«Los pobres en el centro», «volver a partir desde los últimos»: son algunos de los dichos en uso en la Iglesia durante los años del Concilio Ecuménico Vaticano II y después. Partiendo del presupuesto de que la pobreza es el signo de la Encarnación y lo debe ser, por consiguiente, también de la Iglesia, esta ha sido llamada a liberarse «de las apariencias de riqueza» para aparecer «lo que es: la Madre de los pobres…». El Papa Juan XXIII decía que la Iglesia debe presentarse «cual es y quiere ser, como la Iglesia de todos, y particularmente la Iglesia de los pobres». Una exigencia de coherencia evangélica ha llevado a la Iglesia entera, en sus varias expresiones, a ser más pobre y a inventar iniciativas de toda clase en orden a afrontar las pobrezas antiguas y nuevas. La Iglesia italiana ha enfocado hacia la Evangelización y el testimonio de la caridad todo el camino pastoral de los años noventa, como conclusión de la asamblea eclesiástica de Palermo, tenida del 20 al 24 de noviembre de 1995.
A nivel más general, la Exhortación Apostólica Vita Consecrata de Juan Pablo II habla de la opción preferencial con la que la Iglesia, siguiendo a su Señor, se dirige con una atención especial a quienes se encuentran en una situación de mayor debilidad, y añade: «La opción por los pobres es inherente a la dinámica misma del amor vivido según Cristo» y «el Evangelio se hace operante mediante la caridad, que es gloria de la Iglesia y signo de su fidelidad al Señor».
Vicente de Paúl ya había tenido a este respecto ideas muy claras. Preguntaba: «¿Quién querrá ser rico después de que el Hijo de Dios quiso ser pobre?», y consideraba a los pobres como sus señores y reyes. De todo el pensamiento y de la obra de quien ha pasado a la historia como el santo de la caridad emerge la visión de Iglesia que su discípulo Bossuet expondrá en el sermón sobre La eminente dignidad de los pobres en la fiesta de Todos los Santos de 1659: la Iglesia es la ciudad de los pobres, son estos sus verdaderos hijos, los primogénitos; los demás no son admitidos en ella sino a condición de servir a los pobres.
El carisma vicenciano es claramente identificable. Carlos Riccardi dice que el don particular y la misión que el Espíritu Santo dio a san Vicente de Paúl fue «mantener despierto en la Iglesia y reavivarlo donde pareciera debilitarse, el interés fraterno por los miembros más pobres, más humildes y abandonados del pueblo de Dios. El Espíritu suscitó a san Vicente de Paúl para esto: para que por medio de él, se proveyera con sentido de gran caridad humana y cristiana a las necesidades espirituales y materiales del pobre pueblo». Firmemente convencido de ello, san Vicente da a sus Misioneros el lema de Evangelizare pauperibus misit me y consigna a las Hijas de la caridad la palabra de orden chantas Christi urget nos; hace de ellas «las apóstoles de la caridad»; las lanza hacia los pobres para continuar haciendo lo que hacía el Hijo de Dios, que servía a los pobres corporal y espiritualmente. En el servicio de los pobres encontrarán su felicidad: «¡Qué felicidad, hijas más, que Dios os haya elegido para continuar el ejercicio de su Hijo en la tierra!… ¡Qué felicidad, hermanas mías, hacer lo que un Dios ha hecho en la tierra!».
Es una misión a la que las Hijas de la Caridad se empeñan con un voto especial: «… Hago voto a Dios por un año… de emplearme en el servicio corporal y espiritual de los pobres, nuestros verdaderos Señores…». Una misión que afrontan con todo su bagaje humano y femenino, y el sentido innato que la mujer tiene para entregarse, potenciado todo y dilatado al infinito por la caridad de Cristo.
1. Sirviendo a los pobres, servís a Jesucristo
El servicio que las Hijas de la Caridad están llamadas a prestar a los pobres puede sostenerse solamente si tiene sus raíces en una sólida visión de fe. Por eso, san Vicente no se cansa de recordarles que sirviendo a los pobres sirven a Dios mismo.
El principio fundamental se halla claramente formulado en las Reglas Comunes, cuyo primer artículo precisa que «el fin principal por el que Dios ha llamado y reunido a las Hijas de la Caridad es honrar a Nuestro Señor Jesucristo, como la fuente y modelo de toda Caridad, sirviéndole corporal y espiritualmente en la persona de los pobres…». Es también el fin específicamente propuesto en el Reglamento anejo a las dos aprobaciones de 1646 y 1655. Las Hijas de la Caridad deben servir a los pobres con el máximo cuidado, con el más grande afecto posible, «considerando que no es tanto a ellos cuanto a Jesucristo a quien sirven» Deben tener con los pobres las delicadezas de una buena madre, teniendo presente que los pobres las acogen como a personas enviadas por Dios, y deben tratarlos con devoción «porque ellos representan a la persona de Nuestro Señor…».
