1.- Introducción
San Vicente fue un afortunado con relación a las personas de su tiempo. Él gozó de una vida larga, hasta incoados los ochenta años de edad. Esta circunstancia, unida a ciertos problemas de salud que luego veremos, le dio pie para reflexionar y pensar sobre los mayores y la forma de aceptar la vejez. En esta reflexión la voy a basar sobre los profundos y sabios estudios que han hecho sobre el tema los Padres Bernard Koch y Robert Maloney, publicados en la revista internacional Vicentiana. Vamos a ver, en primer lugar, lo que San Vicente pensaba sobre los mayores, seguiremos después con nuestra reflexión sobre cómo envejeció San Vicente para terminar con unas aplicaciones prácticas para nuestra vida y misión de acompañantes y cuidadoras de Hermanas mayores.
A lo largo de mi reflexión quiero dejar claro que cuando San Vicente comienza a sentir los efectos de la vejez tiene 72 años. Corrían tiempos de agitación política, había vuelto Mazarino a París y se había terminado la guerra de la Fronda. Pero la iglesia de Francia se sentía azotada por otra espada: la del jansenismo. San Vicente no la ignoró, ni se desentendió de ella, participó de lleno en el proceso de condenación de las cinco proposiciones jansenistas y luchó con energía por la ortodoxia de la fe en el Pueblo de Dios y en la Compañía. Y en medio de sus achaques, trabajó cuanto pudo por mantener la vitalidad de sus fundaciones y abrirlas al futuro de la Iglesia. Se empeñó con fuerza en la construcción de la Congregación y la Compañía del futuro e impulsado por el Espíritu Santo manifestó una honda pasión por Dios y por los pobres, empleando las fuerzas que le quedaban y los achaques de la vejez a favor de la construcción del Reino de Dios.
En medio del desgaste progresivo de su salud y fuerzas físicas deja transparentar sus grandes preocupaciones: preparar el relevo en el gobierno para pasar la antorcha con garantía de fidelidad, asegurar la pervivencia de sus fundaciones, evitar a toda costa la situación de un retiro cómodo para él y para sus seguidores, ver los medios más prudentes y eficaces para superar las pruebas y dificultades que se iban presentando, dejar un testamento conforme con la Voluntad de Dios y fuerte sentido eclesial: Piensa y se esfuerza por dejarlo todo bien atado para la descendencia…
Las actitudes que nos ha dejado ponen de relieve cómo en esta etapa de la vida, nuestro santo Fundador estaba anclado en Dios y veía ya las cosas desde la óptica y perspectiva de Jesucristo adorador del Padre, servidor de su designio de amor y evangelizador de los pobres. Por eso su confianza ilimitada en la Providencia y su abandono en la Misericordia divina, su incansable celo apostólico y misionero, su aceptación serena de las limitaciones de salud, dolores y enfermedades, pensando siempre en los pobres que no tienen donde cobijarse ni donde ir; su trabajo equilibrado y sereno hasta el fin, y sobre todo, su meditación de la Palabra de Dios y su oración ferviente.
El mismo declara más de una vez su edad, deplorando su poco progreso y la tarea inacabada, los peligros de que se entibiase el celo de los misioneros, que podrían querer abandonar tantas tareas al servicio de toda clase de Pobres. Escuchémosle, durante la repetición de oración del 3 de noviembre de 1656, en la que excitaba el celo de sus cohermanos : «¿Qué es nuestra vida que pasa tan aprisa? Yo, ya me encuentro en el año 76 de mi vida; y sin embargo todo este tiempo me parece ahora como un sueño; todo estos años han pasado ya. ¡Ay Señores! ¡Qué felices son aquellos que emplean todos los momentos de su vida en el servicio de Dios y se ofrecen a Él de la mejor manera!» (Sig. XI/3, 253).
Y el 6 de diciembre de 1658, hablando a los misioneros sobre el fin de la Congregación: «Os hablo de estas dificultades, hermanos, antes de que se presenten, porque pudiera ser que algún día se presentasen. Yo no puedo ya durar mucho; pronto tendré que irme; mi edad, mis achaques y las abominaciones de mi vida no permiten que Dios me siga tolerando por mucho tiempo en la tierra» (Sig. XI/3, 395). San Vicente era consciente de sus limitaciones y supo prepararse y romper amarras.
