Afianzar la Compañía

Mitxel OlabuénagaHistoria de las Hijas de la CaridadLeave a Comment

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Author: Benito Martínez, C.M. · Year of first publication: 1995 · Source: CEME.
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Los votos

Durante el verano de 1640, mientras Luisa organizaba las comunidades de Angers y de los niños abandonados y se preocupaba de los galeotes, no olvidaba avanzar en las es­tructuras de la Compañía. Estaba convencida de que las Hijas de la Caridad formaban bastante más que una simple cofradía; como ella, pensaba Vicente de Paúl, el superior, y había que mentalizar también a las Hermanas.

Luisa nos cuenta cómo a la vuelta de Angers, en julio de 1640, Vicente de Paúl vol­vió a reunir a las Hijas de la Caridad para darles las conferencias que había interrumpi­do hacía tiempo. Los dias 5 y 19 de julio, midiendo bien las palabras, les dijo que, al vi­vir en comunidad, tenían una entidad parecida a las religiosas y que también ellas esta­ban en estado de perfección, les anunció que no sólo tenían Reglamentos sino que ten­drían también Reglas comunes; les repitió que estaban obligadas a hacer lo que el Hijo de Dios hizo en la tierra, como era someter la voluntad por la obediencia y «trabajar por el prójimo, visitando y curando a los enfermos e instruyendo a los ignorantes para su salvación». Les recalcó que eran las primeras mujeres en hacerlo, después de aquellas que habían seguido a Jesús; hasta no fundarse las Hijas de la Caridad, no se había instituido en la Iglesia ninguna fundación para este fin. Luisa que lo escribió, lo asumió como men­talidad también suya. Con la llegada de Margarita Naseau hacía 1630, las Hijas de la Ca­ridad fueron esas primeras mujeres. Ni Luisa ni las Hijas de la Caridad se escandaliza­ron cuando escucharon cómo Dios, al fundar la Compañía tuvo un plan igual que cuan­do fundó a los capuchinos y a los jesuitas o a cualquier otra congregación femenina de religiosas.

Llama la atención que ya el 5 de julio de 1640, San Vicente de Paúl públicamente de­clarase delante de las Hermanas que pensaba introducir los votos en la Compañía. Luisa estaba totalmente de acuerdo, pues al copiarlo, recalca como de paso, pero con toda cla­ridad, lo que San Vicente dijo también de paso: «aunque por ahora no tengan votos». A ella no se le escapó este matiz; más, le tuvo que agradar; iba de acuerdo con su sicolo­gía y su espiritualidad de anonadarse ante Dios y honrarlo con la virtud de la religión. Anteriormente, ya había hecho varios votos y, aunque fueron para aplacar a Dios, supo- que se rebajaba como pecadora y ensalzaba a Dios todopoderoso en un acto de adoración.

Quince días más tarde, los dos santos prepararon una especie de encerrona a las Hijas de la Caridad. El superior las provocó para que fueran ellas quienes pidieran los votos, y Santa Luisa de Marillac lo escribe para que quede constancia escrita para todas las Hijas de la Caridad que lleguen en el futuro:

«¡Qué consolado me sentí [habla San Vicente], mis queridas Hermanas, uno de estos días! Es preciso que os haga partícipes. Oía yo leer la fórmula de los votos de los religiosos hospitalarios de Italia, que era en estos términos: «Yo N. hago vo­to y prometo a Dios guardar toda mi vida la pobreza, la castidad y la obediencia y servir a nuestros señores los pobres». Ved, hijas mías, es una cosa muy agradable a nuestro buen Dios honrar así a sus miembros, los queridos pobres».

El tono de exclamación y el sentimiento participativo que empleó el hábil superior, así como llevar dispuesta la fórmula, nos inducen a creer que todo estaba preparado. No obs­tante, a las Hijas de la Caridad y a la señorita Le Gras les tenía que haber sonado a here­jía contra los pobres, ya que en el siglo XVII, los votos en una institución femenina re­conocida por la Iglesia se consideraban públicos, y los votos públicos implicaban ser re­ligiosas y ser religiosas imponía la clausura y la clausura impedía servir a los pobres en cualquier lugar y a cualquier hora. Es decir, votos, religiosas, clausura eran la muerte de la Compañía, su destrucción. Pero nadie se escandalizó. La respuesta a esta dificultad ya la conocía Luisa. Seguramente, Vicente de Paúl la había preparado a su lado, pues a la respuesta de algunas Hermanas «si en la Compañía no podría haber Hermanas admitidas a semejante acto», respondió:

«Sí, por cierto, pero con esta diferencia: que los votos de estos buenos religio­sos, al ser solemnes, no pueden ser dispensados ni por el Papa; pero los que voso­tras podríais hacer, los podría dispensar el obispo».

