El sacerdote según san Vicente y hoy

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Alain Pérez, C.M. · Traductor: Félix Álvarez Sagredo, C.M.. · Año publicación original: 2010 · Fuente: Vincentiana, Enero-Marzo 2010.

Mensaje vicenciano a los sacerdotes de hoy


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«Si se quiere expresar en una frase la idea del sacer­docio presentada por san Vicente de Paúl, se puede decir que para él, el sacerdote es un hombre llamado por Dios a participar en el sacerdocio de Jesucristo para prolongar la misión redentora de Jesucristo, haciendo lo que Jesucristo ha hecho, como él lo ha hecho» (Jacques Delarue).

He ahí el pensamiento profundo de san Vicente sobre el sacerdo­cio. Sin embargo, este pensamiento no ha brotado en él como por generación espontánea, ni a partir de una enseñanza recibida o de una profundización personal de la doctrina. La concepción del sacer­docio, en san Vicente, se fragua a partir de la realidad concreta de su experiencia. Y, para comenzar, a partir de la experiencia de su propia vida.

La experiencia de san Vicente

En efecto, parece que la perspectiva del sacerdocio se le ha pre­sentado por las miras interesadas de su padre. Y es así como él ha entrado con una precipitación manifiesta, ya que recibe la ordena­ción sacerdotal el 23 de septiembre de 1600 de manos del obispo de Périgueux, que estaba entonces ciego y moribundo. ¡Vicente tenía sólo diecinueve años!

Esta prisa excesiva no la olvidará jamás; esto le marcará hasta tal punto que, cuando se le propondrá hacer entrar a uno de sus sobri­nos en las órdenes por motivos que no eran perfectamente puros, se opondrá diciendo: «En cuanto mi, si hubiera sabido lo que era, cuando tuve la temeridad de entrar en este estado, como lo supe más tarde, hubiera preferido quedarme a labrar la tierra antes que compro­meterme en un estado tan tremendo» (Carta al canónigo de San Mar­tín, 1658; SVP.ES V, 540). De la misma manera, escribía al señor Dupont-Fournier, abogado en Laval, el 5 de marzo de 1659: «… es pre­ciso haber sido llamado por Dios a esta santa profesión; esto se ve incluso en Nuestro Señor, que era sacerdote eterno y que sin embargo no quiso ponerse a ejercitar ese estado más que después de aquel testi­monio del Padre eterno, cuando dijo: ‘He aquí mi Hijo muy amado, escuchadle’ 2. Este ejemplo, junto con la experiencia que tengo de los desórdenes que provienen de los sacerdotes que no procuran vivir según la santidad de su carácter, me obliga a advertir a los que me piden consejo para recibir el sacerdocio que no se comprometan a ello si no tienen una verdadera vocación de Dios, una intención pura de honrar a Nuestro Señor por la práctica de sus virtudes y las demás señales segu­ras de que su divina bondad les ha llamado a ello. Y está tan metido en mí este sentimiento que, si no fuera ya sacerdote, no lo sería jamás. Es lo que le digo con frecuencia a los que pretenden el sacerdocio y lo que he dicho más de cien veces predicando a los pueblos del campo» (SVP.ES VII, 396).

Este tema de «la dignidad sacerdotal» en san Vicente, puede pare­cernos hoy excesivo y de hecho anacrónico. Pero, como he dicho antes, su concepción del sacerdocio se había forjado a partir de la realidad concreta de su experiencia. Ahora bien, la experiencia de san Vicente — en los primeros años de su sacerdocio y a través de los diferentes ministerios que ha tenido, como párroco o siendo precep­tor en la familia de Gondi — le ha llevado a constatar el estado deplorable del clero en su época. El «clero alto» vivía en la corte o bajo la influencia de los grandes, y el «clero bajo» vivía en los cam­pos, con frecuencia miserable e ignorante. Unos y otros perdían de vista su carácter de hombres de Dios. En cuanto al «clero bajo», estaba mezclado de tal manera con el pueblo que cuidaba que, en lugar de ayudarles a vivir bien, con frecuencia compartía sus vicios, los excesos de la suciedad hasta tal extremo que «El nombre de sacer­dote llegó a ser sinónimo de ignorante y libertino» (AMELOTTE, t. II, p. 96). Del mismo modo, un obispo decía un día con tristeza a san Vicente: «Me horrorizo, cuando pienso que en mi diócesis hay casi siete mil sacerdotes borrachos, o impúdicos, que suben diariamente al altar, y que no tienen vocación» (SVP.ES II, 358). Se podría comen­tar mucho sobre el estado deplorable del clero de Francia en el siglo XVII. Siempre a través de estos ministerios diversos, san Vicente descubre la gran miseria espiritual del pobre pueblo del campo, y que la causa principal de este estado lamentable es la inca­pacidad de los sacerdotes que tienen cura de almas en esas regiones.