2. Lo que pensaba san Vicente acerca de los mayores
2.1.-A los mayores hay que quererlos y cuidarlos
San Vicente se preocupó mucho de que se tratara bien a los miembros enfermos y mayores de nuestras comunidades. A las Hijas de la Caridad nos dice que sería una injusticia grande no tener un cuidado particular de las achacosas y enfermas.1 A los mayores les pide con insistencia que no se desalienten cuando no puedan hacer lo que otros son capaces de hacer. «La Compañía –les dice- es una buena madre que trata a los enfermos como enfermos. Lo mismo que una madre, se porta con mayor ternura y compasión con el hijo enfermo que con los demás».2
La Compañía tiene que ocuparse de sus miembros mayores hasta el punto de consentir en hacer sacrificios significativos para poder cuidarlos con todo afecto. «Me sentiría lleno de gozo –escribe San Vicente a Pedro du Chesne- si de algún lugar me dijeran que alguno de la Compañía había vendido los cálices para ello».3 Escribe: «Le ruego que no ahorre ningún esfuerzo por la salud» (de un enfermo);4 e igualmente: «Los enfermos son en cierto modo una bendición para nosotros«.5
2.2.- Los mayores deben ofrecer a los jóvenes un testimonio constante de santidad
Para ello es necesario vivir las Reglas de la Compañía y mantener vivo su espíritu misionero. Resulta sorprendente ver cuántas veces insiste San Vicente en este tema, especialmente en sus últimos años. No deja de asegurar que la edad avanzada no debe impedirnos vivir el espíritu de la Compañía ni hacer con celo todo lo que nuestras energías físicas, aunque limitadas, nos permiten. Él consideraba que las mayores deben a Dios y a la Compañía fidelidad y gratitud expresada en el cumplimiento de las Reglas, siempre que les sea posible. A los misioneros les insistía especialmente en verles participar en los ejercicios de la Comunidad.6 Se dirige con firmeza a las Hermanas de más edad que dan mal ejemplo a las jóvenes. Les hace ver que el hecho de haber estado en la Comunidad desde los comienzos, las obliga a una mayor perfección: «… ¡Ay antiguas! ¡Ay antiguas! ¿Qué es lo que hacéis cuando vuestras acciones desmienten vuestra antigüedad? ¿Qué diréis a Dios cuando os pida cuentas de vuestros pensamientos, palabras y acciones, especialmente de las que hayan desedificado a las recién venidas?… ¿Y yo, miserable? ¿Qué diré por haber escandalizado a los más jóvenes? Tenéis que saber que la ancianidad no se mide por la cantidad de años, sino por la virtud».7
Con frecuencia insiste en el mismo tema, tanto dirigiéndose a las Hermanas como a los misioneros.8 A esos sobre todo, les exhorta a que conserven vivo en ellos el fuego del celo.9 Querría que los antiguos –entre los que se incluía él mismo- mantuvieran ardiente la llama del amor misionero apostólico hasta la hora misma de la muerte. Hasta su edad más avanzada, San Vicente se mantuvo animado por el espíritu misionero. En una de sus repeticiones de oración en 1643, dijo a los misioneros: «En lo que a mí se refiere, a pesar de mi edad, delante de Dios no me siento excusado de la obligación que tengo de trabajar por la salvación de esas pobres gentes; porque ¿qué me lo podría impedir? Si no pudiera predicar todos los días, ¡bien! lo haría dos veces por semana; si no pudiera hacerlo desde los grandes púlpitos, intentaría hacerlo desde los pequeños; y si no se me oyese desde los pequeños, nada me impediría hablar sencilla y familiarmente a esas buenas gentes, lo mismo que lo hago con ustedes, haciendo que se acercaran alrededor de mí, en círculo, como ustedes están».10
2.3.-Espera que los mayores lleguen a conseguir una verdadera libertad interior para ser fieles a la misión que Dios ha confiado a cada persona.