Santa Luisa afirma con fuerza que «las almas que buscan a Dios lo encuentran en todas partes, pero especialmente en los pobres», y, por ello, invita a servirlos con dulzura, respeto y cordialidad «viendo siempre a Dios en ellos»».
Las Hijas de la Caridad son las siervas de los pobres enfermos. Ante este título Vicente no podía menos de exclamar: «¡Ah! ¡qué hermoso título!, hijas mías, ¡qué hermoso título y qué hermosa cualidad! ¿Qué habéis hecho a Dios para merecer esto? Sirvientes de los pobres, que es como si se dijese sirvientes de Jesucristo, ya que Él considera como hecho a sí mismo lo que se hace con ellos, que son sus miembros. ¿Y que hizo Él en este mundo, sino servir a los pobres? ¡Ah! Mis queridas hijas, conservad bien este título porque es el más hermoso y ventajoso que podríais tener».
Con insistencia y con calor vuelve el santo sobre la idea-fuerza de toda la acción caritativa: al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo. Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios. Como dice san Agustín, lo que vemos no es tan seguro, porque nuestros sentidos pueden engañarnos, pero las verdades de Dios no engañan jamás. Id a ver a los pobres condenados a cadena perpetua, y en ellos encontraréis a Dios; servid a esos niños, y en ellos encontraréis a Dios. ¡Hijas mías, cuán admirable es esto! Vais a unas casas muy pobres, pero allí encontráis a Dios. Hijas mías, una vez más, ¡cuán admirable es esto! Sí, Dios acoge con agrado el servicio que hacéis a esos enfermos y lo considera, como habéis dicho, hecho a Él mismo…».
La fe en la presencia de Cristo en los pobres determina las modalidades, las actitudes del servicio. Si es verdad que los pobres son nuestros señores, nuestros reyes, es claro que son merecedores de todo, que hay que obedecerles, que hay que servirles como a los primeros y con gran dulzura y humildad, con respeto, hasta con devoción.
2. Con todos los pobres
Con ese espíritu de fe que hace ver en los pobres a Jesucristo, las Hijas de la Caridad deben abrazar a todos los pobres, con la única preferencia para quien entre los pobres sea el más pobre.
Es interesante constatar cómo, desde los inicios, una después de otra, las diversas categorías de pobres han sido destinatarias del servicio de amor de las Hijas de la Caridad. Las Reglas Comunes afirman que las Hijas de la Caridad deben servir al Señor «en la persona de los pobres, sean enfermos, niños, presos u otros que por vergüenza no se atreven a manifestar sus necesidades»». Con admiración y estupor ante el modo de proceder de Dios, pero también con una cierta complacencia, san Vicente en la conferencia del 18 de octubre de 1655 enumera las varias necesidades a las que, paso a paso, las Hijas de la Caridad han tratado de hacer frente.
Se comenzó sirviendo a los pobres enfermos, no en una casa sólo, sino dondequiera, como hacía Nuestro Señor, que asistía a todos los que a Él acudían y hasta iba a buscarlos19. Las «siervas de los pobres enfermos» van de la misma manera de casa en casa a llevar la sopa y las medicinas, a decir una palabra de ánimo y de elevación espiritual. Es este el fin principal de su Compañía. La caridad es vivida hasta el heroísmo, hasta compartir la suerte de sus enfermos. Es conmovedor el ejemplo de Margarita Naseau que, sintiéndose contagiada por la peste, «dijo adiós a la hermana que estaba con ella… y se marchó al hospital de San Luis con el corazón lleno de alegría y de conformidad con la voluntad de Dios».
Viendo con cuánto amor las Hijas de la Caridad cumplían esta misión, muy pronto Dios amplió su campo de acción con la obra «de los pobres niños abandonados, que no tenían a nadie que se cuidara de ellos».
Después vino «la asistencia a los pobres delincuentes o galeotes». Para con ellos, Vicente tiene el corazón lleno de compasión. Ha visto cómo son tratados: como bestias, a merced de personas sin piedad alguna. Pero entonces es Dios mismo el que tiene compasión y dispone «que fueran servidos por sus propias hijas, puesto que decir Hija de la Caridad es decir hija de Dios».
Están también «los pobres ancianos del Nombre de Jesús y esas pobres gentes que han perdido la razón». Dios mismo se sirve de las Hijas de la Caridad para tener cuidado de los locos. Sirviéndoles, recordarán que «honran en ellos a la persona de Nuestro Señor… y que deben ver en ellos la sabiduría encarnada de Dios, que quiso pasar por loco, sin serlo efectivamente». Con el Asilo del Nombre de Jesús se intenta remediar el sufrimiento que experimentan los ancianos al sentirse inútiles, ocupándolos en diversos trabajos útiles según sus posibilidades.