Así, a partir de estas experiencias se van a enraizar en su espíritu dos convicciones íntimamente relacionadas: Es necesario acudir en ayuda del pobre pueblo del campo que se condena por ignoran­cia, y para eso, son necesarios sacerdotes, buenos sacerdotes, celosos e instruidos. Para responder a esta doble y urgente necesi-dad, san Vicente organiza misiones en los territorios de los Gondi; y, gracias a la ayuda de los señores de Gondi, funda en 1625 una sociedad de misioneros, la Congregación de la Misión. Fundación que facilitará la renovación periódica de misiones que eran tiempos fuertes de evangelización en el campo. De idéntica manera, para no perder los frutos de las misiones, ve la necesidad de dejar en el lugar un clérigo capaz de proseguir la obra emprendida. Un clé-rigo bien formado que ayudará a las pobres gentes a mantenerse en los buenos propósitos. Y de esta forma, a invitación del obispo de Beauvais, que había acogido ya misioneros en su diócesis durante unos veinte días, emprende la preparación de los ordenandos de la diócesis para su futuro ministerio sacerdotal. Esto ocurre en sep-tiembre de 1628. Sin embargo, ¿qué son unos días para formar un buen sacerdote y para que él permanezca fiel? Consciente de este inconveniente, y apoyado en la sugerencia de uno de los ordenandos, san Vicente organiza en 1633, en la casa de San Lázaro, reuniones semanales, el martes. La finalidad de estas reuniones es ayudar a los eclesiásticos a mantenerse «en la santidad de su vocación… tratando juntos las virtudes y las funciones propias de su ministerio» (cf. ABELLY, L. II, Cp. III, p. 385).

Después, a merced de las experiencias, se tiene hacia 1636, un pri-mer ensayo de seminario para muchachos, en el colegio de Bons Enfents. Ensayo infructuoso que impulsará a san Vicente a establecer más tarde seminarios mayores que acogerán jóvenes entre veinte y treinta años de edad. Y de tal forma que, para los Lazaristas, los seminarios llegarán a ser, después de las misiones, la principal actividad de la Congregación. He ahí, pues, descrito a grandes rasgos y rápidamente, el contexto y los acontecimientos que han conducido a san Vicente a trabajar con otros, en el renacimiento que renovará la Iglesia de Francia en el siglo XVII. Es interesante constatar que este renacimiento fue ante todo una obra sacerdotal. Los sacerdotes han sido los instrumentos, y lo han sido aceptando formarse y reformarse en profundidad. Hoy, cuando la Iglesia atraviesa muchas zonas de turbulencias, ¿no se puede pensar, también, que el «Renaci-miento» no podrá realizarse sino por una formación y una reforma en profundidad de los clérigos? En cualquier caso, me parece importante recordar, al menos de una manera parcial, este contexto y estos acontecimientos, antes de compartir algunas convic-ciones vicencianas con los sacerdotes de hoy. Porque, me parece que, teniendo en cuanta las transposiciones que ciertamente se imponen, la experiencia de san Vicente, su evolución, puede ser para nosotros una fuente de inspiración cuando intentamos diseñar el perfil actual del sacerdote. En efecto, se puede constatar cada día: ¡Francia ha llegado a ser un país de misión como en tiempos de san Vicente, y esto desde hace ya algunos decenios! Consiguientemente, parece necesario, como en tiempos de san Vicente, dar una formación verdaderamente misionera a todos aquellos que aspiran a traba­jar en la construcción del Reino de Dios, y especialmente a los sacerdotes.

La formación espiritual

Precisamente, el documento aparecido en 2002, «Caminar desde Cristo» — de la Congregación para Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica — propone, en el número 20, algo que me parece capital para la formación: «La vida espiritual debe ocu­par el primer lugar en los proyectos de las Familias de vida con­sagrada, de manera que todos los Institutos y todas las comunidades se presenten como escuelas de auténtica espiritualidad evangélica».

El documento añade: «Partir de Cristo significa proclamar que la vida consagrada es una secuela especial de Cristo, ‘memoria viviente’ del modo de existencia y de acción de Jesús como Verbo encarnado con relación a su Padre y a sus hermanos. Esto conlleva una comunión particular de amor con él que llega a ser el centro de la vida y fuente permanente de toda iniciativa… se trata de una experiencia de com­partir, de una gracia especial de intimidad, se trata de «identificarse con él, teniendo los mismos sentimientos y la misma forma de vida»; se trata de una vida «llena de Cristo».