Solución hipotética pero audaz, a pesar de todo. La habilidad exige paciencia y deli­cadeza. A la pregunta, acaso de Luisa, «¿sería bueno que las Hermanas los hiciesen en particular según su devoción?», San Vicente «respondió que había que guardarse de eso, pero que si alguna tenía ese deseo, debería hablar con sus superiores y después quedarse tranquila, ya se lo permitieran o se lo negaran». El 25 de marzo de 1642, Luisa, Sor Bár­bara Angiboust y otras tres Hermanas, seguramente Juana Lepeintre, Enriqueta Gesseau­me e Isabel Gouteux, más conocida como Mme. Turgis, hicieron los votos privados y per­petuos por primera vez en la Compañía.

Después, llegó el silencio al exterior. Tanto Vicente de Paúl como Luisa de Marillac tomaron precauciones para no causar alboroto en la sociedad ni suspicacia en la jerarquía eclesiástica. Hasta finales de 1648, Luisa no escribió en sus cartas la palabra voto. Cuan­do se lo exigía la necesidad ponía sencillamente una V o una W, o los llamaba marcas, aquello que. Tenía miedo de que, a causa de los votos, las creyeran religiosas y las obli­garan a encerrarse en la clausura.

Después, muchas Hijas de la Caridad hicieron los votos, sin que constituyeran una par­te esencial en la naturaleza de la Compañía. Luisa los consideraba como los votos que po­día hacer una mujer piadosa en su casa. Si hubieran conocido la existencia de los votos muchas personas enteradas de la igualdad que gozaban todas las Hijas de la Caridad se habrían extrañado que hubiera desigualdad con relación a los votos: No era obligatorio hacer los votos, aunque las Hermanas tendían a hacerlos como una meta de su espiritua­lidad que las llenaba de alegría y de ilusión; ninguna Hermana podía hacer los votos sin la autorización del superior, Vicente de Paúl; sólo, se permitía hacer los votos a las Her­manas que llevaban algunos años en la Compañía, viviendo como verdaderas Hijas de la Caridad y dando señales de perseverancia; Vicente de Paúl dudó y tardó algunos años en decidirse si las Hijas de la Caridad harían los votos perpetuos o anuales, pero, eso sí, siem­pre votos privados.

En vida de Luisa de Marillac, hubo por lo tanto, Hijas de la Caridad sin votos, Hijas de la Caridad que habían hecho votos perpetuos y otras que los habían hecho anuales. Y todas se consideraban auténticas Hijas de la Caridad.

Portail, Director General

Entre 1640 y 1642, mientras las Hijas de la Caridad vivían el impacto de los votos y de la expansión de la Compañía, Vicente de Paúl se sentía impotente para continuar aquel ritmo vertiginoso. Estaba cargado con multitud de trabajos caritativos y sociales. La po­breza se estacionaba en todas las regiones de Francia, los pobres salían de cualquier calle y de las casas más insospechadas. El entramado que había creado para remediarlo lo ocu­paba todos los días: Superior General de la Congregación de la Misión (padres paúles), misiones populares, ejercicios a ordenandos, conferencias de los martes a los sacerdotes, supervisor de las Caridades y Director de la Caridad del Gran Hospital, calamidades de la guerra que llegaban hasta París, director de señoras, etc. Era demasiado atender, además, a la Compañía de las Hijas de la Caridad, de una vitalidad asombrosa y con una estructu­ra canónica que chocaba con la mentalidad de la Iglesia. Desde finales de 1633, Vicente contemplaba ilusionado la dirección acertada con que Luisa conducía la Compañía y a las jóvenes. Confiaba plenamente en su colaboradora y poco a poco se desentendía del go­bierno inmediato de las Hijas de la Caridad. Al firmar el contrato con el Gran Hospital de Angers la mandó que firmara ella como directora. Él seguía siendo el Superior General que exponía las ideas de lo que debía ser la Compañía y solucionaba los problemas ca­nónicos.