Así a los miembros de la Congregación de la Misión, les dice que hay Hermanos de edad avanzada y enfermos que le han pedido ser enviados a misiones extranjeras, a pesar de sus innegables achaques. Éstos son para él personas verdaderamente libres.11 Fundamentalmente, quiere que los miembros de la Compañía mueran en pleno combate, mejor que descansando: «No importa que muramos antes, con tal de que muramos con las armas en la mano»…12 «Yo mismo, aunque ya soy viejo y de edad avanzada, no debo dejar de tener en mí esa disposición, hasta, incluso, marchar a las Indias para ganar allí almas para Dios, aunque tuviera que morir por el camino o en el barco. Pues ¿qué creéis que Dios pide de nosotros? ¿El cuerpo? ¡Ni mucho menos! ¿Qué es lo que pide entonces? Dios pide nuestra buena voluntad, una buena y verdadera disposición para abrazar todas las ocasiones de servirle, aun con peligro de nuestra vida…»13
2.4. Los enfermos y los mayores son un «espectáculo de paciencia»
Los mayores tienen mucho que enseñarnos. Nos invitan, por decirlo así, a «un espectáculo de paciencia»,14 en el que, como espectadores, podemos ver la forma evangélica de soportar el sufrimiento. Contemplamos en ellos la vivencia de la Cruz, la fe probada por el fuego, cuando se hallan en el momento de librar la última batalla, la del misterio supremo del hombre, la inevitable realidad de la muerte. A un sacerdote de la Misión, le escribe: «Es cierto que la enfermedad nos hace ver lo que somos mucho mejor que la salud, y que en los sufrimientos es donde la impaciencia y la melancolía atacan a los más decididos; pero como estas tentaciones sólo dañan a los más débiles, a usted le han aprovechado más que dañado, ya que Nuestro Señor le ha robustecido en la práctica del cumplimiento de su divino querer y esta fortaleza se echa de ver en el propósito que ha formado de combatirlas con buen ánimo; espero que todavía se apreciará mejor en las victorias que habrá de alcanzar sufriendo desde ahora por amor de Dios, no sólo con paciencia, sino hasta con alegría y con gozo».15
A las Hijas de la Caridad también nos dice que «la paciencia es la virtud de los perfectos».16 En este sentido, declara Vicente que la enfermedad, que es algo inevitable, hay que aceptarla como «un estado divino».17
2.5. En la enfermedad y la muerte se revelan lo más profundo de la persona.
Es fácil dar testimonio de Cristo en los momentos de gozo, cuando se siente vivo el fervor, las energías apostólicas son abundantes, la oración es fuente de consuelo y la presencia de los miembros de la comunidad es alentadora. Pero en cambio, la fe y lo más profundo de la persona humana quedan duramente puestos a prueba cuando, en la enfermedad y en la muerte. Entonces es normal que falten esos consuelos, como ocurre con frecuencia.
La enfermedad es el recordatorio de nuestra debilidad y fragilidad. Es el recordatorio de que no somos omnipotentes; el aviso de que, más pronto o más tarde, ya no estaremos aquí. Esa realidad que nadie, desde el más rico y poderoso hasta el más pobre e indefenso, puede evitar. El enfermo es siempre el extraño. El que no comprendemos. El que es completamente otro, el que es distinto de nosotros de un modo profundo. Aún cuando el enfermo seamos nosotros mismos, nos desconocemos en ese ser doliente. Vicente de Paúl nos lo deja entrever: «El estado de enfermedad es un estado molesto, y casi insoportable para la naturaleza; sin embargo, es uno de los medios más poderosos de que Dios se sirve para que cumplamos con nuestro deber, para que nos despeguemos del afecto al pecado y para llenarnos de sus dones y de sus gracias… la enfermedad es la sonda con la que podemos penetrar y medir hasta dónde llega la virtud «.18