Cuando leemos estas líneas, cómo no recordar lo que san Vicente dijo a Antonio Durand (XI, 343-334) y la famosa frase: «¡Por consi­guiente, padre, debe vaciarse de sí mismo para revestirse de Jesucristo!» (SVP.ES XI, 236). ¿No está ahí la primera exigencia que incumbe al misionero? Lo sabemos bien por experiencia, la tentación está siempre presente, transformar nuestro trabajo pastoral en nues­tra propia obra, utilizar nuestro ministerio para atraer la atención sobre nosotros mismos y que nos valoren. De ahí la insistencia de san Vicente sobre la pureza de intención que nos hace renunciar a las miras humanas para intentar realizar verdaderamente la obra de Dios. De ahí su insistencia igualmente sobre la humildad, porque sin humildad no existe razón para un misionero de hacer la obra de Dios. Por el contrario, «si así lo hacéis, Dios se verá obligado en cierto modo a bendecir lo que digáis, a bendecir vuestras pala­bras; Dios estará con vosotros» (Coferencia del 8 de junio 1658; SVP XI, 339).

En el mismo sentido, decía también: «… creedme, hermanos y seño­res míos, es una máxima infalible de Jesucristo, que a menudo os he recordado de su parte, que, cuando un corazón se vacía de si mismo, Dios lo llena; es Dios quien permanece y actúa allí-dentro; es el deseo de la confusión lo que nos vacía de nosotros mismos, es la humildad, la santa humildad; y entonces no seremos nosotros quienes actuaremos sino Dios en nosotros, y todo marchará bien» (Conferen­cia, septiembre 1655; SVP.ES XI, 205).

La vida espiritual es por consiguiente el cimiento, la base sólida sobre la que se funda una vida misionera. Gracias a ella vive el misio­nero «en plena docilidad al Espíritu, docilidad que le compromete a dejarse formar interiormente por él, para hacerse semejante a Cristo siempre» (La Misión del Redentor, n° 87). El tiempo dedicado a la vida espiritual no es un tiempo perdido para la misión porque, «cuanto más se dejen conformar a Cristo las personas consagradas, más le harán presente y operante en la historia para la salvación de los hombres» (Caminar desde Cristo, n° 9). Además, una manera privile­giada de «revestirse de Cristo», es dedicar regularmente, cada día, «momentos apropiados para un diálogo silencioso y profundo con Aquel que nos sabemos amados, y compartir con él lo que hemos vivido y recibir la luz para proseguir nuestro camino cotidiano» (Cami­nar desde Cristo, n° 25). Gracias a este tiempo fuerte, el misionero evitará la mediocridad en su vida humana y espiritual, el aburguesa­miento progresivo, la mentalidad consumista como la tentación de la eficacia y el activismo. Sí, un verdadero misionero, es aquel que asume los medios de una vida espiritual auténtica: su vida es la pro­clamación del primado de la gracia; sin Jesucristo, él sabe que no puede hacer nada; en cambio, él puede todo en aquel que le da la fuerza. «Dadme un hombre de oración y será capaz de todo» (Confe­rencia sin fecha; SVP.ES XI, 778). «Se necesita la vida interior, hay que procurarla; si falta, falta todo; […] Procuremos, hermanos míos, hacernos interiores, hacer que Jesucristo reine en nosotros…» (Conferencia, 21 febrero 1659; SVP.ES XI, 429 s.) decía san Vicente.

El Papa Juan pablo II, por lo que a él se refiere, exhortaba así a los misioneros, en su carta encíclica «La Misión del Redentor»: «Que los misioneros reflexionen sobre su deber de santidad que el don de la vocación les pide, renovándose de día en día para una trasformación espiritual y actualizando constantemente su formación doctrinal y pastoral. El misionero debe ser ‘un contemplativo en acción’. La res­puesta a los problemas, la encuentra en la luz de la palabra divina y en la oración personal y comunitaria. El contacto con los representantes de las tradiciones espirituales no cristianas, en particu­lar los de Asia, me ha confirmado que el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, si no es un contempla­tivo, no puede anunciar a Cristo de una manera creíble; él es testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir como los Apóstoles: ‘Lo que hemos contemplado…, el Verbo de vida…, os lo anunciamos’» (1 Jn 1,1-3).

