asuntos eclesiásticos extraordinarios, se había hecho con un ejemplar de Dalbus y había pedido a Gasparri un informe sobre las ordenaciones anglicanas. En junio, el muy leoniano Moniteur de Rome, órgano oficioso del Vaticano, había publicado la carta de Salisbury luego la conclusión de Dalbus. Uno de los redactores, el abate Monteuuis, había encargado a Portal artículos originales:
Haced el movimiento más sensible todavía, y una vez que hayáis llegado a los límites de vuestros esfuerzos, comenzará el Vaticano.
Comenzó un mes más tarde. Estas prisas son señales de la intervención pontificia en los asuntos anglicanos, extrañaron e inquietaron a los observadores tan poco timoratos como Duchesne, que escribió a von Hügel en 1895:
Me parece, como a vos, que en este asunto hay un elemento perturbador, la impaciencia del Santo Padre. No ha sido conversando con el cardenal Rampolla sino con León XIII mismo donde yo he advertido esta preocupación pot ver resultados.
La augusta impaciencia no habría inquietado quizás a hombres como Duchesne y von Hügel si el papa se hubiera propuesto objetivos limitados, un acercamiento táctico con la jerarquía anglicana, o bien el regreso al seno católico de algunos miles de anglocatólicos extremistas.
El primer objetivo, el acercamiento táctico, habría estado en la línea dela diplomacia vaticana. Se ha visto cómo León XIII, a la vista de una lucha decisiva entre las fuerzas del Bien y las, desencadenadas, del Mal, buscaba la alianza de los acatholici de buena voluntad. El Reino Unido figuraba en el programa, desde 1887 sobre todo, el año en que Rampolla accedió a la secretaría de Estado: la Santa Sede había adoptado una posición moderada en la cuestión de Irlanda; el gobierno británico había respondido enviando a Roma a un encargado de misión; un nuncio había asistido a las fiestas jubilares de la reina, y se trataba de acreditar un legado permanente. A corto plazo, se trataba de destacar el prestigio internacional del Vaticano y de encontrar el apoyo de una gran potencia en esta cuestión romana en la que se expresaba con toda nitidez el combate entre la Iglesia y la Bestia. Buenas relaciones con el lord arzobispo de Canterbury, segundo personaje del reino, a la vez que con los muy reverendos y muy honorables lores obispos, sus colegas de la Cámara de los pares, habrían podido reforzar esta política abriéndola a una alianza táctica entre jerarquías, sobre una acción común en varios conflictos, como el de las escuelas confesionales, en las que se capitalizaba el duelo entre la ciudad de Dios y la ciudad del Diablo.
Otro objetivo limitado, y claramente incompatible con el primero: desplumar a las aves anglicanas, trabajar por el regreso en corporación de los anglocatólicos más próximos a Roma, lanzarles llamadas parecidas a las que el papa dirigía a los cristianos orientales, prometerles el respeto a su jerarquía, a su disciplina, a su liturgia. En el momento en que recibía a Portal, León XIII preparaba la carta apostólica De disciplina orientalium, más común por sus primeras palabras: «Orientalium dignitas». El papa declaraba su voluntad de renunciar a toda política de latinización y de mantener las tradiciones locales. Las palabras que saludaban la dignidad de las Iglesias orientales habrían podido servir para celebrar la de la Alta Iglesia anglicana. Este paso habría procedido de la misma visión dramática de la historia: frente a la Bestia, reclutar fuerzas de refresco. Pero a aliados numerosos combatiendo en ejércitos diferentes, preferir una pequeña cohorte homogénea que reconociera una autoridad única y participara de la misma fe. Newman había sido el primer cardenal de León XIII. Su recuerdo seguía vivo y no faltaba gente bien situada para sugerir al papa que Lord Halifax podría muy bien desempeñar el papel que John Henry había tenido a partir de 1845.