La lista es ya consistente. No es, sin embargo, completa. Vicente añade: «No sabemos si viviréis lo bastante para ver que Dios da nuevas ocupaciones a la Compañía». Poco después repite a las hermanas que deben estar dispuestas para servir a los pobres en todas partes, aun en los campamentos militares, como ya lo habían hecho cuando para ello habían sido requeridas. De hecho, eso había acontecido ya en 1653. Incitada por Vicente, Luisa, la primera, se había atrevido a enviar mujeres a los campos de batalla: a Chálons-sur-Marne, a La Fére, a Calais, a Sedán, a Arrás. Vicente no se cansa de ilustrar a estas valientes apóstoles de la caridad la belleza de su servicio: «¡Qué motivo para humillarse al ver que Dios quiere servirse de vosotras en tan grandes cosas! Salvador mío, los hombres van a la guerra para matarse entre sí; ¡y vosotras vais a la guerra para reparar los daños que allí se hacen! ¡Qué bendición de Dios!».
Un campo que vio a las Hijas de la Caridad empeñadas desde el principio fue el de la instrucción: de la ocasional en sus visitas a los enfermos a la sistemática a las niñas pobres, especialmente de las aldeas; de la instrucción religiosa a la escolar…
Las Damas de la Caridad les pedían de modo particular que tuvieran cuidado «de instruir a los pobres en este misterio (Santísima Trinidad), necesario para la salvación, dando algunas clases, ya que la mayor parte de esas pobres gentes no van a las predicaciones, ni a los catecismos, y así ignoran ordinariamente este misterio». De donde la necesidad de que las Hijas de la Caridad estuvieran bien formadas, ellas mismas. El catecismo de Belarmino era lo mejor que existía. Luisa tendrá cuidado de leerlo y de explicarlo a las hermanas, con el fin de que todas lo aprendieran para poderlo enseñar a los demás, dado que tenían la misión de instruir. Vicente bendice el celo de sus hijas, que en alguna ocasión particular tratan de instruir también a jóvenes maduras y mujeres ancianas, y dice que es necesario enseñarles no sólo los puntos de la doctrina, sino también las buenas costumbres y los deberes del buen cristiano.
En el aspecto de la instrucción escolar, la preferencia era la educación de las muchachas. Vicente quería que sus hijas se ejercitaran en la lectura y en la escritura para estar «preparadas para enseñar a las niñas» y les decía: «Es preciso, mis queridas hermanas, dedicarse seriamente a ello, puesto que se trata de uno de los dos fines por los que os habéis entregado a Dios: el servicio a los enfermos y la instrucción de la juventud, especialmente del campo»; «ejercitaos en aprender a leer, no para vuestra utilidad particular, sino para poder ser enviadas a los lugares en donde podáis enseñar». Es una preocupación bien motivada: a través de los hijos se llega a los padres. Vicente lo sabe y se lo recuerda a las hermanas: «Y vosotras, mis queridas hermanas, que hacéis profesión de instruir a las niñas, instruís también por este medio a sus padres y a sus madres, como vemos en las misiones, porque los niños les refieren lo que ellos han aprendido; los pequeños enseñan a los mayores lo que éstos deberían haberles enseñado».
También en el cumplimiento de este ministerio las Siervas de los pobres deben conducirse con una caridad que se dirija a los pobres aceptando «sólo a las niñas que sean pobres» o si tuvieran que admitir también a las ricas, lo harán de modo que «las pobres sean siempre preferidas a las ricas, y que éstas no desprecien a las otras». Aún más, entre las niñas pobres, hay que preferir a las más pobres: «Serán igualmente y todavía más solícitas por instruir a las que no pueden casi nunca ir a la escuela, como las pastorcitas, las vaqueras y otras que llevan los animales a pastar, tomando a las unas y a las otras en el tiempo y lugar en que las encuentren, no sólo en las aldeas, sino también en la abierta campiña, caminando». Al ordenar las horas de escuela, se deben tener en cuenta a aquellas niñas «que van a pedir limosna o que van a jornal para ganarse la vida; éstas deben ser las preferidas, y acogidas cuando lleguen, y ayudadas según sus necesidades». Cuando se trata de muchachas pobres, las Hijas de la Caridad deben acogerlas siempre para instruirlas «sean de la edad que sean, a cualquier hora que se presenten, aunque sea durante las comidas, si no pueden esperar». Caridad universal, en resumidas cuentas, porque abraza a todas las categorías de pobres y porque no conoce límites de espacio. La caridad de Cristo empuja a las Hijas de la Caridad a superar todo obstáculo determinado por las distancias: desde París la esfera de su acción se alarga a los más remotos lugares de Francia, supera las fronteras nacionales y llega a socorrer a los pobres de Polonia. El 14 de julio de 1650 les dice que se las pide hasta de más allá de los mares».