La muerte es el supremo misterio humano. Ante ella, quedamos al desnudo. Es en ese proceso de la muerte cuando más debemos abandonarnos entre las manos del Dios vivo. San Vicente está convencido de ello: «Es imposible encontrar un estado más adecuado para practicar la virtud: en la enfermedad se ejercita la fe de forma maravillosa, la esperanza brilla con todo su esplendor, la resignación, el amor de Dios y todas las demás virtudes encuentran materia abundante para su ejercicio. Allí es donde se conoce lo que cada uno tiene y lo que es. La enfermedad es la medida con la que se puede penetrar y llegar a saber con seguridad hasta dónde llega la virtud de cada uno, si tiene mucho, poca o ninguna. En ningún lugar se puede observar mejor lo que es un hombre, como en la enfermería. Ahí está la prueba más segura de que disponemos para reconocer quién es el más virtuoso y quién no lo es tanto…»19
3. Cómo envejeció el mismo san Vicente
Este tema fue desarrollado con amplitud por el P. André Dodin en la Semana Vicenciana de 1978 que tuvo como tema Vicente de Paúl y los enfermos. 20 Siguiendo a los primeros biógrafos Abelly y Collet va narrando las circunstancias y condicionamientos de su salud. Realmente el santo vivió bastantes años más de lo que era el promedio de edad entre sus contemporáneos. Teniendo en cuenta este hecho, se puede pensar que gozó de una constitución bastante robusta, pero sabemos por sus propias declaraciones, que tuvo que sufrir algunas enfermedades. Herido por una flecha hacia los veinticinco años, parece ser que se resintió de ello a lo largo de su vida. Padeció de fiebres frecuentes y una especie de malaria, a la que él llamaba su «fiebrecilla»; ante esa situación, Luisa de Marillac le proponía con mucho afecto gran cantidad de remedios.21
A partir de 1615 empezó a sufrir de las piernas. Hacia 1632 tuvo que comprar un caballo para ir todos los días desde San Lázaro a París. En 1633 se cayó quedando el caballo primero debajo y después encima de él.22 A pesar de todo, era incansable, y a una edad en que se suelen limitar los desplazamientos, él era capaz de recorrer unos cien kilómetros en un corto espacio de tiempo. En la primera mitad de 1649, cuando tenía cerca de setenta años, recorrió a caballo unos seiscientos kilómetros por el oeste de Francia. Hacia junio de 1649 ya no se sintió con fuerzas para montar a caballo. Entonces, con gran confusión por su parte, se vio obligado a utilizar la carroza que le había regalado la duquesa de Aiguillon.23 En 1631 había recibido una coz del caballo; en 1633, otro le había arrojado al suelo; en 1649 se había caído al Loira, en Durtal.24 Aquel mismo año, se escapó por los pelos de un asesinato. La hinchazón de sus piernas llegó hasta las rodillas en 1655, de tal suerte que no le era posible hacer la genuflexión; tuvo entonces que servirse de un bastón.25 Es entonces cuando se ve obligado a tomar el bastón cuando empieza a sentirse viejo. En 1658 sufrió un serio accidente con la carroza, y aquél mismo año, las úlceras de su pierna derecha le produjeron una profunda llaga en el tobillo. Tuvo también dificultades considerables con uno de sus ojos.26
Ya en 1644, enfermedades graves le obligaron a guardar cama por espacio de ocho a diez días. Esto se repitió en 1649, 1651, 1652 y 1655 según lo narran sus biógrafos Abelly y Collet. A todas estas enfermedades, en 1659 se añadieron otros problemas causados por cálculos renales y retención de orina. Entonces tuvo, para poder moverse o levantarse, que asirse a una cuerda sujeta a una viga de su habitación. A partir de 1659 ya no le fue posible salir de San Lázaro, y, por espacio de algunos meses tuvo que quedarse en su habitación y celebrar la misa en la enfermería. Poco tiempo después, ya no pudo ni celebrar personalmente la misa, y para moverse necesitó muletas. Seis meses antes de su muerte, éstas le resultaron inútiles y tuvo que resignarse a asistir a misa sentado en su sillón.