Alianza táctica con la totalidad de la jerarquía anglicana, o buen regreso de un pequeño grupo ultra-ritualista: estos dos objetivos razonablemente limitados, humanamente prudentes, habrían justificado sin duda a los ojos del abate Duchesne cierta prisa pontificia. Ni la conversión de Lord Halifax y de una parte de sus militantes ni la constitución en Inglaterra de una especie de cártel de defensa de las escuelas confesionales, por ejemplo, no podían aparecer como objetivos utópicos. Pero esto no es lo que quería León XIII, no era para esto para lo que había mandado llamar a Portal. En ningún documento privado o público, se contentó con proponer a los anglicanos una colaboración en las obras caritativas, sociales, escolares. De entrada, habló de unidad en la fe, de unión orgánica bajo la autoridad de la Santa Sede. Se saltó la etapa de la alianza táctica, de la mano tendida a los individuos de buena voluntad; se inscribió inmediatamente en la línea ideal definida en junio de 1894 por la carta Praeclara gratulationis, en la que advertía a las «congregaciones» protestantes que era bueno aliarse en la acción caritativa, pero que no podría haber caridad perfecta y eficaz sin la unidad de creencia, «si concordes mentes non effecerit fides»[si la fe no uniera las mentes].
Una vez establecido el plan en toda su amplitud, León XIII no limitó su ambición a los anglicanos más cercanos a Roma. En las dos conversaciones que tuvo con Portal, no expresó nunca la voluntad de dejar fuera a algunos miles de almas. Era el regreso de la Iglesia de Inglaterra entera lo que él quería, y fue en este sentido como manifestó su intención de entrar en contacto con los arzobispos de Canterbury y de York. El 19 de setiembre, Rampolla firmó una carta destinada al Señor Portal, sacerdote de la Misión, quedando bien claro que éste podría enseñársela a los dos primados. Todavía aquello no era sino un mensaje oficioso, indirecto y (provisionalmente) secreto. En los textos oficiales y públicos, León XIII ensanchó más su objetivo y habló de traer a la unidad a todo lo que el Reino Unido contaba de cristianos, sin distinguir los anglicanos de los disidentes. En abril de 1895, la carta Ad Anglos propuso a los Ingleses «que buscan el reino de Cristo en la unidad de la fe» un fin global: «La unidad cristiana en Inglaterra».
Discursos oficiosos y discursos oficiales ni eran contradictorios, se completaban. ¿Qué quería León XIII? En primer lugar, en un primer momento, entablar el diálogo con la Iglesia establecida. El mensaje oficioso del 19 de setiembre no mencionaba más que a la «comunión anglicana», con exclusión de toda otra congregatio británica. Era a los «miembros » de esta comunión, y a ellos solos, a quienes Rampolla proponía un intercambio amistoso de ideas y un estudio más cuidado y más profundo de las antiguas creencias y prácticas del culto […] para preparar el camino a esta unión deseada.
El secretario de Estado no hablaba del asunto de las ordenaciones; pero en sus conversaciones con Portal, el papa admitió que habría que comenzar por ahí y reunir a este fin una conferencia mixta; discutió del lugar donde podría celebrarse, pidió al lazarista que le propusiera nombres, entró en los detalles. Una vez establecido el diálogo sobre este punto preciso, se trataría de ampliarlo, de abordar los otros puntos de divergencia, de negociar, de convencer, de reunir finalmente ala Iglesia de Inglaterra que desempeñaría entonces un papel de vanguardia, de motor de un regreso general de la Gran Bretaña a la unidad romana. Quedarían únicamente los malos protestantes, aquellos cuyos «naturalismo» y «materialismo había denunciado Praeclara.
Era agitando tan vastos proyectos como León XIII manifestaba esta «impaciencia por ver resultados» lo que chocó al abate Duchesne. Se ha de confesar que había en ello de qué conturbar a las mentes más intrépidas. Tener ochenta y cinco años y sentir impaciencia por ver a Inglaterra volver al redil romano! ¿Cómo explicar esta urgencia en un hombre que era también un hombre de Estado, un diplomático, un político cuyo realismo subrayaba la prensa del momento de buen grado? Para Duchesne el caso era claro: era la edad, precisamente, la que lo explicaba todo.
Yo tuve la audacia de exhortar al Padre supremo a la paciencia, repitiendo que Dios le pide el esfuerzo preparatorio y no el éxito inmediato. Pero por más uno sea un Santo Padre, se tienen ochenta y seis años y a nadie le gusta que le remitan a futuros demasiado lejanos.
En el mismo orden de cosas, se podría adelantar el temperamento de León XIII, su imaginación, u facultad de inflamarse por un plan de envergadura, de trazar sus grandes líneas con entusiasmo, de vivir su belleza antes de examinar sus dificultades. Portal no encontró a un viejo diplomático tranquilo, sino a un pastor rejuvenecido por la visión de una cristiandad restaurada. «El Santo Padre se animaba y sus grandes ojos vivos, los ojos de un profeta, de un vidente, parecían sondear el porvenir». Muy pronto la emoción fue tal que Portal se arrojó a los pies del papa que, silencioso, posó por unos momentos la mano sobre la cabeza del lazarista. Ninguno de los dos podía decir más.