Está también la asistencia a las poblaciones atacadas por las epidemias, por las numerosas y sangrientas guerras, está el socorro a los prisioneros y a los prófugos. No hay situación de pobreza que no vea allí a » la Hija de la Caridad, que pertenece a Dios para el servicio de los pobres y que, por lo tanto, debe estar más con los pobres que con los ricos».
3. No para otros sino para los pobres
Santa Luisa expresaba el deseo ardiente de su corazón: «¡Ah! ¡qué dicha si la Compañía, sin ofensa de Dios, no tuviera que ocuparse más que de los pobres desprovistos de todo!». De ese modo las Hijas de la Caridad permanecerían permanentemente fieles a su ideal: de hecho han nacido para procurar todo servicio a los pobres, para socorrerlos de todas las maneras, y no para otra cosa sino para esto. Todo por los pobres, nada para otros que no sean pobres. Por eso la santa recomienda a sus Hijas: «… no demuestren ustedes mismas querer otra cosa que servir a los pobres y a sus alumnas». Con extrema concisión recuerda san Vicente que «las Hijas de la Caridad están únicamente para los enfermos que no tienen a nadie que los atienda». Su regla, por consiguiente, les prohíbe asistir a las personas ricas, aduciendo el motivo de «no ser eso conforme a su Instituto, que no tiene por objeto sino la asistencia de los pobres».
Determinaciones así de claras terminan por convertirse en las motivaciones fundamentales del ser y del obrar de las Hijas de la Caridad. Son conscientes de que Dios las llama para esto solamente, que de la fidelidad a esta misión depende su grandeza y que en ello está toda su gloria. Se explica así la extrema repugnancia de algunas Hijas de la Caridad a dedicarse a otras obras. Es el caso de María Dionisia que, invitada a entrar al servicio de la Duquesa de Aiguillon, respondió que había dejado a su padre y a su madre para entregarse al servicio de los pobres por amor de Dios. Poco después es mandada Bárbara Angiboust: el lujo del palacio de aquella gran Señora la aterra y vuelve a san Vicente llorando y suplicándole que la devuelva a sus pobres. Ante la insistencia del santo, Bárbara retorna al palacio de la Duquesa, pero sólo aguanta unos pocos días. La Duquesa misma, viendo la pena de Bárbara, le deja volver al servicio de los pobres. Idéntico es el comportamiento de Margarita Moreau que se excusa ante la Reina de Polonia: «¡Ay, señora! Yo soy de los pobres, me he entregado a Dios para eso; hay muchas personas ilustres que pueden servir a su majestad; permítame hacer aquello para lo que me ha llamado Dios».
En los encuentros de san Vicente con las Hijas de la Caridad, el santo refiere gozosamente estos modelos de fidelidad a la vocación. Servir a los pobres constituye la suprema aspiración de toda verdadera Hija de la Caridad: «Si yo tuviera fuerzas para ello, cuánto me gustaría servir a los pobres hasta el fin de mi vida y hasta el fin del mundo para agradar así a Dios».
4. El servicio de los pobres debe preferirse a todo
En la Iglesia de Dios hay una gran diversidad de dones y de ministerios. En el origen de toda Comunidad hay una particular manifestación del Espíritu que confía a esa Comunidad una misión especial y le modela el corazón para ella. Las Hijas de la Caridad están llamadas al servicio total y exclusivo de los pobres: esta misión de caridad es su propia fisonomía, el centro unificador de su vida. Vicente gusta de hacer notar a sus Hijas cómo todas las otras Congregaciones sirven a Dios según el propio fin específico, y cómo ellas, las Hijas de la Caridad, deben servirlo en la persona de los pobres». Por ello les propone esta regla de oro: «El servicio de los pobres tiene que preferirse siempre a todo lo demás». La motivación es muy sencilla y teológicamente indiscutible: «… la caridad está por encima de todas las reglas y es preciso que todas lo tengáis en cuenta. La caridad es una gran dama; hay que hacer todo lo que ordena».
La vida y la actividad de las Hijas de la Caridad encuentran en este principio claro y en plena armonía con la ley evangélica, su fuerza de propulsión y su profunda unidad: todo se ordena al servicio de la caridad hacia Dios expresada en el servicio amoroso de los hermanos, todo está en función de esto y por ello viene determinado. No hay ámbito que pueda sustraerse a tal lógica. Vale la pena subrayar algunos aspectos.
• Una primera aplicación se refiere al discernimiento vocacional y a la formación.