San Vicente pasó también, en sus últimos años, por la dolorosa experiencia de ver morir a sus amigos más queridos. Pudo estar presente a la cabecera de Juan Jacobo Olier, que falleció el domingo de Pascua de 1657: «La tierra conserva su cuerpo, pero su alma ha volado al cielo. Su espíritu queda para ustedes»,27 dijo en aquel día Vicente a los discípulos de Olier. El 31 de diciembre de 1659, murió también Alain de Solminihac, su gran amigo y co-reformador con él del clero. El último año de la vida de san Vicente, 1660, estuvo marcado por la muerte de tres de sus colaboradores más cercanos: el señor Portail, amigo y compañero durante más de cincuenta años, que falleció el 14 de febrero. En la mañana del 15 de marzo, Luisa de Marillac entregaba su alma al Señor. «Tenéis una madre que goza en el cielo»,28 les dijo a las Hijas de la Caridad. El 3 de mayo, Luís de Chandenier, por quien san Vicente sentía una gran admiración y afecto, también murió. Dicen sus biógrafos que Vicente no pudo contener las lágrimas ante aquella noticia. Todas estas muertes causaron profundo dolor al santo.29 Por eso, a partir de enero de 1659 empezó a despedirse de sus amigos. Veía acercarse el final de su vida terrena como algo natural. En una carta escrita por entonces, después de haber pedido perdón de sus faltas, le dijo al antiguo general de las Galeras, Felipe Manuel de Gondi, que oraría por él en este mundo o en el otro.30
4.- Cambio de horizonte del siglo XVII a hoy
4.1.- Nosotros tenemos una mayor esperanza de vida.
Las estadísticas sobre la población mundial nos hablan hoy de una media de vida más alta, casi duplicada con relación al siglo XVII, en los países desarrollados como el nuestro. Y sabemos también que la media de edad de los religiosos es un poco más alta. En otras partes del mundo, sin embargo, la media de edad es comparable a la que conocía Francia en 1660. Está claro, pues, que este cambio de horizonte solo atañe a los países ricos y desarrollados.
4.2.- En la sociedad actual hay una tendencia a huir de la realidad de la muerte.
Por supuesto, es prácticamente imposible ignorar esta realidad: todos hemos de morir. Es innegable. Sin embargo, la medicina contemporánea está a menudo concebida de forma tal, que implica el rechazo de la inevitable realidad de la muerte. Los síntomas de esta realidad son evidentes, especialmente en los países «desarrollados». Por temor a juicios por negligencia y a otros litigios, los médicos mantienen a los enfermos en condiciones de «supervivencia» artificial más allá de lo razonable. Se emplean enormes recursos para mantener la vida en la fase terminal. En los Estados Unidos, por ejemplo, en los últimos quince años, el 30 por 100 del dinero destinado a la Ayuda Médica se ha empleado en enfermos terminales.31
Pero la muerte no es el enemigo absoluto, es la puerta abierta siempre a la esperanza. Nosotras hemos de aceptar su venida como algo natural y normal. La tradición moral católica ha afirmado siempre que es necesario utilizar los «medios ordinarios» para combatir la enfermedad, aunque reconoce que hay casos en que es necesario el uso de «medios extraordinarios». Tengamos presente que la prolongación artificial de la vida es con frecuencia la prolongación dolorosa de la muerte.
4.3.- La cultura de la juventud
En relación con la tendencia contemporánea a negar la realidad de la muerte existe una tendencia a prolongar y glorificar la juventud. Hay, naturalmente, un aspecto brillante en ser y permanecer joven. La fuerza y el encanto de la juventud, decía Pablo VI al final del Vaticano II, son «la facultad de alegrarse con lo que comienza, de darse, sin recompensa, de renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas«.32 Hay un lado sombrío de esta tendencia: la obsesión por el cuidado del cuerpo, una sobrevaloración de la belleza física y una incapacidad de aceptar la vejez lo que lleva consigo cierto grado de inmadurez y de libertad interior de la persona. Periódicos, revistas, televisión y películas, nos llenan los ojos de la belleza y de la vitalidad de la juventud, de ahí también las tentativas para vendernos los productos que nos conservarán eternamente jóvenes.
4.4.- Los progresos de la medicina disminuyen el dolor ante la enfermedad y la vejez
En los tiempos modernos, la ciencia ha producido analgésicos notorios pasando desde la aspirina hasta la anestesia total. Hoy los médicos pueden aliviar el dolor mejor que en épocas anteriores. Nuevos medicamentos pueden aliviar de manera significativa los sufrimientos de los enfermos y moribundos, aunque a veces tienen efectos secundarios notables, como el oscurecimiento de la conciencia. En algunos casos, estos efectos secundarios son tan fuertes que es difícil distinguir la frontera entre el alivio del sufrimiento y la aceleración de la muerte.
Pero es importante no exagerar este cambio de horizonte. El dolor ocupa todavía una amplia parte en la vida de los enfermos. Incluso con todo el avance de la medicina moderna, en los Estados Unidos, por ejemplo, hay más de treinta y seis millones de personas que sufren artrosis; setenta millones con desviaciones dorsales, y veinte millones que sufren continuas jaquecas. Aproximadamente un tercio de la población sufre dolores crónicos recurrentes.33 La situación es, seguramente, peor en otros muchos países donde se encuentran menos recursos médicos disponibles.
5. Ayudar y aprender a envejecer hoy
Dice un teólogo bien conocido de la Familia Vicenciana, Jean Guitton: «Envejecer es poseer todas las etapas de la vida… Envejecer es ir a ver a Dios de cerca». 34 Es lo que hicieron san Vicente, santa Luisa y tantas Hermanas y familiares que nos han precedido. El envejecimiento, como todas las etapas del desarrollo humano, es ambiguo. Puede ser la ocasión de un crecimiento o de una regresión. Nosotras lo solemos expresar con dos frases: «Así me gustaría a mí envejecer», o esta otra: «Espero no llegar a ser una anciana como esa».
Todos esperamos y deseamos envejecer con cierta gracia. En una conferencia a las Hermanas ancianas de la Compañía de las Hijas de la Caridad, la Madre Lucía Rogé describía las características que había observado en las Hermanas mayores fieles:
- una serenidad apacible,
- una gran caridad,
- una profunda confianza que se expresa con alegría,
- esfuerzos con miras a una conversión permanente, prueba del deseo de vivir profundamente de la vida de Dios,
- una oración constante.
El P. Robert Maloney en sus años de Superior general también escribió sobre el tema. Él nos recuerda que nadie es jamás demasiado viejo para conocer a Dios claramente, amarle más profundamente y seguirle más de cerca. En los Ecos de la Compañía de diciembre de 1995 nos ha dejado las siguientes consignas:
- Todos envejecemos. Sería absurdo negarlo. Aceptemos este hecho con realismo cristiano que nos lleve a mirar esta verdad de frente. Los mayores tienen muchos dones, aunque no sean precisamente los mismos que los de la juventud. Es vital para los que quieren envejecer con gracia, descubrir estos dones y compartirlos generosamente.
- El Evangelio nos llama a crecer en el amor, a medida que avanzamos en edad. Envejecer en gracia es verdaderamente irse llenando de gracia, es crecer en la caridad de Cristo. Esto significa afecto y mansedumbre hacia los hermanos y Hermanas, jóvenes o mayores y celo constante, aun cuando las energías se vean reducidas y la capacidad de «contribuir» disminuida.
- Es importante conservar «un corazón joven», lleno de entusiasmo, imaginación y capacidad para cambiar y dejar huellas a su paso. Pero estas características en ningún modo son exclusivas de los jóvenes. Hay Hermanas muy entusiastas con más de ochenta años y hermanas poco entusiastas con menos de cuarenta.
- Envejecer es una ocasión para fomentar la dimensión contemplativa. Podemos «hacer» menos trabajo físico, pero podemos desarrollar otras dimensiones de nuestra humanidad. La dimensión contemplativa es de una importancia especial.35 Es la hora de desarrollar y potenciar la entrega de manera más provechosa en la primera parte: «Darnos a Dios… para el Servicio a los Pobres». Una de las gracias de esta edad es la de tener tiempo abundante para buscar a Dios con más libertad y concentración. Hay más tiempo de aislamiento en momentos apacibles de soledad con Dios y de contemplación de su Bondad, más tiempo para leer, meditar y escuchar la Palabra de Dios de una manera nueva; más tiempo para compartir…36
- La edad de la ancianidad es un tiempo de reconciliación con el pasado. Todos en el presente llevamos nuestras cicatrices y nuestros pecados. Necesitamos ser curados. La tercera edad es una ocasión magnífica para la reconciliación. Es un tiempo en que los recuerdos pueden apaciguarse, hasta los recuerdos más amargos que haya habido en nuestra vida, de rechazo o de pecado personal. En el momento de la muerte, todo esto hemos de ponerlo en manos de un Dios de Amor y Misericordia infinitos.
- La soledad es uno de los retos específicos del envejecimiento. Nos lo recuerdan los existencialistas, la soledad forma parte de los retos específicos de la vida humana. Desde el instante de nuestro nacimiento hasta nuestra separación final de la familia, todas las personas tenemos la experiencia de la soledad, con matices especiales en la última etapa de la vida. Todos experimentan, a su manera la amargura, de la soledad.