Sería posible mencionar también, de León XIII, alguna falta de informaciones, así como la influencia de Portal, que no exhortaba al Padre supremo a la paciencia. Su entusiasmo fue tanto más comunicativo cuanto que se apoyaba en un viaje reciente, en testimonios, cosas vistas, toda una serie de conversaciones que exhibían retrospectivamente un carácter de estudio preparatorio. Habría que tener en cuenta asimismo de la conciencia muy aguda que el papa tenía de su prestigio personal y de sus dotes de persuasión. Cuando pasó revista alas ciudades donde se podría tener la conferencia mixta sobre las ordenaciones, su elección recayó en Roma, porque finalmente, cuando los diputados anglicanos vieran mi caridad, mi enorme deseo de unión, me parece que les impresionaría. Y además, está la gracia de Dios, porque a fin de cuentas, aunque indigno, yo soy el Vicario de Jesucristo.
Bueno. Pero la edad podría justificar tanto la pasividad como la actividad. En cuanto a la imaginación de León XIII, no eclipsaba a la prudencia del diplomático. Durante la primera visita de Portal, mientras acariciaba la idea de enviar inmediatamente una carta personal a los arzobispos anglicanos, el papa manifestó inquietudes por las reacciones de Crispi, Primer ministro italiano. Dos consideraciones le retuvieron: no quería enviar nada sin asegurarse en primer lugar de que el mensaje sería bien recibido; sobre todo, quería completar su documentación. Lo que lleva a rectificar la imagen de un pontífice mal informado. No solamente no le ocultó Portal las dificultades, sino que entre las dos audiencias que concedió al lazarista León XIII solicitó pareceres contradictorios. El superior del seminario escocés le afirmó que sería más fácil reunir a los presbiterianos; un responsable de la Propaganda le presentó un reportaje sobre las intrigas anglicanas en Armenia; un Inglés le afirmó que la Iglesia establecida no volvería nunca porque se creía ya católica… De entrada, tuvo el papa en mano informaciones que le demostraban que a corto plazo su proyecto era irrealizable; humanamente irrealizable.
León XIII, la oración y el milagro
Pero León XIII no quería triunfar por procedimientos humanos, no menos que Rampolla quien concluye una de sus conversaciones con Portal con un atestado de impotencia: «En esas obras, los hombres nada pueden».El papa y su ministro ponían todas sus esperanzas en un recurso ignorado por las cancillerías: la oración, «nuestra arma eficaz, nuestro gran apoyo, nuestra riqueza, nuestro puerto de refugio, nuestro lugar de seguridad».
La diplomacia, las negociaciones, los mensajes secretos o públicos, las comisiones de estudios, las conferencias, las discusiones técnicas, los reportajes históricos, canónicos, teológicos, todo este trajín no sería en vano porque serviría de punto de apoyo, de instrumento, de pretexto a la acción todopoderosa del Espíritu Santo y de la Santísima Virgen María. León XIII, el papa de la unión de las Iglesias, fue primero el papa del rosario, de la novena de Pentecostés, de las oraciones después de la misa en las que se conjuraba enérgicamente a san Miguel que expulsara a Satán y al turba demoníaca. Quería reducir el cisma y las herejías con oraciones indulgenciadas, con ráfagas de oraciones, con una súplica orquestada, con el clamor de los pueblos que lleguen a pedir a la Madre de Cristo que tenga a buen implorar al divino Espíritu para que difunda la abundancia de sus dones sobre los hermanos separados.
El 14 de abril de 1895, la carta Ad Anglos insistía en la «confianza que se debe tener en la oración», pedía que «las oraciones especiales por la unidad de la fe […] se reciten más a menudo con mayor devoción», y recomendaba muy particularmente el piadoso ejercicio del santo rosario de María». El 5 de mayo del mismo año, la encíclica Provida Matris instituía una novena situada entre la Ascensión y Pentecostés; se trataba de rogar al Espíritu Santos «por todos los pueblos cristianos por una sola de en el pensamiento, una misma piedad en la acción». El 5 de setiembre, la encíclica Adjutricem populi christiani invocaba la intercesión de la Virgen a favor de la reunión:
Es la esperanza confiada de las almas piadosas que, en un próximo futuro, María será el feliz lazo cuya dulce energía reunirá a los que aman a Jesucristo bajo el cetro paternal de su Vicario en la tierra, el pontífice romano.