Al releer este último texto de Juan Pablo II, me viene a la memoria esta anécdota que he vivido cuando era misionero en la República Dominicana. Mi trabajo me llevó a participar de vez en cuando en encuentros de reflexión y de retiro con los jóvenes. En el curso de un retiro, un joven del grupo habló del sacerdote que venía de organizar misiones en un poblado. El sacerdote en cuestión era un joven sacer­dote, recientemente ordenado, lleno de esperanza, de dinamismo y de proyectos. Hablando de este sacerdote, dijo el joven: «¡Si, el Padre es muy generoso, muy simpático… pero tengo la impresión de que está vacío!». Confieso que la reflexión de este joven me ha interpelado fuertemente y me ha hecho reflexionar mucho, y he comprendido entonces la palabra de san Agustín que dijo un día: «Predica inú­tilmente la palabra de Dios fuera quien no la escucha dentro». A partir de esta reflexión, he meditado también ampliamente el texto del Maestro Eckhart, el místico renano del siglo XIII-XIV que decía: «Las personas no deberían preocuparse tanto de lo que deben hacer; harán mejor en ocuparse de lo que deben ser. Si nosotros y nuestra manera de ser son buenos, lo que hagamos irradiará». Sí. Uno se pre­gunta: ¿cómo se puede ser bueno sin una vida interior real y pro­funda? En efecto, ¿no es gracias a la meditación, a la oración, que nos acostumbramos a mirar el mundo y a los otros con la mirada de Dios? ¿No es gracias a la oración que aprendemos a actuar y amar este mundo como Dios lo ama?

Hoy, más que nunca, tenemos necesidad de volver a nuestro cora­zón. En efecto, vivimos hoy una crisis de interioridad, una interio­ridad generalmente pobre y superficial, que se manifiesta en una cierta dificultad de interrumpir la acción para concentrarnos en el silencio. Esta carencia desemboca frecuentemente en conductas acti­vistas, impulsivas o agresivas, y estas conductas se experimentan a veces en ambientes de mucho ruido o con músicas que disipan y dis­persan en lugar de ayudarnos a llenar y enriquecer nuestro espacio interior. Decía el Papa Pablo VI: «Es necesario que nuestro celo evan­gelizador brote de una verdadera santidad de vida alimentada por la oración y sobre todo por el amor a la Eucaristía, y que, como nos sugiere el Concilio, la predicación, a su vez, ayude a crecer en santidad al predicador… El mundo reclama evangelizadores que le hablen de un Dios que ellos conocen y frecuentan como si viesen lo invisible» (Anun­ciar el Evangelio, n° 76). ¡Tenemos aquí un texto misionero significa­tivo! Es preciso comprender finalmente «que se es misionero ante todo por lo que se es… y no tanto por lo que se dice o hace» (La misión del Redentor, N° 23).

De hecho, san Vicente quería que el sacerdote «viva en estado de oración», que la oración invada toda su vida, especialmente su acti-vidad pastoral. Es así, en efecto, que el misionero no será un hombre dividido que persigue en la acción y en la contemplación dos fines incompatibles: su compromiso pastoral, en lugar de disminuir su unión con Dios, por el contrario, la hará crecer, y su vida de oración será una fuerza incomparable para el servicio y la evangelización de sus hermanos. Y esto tendrá consecuencias directas sobre su misión si se cree todavía a san Vicente: «Si el que guía a otros, dice él a Anto-nio Durand, el que los forma, el que les habla, está animado solamente del espíritu humano, quienes le vean, escuchen y quieran imitarle se convertirán en meros hombres; cualquier cosa que diga o que haga, sólo les inspirará una mera apariencia de virtud, y no el fondo de la misma; [ .. 1 les comunicará el mismo espíritu del que está animado, [ .. 1 Por el contrario, si un superior está lleno de Dios, impregnado de las máximas de nuestro Señor, todas sus palabras serán eficaces, de él saldrá una virtud que edificará…» (SVP.ES XI, 236). Cuando, respon-diendo a la llamada de Cristo, le entregamos nuestra vida por medio del sacerdocio o la vida consagrada, lo hacemos con la intención y el propósito fundamental de hacer de Dios el polo que oriente todos los proyectos y todas las dimensiones de nuestra vida. Precisamente por eso, el mejor servicio que podemos hacer a los hombres de hoy es ser radicalmente lo que debemos ser y se espera de nosotros: hombres de Dios, con Dios, para Dios, y que vean en todas las cosas la presencia de Dios. Además, si es evidente que los hombres esperan el pan material, también es evidente que esperan un pan esencial que sacia el hambre y salva. El pan de Dios. Nuestra voca-ción de sacerdotes, de misioneros, es, pues, según la feliz expresión de Pablo VI, ser «especialistas de Dios». No especialistas que saben mucho sobre Dios o que pueden hablar con erudición, sino especia-listas en el sentido de tener una experiencia más viva de Dios siguiendo a Cristo y haciendo de esta experiencia el proyecto funda-mental de su vida. Así, nuestra vida será evangelizadora, precisa-mente por su forma de ser especial que pone a Dios en el centro de nuestra existencia… Porque el ambiente actual no es ya el de un cris-tianismo colectivo, K. Rahner decía: «El creyente de mañana, o bien será un ‘místico’, es decir alguien que ha experimentado algo, o dejará de ser creyente». ¿Esto no es igualmente válido para «el sacerdote cre-yente» o el «misionero creyente»?