Según Luisa, las jóvenes que aspiren a ser Hijas de la Caridad deben ser «espíritus equilibrados y que deseen la perfección de los verdaderos cristianos, que quieran morir a sí mismas… para que el espíritu de Jesucristo reine en ellas…», almas atraídas del solo deseo de servir a Dios en los pobres para siempre y dispuestas a volverse a sus casas en el caso de que no sean consideradas aptas. No se requieren dotes excepcionales. Lo importante es que su vocación sea verdadera y que tengan las debidas cualidades de cuerpo y espíritu para poder dedicarse al servicio de los pobres dondequiera.
En el Consejo del 19 de febrero de 1656, Vicente recomendó a las hermanas que prestaran atención a este punto de fundamental importancia, para evitar que se llegara a hacer «de la casa de las Hijas de la Caridad una enfermería, donde se necesitarían otras Hijas de la Caridad para servir a las enfermas, siendo así que ellas deben servir a los pobres».
• Una segunda aplicación se refiere al empleo del tiempo.
La Hija de la Caridad «pertenece a Dios para el servicio de los pobres». Como consecuencia, «el tiempo de las Hijas de la Caridad tampoco es suyo: se lo deben a los pobres y a la práctica de sus reglas». Perder el tiempo es por consiguiente causar un daño a los pobres. Por ello, tratarán de estar siempre útilmente ocupadas: «El tiempo que os quede después del servicio a los enfermos tenéis que emplearlo bien; no estéis nunca sin hacer nada…. «.
Será un modo concreto de imitar a Dios que trabaja incesantemente, de seguir el ejemplo de Jesucristo, el de la Virgen María, el de san Pablo y el de los antiguos Padres; un modo también de ganarse al menos parte de la propia vida, de evitar los males provenientes de la ociosidad, de contribuir a la formación de otras Hijas de la Caridad. La regla de oro a la que atenerse la expresa así el Fundador: «Las Hijas de la Caridad deben hablar poco y hacer mucho».
Estar ocupadas, de acuerdo. ¿Pero a qué trabajos dedicarse? A trabajos necesarios o útiles para la comunidad o para los pobres, siempre en los tiempos que queden libres del servicio a los pobres y de los otros deberes. Vicente vuelve varias veces sobre el tema y habla de coser y de hilar, el resto está previsto en la Reglas. Un trabajo particular que, dada la situación de la época, los Fundadores recomendaban a las Hijas de la Caridad era aprender a leer y a escribir, no tanto para su utilidad propia personal cuanto para mejor servir a Dios y al prójimo: «Vuestra regla os ordena, hijas mías, que aprendáis a leer y a escribir en las horas destinadas a tal fin. Yo desearía, hermanas mías, que tuvieseis todas este conocimiento, no ya para ser sabias, pues esto muchas veces no hace más que hinchar el corazón y llenarlo del espíritu de orgullo, sino porque eso os ayudaría a servir mejor a Dios…, para que podáis escribir vuestros ingresos y vuestros gastos, dar noticias vuestras a los lugares apartados, enseñar a las pobres niñas de las aldeas». Luisa deseaba que sus Hijas aprendieran a escribir, al menos para que estuvieran en condición de enviarle sus noticias, pero se preocupaba mucho de que esta ocupación no las distrajera del servicio de los pobres».
Llamadas a servir corporal y espiritualmente a los pobres, las Hijas de la Caridad no pueden prescindir de un esmerado conocimiento de la doctrina cristiana. Por eso los Fundadores les pedían que se ejercitaran en la enseñanza del Catecismo. Los días de fiesta se prestaban mejor para esa ocupación, pero no se excluía que se pudiesen sacar algunos momentos en los otros días. Y, porque se aprende mejor de la experiencia viva, se les sugería que fueran a las parroquias donde el catecismo se enseñaba bien. Luisa misma compuso un catecismo, entre 1629 y 1633.
Precisamente para una escrupulosa utilización del tiempo, que no es suyo sino de los pobres, las Hijas de la Caridad no pueden encontrar momentos libres para recibir o hacer visitas, ni para escribir o hacer cumplidos. Luisa es categórica: «Creo que no tiene usted tiempo que dedicar a otra cosa ni a otro fin que al servicio de los pobres y que no se le ocurrirá que tiene usted obligación de visitar o escribir a las personas religiosas o a las señoras, a menos que haya una gran necesidad para ello. Si acaso tuviera usted algo de tiempo de sobra, creo que lo empleará usted mejor en ganar algunos sueldos trabajando para los pobres, o bien en instruir a algún pobre enfermo, diciéndole algunas palabras útiles para su salvación, que en dedicarlo a hacer cumplidos…». Y en otro lugar: «Creo que recordarán bien que no deben hacer visitas más que a los pobres y sólo a los enfermos». En su amor a los pobres, Luisa llegaba alguna vez al punto de no escribir Hijas de la Caridad «para no quitarles tiempo del servicio de sus pobres enfermos, que no quisiera yo saliera en manera alguna perjudicado».