«En un próximo futuro…» Las prisas de León XIII, su impaciencia por ver resultados, su huida hacia delante, sus iniciativas multiplicadas cuando se daba cuenta, cada día más, de que los recursos humanos eran impotentes, todo ello expresaba su fe en el carácter invencible de la oración. En Ad Anglos, este papa bien informado enumera con complacencia los obstáculos que prohibían a los sabios creer en la unión.
¿Pero es esa una razón para abandonar toda esperanza de reconciliación y de paz? De ninguna manera plega a Dios. En efecto, no debemos juzgar los acaecimientos colocándonos solamente bajo el punto de vista humano, sino que debemos más bien considerar el poder y la misericordia de Dios.
En la época en que Nos éramos nuncio de Bélgica, conocimos a un Inglés, Ignace Spencer, que era a su vez un discípulo muy piadoso de san Pablo de la Cruz. Nos expuso el proyecto que había comenzado a realizar, él, Inglés, de extender una Sociedad de fieles piadosos con el fin de rogar según conviene por la salvación de este pueblo. Apenas resulta necesario decir que Nos entramos cordialmente en este proyecto inspirado por la fe y por la caridad, y cuánto favorecimos esta obra, convencidos de que la nación inglesa lograra con ello importantes ventajas.
Traducimos: la corriente de conversiones iniciada por el movimiento de Oxford se vio reforzada. El futuro León XIII conoció a Ignace Spencer en 1844; al año siguiente, Newman se convertía. Coincidencia impresionante. Este precedente explica el buen recibimiento reservado a Portal, quien recordó a Ignace Spencer al papa como había recordado a Doussot a Lord Halifax.
Otro rasgo tradicional: la negativa a autorizar a los católicos y cismáticos a orar juntos por la reunión de los cristianos. En setiembre de 1894, Halifax había enviado a Portal, en Roma, los estatutos de la A.P.U.C.; se ha visto cómo había sido condenada esta sociedad por el Santo Oficio en 1865. Se trataba a hora de aprovecharse de las buenas disposiciones del papa para lograr levantar la condena y permitir a los católicos rezar con los anglicanos «por la unidad de la Iglesia y que haya un pastor y un rebaño». En este punto, Portal fracasó por completo; León XIII le prestó oídos sordos, y la oración común quedó «infecta de herejía». El rescripto de 1865 continuó encuadrando la política unionista de la Santa Sede.
En cambio, toda una novedad la voluntad del papa de no limitarse a la oración. Novenas y rosarios debían alimentar y hacer fecundos un diálogo, una negociación, un acercamiento concreta a los anglicanos. Su regreso sería un milagro, por supuesto, un puro milagro, la obra de la misericordia divina. Pero pertenecería a conferencias, a intercambios amistosos, a estudios renovados en común, a la utilización de un discurso benévolo de servir de instrumentos al milagro. Al poner en manos de Portal el mensaje oficioso en el que proponía a los «miembros más notables de la Iglesia anglicana» un «intercambio amistoso de ideas», Rampolla abrió las perspectivas más prometedoras. Se trataba de tantear el terreno para «atestiguar las buenas disposiciones del Santo Padre». «si los anglicanos, ante este paso indirecto, dan pruebas de buena voluntad, se dará un paso directo»: León XIII en persona escribiría a los arzobispos para proponerles conferencias preliminares [en las que] entrarían en contacto los diputados de ambas partes, medirían las dificultades que son grandes y las concesiones posibles».