Desde 1640, Vicente venía encargando a algunos padres paúles ciertos trabajos con las Hijas de la Caridad, especialmente las Visitas Canónicas. De forma más frecuente, se las encomendó a los padres Lamberto y Portail. Asimismo, a éste, lo llevaba consigo a las reuniones, conferencias y, más tarde, a los consejos de las Hermanas, sustituyéndolo en sus ausencias. Y así, sin que exista ningún documento oficial de nombramiento, Portail quedó como sustituto o delegado de Vicente de Paúl ante las Hijas de la Caridad. Es de­cir, fue el primer Director General de la Compañía. Sin que nadie se diese cuenta, nació una figura que enriquece las estructuras de la Compañía y le da una marca peculiar.

El padre Portail era inteligente y amable; cualidades que le hacían un excelente diplo­mático. Había estudiado en la Sorbona y, discípulo espiritual de San Vicente antes de ser su primer compañero en la fundación de la Congregación de la Misión, estaba bien preparado para ayudar a las Hijas de la Caridad. Hasta morir, el 14 de febrero de 1660, fue el primer Asistente del superior Vicente, y un fiel colaborador. Siempre que lo nombra San Vicente, lo hace con cariño y en términos elogiosos.

Había nacido el 22 de noviembre de 1590. Era, por lo tanto, un año mayor que Luisa. Era hombre espiritual, demasiado espiritual acaso, hasta terminar su vida como anacore­ta en el huerto de San Lázaro. Luisa también era espiritual, pero pisaba tierra. Todo fa­vorecía para que se entendieran, pero al principio, hacia 1642, no fue así. Antonio Portail no era Vicente de Paúl, ni la señorita Le Gras lo conocía como conocía a su director. Un día de 1642, Luisa se enteró de que el P. Portail, al pasar por las comunidades, encontra­ba Hermanas demasiado cansadas y absorbidas por el trabajo, y el buen padre espiritual les aconsejaba que hicieran los Ejercicios Espirituales. Otras veces, escuchaba a algunas Hermanas el malestar y la angustia que sentían en su comunidad, y comprensivo director les insinuaba que pidieran un destino.

En tiempos normales, todo esto hubiera sido considerado acertado y Luisa se lo hubie­ra agradecido, pero en los comienzos de la Compañía, las Hermanas escaseaban y las obras de los pobres aumentaban. De muchos lugares, pedían Hijas de la Caridad y tan pronto co­mo una Hermana quedaba liberada, se aceptaba la nueva obra. Para Luisa, los pobres no podían esperar. Tanto le atormentaba su pobreza que no tenía ninguna Hermana de repuesto, todas estaban ocupadas. Venirle una compañera pidiéndole hacer los Ejercicios o cambio de comunidad, significaba romperle el armazón o abandonar a los pobres. Los destinos úni­camente eran eficaces a su tiempo y los Ejercicios había que hacerlos por turno.

Cuando Luisa se enteró, se quejó al superior Vicente «de que el señor [Portail] habla a muchas Hermanas de hacer los Ejercicios al mismo tiempo y a casi todas de los v [otos], y las Hermanas que tienen el espíritu débil e impaciente no tienen reposo hasta no hacer­los y posponen para después hacer el bien. Y a mí me parece que, como disposición para unos buenos Ejercicios, —después de haberse disipado un poco, como suele ocurrir a me­nudo— deberían dedicarse antes a obrar mejor, y no proponérselos más que un poco an­tes de poder hacerlos» (c.76).

Seguramente, Vicente se sonrió sin darle importancia, pues le contestó en el mismo papel: «Hablaré con el señor Portail sobre el punto que dijimos ayer y sobre esos Ejerci­cios, y hablaremos a la vuelta, con la ayuda de Dios, de todo esto y usted me indicará to­das las cosas que tenga que decirle» (II, c.627). Luisa, nerviosa, no debió esperar a que le hablase o no se contentó con ello, pues le escribió al P. Portail «que podría haber algunas circunstancias en que se encontrara impedida o en la imposibilidad de obedecerle». Por­tail se asombró de la frase y Luisa se apresuró a explicársela: Jamás había pensado en des­obedecerle, ya que preferiría siempre el parecer de él a todas las razones de ella, pero —escribe— «algunas veces, cuando las Hermanas me dicen que su caridad les ha dicho que pidan hacer los Ejercicios o cambiar de lugar —aunque esta manera de avisarme sea un poco extraordinaria— sucede que es imposible por no haber persona capaz para ocu­par su puesto con dignidad y no solamente esto, sino que no hay ninguna» (c.729).