• ¿Qué decir, entonces, de otras actividades que no son para los pobres?
De todo lo expuesto anteriormente resulta evidente que las Hijas de la Caridad son para los pobres y para nada más que para los pobres. Fácilmente se deduce la aplicación: cualquier obra que pueda distraerlas del servicio de los pobres, más aún todavía, cualquier obra que pueda aunque sólo sea frenar este servicio, no puede ser emprendida por ellas. Es interesante e instructiva la actitud de los Fundadores frente a los problemas de los comienzos de las obras.
Luisa permaneció perpleja por largo tiempo cuando se trató de la fundación del Hospital de Bernay. Según su manera de pensar y la de Vicente, el Hospital quería apartar a las Damas de la Caridad de la visita a los pobres y privar a las Hijas de la Caridad de su anhelo de ir a la búsqueda de los mismos, como era su deber hacer. Los pobres vergonzantes permanecerían privados de la ayuda que les proporcionarían los alimentos y medicinas que se les llevaba en las visitas a domicilio. Fundado el Hospital, la santa expresó su alegría, añadiendo, sin embargo, «con tal de que ello no interrumpa el ejercicio de la Cofradía de la Caridad…». Por eso, aun donde hay un Hospital, es igualmente necesaria la fundación de la Cofradía de la Caridad con el fin de ir al encuentro de los pobres vergonzantes, que no se atreverán a entrar en el Hospital.
Otro problema se les presentó bien pronto a las Hijas de la Caridad: recibir o no en las propias casas a mujeres como pensionistas. Se discutió el asunto en el Consejo del 30 de octubre de 1647 y la decisión fue que no, porque las Hijas de la Caridad «les deben a los pobres todo el tiempo de que disponen, y recibir pensionistas es obrar en cierto modo en contra de lo que deben» Por eso, Vicente escribe a la Hermana Sirviente de Saint-Fargeau que aceptar pensionistas no está en conformidad con el uso de la Compañía, «ya que eso les aparta de otras faenas más necesarias».
El mismo principio vale para otras ocupaciones, como lavar la ropa de la iglesia, limpiar y adornar los templos y altares: esas actividades «aunque santas, las apartarían del servicio de los pobres». Apenas veinte años después de la muerte de los Fundadores, el P. Jolly dirigirá a los Sacerdotes de la Misión un «Memorial relativo a la dirección de las Hijas de la Caridad», en el cual prohibirá que se las emplee en toda una serie de actividades, que se consideraba apartaban a las Hermanas del servicio de los pobres.
• Las relaciones que as Hijas de la Caridad
Pueden o deben tener con otras personas
han de regularse por las exigencias
del servicio de los pobres
Dado el origen de la Compañía, es natural que tuvieran una relación muy particular con las Damas de la Caridad, a las que debían respetar y honrar como a las madres de sus señores los pobres y por el hecho de que eran ellas las que les daban la posibilidad de servir a los pobres; pero el respeto y el honor no eran todavía todo, se requería también la obediencia. En san Vicente encontramos un texto particularmente claro: «A propósito de las damas, tenéis que obedecerles en todo lo que os ordenen, exponerles la situación de los enfermos, aceptar sus órdenes, en todo, y seguirlas muy exactamente, sin cambiar nunca nada de lo que os digan y reconociendo que a ellas les toca ordenar y a vosotras obedecer. Pero tengo que daros un consejo muy importante: es que no os situéis en paridad e igualdad con ellas, ni coartéis su autoridad ordenando cosas por vosotras mismas porque lo estropearíais todo, hijas mías, arruinaríais la Caridad, ellas no os querrían y lo abandonarían todo. Las damas hacen mucho por el mantenimiento de la Caridad; vosotras no dais más que vuestro tiempo, que no serviría de nada sin la generosidad de ellas; ellas son como la cabeza del cuerpo y vosotras no sois más que los pies. ¿Qué pasaría si los pies quisieran mandar y que la cabeza fuera por donde ellos quisieran?… Pues bien, hijas mías, si queréis que la Caridad subsista y que los pobres sigan siendo asistidos, tenéis que obrar de esta forma con las damas… (con) una gran dependencia, sumisión y obediencia…». Lo mismo precisa santa Luisa al dirigirse a una hermana en estos términos: «Le ruego, querida hermana, que cuide de no disgustar a ninguna de las damas y de no sobrepasar en nada lo que tienen por costumbre hacer… Si tiene usted necesidad de negar alguna cosa, hágalo con mansedumbre y humildad porque no tenemos derecho de hacerlo de otro modo, ya que Dios nos ha llamado a nuestra vocación para ayudar a las damas en el servicio a los pobres y, por consiguiente, somos las servidoras de unas y otros.