Vaughan contra León XIII, o las ilusiones mantenidas
Lastrado por el retrato de León XIII que Su Santidad había dedicado a la intención de Lord Halifax, Portal llegó a Inglaterra sin tomarse una hora de descanso. El 28 de setiembre, a las 10 de la mañana, pilotado por su amigo, se presentó en casa del arzobispo de Canterbury que se tomaba unos días de incognito en una casa de campo. Fue recibido todo lo mal que imaginarse pueda, porque hacía dos semanas el cardenal Vaughan había pasado a la contraofensiva y lanzaba los más violento anatemas contra la Iglesia de Inglaterra, sus pompas y sus obras. ¿Qué crédito podía conceder Canterbury a una carta secreta escrita a un sacerdote francés por un cardenal italiano, mientras el primado romano del Reino Unido se mostraba públicamente en contra? Lord Halifax y Portal se aferraron a la tarea, turnándose sin descanso para razonar. El Dr Benson acabó por mostrar tales señales de cansancio que un canónigo envió a paseo a los dos invasores. La tranquila campiña del Somerset resonó con los acentos cantarines de Portal que lanzaba sus brazos hacia el pobre canónigo repitiendo: «Ahora os toca a vos!» De regreso a casa de Benson, le insistieron tanto que prometió responder. Entretanto Vaughan soltó tonantes andanadas y Canterbury retiró al punto su promesa. Halifax, desencadenado, volvió a la carga, y le recordó que «Dante asigna el último lugar en su infierno a quien, viendo pasar una gran ocasión, no quiere aprovecharla». El arzobispo de York, a su vez, apremió cuanto pudo a su colega, y el Dr Benson tomó la pluma. Pero de apaciguarse, el fuego del Señor de Westminster fue in crescendo. El 24 de octubre, Benson mandó a Lord Halifax una carta en la que llamaba «a todas las ramas de la Iglesia de Cristo» a «mantenerse codo con codo» contra las potencias del mal». Se negó en cambio a planear la organización de una conferencia o algún contacto al menos mientras que Vaughan no aplacara sus furores. En el Vaticano, la carta de 24 de octubre no pareció justificar un «paso directo».
Más tarde, cuando todo hubo terminado, Portal se persuadió de que se había perdido una gran ocasión. Es posible, pero tal vez no la que pensaba el lazarista. Al paso que ellos impidieron a Roma y Canterbury entrar en relación, los escándalos de otoño de 1894 contribuyeron a enmascarar el antagonismo de las tesis leonianas sobre la unión de las Iglesias y de las tesis anglicanas sobre la reunión de la Iglesia; mantuvieron con muchos la ilusión de que en el Vaticano y en una parte de la jerarquía anglicana se quería en el fondo lo mismo. En un bonito efecto de contrastes, León XIII apareció tanto más pacífico, abierto, liberal, cuanto más engreída, encorsetada de intransigencia, se levantaba frente a él la figura del Señor de Westminster. Muchos compartieron la opinión del abate Duchesne, que denunció «la oposición insensata» y «el extravío profundo» de los católicos ingleses: «Yo no sospechaba que el judeo-cristianismo se hubiera refugiado en Inglaterra».
Por lo pronto, la contraofensiva de Vaughan produjo el efecto de enfriar singularmente el debate. Con un sentido muy seguro de la polémica, el cardenal había pues concentrado sus ataques en las ordenaciones anglicanas, asegurando que Roma jamás reconocería su validez. Había conseguido envenenar de tal manera la cuestión y echársela como un reto a la opinión británica que en adelante taponaba por completo el horizonte. Imposible tomar contacto, imposible, como se lo escribió Canterbury a Lord Halifax, «dar ningún paso sea el que fuere mientras no se reconozca la validez de nuestras órdenes inglesas». Por aquel entonces, Portal subestimó el peligro, como se sentía apoyado por el Vaticano. El mes de octubre, se enteró de que el abate Duchesne había recibido el encargo de redactar un informe sobre las ordenaciones y se había procurado enseguida la colaboración de Puller y del obispo de Salisbury, de manera que el equipo Dalbus se había recompuesto, pero esta vez por orden de la Santa Sede, con la participación de un obispo anglicano y de uno de los primeros sabios católicos de Europa. A primeros de noviembre, hubo otra buena noticia: por telegrama, Rampolla autorizó a Portal a publicar el mensaje en que invitaba a los responsables anglicanos a un «intercambio amistoso de ideas». Este documento ocupó las primeras páginas de L’Univers, de La Vérité, del Monde; en Inglaterra, el Guardian le encabezó con una carta en la que Fernand Dalbus se dio el gusto de llamar a Westminster a guardar compostura. Por fin, el 16 de noviembre, la secretaría de Estado sacó a la luz en Le Monde una correspondencia que, por primera vez, revelaba el papel desempeñado por Portal en Inglaterra y en Roma a finales del verano. Era un testimonio de satisfacción, que no escatimaba los epítetos lisonjeros. Fue entonces cuando el lazarista salió de la sombra y se convirtió, para el mayor estupor de sus colegas, «en el que se ocupa de los anglicanos».