Dicho esto, el sacerdote puede estar llamado, en ciertos casos, a vivir su misión ejerciendo una profesión o una actividad de volunta-riado. Por ejemplo, profesor, formador, enfermero, asistente social, voluntario en una asociación, obrero en una fábrica, etc. Lo que es importante y decisivo para el misionero es el espíritu y la motivación por la que él ha asumido tal profesión o actividad. La profesión, la actividad, son en sí indiferentes; son, y a veces deben ser, nuestra forma de insertarnos en el mundo, de vivir la misión. Sin embargo, no pueden ser, en ningún caso, una forma de evadirnos de nuestra verdadera identidad de sacerdote, de misionero. Por eso, es impor­tante y esencial para el misionero de siempre preguntarse cómo rea­lizar este servicio. Dicho en otros términos, es esencial saber si ayuda a otros en tanto que educador, enfermero, obrero de fábrica etc., como puede hacerlo otro educador, enfermero, asistente social. Es esencial saber si lo hace a partir de su condición de sacerdote o misionero. O su condición no debería aparecer. En tal caso, ¿por qué es sacerdote? ¿Es necesario ser sacerdote para ayudar a los otros? De cualquier manera, esté comprometido en la pastoral ordi­naria o en una profesión asalariada o de voluntariado, «sin una vida interior de amor que atrae a sí al Verbo, al Padre, al Espíritu, no puede haber mirada de fe; en consecuencia, la vida pierde gradualmente el sentido, el rostro de los hermanos se torna opaco, y es imposible descubrir en ellos el rostro de Dios, los aconteci­mientos de la historia permanecen ambiguos, cuando no privados de esperanza, la misión apostólica y caritativa degenera en una actividad dispersiva» (Caminar desde Cristo, nº 25).

El P. Arrupe, antiguo Prepósito General de los Jesuitas, decía: «Toda aplicación del carisma y toda reforma deben realizarse por hom­bres de gran estatura espiritual, de un espíritu sobrenatural sin tacha. Esto conlleva un celo ardiente por la gloria de Dios y el servicio de la Iglesia, una humildad sincera, una obediencia a toda prueba y una comprensión profunda del Evangelio» (La esperanza no se engaña, p. 70). Precisamente, san Vicente forma parte de estos hom­bres de gran estatura: él ha amado a los hombres porque ha conocido y ha amado a Dios y ha querido servirle constantemente. Este Dios, conocido y frecuentado fielmente en la oración, le ha formado para hacer de él un gigante de la caridad cuyas realizaciones audaces para el servicio de los pobres no dejan de asombrarnos.

Después de un siglo donde el espiritualismo verbal con frecuencia ha servido de coartada para rehusar ver y combatir la injusticia, hoy la tentación es grande de caer en el exceso inverso y, bajo pretexto de una acción eficaz, descuidar, relativizar o minimizar la importancia de la oración en nuestra vida misionera. El error sería tanto más grave puesto que la oración es finalmente la fuente de la acción. El ejemplo de los grandes místicos está ahí para probarlo: san Ber­nardo de Claraval, Teresa de Ávila, Ignacio de Loyola, por citar algu­nos. Ellos recuerdan a nuestro mundo en plena transformación que toda reforma esencialmente vuelve a ahondar más profunda­mente en los recursos inagotables de la vida interior. Porque, no son los hombres «hacia fuera», perpetuamente extrovertidos, afec­tados por «el prurito» del activismo, los que hacen las reformas; son los hombres «por dentro», es decir los que están tan habitados por la presencia en ellos mismos y en Dios, que es esta presencia la que finalmente les ha capacitado para una reforma en profundidad.