Pero en el momento de la muerte nos vemos llamados, en la fe, a descansar en los brazos del Dios vivo. La muerte es el supremo acto de fe. En ella, Jesús nos llama a decir con El: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu«.37 - No morimos en soledad. Desde nuestro bautismo profesamos este artículo de nuestra fe: «Creo… en la comunión de los santos». Esperamos experimentarla en nuestra vejez y ante la proximidad de la muerte, que estamos rodeados por aquellos a quienes amamos en la Comunidad. Esto nos ayuda a saber también que muchos de los «que nos precedieron marcados en el signo de la fe» nos esperan en el banquete celestial.
- Recurramos al corazón del Misterio Pascual de Jesús para hacer frente a la muerte.- La muerte de Jesús sirve de modelo a sus discípulos. Es la fuente de su fuerza para hacernos entrar, como lo hizo El, en el proceso de muerte. San Vicente era muy consciente de esto: «Acuérdese –escribe al P. Portail- de que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo y que hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo».38
En la enfermedad y en la edad avanzada, una comprensión renovada, profunda, de nuestra participación eucarística en la muerte y en la resurrección del Señor, puede conducirnos a una inmersión más profunda en el Misterio Pascual, mientras aumenta nuestra gratitud por el amor fiel de Dios y participamos de la muerte del Señor como fuente de su Vida resucitada.
- SVP: Conf. esp. CEME, n. 1811
- SVP: Conf. esp. CEME, n. 1810.
- SVP: I, 525. Cf. también, la Conf. de diciembre de 1659: «¡Pobres enfermos!, para atender a los cuales habría que vender hasta los cálices de la Iglesia» (XI/4,675).
- SVP: VI, 352.
- SVP: VII, 159.
- SVP: V, 588.
- SVP: Conf. esp. CEME, n. 1327
- SVP: VII, 150 y Conf. esp. CEME, núm. 1214, 1234, 1240, 1302, 1311, 1372, 1678, 1810; X, 845.
- SVP: Síg. XI/3, 56.
- SVP: Síg. XI/3, 57.
- SVP: Síg. XI/4, 536.
- SVP: Síg. XI/3, 290.
- SVP: Síg. XI/3, 281.
- SVP: Síg. XI/4, 761
- SVP: Síg. II, 487.
- SVP: Conf. esp. CEME, n. 1493. Ver también, S.V. XV. «Mission et Charité», 109
- SVP: Síg. I, 200.
- SVP: Sig. XI/4, 760.
- SVP: Síg. XI/4. 760-61.
- A. Dodin: Vicente Paúl y los enfermos, CEME, Salamanca, 1978, 25-42.
- SVP: Síg. I, 565, 571, 578.
- SVP: Síg. I, 250.
- Cf. Abelly, I. 247; ed. española, págs. 221 y ss.; Collet, I, 477
- Cf. Abelly, III, Ed. española, III, pág. 726; Collet, I, 474.
- Cf. Abelly, I, 247; ed. española, I, 221 y ss.
- SVP: Síg. VIII, 25.
- SVP: Síg. X, 210.
- S.V. X, 717; Conf. esp. CEME, n. 2358.
- Cf. Román, José María, San Vicente de Paúl, BAC, Madrid 1981. 659-669.
- SVP: Síg. VII, 373.
- Cf. Richard McCormick, «El Hospital católico hoy: ¿Misión imposible?», en Origins 24, núm. 39, 13 de marzo de 1995, pp. 651-652.
- Mensaje de clausura del Concilio Vaticano II.
- Cf. Richard McCormick, The Critical Calling, Georgetown University Press, Washington, D.C., 1989, 363-364.
- Juan Guitton en el prefacio a «Renée», de Tryon-Montalembert.
- SVP: Síg. I, 238; II, 57; III, 139; IV, 19, 67, 118, 123, 135, 155, 270, 341, 539, 554; V, 79, 100, 213, 405, 554, 556, 559; VII, 18, 39, 315; Conf. Esp. CEME, págs. 31, 41, 44, 177.
- Sal 88, 2.
- Lc 23, 46.
- SVP: Síg. I, 320.