Halifax y Portal en el Vaticano: primero ganar tiempo
Todo eso le daba ánimos, pero sin inspirarle impaciencia, A finales de 1894, sólo le urgía una cosa: que Halifax fuera a Roma a frenar el movimiento. «tengo miedo que nos demos demasiada prisa y que metamos la pata». En este punto, Halifax estaba de acuerdo y no pensaba más que «preparar de una manera distante la obra de la unión». En cambio, se guardó muy bien de adoptar la línea dura que le aconsejaba Portal y mantuvo a Vaughan al corriente de todos sus proyectos, porque no llegaba a deshacerse de una especie de simpatía hacia este gran lanzador de anatemas que le libraba delos diplomáticos; le prefería a Benson y excusaba sus salidas de tono más devastadoras con una indulgencia que no se acabó nunca. Lo peor de todo, Vaughan era «muy impulsivo y nada inteligente», lo que, para la pluma de Halifax, no era en realidad un reproche. De esta forma fue como el Señor de Westminster, que sólo pensaba en dirigir su contraataque al Vaticano, conoció de antemano todos los detalles del plan de nuevo impulso meditado por Portal, un plan en dos actos. Acto primero: Halifax organizó una campaña de reuniones; en el curso de la más importante, en Bristol, el 14 de febrero de 1895, pronunció un largo discurso sobre la reunión de la Iglesia; este fragmento de elocuencia parlamentaria (Halifax, habituado a la Cámara alta, es un hombre de tribuna) levantó una ola de reacciones que permitieron fotografiar el estado del unionismo anglicano como consecuencia de las primeras iniciativas de León XIII. Muchos obispos respondieron, con Canterbury a la cabeza; de entre sus testimonios, se pueden destacar tres temas: llamada al papa para que se decida a favor de las ordenaciones de la Iglesia de Inglaterra; conformidad con las conferencias mixtas, planeadas como un medio de informar al Vaticano de la realidad anglicana; deseo de trabajar por la reunión de la Iglesia, con la condición de que se trate de toda la Iglesia, de todos los cristianos, y que la unión no signifique ni absorción mi regreso al redil romano.
Acto segundo: el viaje a Roma. Lord Halifax debía darse prisa, ya que extraños rumores comenzaban a agitar la Ciudad. La Italia negra, papal, esperaba cada mañana leer en los periódicos el relato de la sumisión a la Santa Sede del arzobispo de Canterbury; los anglicanos que llegaban para abjurar uno por uno comenzaban a hacer sonreír, los pobres retrasados! A Portal le preocupaban estas divagaciones que sólo podían perjudicar a la causa y encrespar el contraataque del Señor de Westminster: Vaughan estaba en Roma desde el 19 de enero, escoltado por uno de sus mejores consejeros, dom Francis Aidan Gasquet, historiador y futuro cardenal. Portal no dudaba de que los dos se dedicaban a convencer a León XIII de la inutilidad de los sueños unionistas; pero Halifax, a quien daba miedo la idea de un viaje ad limina, no parecía tener muchas prisas en partir, y el lazarista debió llamar a Duchesne en auxilio. El abate acudió con un corto sermón alarmista. Venga, ya no había que esperar más; Halifax llegó el 12 de marzo, acompañado de su amigo Birkbeck, el especialista en las cuestiones ortodoxas de la E.C.U.
No pasó desapercibido, Las ordenaciones anglicanas se convirtieron en el tema de moda, y en las antecámaras no se trató de otra cosa que de negociaciones y de acuerdos : algunos aseguraron que, para acelerar el regreso de los extraviados, León XIII había renunciado al dogma de la Inmaculada Concepción… Halifax no ocultó a Rampolla que todo aquel ruido hacía difícil su posición.
Ya en la Cámara de los comunes se dijo que yo había ido a Roma con sombrero en mano. Estas formas de ataques […] son peligrosas, sobre todo en Inglaterra, donde el orgullo nacional no aguanta queun individuo parezca rebajar al pueblo o a la Iglesia de este país..