Se cruzaron varias cartas y Luisa se extrañó que Portail le dijera que había un mal in­curable ocasionado por la tardanza en acudir en ayuda de las Hermanas en particular. Por­tail se apresuró a explicarle la frase: «El mal que dije incurable no era otro que aquel que las Hermanas tienen por falta de ayuda mutua, y no usted, señorita, pues yo le aseguro que pondría la mano en el fuego por afirmar que no hay siquiera un pecado venial en la con­ducta de usted, ya que es conforme a la santa voluntad de Dios, según los sentimientos que usted ha testimoniado de palabra, por escrito y con obras… Si he faltado al respeto y a la discreción expresándole mis pensamientos, le pido perdón, aunque me parece que lo he he­cho según Dios y para su mayor gloria». Y Portail da por terminado el asunto, porque «ha­bría peligro de que, al final, se podría alterar la caridad mutua y recíproca» (D 638).

De aquí en adelante, Luisa conoció mejor al P. Portail y lo estimó; se dio cuenta de que era un hombre de Dios, entregado sin reserva a la Compañía, y lo alabó. Las relacio­nes que siguieron fueron las de dos santos unidos por la amistad y la confianza. Se escri­bieron muchas cartas en las que rezuma un olvido total de aquella pequeña peripecia que ellos consideraron «una cruz que Dios se permitió enviarles para probarlos y purificarlos más y más». La señorita Le Gras le pedirá frecuentemente que asista a las Hijas de la Ca­ridad y a éstas que acudan al P. Portail.

En la parroquia de San Lorenzo

Desde París, Luisa, menuda y agigantada, supervisaba las obras, dirigía la Compañía, formaba a las jóvenes recién venidas y hasta hacía algunas visitas a las Caridades de los pueblos. La casa de La Chapelle se hizo insuficiente para organizar obras tan distintas y de tanta envergadura. La distancia a San Lázaro, donde vivía San Vicente, no era mayor inconveniente: apenas un kilómetro. Pero era casa pequeña y lejos de la parroquia para que pudieran frecuentarla unas mujeres piadosas; además, era casa alquilada: no podían ni agrandarla ni acomodarla a las nuevas necesidades.

El 4 de febrero, Luisa estaba en Angers y allí recibió una carta de Vicente de Paúl en la que le proponía llevar la Casa central al pueblo cercano de La Villette, donde el párro­co les cedía una casa cerca de la parroquia. La idea no se realizó. Las Damas de la Cari­dad, que consideraban a las Hijas de la Caridad como algo suyo, recordaron que la seño­ra Goussault había dejado una suma de dinero para comprar casa a las Hijas de la Cari­dad, e implicaron a la señora de Lamoignon y a la duquesa de Aiguillon. En octubre, Lui­sa se encontró con dos propuestas: o bien comprar la casa de La Chapelle, donde ya vi­vían, o bien buscar otra casa, igualmente, en La Chapelle. Sin saber por qué, siempre en­contraba algunas dificultades que impedían el cambio. Buscó de nuevo en La Villette, más lejos de San Lázaro que La Chapelle, y también en el arrabal de Saint-Martin, cerca de Vicente de Paúl, pero no logró nada.

En febrero de 1641, vistas las dificultades, Vicente urgió a Luisa a que buscase una vi­vienda apropiada cerca de San Lázaro, aunque fuese alquilada. Y Luisa la alquiló en la pa­rroquia de San Lorenzo. A las pocas semanas de instalarse en el nuevo barrio, buscó a los po­bres y los encontró por todas partes. En una mirada rápida, descubrió que la necesidad más urgente era enseñar a las niñas pobres a leer y a escribir, cuentas y el catecismo. Sabía el ofi­cio de enseñar. Diez años antes, había ejercido de maestra por los pueblos, cuando visitaba las Caridades, y de nuevo se le presentaron las razones ineludibles para instalar una escuela. Pidió la autorización al Chantre de Nótre-Dame, la catedral, y el 29 de mayo de 1641, creó su escuela en el término de la parroquia de San Lorenzo, en el arrabal de Saint-Denis (c.48).

La casa alquilada la contentó pero no la satisfizo del todo: necesitaban casa propia. Por fin, encontraron dos casitas que le agradaron, situadas enfrente de San Lázaro. El 6 de sep­tiembre, firmaron ante notario un contrato por el que el señor Maretz y su esposa vendían a los padres paúles dos casitas colindantes, con patio, cochera, huerto y pozo. El precio fue de 12.000 libras, pero viejas y destartaladas como estaban, hubo que gastar otras 5.000 libras en reparaciones. Mientras duraron los arreglos, una parte de la comunidad continuó en La Chapelle, ya que el alquiler estaba pagado hasta el primero de enero de 1642.

Las compraron los PP. Paúles porque las Hijas de la Caridad no tenían personalidad jurídica para com­prar. El 1 de enero de 1653, cuando la Compañía estaba aprobada, Vicente se la vendió sacándola a pública li­citación según las leyes. Luisa pujó hasta 17.650 libras [12.000 de su valor más 5.000 de arreglos] (SV. X, n° 219; Arch. Nat. S. 6608).

Las dos casitas estuvieron en obras continuamente. A los ocho meses, el 7 de junio de 1642, víspera de Pentecostés, se rompió una viga, hundiéndose toda una sala. Vicente de Paúl se lo contaba a las Hermanas entre emocionado y asombrado:

«Es maravilloso que se haya roto una viga en un lugar como éste y que no haya caído nadie debajo de ella. La señorita Le Gras estaba allí; una Hermana la oyó crujir [una viga] y le dijo que no estaba allí muy segura. No hizo caso. Se lo repitió otra Hermana mayor. Tuvo consideración a su edad y se retiró. Apenas se había re­tirado a la habitación de al lado —fijaos, Hermanas, no hay más que tres pasos— cuando la viga se rompió y cayó el piso.

Ved si acaso no se hizo esto con una intervención especial de Dios. Aquella misma tarde yo tenía que estar aquí; teníamos que reunirnos para algunos asuntos importantes. En medio del ruido que hay en una reunión, nadie se hubiera dado cuenta de que esta viga crujía… y todos nos hubiésemos visto aplastados en aquel sitio; y Dios hizo que surgiese otro asunto que me detuvo y que impidió acudir allá a todas las Damas» (Conf. 13 febrero 1646).

La impresión fue tremenda ¿Qué hubiera supuesto si mueren Vicente de Paúl, Luisa de Marillac y algunas de las Damas de la nobleza? Sin duda, sería una fecha recordada en la historia de Francia. Es fácil suponer que tanto Vicente como Luisa pensaron que la Con­gregación y la Compañía se salvaron por un asunto que hoy no conocemos. Si no hubie­ran desaparecido por una muerte anticipada de los fundadores, fácil que las hubiera su­primido el gobierno de Luis XIII-Richelieu. Los fundadores comunicaron esta gracia de Dios a los paúles y a las Hijas de la Caridad para que diesen gracias a Dios. Durante bas­tantes años se estuvo recordando esta gracia.

Santa Luisa pensó de inmediato en el designio divino. A solas, se preguntó qué le que­ría decir Dios con aquella gracia más que accidente. Quedó serenamente atónita por no sentir el complejo de culpabilidad: no lo consideró como un castigo por sus pecados, si­no como un aviso de Dios a su director para algo de suma importancia de acuerdo con la magnitud de la gracia. Luisa sintió que lo más importante era establecer firmemente la Compañía, y para ello «establecer una unión estrecha en la forma de vida que Dios quie­re que lleve esta Compañía, conforme a su Congregación [instituto], al ser los intereses comunes». Igualmente, avisaba a las Hijas de la Caridad para que vivieran unidas en co­munidad (E 53).

Durante unos años, Luisa fue poco a poco acomodando la casa: salas, recibidores, con­traventanas, chimenea, hasta convertirla en la Casa Madre de las Hijas de la Caridad, el centro donde se formaban las Hijas de la Caridad y desde donde Luisa dirigía la Com­pañía.

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