Al decir esto, no se trata de relativizar o incluso negar la impor­tancia del compromiso en la actividad misionera o en una profesión, por supuesto. Además, san Vicente nos enseña a desconfiar de todo supuesto amor de Dios que se queda en piadosos sentimientos. Como san Juan, él dice que el amor de Dios, si consiste sólo en palabras, corre el riesgo de no ser más que puro engaño si no desemboca en el amor efectivo, siempre dispuesto a poner de su parte, por amor de Dios y del prójimo. Palabras edificantes y pensamientos eleva­dos no bastarían a la verdad del amor. Decía a sus misioneros: «Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente… Con fre­cuencia muchos actos de amor de Dios, de complacencia, de benevo­lencia, y de otros afectos semejantes y prácticas interiores de un corazón cariñoso, aunque muy buenos y deseables, son sin embargo muy sospechosos cuando no llevan a la práctica del amor efectivo» (Extracto de conferencia, Nº 25; SVP.ES XI, 733).

Recordamos también que, sin duda alguna, Pablo VI establecía una relación entre evangelización y promoción humana, desarrollo, liberación, en la exhortación apostólica «Evangelii Nuntiandi». Para él, no es posible proclamar el mandato nuevo sin promover, en la justicia y en la caridad, el crecimiento verdadero y auténtico del hombre. En su alocución con ocasión de la apertura de la tercera Asamblea General del sínodo de obispos (27 de septiembre de 1974) decía: «Es imposible aceptar que la obra de la evangelización pueda o deba olvidar los interrogantes extremadamente graves, tan agitadas hoy, respecto la justicia, la liberación, el desarrollo y la paz en el mundo. Si esto ocurriese, sería ignorar la doctrina del evangelio sobre el amor al prójimo que sufre o se encuentra en necesidad».

Entonces, en nuestra vida misionera, ¿se trata de elegir entre el amor afectivo y el amor efectivo, lo espiritual y lo temporal? Un de­bate falso al que sin duda responde san Vicente diciendo: «Que los sacerdotes se dediquen al servicio de los pobres; ¿no ha sido éste el oficio de Nuestro Señor y de muchos grandes santos, que no solamente han recomendado a los pobres, sino que les han consolado, aliviado y curado ellos mismos? ¿No son los pobres los miembros afligidos de Nuestro Señor? ¿No son ellos nuestros hermanos? Y si los sacerdotes les abandonan, ¿quién queréis que les asistan? De manera que si se encuentra entre nosotros personas que están en la misión para evangelizar a los pobres y no para aliviarles, para remediar sus necesi­dades temporales, respondo que nosotros debemos asistirles y hacer asistir de todas las maneras, por nosotros y por otros. Hacer eso, es evangelizar de palabra y con las obras, y es lo más perfecto, esto es también lo que Nuestro Señor ha practicado y es lo que deben hacer los que le representan de oficio y por carácter como los sacer­dotes» (Conferencia sin fecha; SVP.ES XI, 393).

Hacer la experiencia de Dios

Dicho esto, lo más importante para un sacerdote, para un misio­nero, no consiste tanto en «hacer cosas» y «hacer mucho» sino en prestar más atención de lo que hemos hecho hasta ahora. Eso, para que lo que hacemos pueda ser leído por los hombres y mujeres de hoy como «Buena Noticia» de Jesucristo.

En la Iglesia, en nuestras comunidades misioneras, se trabaja mucho, con gran generosidad y una enorme buena voluntad, pero a veces parece que lo que más cuenta es tal o cual trabajo, tal o cual compromiso pastoral. Consecuencia de todo esto, se comienza a desarrollar poco a poco lo que podríamos llamar «epidermis de la fe», es decir, un cristianismo sin interioridad. Sin embargo, es una evidencia, por más que reestructuremos, modernicemos, planifi­quemos nuestros diversos compromisos, nuestras comunidades no tendrán sin embargo más fuerza evangélica si no hacen esta experiencia fundamental: la experiencia de Dios.

Es mirando a Cristo, escuchándole, que podremos conocer al Dios invisible. El Dios de Jesucristo se nos revela a través del evangelio de san Lucas y, particularmente, a través de las parábolas. En esas pará­bolas, Jesús expresa el misterio insondable del amor que Dios tiene por nosotros. Jesús lo describe con rasgos profundamente humanos que revelan el corazón del padre, el corazón de Dios. A través toda su vida, toda su enseñanza, Cristo ha querido mostrarnos el amor de Dios hacia nosotros. Y esta es la experiencia más importante que podemos tener en nuestra vida. Es a partir de esta experiencia que podremos comprender el amor que Dios tiene por nosotros y comu­nicarlo a los demás. Esta experiencia es fundamental para un bauti­zado, un sacerdote, un misionero, capaz de cambiar completamente su corazón y su vida.