Experto en humores halifaxianos, Portal corrió al rescate. A últimos de marzo, dejó su clase de moral al Señor Méout (ya era una costumbre) y fue a establecerse en la casa de los lazaristas romanos, vía de la Croce. Las iglesias, las ruinas, los monumentos de la Villa vieron pasar a un extraño trío, Portal, Halifax y Vaughan, un Vaughan atento, quien se reveló como «el mejor y más interesante de los cicerones». Hubo escaramuzas con dom Gasquet, conciliábulos con von Hügel, y los oficios de Semana santa, por donde Halifax paseó su larga silueta austera y decorativa; hubo, entre los dos amigos entregados uno a otro, «deliciosas charlas» en el Pincio y en S. Pietro en Montorio, refugios favoritos de Portal. Hubo sobre todo la audiencia privada del 21 de marzo en la que Halifax sugirió al papa que no hiciese nada antes de 1897, cuando los obispos de la comunión anglicana, reunidos en Lambeth, celebrarían el 13 centenario de la llegada de san Agustín a Canterbury. Dos años de respiro es cuanto pidió. «Es preciso que no se impacienten en Roma. Se necesita tiempo para trabajar las mentes». En la segunda audiencia, el 17 de abril, León XIII bendijo a Halifax y a Portal varias veces, y les dijo «que tuviesen valor, que no se inquietaran por las dificultades, que perseveraran en la tarea». Los dos amigos se fueron de Roma sin estar muy seguros de que se les concedía el plazo que necesitaban para «domesticar » la opinión, como ellos decían. Su inseguridad duró bien poco. Todavía se hallaban en el camino de regreso cuando se enteraron de la publicación de una encíclica dirigida «a los Ingleses que buscan el reino de Cristo en la unidad de la fe». Por segunda vez, los había sorprendido y sobrepasado la impaciencia pontificia.
La carta «Ad Anglos«
Portal, en Cahors, y Halifax, en Londres, conocieron el documento con la misma perplejidad. No sólo no habla el papa en él de la cuestión que agitaba las mentes, la validez de las ordenaciones anglicanas, sino que en ninguna parte menciona a la Iglesia de Inglaterra. La Primera parte de la carta Ad Anglos es un testimonio «de vivo afecto», un elogio detallado de las virtudes y de las obras de la «ilustre nación inglesa», y una exhortación a rogar para que «una medida más abundante de la gracia de Dios» se difundo sobre un reino tan bien dispuesto ya. Si nos atenemos a esto, parece que la condena de la A.P.U.C. pertenezca ya un pasado cumplido, y que el paso efectuado por Portal en Roma en setiembre de 1894 acabe por fin de dar sus frutos. Para realizar la unidad contra la «invasión de los errores modernos», León XIII recurre a la oración de los buenos protestantes; el peligro es tal, la amenaza tan acuciante, que concede valor a la oración herética y la cree capaz de tocar la misericordia divina. El otro es reconocido, hasta el punto que se ha llegado a preguntar si Ad Anglos no marcaba una ruptura en el discurso pontificio. De hecho, éste es intransigente: se trata de unirse contra los errores denunciados de una vez para siempre en el Syllabus, de alinear a los acatholici en un frente de batalla planeado por magisterio romano, de llevarlos suavemente, enrolándolos para el buen combate, a reconocer «la verdad en toda su plenitud». León XIII los llama en ayuda, porque cree que eso los ayudará a hacerse católicos. Y si él valora su oración, no le concede el mismo valor que a la de los católicos, no se dirige indistintamente a todos los cristianos de Inglaterra, no los confunde en una misma llamada, no los invita a mezclar sus súplicas; establece una distinción, una jerarquía entre la oración romana y la oración protestante.
Ad Anglos es un documento curioso, compuesto. Después de pedir a los acatholici que se dirijan al «Soberano Padre celestial», León XIII comienza una segunda carta, una carta a los católicos ingleses, de tal forma diferente en tono y objeto que Lord Halifax creyó –equivocadamente- que debía publicarse por separado, y que el cardenal Vaughan se había encargado de unirla a la primera. El papa invita a sus fieles a enrolarse en una cruzada de oración muy clásica, parecida a la que él mismo había aprobado cincuenta y un años antes, cuando se había encontrado con Ignace Spencer en Bruselas. En resumidas cuentas, la novedad de Ad Anglos reside esencialmente en la forma: un tono sereno, acentos generosos, apreciaciones caritativas, nada de recriminaciones ni de anatemas, una evocación muy neutral de los acontecimiento s del siglo XVI y, sobre todo, ninguna llamada directa a la sumisión o incluso al regreso.
A pesar de tanto irenismo, Halifax tuvo cierto miedo de que una carta a los Ingleses que recomendaba el ejercicio del rosario acompañado de una oración indulgenciada fuera recibida por la mayor parte de la opinión como una provocación. Sus temores fueron vanos, el estilo lo venció todo, y Halifax verificó una de sus máximas favoritas: «Para la mayor parte de nuestra gente, es el modo de decir el que importa más que lo que se dice». Todos los periódicos, todas las revistas que hablaron de la carta reconocieron la novedad del tono y siguieron el ejemplo de León XIII; hasta las publicaciones de la Low Church más militantes renunciaron al vocabulario injurioso o simplemente polémico. No sólo Ad Anglos no suscitó ningún movimiento de antipapismo, sino que muchos artículos y comentarios expresan una decepción; y si hay decepción es que había espera, una espera unida a la personalidad de León XIII: se esperaba de él mejor que la ruptura de un silencio secular, se esperaba que Roma reconociera la validez de las ordenaciones anglicanas o mejor, como decían los periódicos, el «valor de nuestras órdenes inglesas».
La reacción menos favorable llegó del cardenal Vaughan, quien publicó en el Times un editorial anónimo (siguiendo la costumbre de la prensa británica): ciñéndose a proponer oraciones, León XIII había significado que la unión no era más que un sueño. Durante un mes, Halifax se preguntó si el cardenal era «solamente estúpido» y se movió hacia tesis portalianas: «Es preciso pasar sobre todos estos católicos ingleses». Luego los dos gentilhombres comieron juntos en casa del duque de Norfolk, se acomodaron, y las cosas volvieron a su curso habitual. «Nuestro cardenal no muestra más inteligencia, pero me gusta». Por fin, sin ofrecer otra cosa que oraciones, Ad Anglos creó un clima más propicio, aunque no fuese más que atraer la atención. La cuestión de la union ocupa todas las mentes. Y como la indiferencia es lo que más hemos de temer, ya es mucho». Persuadido Portal de que Ad Anglos preparaba Ad Anglicanos, Halifax se lanzó inmediatamente a una nueva campaña para arponear su ballena blanca que dicho de otra manera sería lograr que la comunión anglicana responda al obispo de Roma. «Son las 2 de la mañana y no he tenido un momento de reposo durante toda la semana. Escribo. Veo a gente, hago discursos de la mañana a la noche». Se encontró con la misma dificultad que en 1894 o si: el arzobispo de Canterbury no había querido responder a una carta secreta de Rampolla a Dalbus; ahora, no quería responder a una carta abierta de León XIII al mundo entero.
Apelación a León XIV
El Dr MacLagan, arzobispo de York, se mostró menos formalista y supo crear el suceso cuando abrió, en la catedral de Norwich, el 8 de noviembre de 1895, el congreso anual de la Iglesia de Inglaterra. Por primera vez desde la Reforma, un primado anglicano sugirió solemnemente que una llamada del papa no debía quedar sin respuesta. Después de resumir su concepto de la unidad en una fórmula que se hizo célebre («Cuando suene la hora de la reconciliación entre Roma e Inglaterra, no seremos nosotros quienes iremos a ella ni ella a nosotros, sino que seremos ella y nosotros quienes iremos a Dios»), MacLagan sio algunos consejos a quienes querían hacer algo, aquí y ahora. Lo más importante, dijo, es estar persuadidos de que también nosotros podríamos muy bien no estar completamente sin defecto […]. Después de todo, los que tuvieron la iniciativa de la Reforma y la hicieron triunfar no eran infalibles, y, en medio de las luchas y de los tormentos del siglo XVI, es posible que alguna vez hayan cometido errores y rechazado tal vez con excesivo apresuramiento a una parte del precioso cargamento de la barca.
Las bóvedas de la catedral seguían en pie, y York apeló sino a León XIII al menos a León XIV:
Un papa eminente del siglo pasado declaró que sus predecesores en el trono pontificio eran responsables de la pérdida de Inglaterra. Nosotros podemos esperar con razón que llegará el día en que otro papa tenga la gloria y el honor de reconciliar a estas dos grandes ramas de la Iglesia católica!
No se pelearon a la salida. Dos días después, tras un discurso de Lord Halifax, el deán de Norwich se despachó bien contra esos «laicos que se metían en lo que no les importaba», y por un momento se creyó en una sesión nocturna del Parlamento. Pero en general Halifax tuvo la sensación de haber progresado. Ahora había que presentar la prueba de que el lenguaje nuevo de Ad Anglos era compartido por un número creciente de católicos, si no de Inglaterra, al menos del continente. En eso trabajaba Portal hacía unas semanas.