Dios nos sale al encuentro en Jesucristo

Francisco Javier Fernández ChentoFormación Cristiana1 Comment

CRÉDITOS
Autor: Comisión Preparatoria Jornada Mundial de la Juventud · Año publicación original: 2011.

Segunda Catequesis preparatoria de la Jornada Mundial de la Juventud, Madrid 16-21 de agosto de 2011


Tiempo de lectura estimado:

sencillos-como-palomasDios mismo, enviando a su Hijo, satisface nuestra sed.

SÍNTESIS:

1. El nombre propio del deseo o búsqueda del hombre es espera. Las tentaciones ante la espera: la presunción y el escepticismo.

2. Dios responde a la espera del hombre: y lo hace a través de la historia de los hombres (profetas, alianza con el pueblo de Israel.).

3. La respuesta definitiva de Dios es el envío de su Hijo. En Jesucristo, verdadero Dios, es Dios mismo – el único capaz – el que responde al hombre. Y lo hace humanamente, pues Jesucristo es hombre verdadero. La respuesta de Dios es absolutamente sobreabundante y concreta a la vez.

4. Jesucristo revela el hombre al hombre. Por eso «la cuestión de la vida» es encontrarse con Jesús.

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1. La paradoja de la espera

 

La vida, lo hemos visto en la catequesis precedente, nos urge a encontrar una respuesta al deseo de infinito que nos constituye. El hombre es capax Dei, y esto significa, ante todo, que es un ser en búsqueda. Pero la búsqueda del hombre posee un nombre más adecuado: es una espera. El hombre, todo hombre, independientemente de su cultura, de su raza, de sus circunstancias personales, está a la espera. Cuántas veces hemos escuchado que «la esperanza es lo último que se pierde». Y es verdad, no porque seamos ingenuos o ilusos, sino porque «estar a la espera» es lo más característico del hombre.

Pero ¿qué esperamos? O mejor aún, ¿a quién esperamos?

Ya hemos visto que las dimensiones de nuestra espera nos superan por todas partes. El hombre es un ser paradójico, pues siendo finito y limitado piensa lo infinito y lo desea.
Ante esta paradoja surge una doble tentación: o se niega que somos limitados o se niega nuestra apertura al infinito, nuestro ser capaces Dei. Se trata de tentaciones mucho más actuales de lo que se pueda pensar a primera vista.

Respecto a la primera hay que reconocer que negar el límite del hombre es la pretensión secreta que guía, en muchos casos, la aplicación de la tecnología y de la ciencia al inicio y al fin de la vida del hombre. Los acuciantes problemas bioéticos de nuestros días tienen en su base la gran pregunta sobre el hombre: ¿somos capaces de dominar nuestro inicio y nuestro fin?, ¿podemos considerarnos «creadores» de nosotros mismos? La tentación de negar nuestro ser limitado ha acompañado siempre el camino del hombre: «Replicó la serpiente a la mujer: «De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal. Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr la sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió» (Gn 3, 4-6). El hombre no resiste en la espera de la respuesta que colme la sed infinita de su corazón, y cede a la tentación de pensar que puede darse esa respuesta por sí mismo. Sabemos bien cuál es el final de dicho intento: «Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos» (Gn 3, 7). El intento fallido de darse respuesta por sí mismo conduce al hombre a la vergüenza: su límite deja de ser ocasión de apertura y espera, y se convierte en herida y condena.

Y entonces, casi inevitablemente, hace acto de presencia la otra gran tentación: pensar que el límite es la última palabra sobre nuestra vida, negar nuestra apertura, nuestra espera de lo infinito. Se abre paso en la vida del hombre ese terrible enemigo que se llama «escepticismo». Esta tentación también ha acompañado a los hombres desde el inicio de la historia.

El poeta Esquilo en su obra Los persas afirma: «ningún mortal debe fomentar pensamientos que sobrepasan su condición mortal» (v. 820). Hoy este escepticismo se manifiesta en la búsqueda frenética de satisfacciones y placeres limitados que se suceden unos a otros vertiginosamente. ¡Como si la multiplicación de lo limitado pudiese tener como resultado lo infinito! No hace falta acudir a las exageraciones de las que habla la prensa, para descubrir que la tentación del escepticismo se esconde en el modo con el que, en muchas ocasiones, afrontamos nuestra jornada de estudio o de descanso.

Atención: ¡el mundo no se divide en pretenciosos y escépticos! Todos somos un poco pretenciosos y un poco escépticos. Es más, normalmente pasamos a ser escépticos cuando nos damos cuenta de que nuestra pretensión no tiene fundamento, cuando nuestras fuerzas nos desilusionan. Pero apenas nos reponemos un poco, no es difícil que al escepticismo suceda de nuevo la tentación del superhombre. ¡Y así pasamos el tiempo de una tentación a la otra!

El problema es que decir «soy capaz por mí mismo» o, por el contrario, afirmar «no es posible», son dos formas de censurar y negar la paradoja del ser hombre. Son dos formas de abandonar la espera.

2. Dios responde a la espera del hombre

La alternativa a darse respuesta por sí mismos y a negar la posibilidad de una respuesta, consiste en la espera.

Los profetas del Antiguo Testamento expresan con particular intensidad esta espera que es el hombre. Es la espera del Mesías, de la respuesta de Dios a su pueblo. Durante el tiempo de Adviento los profetas acompañarán nuestro camino hacia la Navidad, manteniendo y educando nuestro corazón a la espera de Dios que viene, que responde a nuestra sed:

«Destilad, cielos, como rocío de lo alto, derramad, nubes, la victoria. Ábrase la tierra, produzca la salvación, y germine juntamente la justicia» (Is 45, 8).

Pero ¿es posible esperar? El poeta francés Charles Péguy, en una famosa obra sobre la esperanza llamada El pórtico del misterio de la segunda virtud – ¡una óptima lectura para el tiempo de Adviento! – afirma: «Para esperar, hija mía, hace falta ser feliz de verdad, hace falta haber obtenido, recibido una gran gracia». Porque ciertamente sólo la respuesta de Dios que sale a nuestro encuentro salva y alimenta la espera que constituye nuestro ser hombres.

En efecto, la espera se mantiene y crece porque la respuesta sale a nuestro encuentro. Es una respuesta que no viene de nosotros, que no es limitada como nosotros, porque tiene las dimensiones de lo infinito. No es una respuesta que me ofrece simplemente otro hombre, radicalmente sediento como yo. No es simplemente la ayuda de un «genio humano», capaz de expresar mejor que yo cuanto vive en mi corazón sediento. Es una respuesta capaz de responder a mi sed de infinito porque proviene del infinito mismo que sale a mi encuentro.

La respuesta, en efecto, es la expresión de la piedad de Dios por el hombre. Dios, en efecto, no abandona al hombre a la pretensión de dar respuesta por sí mismo a la sed que lo constituye o a una desesperación escéptica, sino que inicia con los hombres una historia de salvación. Enseña el Concilio Vaticano II que Dios «después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras» (Dei verbum 3). Y así estableció la alianza con Noé y, sobre todo, eligió a Abraham, padre de todos los creyentes, del que nacerá el pueblo de la promesa.

Dios responde a la espera del hombre en la historia. Dios sale al encuentro del hombre allí donde el hombre vive, ama, trabaja, sufre, goza. En la historia concreta de un pueblo y a través de dicha historia, Dios se hace respuesta para el hombre. Así lo encontramos expresado en las palabras que Dios dirige a Moisés al inicio del libro del Éxodo: «Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa; a una tierra que mana leche y miel (.) Así pues, el clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo te envío a Faraón, para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto» (Ex 3, 7-10).

La historia de salvación que Dios obra con su pueblo encuentra en la liberación de Egipto – la Pascua – y en la alianza del Sinaí su momento culminante. Dios ha respondido y lo ha hecho con sobreabundancia y al alcance del hombre: el pueblo de Israel ha podido comprobar en su propia carne que Dios salva. Y sin embargo, la infidelidad – o como presunción o como escepticismo: ¡de nuevo las dos tentaciones contra la espera del hombre! – se abre paso en la vida del pueblo.

Pero Dios no cede ante la fragilidad de su pueblo. Es más «por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cf. Is 2,2-4), y que será grabada en los corazones (cf. Jr 31,31-34; Hb 10,16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (cf. Is 49,5-6; 53,11)» .

3. Jesucristo: la respuesta de Dios al hombre

Dios no cesa de responder, y lo hace cada vez con mayor misericordia y sobreabundancia. Ha querido responder a nuestra espera en la historia y por medio de la historia. Y ha querido llevar a plenitud su designio histórico de salvación. San Pablo lo indica con una expresión eficacísima que podemos considerar una especie de síntesis del cristianismo: «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gal 4,4-5). Dios envió a su Hijo: esta es la respuesta de Dios a la espera del hombre. Aunque podamos tener muchas imágenes o ideas de lo que es el cristianismo y la fe, fruto de la educación que hemos recibido en nuestra familia o en el colegio, o fruto de lo que afirman los medios de comunicación o los diversos agentes culturales, lo cierto es que, sintentizando al máximo, el cristianismo dice de sí mismo esto: Dios envío a su Hijo. Todo lo demás expresa y está en función de este hecho que constituye el centro y el fundamento de la historia y del cosmos.

Es importante que confrontemos la idea que tenemos de la fe, con este anuncio, sencillo y radical al mismo tiempo. Radical porque si Dios ha enviado su Hijo, entonces mi sed de infinito puede encontrar quién la sacie. Sencillo porque se trata simplemente de encontrar, o mejor, de ser encontrado por Aquel que Dios ha enviado: el Hijo de Dios ha sido enviado por el Padre para salir a mi encuentro.

Durante el año tendremos la ocasión de profundizar en la pregunta ¿quién es el Hijo, quién es Jesús? En este momento es importante reconocer el camino que Dios, en su misericordia, ha querido recorrer para salir a nuestro encuentro y responder a nuestra sed de infinito.
Enviando a su Hijo, Dios ha querido responder personalmente a nuestra espera. El Hijo no es un simple enviado, no es un mero profeta. El Hijo es, como recitamos en el credo cada domingo, «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre». Esto significa que el Hijo puede responder a nuestra espera: es el Infinito que sale al encuentro de nuestro corazón que desea todo. A la sed del hombre podía responder sólo Dios, y lo ha hecho personalmente. San Juan de la Cruz intuyó esta sobreabundancia de la respuesta de Dios a nuestra sed con gran claridad: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad» (Subida al monte Carmelo 2,22,3-5).

Pero Dios no sólo ha querido responder personalmente a la sed del hombre. Ha querido responder humanamente al hombre. Y así, en el credo, tras haber confesado que el Hijo es Dios, continuamos nuestra profesión de fe afirmando: «que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre». El Hijo de Dios se ha hecho hombre para responder humanamente a nuestra sed, para establecer un diálogo con el hombre, pues en Jesucristo «Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (Dei verbum 2). De este modo no hay otro camino para recibir la respuesta que Dios mismo es y que nos ofrece gratuitamente, que la humanidad de Jesucristo. Santa Teresa de Jesús nos invita a no abandonar nunca este sendero: «Y veo yo claro y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que no queramos otro camino, aunque estemos en la cumbre de contemplación; por aquí vamos seguros. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes. El lo enseñará; mirando su vida es el mejor dechado. ¿Qué más queremos de un tan buen amigo al lado?» (Libro de la Vida 22, 6-7).

4. Jesucristo es Dios que responde humanamente al hombre. Si nos acercamos a los encuentros de Jesús que nos narran los Evangelios, podemos verlo descrito con sencillez.

Jesús encuentra sus primeros discípulos, Juan y Andrés, mientras éstos escuchaban predicar al Bautista. Llenos de curiosidad por las palabras que el profeta del Jordán dice sobre Jesús, le siguen y reciben una respuesta humanísima a su pregunta: «Jesús se volvió y al ver que le seguían les dice: «¿Qué buscáis?». Ellos le respondieron: «Rabbí – que quiere decir ‘Maestro’ – ¿dónde vives?». Les respondió: «Venid y lo veréis»» (Jn 1, 35-39). El Evangelio continúa narrando que le siguieron y estuvieron con Él: pasaron juntos la tarde. Y a través de esa convivencia entre amigos, se revela el misterio de la persona de Cristo: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1, 41), dirá Andrés a su hermano Simón Pedro.

Zaqueo promete devolver lo que ha robado porque la salvación ha entrado en su casa (cfr. Lc 19, 1-10), los apóstoles se preguntan quién es Jesús viéndole calmar la tempestad (cfr. Mt 8, 23-27); la Samaritana anuncia a sus paisanos que ha encontrado uno que le ha dicho todo lo que ha hecho (Jn 4, 1-42), el ciego de nacimiento da testimonio de su curación milagrosa (9, 1-41), la multitud se asombra y glorifica a Dios viendo la curación del paralítico y el perdón de sus pecados (cfr. Mc 2, 1-12), el buen ladrón pide al Señor participar del paraíso con Él (23, 39-43). Los Evangelios testimonian continuamente como en la vida, en la humanidad de Jesús se hace presente Dios mismo respondiendo a la espera del hombre. Este es el camino que la Trinidad ha querido recorrer para salir al encuentro del hombre: se llama Encarnación.

Haciéndose hombre para encontrar a los hombres como un amigo encuentra a otro amigo, Dios ha revelado hasta el fondo el rostro del hombre. El Concilio Vaticano II lo recuerda en el n. 22 de la Constitución Gaudium et spes, uno de los textos claves de toda la enseñanza conciliar: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación».

En Jesucristo, la respuesta que Dios ha ofrecido humanamente al hombre, éste reconoce la verdadera naturaleza de su espera y recibe «la gran gracia» que le permite continuar en la espera.

Jesucristo es la respuesta sobreabundante a nuestra espera. La liturgia de la Iglesia lo expresa con particular eficacia cuando dice que las promesas del Señor «superan todo deseo» (Oración Colecta de la XX Semana del Tiempo Ordinario).

Si el cristianismo es Dios que envió a su Hijo, si Jesucristo es la respuesta que Dios ha ofrecido humanamente a la espera del hombre, entonces «la cuestión fundamental» de la vida es encontrarse con Él.

Oración: Escúchame Señor

Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre

Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro».
Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro.
Señor, enséñame tu camino,
guíame por la senda llana.

(Salmo 26)

Dios y Señor nuestro,
ninguno te hemos visto tal como eres en ti mismo.
Y, sin embargo, no eres del todo invisible para nosotros.
No has quedado fuera de nuestro alcance.
Tú nos has amado primero,
y ese amor tuyo ha aparecido entre nosotros,
se ha hecho visible.
Pues Tú enviaste al mundo a tu Hijo único
para que vivamos por medio de él.
Así te has hecho visible:
en Jesús podemos ver tu rostro.

(Según Deus caritas est 17)

Te damos gracias, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Porque Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre,
se hace presente entre nosotros de un modo nuevo:
el que era invisible en su naturaleza, se hace visible al adoptar la nuestra;
el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal
para asumir en sí todo lo creado,
para reconstruir lo que estaba caído
y restaurar de este modo el universo,
para llamar de nuevo al reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado.

(Según el Prefacio II de Navidad)

One Comment on “Dios nos sale al encuentro en Jesucristo”

  1. Muchas gracias por las reflexiones. El Señor Dios bendiga la comunidad de quienes expanden la luz del Evangelio por todos los pueblos de la Tierra. Un abrazo fraterno.

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