Otra categoría de personas a la que las Hijas de la Caridad estaban obligadas a obedecer en relación con el servicio de los pobres eran los médicos. Esta obediencia a los médicos les está prescrita tanto en las Reglas Comunes como en las particulares de las Hermanas de las parroquias. Vicente precisa: «No hay que hablar contra sus prescripciones, ni hacer vuestras medicinas con otras composiciones; haced puntualmente lo que ellos dicen, tanto en las dosis como en las drogas. A veces va en ello la vida de las personas. Respetad, pues a los médicos no sólo porque son más que vosotras y porque son sabios, sino porque Dios os lo manda, y esto en la Santa Escritura donde hay un pasaje sobre ellos que dice: «Honrad a los médicos porque los necesitáis». Los mismos reyes los honran y todos los grandes del mundo. Entonces, ¿por qué vosotras, con la excusa de que os son familiares, de que os hablan libremente, no ibais a tener con ellos el honor y el respeto que les debéis? Hijas mías, poned cuidado en esto, por favor Y aunque os parezca que unos lo hacen mejor que otros, guardaos mucho de despreciarlos, porque es la ignorancia lo que os impide conocer por qué los médicos observan diversos métodos para tratar a los enfermos, obteniendo, sin embargo, efectos semejantes. Por eso, hijas mías, tenéis que tratarlos siempre con gran respeto»». No se piense, sin embargo, que se trate de una obediencia mecánica, de una mera ejecución material de las órdenes. No, las Hijas de la Caridad colaboran con el médico, informándole de los cambios notables en la condición de los enfermos, quedando a disposición en el caso que se requiriera para suministrarles las medicinas, etc. Más aún, esta colaboración era para ellas una útil escuela para situaciones particulares: «Tened también mucho cuidado de fijaros en la manera con que los médicos tratan a los enfermos en las ciudades, para que cuando estéis en las aldeas, sigáis su ejemplo, o sea, en qué casos tenéis que sangrar, cuándo tenéis que retirar la sangría, qué cantidad de sangre tenéis que sacar cada vez, cuándo hay que hacer sangría en el pie, cuándo las ventosas, cuándo las medicinas, y todas esas cosas que sirven en la diversidad de enfermos con quienes podáis encontraros. Todo eso es muy necesario, y haréis mucho bien cuando estéis instruidas en todo».
¿Y los ricos? Si las Hijas de la Caridad deben tratar con respeto y honor a los pobres porque son sus señores y amos, con respeto y honor se deben acercar a los ricos para que les den los medios de hacer el bien a los pobres. Para las Hijas de la Caridad es un deber tratar bien de palabra y respetuosamente a las personas que van a visitar a los pobres, porque deben «atraer a los bienhechores con amabilidad».
5. Lo mejor le pertenece a los pobres
Quien trata con los pobres, quien está llamado a su servicio, debe necesariamente asumir un correspondiente estilo de vida. Para decirlo con santa Luisa: «El recuerdo de su condición de siervas de los pobres es muy necesario a las Hijas de la Caridad para mantenerse fieles a su deber». De ello se derivan consecuencias a nivel personal y comunitario. Se trata de vivir en la santa pobreza, «considerando que son siervas de los pobres», «que han nacido pobres, que deben vivir como pobres, por amor del pobre de los pobres, Jesucristo, nuestro Señor». Solemnísima es la afirmación de principio: «No tenéis derecho más que a la comida y al vestido, el resto pertenece al servicio de los pobres». La consideración de que son siervas de los pobres debe conducir a las Hijas de la Caridad a «preferir la comodidad de los enfermos a la suya», a «darles lo mejor, porque les pertenece», a «tener menos que ellos», dado que los pobres son los señores y ellas las siervas. Las consecuencias se refieren a todos los aspectos de la vida: los pobres sufren, es justo que también ellas sufran alguna cosa junto con sus señores; los pobres no tienen con qué saciar el hambre, las Hijas de la Caridad deberían avergonzarse si desearan vivir opulentamente; los pobres están mal vestidos, las siervas de los pobres deberían enrojecer de vergüenza y de confusión al verse mejor vestidas que ellos.
Se trata de evitar también la apariencia, la impresión de riqueza. En este sentido santa Luisa escribe a Sor Bárbara Angiboust que, cuando se trate de buscar alojamiento fijo, «deberán tener cuidado de elegir una vivienda propia para unas pobres mujeres». Y tratándose después de la necesidad que la casa de las Hijas de la Caridad tenía de ciertos arreglos, piensa que «si fuera posible tener piedras gastadas para construir, a fin de que no pareciera un edificio nuevo, habría que hacerlo».
