El mensaje de Rue du Bac (VII. La manifestación y la revelación)

Francisco Javier Fernández ChentoVirgen MaríaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: J. Delgado, C.M. · Año publicación original: 1968.
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La existencia de las revelaciones privadas no puede ponerse en duda. La Sagrada Escritura, la Tradición y la Historia de la Iglesia cuentan casos claros de revelaciones privadas. Fue en el siglo xv cuando los teólogos, ante el problema de la canonización de los santos, sintieron la necesidad de elaborar reglas para el discernimiento y justificación de dichas revelaciones. Los prodi­gios de Rue du Bac, primero, y después, de Lourdes y Fátima im­pulsaron el desarrollo de esta doctrina teológica sobre las re­velaciones.

Ante las manifestaciones hechas a Santa Catalina existe una triple postura: Unos admiten, sin reservas, los relatos del hecho; hacen peregrinaciones a Rue du Bac y tributan un culto especial a la Virgen de las apariciones. Con ello intentan dar testimonio sincero de su fe y confianza en la Madre de Dios. Otros, movidos por el aspecto «maravilloso» de la visión, atribuyen a todo cuan­to está relacionado con Ella (sillón en que se sentó la Virgen, me­dalla acuñada en su recuerdo, altar sobre el que aparecía…) un poder más o menos mecánico y confunden así lo misterioso y maravilloso con lo sobrenatural. Otros, que no siempre son los incrédulos, se preguntan por la naturaleza, el origen y el valor de estas manifestaciones, y formulan sus averiguaciones con cier­to escepticismo. ¿Quién está en lo recto?

Rue du Bac ante la revelación

Quienes con más seriedad se han planteado el problema de esta manifestación ante la Revelación han sido Frank d’Aussac, José Santos y Jean Cantinat. Este último escribe: «Nunca se re­petirá bastante que la muerte del último de los apóstoles dio fin a la Revelación objetiva. Así, pues, la Manifestación de la Medalla Milagrosa no añade nada al depósito de nuestra fe, no es una fuente dogmática. De ella podemos decir lo mismo que de las demás revelaciones privadas. Su razón de ser es repetir de otra forma verdades ya conocidas, iluminarlas con una luz nueva, vivificarlas en nuestras almas entibiadas o distraídas, con­mover los corazones, reducir las dificultades que encuentran cier­tos espíritus, dirigir la atención de todos hacia algunas conse­cuencias prácticas. Esto es lo que la Iglesia subraya en la fiesta especial instituida el 27 de noviembre, para conmemorar el acon­tecimiento.»

Siguiendo esta línea de pensar de Continat diremos que la Revelación es la Palabra de Dios, contenida en la Biblia e inter­pretada por la Iglesia. Esta Revelación es definitiva y tiene una fecundidad eterna para todos los hombres y para todos los tiem­pos. A esta Revelación, y solamente a esta; se debe un acto de fe. La manifestación de la. Virgen a Santa Catalina, al igual que las demás revelaciones privadas, cobra relieve en la medida en que se conforma a la Revelación; sin embargo, no forman parte de la fe católica. Puede creerse en ella por convencimientos hu­manos, y es prudente hacerlo, pero no por motivos de fe cris­tiana. No puede llamarse mal católico a quien no crea en las visiones de Sor Catalina.

En los relatos de la aparición de la Medalla hay elementos diversos: algunos constituyen una verdadera lección de catecis­mo, en forma de símbolos. Así está expresada la Inmaculada Concepción, la mediación de la Virgen y su asociación a la obra Redentora. Son verdades contenidas en la Revelación y enseñan­za de la Iglesia. Pero junto a estas verdades fundamentales de la fe hay un recitado maravilloso de acontecimientos, un cúmulo de detalles sobre el desenvolvimiento de la aparición, que no per­tenecen a la doctrina de la Iglesia. A las primeras verdades hay que dar asentimiento, no por haber sido comunicadas a Sor Ca­talina, sino por encontrarse en el tesoro de la Revelación divina. En cuanto a los demás detalles de la visión no hay por qué dar­les mayor importancia. El hecho mismo de la visión, las circuns­tancias de lugar, tiempo o formas adoptadas por la aparición, la descripción hecha por la vidente no pertenecen al dominio de la fe. Estos elementos maravillosos pueden servir de toque de lla­mada para que nos fijemos en aquellos otros.

Aprobación de la iglesia

La Iglesia no impondrá nunca como dogma de fe las manifes­taciones o revelaciones privadas. Pero a élla incumbe, cuando lo juzga útil para la cristiandad, declarar si tales manifestaciones están conformes o no con la doctrina apostólica, de la que es depositaria y guardiana. En el caso de la Medalla, más que en ningún otro, se han multiplicado las aprobaciones.

En 1832 Monseñor de Quelen autorizaba la acuñación de la Medalla, y él mismo se convertía en celoso propagandista. El P. Aladel escribía al abate Le Guillou: «Monseñor me dijo que no había inconveniente en hacer acuñar esta medalla, ya que no tenía nada que no estuviera muy en conformidad con la fe de la Iglesia y con la piedad de los fieles para con la Madre de Dios, y que ella sólo podía contribuir a hacerlá honrar.»

Como podrá verse en las páginas de este libro, los Papas han aprobado, directa o indirectamente, estas manifestaciones a Santa Catalina en más de cien documentos y ocasiones. Recordemos tan sólo unas cuantas: Desde el 17 de febrero al 3 de junio de 1842, por orden de Gregorio XVI, el Cardenal Patrizi presidió una in­vestigación acerca de la conversión de Alfonso Ratisbona, obrada por mediación de la Medalla. El 24 de agosto de 1894 aprobaba León XII el oficio de la Manifestación de la Medalla, y el 20 de junio de 1897 ordenaba coronar la imagen de Rue du Bac. Pío X autorizaba la Asociación de la Medalla el 8 de julio de 1909. Y Pío XI y Pío XII beatificaban y canonizaban respecti­vamente a la vidente, el 28 de mayo de 1933 y el 27 de julio de 1947.

Estas aprobaciones son únicamente un seguro contra el error doctrinal, no histórico. Sería una equivocación pensar que la autorización del culto a la Virgen de las apariciones autentifica la realidad histórica de los fenómenos que la originaron. Se en­gañarían igualmente quienes creyeran que los milagros obrados por la Medalla confieren un valor histórico, inegable y absoluto, a las apariciones. La Iglesia únicamente aprueba la conformidad con el dogma mariano, cualquiera que sea su procedencia.

No obstante, para un cristiano será, cuando menos, imperti­nente, diría Frank d’Aussac, negar todo valor a esta revelación privada, ya que ha recibido la aprobación de la Iglesia. Para un extraño a la fe será imprudente y poco sabio no reconocer la influencia del hecho real y controlable, ejercido por la revela­ción de la Medalla.

Utilidad en las visiones

Los autores, en general, aconsejan rechazar como no divina la revelación cuyas enseñanzas no sean útiles para la salvación de las almas. Toda revelación privada, para que tenga valor, ha de ser de alcances prácticos, oportunos,convenientes y posibles, debe reavivar la fe en el dogma católico.

A este respecto citaremos algunos textos pontificios relativos a la útilidad de las apariciones de la Medalla.

En la 4ª lección del Oficio de la Manifestación, aprobado el 24 de agosto de 1894 por León XIII, leemos:

«Luego que fue conocida la nueva Medalla, como a porfía, em­pezaron los fieles a venerarla y llevarla, teniéndola por devoción muy grata a la Madre Santísima.»

Pío XI publicaba un Breve, dirigido al P. Verdier, el 22 de noviembre de 1930, centenario de las apariciones. En el Breve Catholicis hominibus se dice:

«La conmemoración de este acontecimiento debe sernos tan­to más querida cuanto que muchos fieles han experimentado, ya en sus cuerpos, ya en sus almas, el poder bienhechor de la Me­dalla.»

«Habiéndose hecho populares en muy poco tiempo este pia­doso objeto y la súplica en él grabada, verdadero acto de fe en la Madre de Dios concebida sin pecado, reavivaron la devoción de los fieles; de ellos por la misericordia maternal de la Virgen dimanaron tantos favores sobre el pueblo cristiano, que por to­das partes se llamó a la Medalla la «Medalla Milagrosa.»

El texto auténtico se publicó en latín, en Acta Apostolicae Sedis, y en italiano, en L’Osservatore Romano, de cuyos origina­les se hicieron traduciones a muchas lenguas. El Jesuita A. de Aldama, en lu libro María en el tiempo actual de la Iglesia se hace eco de este documento, para indicar la aportación de la aparición al «movimiento mariano».

En el Proceso de Beatificación de Santa Catalina, en las res­puestas Super Dubio se escribe:

«La Medalla que lleva la imagen de María Inmaculada, jun­tamente con la piadosa invocación, preparó los ánimos del pue­blo cristiano, como medio más oportuno entre los demás para la definición dogmática de la Inmaculada Concepción que se ave­cinaba, y prodigó toda clase de gracias y aún de milagros…»

Finalmente citaremos, para no hacer larga la lista, a Pío XII. El 17 de julio de 1954 en exhortación a las Hijas de María les decía:

«… María quiere hoy renovar su invitación a las almas fer­vorosas y hacer converger sus miradas y sus corazones hacia sus manos de gracia de las que no cesan de brotar rayos de luz.»

Esto no era más que el eco de lo que les había dicho el 28 de julio de 1947 con motivo de la Canonización de Santa Catalina:

«La misión que se le confió a Santa Catalina y que no sólo debe ser trasmitida, sino que también ha de tener cumplimiento a su debido tiempo consistía primariamente en sumergir el mundo entero bajo una lluvia de medallitas, portadoras de todas las mi­sericordias espirituales y corporales de la Inmaculada…

«La Medalla, pues…, ha sido acuñada y repartida por millones en todos los medios y climas, en lo que ha sido instrumento de tantos favores que el pueblo, sin dudar, le ha otorgado el nombre de Medalla Milagrosa.»

No conviene exagerar el valor de estas citas, que ni son dog­mas ni siquiera declaraciones de magisterio universal. Pero di­gamos que reflejan el pensamiento católico, manifestando por sus principales representantes, los Pontifices, en exhortaciones pastorales. Las visiones de Santa Catalina suscitaron un desper­tar de la fe, la plegaria y la conversión. Si se desenmaraña, pues, el mensaje de su ropaje lingüistico, que pertenece necesaria­mente a un tiempo y a una mentalidad, y que es, evidentemen­te, insuficiente para traducir toda la realidad; si se despoja de las formas sensibles en que se desarrolla por unas circunstan­cias provisorias, descubriremos que las apariciones a Santa Ca­talina contienen una enseñanza auténtica de la Iglesia: Una rea­vivación de fe y plegaria que fueron, y son, muy útiles. El eminente mariólogo italiano Emilio Campana ha recogido el pen­samiento de muchos teólogos en su libro María Nel Culto Cat­tolico y dice: «Lo que dio comienzo al gran movimiento moderno de devoción a la Inmaculada fueron las apariciones a Santa Ca­talina.

El testimonio de la vidente

Para estudiar la autenticidad de las visiones no basta con co­nocer el hecho y el objeto de la aparición, se necesita penetrar en el testimonio mismo y en la persona que lo da. Cuando la Canonización de Santa Catalina surgieron dos posturas extremas: unos presentaban la glorificación de la vidente como una apro­bación, al menos implícita, de las apariciones; otros, a pesar de reconocer la santidad de Sor Catalina, argüían que su bondád no impedía que hubiera tenido las visiones en un estado, casi pa­tológico, de éxtasis y, por lo tanto, de nerviosismo y de enfer­medad. Son posturas extremas.

En la homilía de Canonización de Sor Catalina, Pío XII exal­tó más las virtudes que los carismas de visión. Dijo así textual­mente:

«Es ciertamente digno de suma admiración el que la Santa Madre de Dios se haya dejado ver —según cuentan— de una humilde joven, le haya hablado palabras secretas y haya puesto ante sus ojos, radiante, una Medalla Milagrosa, que había de propagar con todo esfuerzo, pero no sin una copiosa lluvia de gracias celestiales. Pero nos parecen dignas de mayor admiración las virtudes de esta virgen vicenciana, por las cuales fue ejemplo esclarecido para sus Hermanas, mientras vivió, y alhajada con esas mismas virtudes, la contemplamos hoy en el coro de los Santos.»

La santidad de la vidente no es en sí una prueba de la auten­ticidad de sus visiones. Pudo ser sincera y estar equivocada. Pero la santidad es un punto a favor, lo mismo que lo es su psicología normal y sana.

Hay dos hechos, sin embargo, que empañan el testimonio de la vidente: primero la no comparecencia ante el tribunal esta­blecido por Monseñor de Quelen, Arzobispo de París, en 1836, para averiguar los orígenes y efectos de la Medalla; y segundo, la tardanza de la vidente en relatar, por escrito, los detalles de la aparición. La no comparecencia, ciertamente, retrasó la in­vestigación e impidió que se llegara a una conclusión definitiva, pues a la muerte de Monseñor de Quelen las cosas quedaron pa­radas. Los historiadores aducen como justificante a esta no com­parecencia: el «deseo de la Virgen», según Santa Catalina; la «humildad de la vidente», según el P. Aladel; los «designios de Dios», según el Promotor de la Fe; la «amnesia en que caía la vidente», según Chevalier, y en definitiva el no recibir precepto formal de comparecer. Si no fuera porque los escritos de Santa Catalina coinciden con los del P. Aladel habría que preguntarse por la integridad de éste, que hacia las veces de intermediario. La tardanza de la vidente en escribir no es óbice mayor. Hizo su primer relato por escrito en 1841, once años después de las apariciones, pero fueron innumerables las veces que se las co­municó de palabra a su confesor a raíz de tenerlas.

Los testimonios juramentados para la beatificación y canoni­zación de la vidente nos dan una idea aproximada de su hon­radez y normalidad, y de la historicidad de sus relatos.

En resumen, la conformidad con el depósito revelado, la uti­lidad para la devoción cristiana, el voto de conformidad de la Iglesia y la honradez de la vidente son garantías humanas de la historicidad de las visiones de Sor Catalina. Son las pruebas científicas, básicas para poder dar credibilidad. Pero como en toda ciencia, cimentada en análisis, puede surgir un elemento desconocido que haga inexactas las conclusiones previstas. Es justo y razonable asentir, pero no es, por tanto, obligado.

Admitida la autenticidad de la visión debe considerarse a la Medalla como una prueba del amor de María hacia nosotros, tanto más cuanto más se nos revela y comunica. Ha habido quie­nes han cargado las imágenes de la visión de detalles históricos y adornos simbólicos, creyendo dar mayor amplitud y relieve al mensaje. En realidad, lo que han hecho es limitar su simbolismo integral, reducir la imagen de María a una advocación más, la de «Milagrosa», con lo cual ha perdido universalidad. Todo cuan­to el cristiano necesita saber de María, como de Cristo, se halla contenido en la Revelación, y esto es bien simple y claro. Entre­tenerse en poner trajes, coronas y posturas a la Virgen, querien­do con ello cargarla de verdades doctrinales, es desvirtuar las cosas, confundir lo sustancial con lo accesorio y caer en error.

Bibliografía:

CANTINAT, Jean: Manifestación de la Medalla, publicado en «El Eco de la Casa Madre»: 8 (1965) 383-386 (edic. española), París; D’AussAc, Frank: A propos d’apparitions, publicado en «La Médaille Mi­raculeuse»: 11-12 (1964) 12-13, 1-2 (1965) 14-15, 3-4 (1965) 14-15, 5-6 (965) 18-19, París; SANTOS, José: o. c., págs. 41-46; DAYDI, Leandro: o. c., pá­ginas 331-361; Anales españoles: 2 (1894) 329-347; J. A. de ALDAMA: María en el tiempo actual de la Iglesia, págs. 38-39, Zaragoza, 1964; Acta Apos­tolicae Sedis: 22 (1930) 515-16; 25 (1933) 217-219; 39 (1947) 414-418, 378; L’Os­servatore Romano, 18, julio 1954; Ecclesia: 14 (1954) 119; DELGADO, José: Mariología en símbotos, págs. 282-283, Madrid, 1965; CHEVALIER, Jules: o. c., págs. 25-27, París, 1878.

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