¡Una pequeña parábola para comprender la importancia de esta experiencia! Ocurría al final de una cena en un castillo inglés. Un célebre actor de teatro divertía a los huéspedes declamando textos de Shakespeare. Al hilo de la velada, propuso que le sugiriesen otros textos. Un sacerdote bastante tímido preguntó al actor si conocía el salmo 22. El actor respondió: » ‘Sí’ lo conozco, pero estoy dispuesto a recitarlo con una condición: que después lo recite usted mismo». El sacerdote se sintió un poco molesto, pero aceptó. El actor hizo una interpretación magnífica, con una dicción perfecta: «El Señor es mi pastor, nada me falta, etc. «. Llega el turno del sacerdote que se levanta y recita las mismas palabras del salmo. Cuando termina, no hay aplausos esta vez, sino un profundo silencio y lágrimas que hablan sobre ciertos rostros. El actor permanece en silencio durante algunos instantes, después se levanta y dice: «Señoras, señores, espero que se hayan dado cuenta de lo que ha pasado esta noche: ¡yo conocía el salmo, pero este hombre conoce al Pastor!«.

Sí, la crisis actual de ciertas imágenes de Dios no significa que la fe cristiana sea insoportable. No, para nosotros, sacerdotes, misione-ros, se trata de comunicar a nuestros contemporáneos la experiencia de un Dios Amor. La nueva cultura que está emergiendo hoy es indi-ferente frente a un Dios «todopoderoso». Sin embargo es capaz de mirar y escuchar a los testigos y a los buscadores de un Dios con rostro renovado. Es decir, testigos

  • de un Dios que ama — amigo del hombre, servidor humilde de sus criaturas, que ha venido a nuestra casa, no para ser servido sino para servir.
  • Un Dios capaz de compartir, de comprender y de acoger a todas las personas.
  • Un Dios que habita en el corazón de cada hombre y mujer y acompaña cada ser humano en su desgracia.
  • Un Dios que sufre en la carne de los que tienen hambre y de todos los miserables de la tierra.

El mundo tiene necesidad, hoy, de místicos, de maestros espiritua-les que, por su experiencia, interpelen e iluminen a los que buscan. «El hombre contemporáneo escucha más a los testigos que a los maestros, y si escucha a los maestros es porque son testigos». Decía Pablo VI y añadía: «Se ha repetido frecuentemente en nuestros días que este siglo tiene sed de autenticidad. Sobre todo con relación a los jóvenes se afirma que sufren horrores ante lo ficticio, ante la false-dad, y que además son decididamente partidarios de la verdad y la transparencia. A estos ‘signos de los tiempos’debería corresponder en nosotros una actitud vigilante. Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta:

  • ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis?
  • ¿Vivís lo que creéis?
  • ¿Predicáis verdaderamente lo que vosotros vivís?

Hoy más que nunca el testimonio de la vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación. Sin andar con rodeos podemos decir que en cierta medida nos hacemos responsables del evangelio que predicamos» (Evangelii Nuntiandi, nº 41, 76). En nosotros está asumir el reto. Eso porque, por desgra­cia, en la Iglesia y en nuestras comunidades, se encuentran personas que hacen muchas cosas por las que se les respeta y a veces se les admira. Pero son pocos los que aprecian lo que ellos son y su forma de vivir. La Iglesia no es una ONG, aunque el compromiso al servicio de los más necesitados sea una condición necesaria para testimoniar el evangelio. Lo que era nuevo en Jesús, es que él mismo anunciaba a Dios, él le buscaba, él le experimentaba, él le vivía. Es por eso que fascinaba e interpelaba a los que le veían vivir. Se le admiraba no solamente por lo que hacía, sino que las gentes se sentían en armo­nía con lo que él era, lo que él experimentaba y lo que él vivía. Y quizás sea esto precisamente lo que más falta en nuestra Iglesia y en nuestras comunidades. ¡Faltan personas que sean mucho más que lo que ellas hacen y que susciten en los que las ven vivir la simpatía y el deseo de vivir como ellas! ¡Necesitamos místicos, profetas, testigos! Se puede encontrar hoy en la Iglesia, entre los sacerdotes, gestores, juristas, canonistas, teólogos, sociólogos, espe­cialistas de esto o de aquello, y esto es magnífico. Es necesario que lo sea. Esto puede ser un triunfo interesante para la misión. Sin em­bargo ¿se puede decir que se encuentran no solamente gentes que saben y que hacen, sino también gentes que irradian algo, que transmiten algo, que suscitan una esperanza y ganas de vivir? Nuestro error más grande hoy es, creo, querer sustituir por la orga­nización, el trabajo, la actividad, lo que no puede nacer nada más que de la fuerza del espíritu. Este Espíritu buscado, acogido, contem­plado y orado en una vida espiritual auténtica. «El futuro de la misión — también en Europa — depende en gran parte de la contemplación». Por eso, es tan importante hoy no ser ingenuos y saber discernir. En efecto, podemos extasiarnos con razón ante las realizaciones del mundo moderno. Sin embargo es necesario saber que, si nuestras sociedades son tan creativas y eficaces, es porque, muchas veces, despojan a las personas. Se adueñan de sus almas vaciándolas de su interioridad y de su espiritualidad. Y la desgracia es que se tropieza con muchas personas muy ocupadas y eficaces, pero que han perdido su singularidad y su palabra interior. Ahora bien, un hombre que no vive más siendo él mismo se vuelve un hombre de apariencia, un hombre perdido, ausente para los que le rodean, un hombre desdichado que hace desdichados a los demás y no sabe comunicarse ya con los otros…

He aquí algunas convicciones que me embargan sobre el tema del sacerdote y del misionero que nosotros deberíamos ser hoy. Estas convicciones han crecido en mí, a partir de mi experiencia personal y comunitaria, en diferentes ministerios en Francia y en el extranjero. Ahora, para terminar, quisiera compartir con vosotros un texto de Madeleine Delbrel que he meditado con frecuencia y que quizás pueda ayudaros a vivir mejor vuestra vocación de sacerdotes y misio­neros. Este es mi deseo más fuerte. Lo que Madeleine Delbrel espe­raba de los sacerdotes: La ausencia de un verdadero sacerdote es, en la vida, una desgracia sin nombre. El regalo más grande que se puede hacer, la caridad más grande que se puede aportar, es un sacerdote que sea un verdadero sacerdote. Es la aproximación más grande que se puede realizar aquí abajo de la presencia visible de Cristo… En Cristo, hay una vida humana y una vida verdaderamente divina. En el sacerdote, se quiere descubrir también una vida verdadera­mente humana y una vida verdaderamente divina. La desgracia es que muchos aparecen como amputados sea de lo uno, sea de lo otro. Hay sacerdotes que parecen no haber tenido jamás la vida de un hombre. No saben sopesar las dificultades de un laico, de un padre o de una madre de familia, en su talla verdaderamente humana. No se dan cuenta de lo que es verdaderamente, realmente, dolorosamente una vida de hombre o de mujer. Cuando los laicos cristianos han encontrado una vez un sacerdote que les ha «comprendido», que ha entrado con su corazón de hombre en su vida, en sus dificultades, nunca más pierden el recuerdo. A condición, sin em­bargo, de que, si él integra su vida en la nuestra, esto se haga sin vivir exactamente como nosotros. Los sacerdotes han tratado a los laicos durante mucho tiempo como menores; hoy, algunos, van al otro extremo, haciéndose colegas. Se desea que permanezcan padres. Cuando un padre de familia ha visto crecer a su hijo, le considera siempre como su hijo: un hijo, hombre. Es necesario que el sacerdote viva también una vida divina. El sacerdote, viviendo entre nosotros, debe mantener además.

Los signos que esperamos de esta presencia divina:

  • La oración: ¡hay sacerdotes que no se les ve rezar jamás (lo que se llama rezar)!
  • La alegría: ¡cuántos sacerdotes atareados, angustiados!
  • La fuerza: ¡el sacerdote debe ser el que se mantiene sensible, vibrante, y jamás se derrumba!
  • La libertad: ¡se le ve libre de toda fórmula, liberado de todo prejuicio!
  • El desinterés: ¡a veces uno se siente utilizado por él, en lugar de que él nos ayude a realizar nuestra misión!
  • La discreción: ¡debe ser el que calla (se pierde la confianza en el que comparte demasiadas confidencias)!
  • La verdad: ¡que sea él el que dice siempre la verdad!
  • La pobreza: es esencial. ¡Alguien que es libre respecto al dinero; que experimenta como una «ley de gravedad» que le empuja hacia los más pequeños, hacia los pobres!
  • El sentido de Iglesia: finalmente: que no hable jamás de la Iglesia a la ligera, y como estando fuera. Un hijo es juzgado inmediatamente si se permite juzgar a su madre.

Pero con frecuencia una tercera vía invade las dos primeras y las sumerge: el sacerdote es el hombre de la vida eclesiástica, del «medio clerical»: su vocabulario, su manera de vivir, su manera de llamar las cosas, su gusto por pequeños intereses y pequeñas par­celas de influencia, todo eso le pone una máscara que nos oculta dolorosamente al sacerdote, ese sacerdote que sin duda está latente en la sombra…

¡La ausencia de un verdadero sacerdote en una vida,
es una miseria sin nombre,
es la única miseria!

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