Una situación particular en la que las siervas de los pobres deberán conformarse con sus señores es la enfermedad. Como de costumbre, san Vicente es muy claro: «Cuando una Hija de la Caridad es verdaderamente Hija de la Caridad cuando está sana, lo será también cuando esté enferma. Por eso se sentirá muy contenta de verse servida lo mismo que los pobres enfermos. Deja de ser Hija de la Caridad si, al caer enferma, desea verse tratada delicadamente». La Regla, de otra parte, era clara: » Observará la santa pobreza en sus mismas enfermedades, contentándose con la asistencia de los pobres en medicina, alimento, y demás auxilios…, considerando sobre todo en esta ocasión, que las siervas no han de ser mejor cuidadas que sus amos…»
6. Los bienes de los pobres son bienes de Dios
Su servicio lleva necesariamente a las Hijas de la Caridad a administrar bienes y dinero. Deben hacerlo, sin embargo, no como propietarias, sino únicamente como administradoras y dispensadoras de bienes que son de los pobres, y, por lo tanto, de Dios.»… ¿A quién se lo quitáis cuando os quedáis con alguna cosa de las que han puesto en vuestras manos? ¡A los pobres! ¡Oh, Salvador! ¡los pobres! ¡Y entonces se lo robáis a Dios mismo… Por eso es un sacrilegio, ya que se trata de algo que pertenece a Dios, pues él es el que ha inspirado a esas personas que se lo dieran a los pobres…». El Santo añade que comportarse así es hacer como Ananías o Judas, y convertirse «en ladronas de los bienes de los pobres» y, si esto llegara a acaecer, «decid adiós a la Caridad». Son, en consecuencia, insistentes las recomendaciones a tener mucho cuidado de no tomar o retener nada de los bienes de los pobres y a no usarlo para otros porque sería pecar contra la justicia. Para evitar cualquier falta, santa Luisa pedía a las Hermanas que llevaran cuentas distintas de sus gastos y de los de los pobres».
7. Una nueva «imaginación de la caridad»
«Los pobres… que no saben donde ir, no saben qué hacer, que sufren tanto y crecen en número más cada día, son mi peso y mi dolor». Así se expresaba san Vicente, que vivía para los pobres, para ellos organizaba la caridad y conseguía implicar en su celo a tantas personas. Los pobres constituyen la herencia dejada por Luisa en «su testamento espiritual» a las Hijas de la Caridad: «Tengan gran cuidado del servicio de los pobres». A lo largo de los siglos las Hijas de la Caridad han sido fieles a esta recomendación, haciendo del honrar a Jesucristo, sirviéndolo corporal y espiritualmente en la persona de los pobres, la razón de ser de su vida, el sostén de su equilibrio interior. Es con ese mismo espíritu con el que afrontan los retos de este inicio del tercer milenio.
El gran Jubileo del 2000 ha despertado energías dormidas, y en muchas diócesis se ha cerrado dicho jubileo poniendo en marcha iniciativas concretas de atención a los pobres. En su Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte Juan Pablo II recuerda, de una parte, que «nadie puede ser excluido de nuestro amor» y, de otra, que «ateniéndonos a las indiscutibles palabras del Evangelio, en la persona de los pobres hay una presencia especial de Cristo, que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos». El ámbito de la pobreza, conformado por viejas y nuevas pobrezas, se ha ampliado hoy desmesuradamente. Las Hijas de la Caridad deben sentir como dirigido a ellas en primera persona el llamamiento del Papa a una «mayor creatividad», a una nueva imaginación de la caridad, que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno».
Vienen a la mente las palabras que en el film Monsieur Vincent se ponen en los labios de san Vicente, el cual, ya en su ocaso, se dirige a la joven Hija de la Caridad enviada a servir a los pobres: «… te darás cuenta pronto de que la caridad es pesada de llevar, más que la marmita de la sopa, más que el cesto lleno… pero conservarás siempre tu dulzura y tu sonrisa… No es todo dar el caldo y el pan; esto también los ricos pueden hacerlo… Tú deber es ser la pequeña Sierva de los Pobres, la Hija de la Caridad siempre sonriente y de buen humor. ¡Los pobres son tus amos! ¡Amos terriblemente susceptibles y exigentes, ya lo verás! Por tanto, cuanto más repugnantes y sucios, cuanto más injustos y groseros sean ellos, más deberás amarlos tú. ¡Por tu amor, por tu amor únicamente, los Pobres te perdonarán el pan que tú les des!»
Se trata hoy como ayer de «actuar de tal manera que los pobres, en cada comunidad cristiana se sientan como en su casa. Es a este nivel donde se juega la misma credibilidad del anuncio del Evangelio porque —como advierte poco después Juan Pablo II— «sin esta forma de evangelización, llevada a cabo mediante la caridad y el testimonio de la pobreza cristiana, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día. La caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras».