Vida fraterna en común (I)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad, Espiritualidad vicencianaLeave a Comment

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INTRODUCCIÓN

Agradezco a la dirección de la Semana Vicenciana la oportuni­dad que me brinda de reflexionar «en alto» sobre un tema que, con­sidero de vital importancia, para la vivencia de nuestra vocación cristiana-católica y vicenciana: la vida fraterna en común. Realmente si me atuviese al título que ustedes tienen en el progra­ma, facilitado por el director de esta Semana, tendríamos que dedi­carle toda la Semana y nos faltaría tiempo. «Vida fraterna en común, según el propio modo de vida», en la Compañía de las Hijas de la Caridad y en la Congregación de la Misión y en la vida con­sagrada». Por eso, permítanme acotar un tanto el tema e intentar reflexionar en los elementos, que considero esenciales, para intentar dar alguna respuesta a esta «vida fraterna en común según el pro­pio modo de vida vicenciana» aun siendo consciente de las diferen­cias entre el actual estilo de vida de la Compañía y el de la Congregación de la Misión. Buscaré los elementos que nos pueden unir y ayudar a reflexionar en este ámbito.

Realidad de Fe

La comunidad religiosa es, ante todo, una realidad de fe «como expresión de Iglesia, es fruto del Espíritu y participación en la comu­nión trinitaria. (.) Se trata de retomar con fe la reflexión sobre el sentido teologal de la vida fraterna en común, convencerse de que a través de ella pasa el testimonio de la consagración» (VFC1). O, como también se afirma, «la comunidad, antes de ser un instrumen­to para una determinada misión, es un lugar teologal» (VFC, 42c); y más todavía: «… la vida fraterna (…) es un espacio teologal donde se puede experimentar la presencia mística del Señor Resucitado… espacio humano habitado por la Trinidad, que prolonga de esta manera en la historia los dones de la comunión propios de las tres personas divinas(…); es una de las huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan percibir la fascina­ción y la nostalgia de la belleza divina (…) signo luminoso de la nueva Jerusalén, morada de Dios con los hombres» (VC 41.20 y 45), es decir, el lugar donde Cristo derriba los muros de toda separación para hacernos capaces de «ser reconocidos «por el mandamiento pri­mero «si os amáis todos conocerán que sois mis discípulos». Lugar teologal donde todos sus miembros se reconocen como hermanos: «vosotros sois hermanos» (Mt 23, 8), fraternidad que se fundamen­ta en una comprensión nueva de la corresponsabilidad que busca el diálogo, supera el individualismo y favorece el entendimiento mutuo. De aquí que se proyecte, en todas las Constituciones renova­das a raíz del Concilio Vaticano 11, la vida comunitaria y fraterna como «imagen de la Trinidad» (diversidad pero tendente a la uni­dad); como apuesta al estilo de Jesús con sus apóstoles que «les llamó para estar con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14) (humanidad tendente a Cristo). Así entendido, la Comunidad no se puede confundir con un «equipo» o con una empresa de servicios… les llamó para «estar con Él y para enviarlos».

¿Cómo hacerlo vida?

Esta pregunta es importante porque, de su respuesta, concluire­mos por dónde habrá que caminar. Toni Catalá piensa que existe algo «desordenado» en el modo de vivir la Comunidad y también en el modo de enfocar la dimensión comunitaria de la vida consagra­da. Según él, actualmente, algo no funciona porque se habrían introducido una serie de exigencias y proyecciones exageradas sobre el aspecto comunitario, de tal forma que constituye hoy uno de los mayores capítulos de malestar, de sufrimiento y de desorien­tación en la vida consagrada. Este elemento tiene una especial inci­dencia en los jóvenes, más sensibles a toda esta problemática.

Otro famoso estudioso de la vida comunitaria, Amedeo Cencini, basándose y fundamentando su postura en el estudio de la documentación que ha llegado a sus manos en los años 80 cuando trabajaba en la Congregación para los Institutos de vida consagra­da y las Sociedades de Vida Apostólica en Roma, dice textualmente: «…dato significativo y realmente preocupante es el que nos dan las estadísticas sobre los abandonos de religiosas (de vida activa y contemplativa), de religiosos (sacerdotes o no) y de miembros de institutos laicales. Analizando los datos sobre la década de los ochenta se observa —no sin cierta sorpresa y en todos los grupos—que el motivo más frecuente, a la hora de pedir dispensa de votos, la secularización (para los religiosos sacerdotes) o el abandono es con mucho el cansancio de la vida comunitaria, mucho más que los problemas de celibato, que las crisis de fe, que las relaciones pro­blemáticas con las estructuras y que la falta de vocaciones u otras».

Estos son hechos y a ellos me remito. Según la tradición eclesial, extraída de una larga y probada experiencia, los demonios bus­can atacar por el flanco más vulnerable y más débil, como buenos estrategas’. El malestar actualmente tan extendido sobre el elemen­to comunitario pone de manifiesto que nos encontramos en un ámbito en el que somos vulnerables, nos encontramos débiles y más fáciles para dejarnos engatusar: tentaciones, medias verdades, razones aparentes y acusaciones (calumnias e incluso injurias) a sabiendas de que no son verdad. Este aviso nos indica la convenien­cia de ponemos en guardia, de ser cautos, transparentes, sinceros, honrados, de examinar con detenimiento y sin sospecha nuestras realidades comunitarias, tomas de postura y exigencias.

La vida comunitaria constituye, sin duda, uno de los ámbitos privilegiados para detectar los enormes cambios que ha supuesto el concilio Vaticano II para la vida consagrada. El modelo general de vida comunitaria ha cambiado de una manera clara y bastante radi­cal. En líneas generales, y a pesar de la generalización que implica, se ha pasado de un modelo en el que los textos legislativos: reglas, directorios, normas, horarios, usos y costumbres… constituían una pieza clave para sostener el alma de la vida común: «Todos y cada uno de los religiosos, lo mismo superiores que súbditos, deben no sólo cumplir íntegra y fielmente los votos que han hecho, sino tam­bién ordenar su vida en conformidad con las reglas y constitucio­nes de la propia religión, y de esta manera tender a la perfección de su estado», a un nuevo estilo, menos regulado, más espontáneo y fraterno. Hasta el mismo vocabulario sufre un cambio sustancial y, al referirse a la vida comunitaria pasa de la antigua expresión «vida común» a la «vida fraterna». Esto resulta muy significativo porque el lenguaje no es inocente. Las palabras dicen lo que signifi­can… hablar de concepciones, de formas de ser, de actuar, de vivir… Por eso, podemos afirmar que detrás de esta, en principio, pequeña variación se encuentra el cambio drástico de aquel antiguo estilo monacal en las congregaciones apostólicas. E, incluso, en las antiguas Órdenes y Congregaciones, desaparecen sus antiguas reglas, directorios, normas… que ponían su fuerza en el «cumpli­miento», cuestionando fuertemente la teología y la espiritualidad (estilo) que las sostenía. Esta teología y espiritualidad era la que ordenaba y definía la vida comunitaria.

A raíz del Concilio Vaticano II, y al hacer hincapié en la vida fraterna en Comunidad, el famoso «cumplimiento» desaparece y comienza un nuevo estilo, una nueva forma de vivencia que el docu­mento «Vida Fraterna en Comunidad» recoge así en el 5b: «Una nueva concepción de la persona ha surgido en el inmediato postconcilio, con una fuerte recuperación del valor de cada individuo particular y de sus iniciativas. Inmediatamente después se ha acen­tuado un agudo sentido de la comunidad entendida como vida fraterna, que se construye más sobre la calidad de las relaciones interpersonales que sobre aspectos formales de la observancia regular». De lo cual podemos deducir, que el gran peligro de hoy en día podría ser: abandonar a la espontaneidad carismática, y sólo a la espontaneidad carismática, el crecimiento y todo el cultivo de la vida fraterna.

En todo caso, hoy se aspira a una vida fraterna idealmente mar­cada por el intercambio espiritual; que exige un clima de acogida, de respeto, de aceptación, de libertad y de amistad espiritual, que no se da de antemano, y que no siempre es fácil de alcanzar. Se quie­ren comunidades en las que los unos nos sostengamos a los otros «en caridad fraterna», con el apoyo mutuo, el interés, la oración, la comprensión y la amistad. Se pretende alcanzar un ritmo comunita­rio en el que sea posible compartir la misión y el discernimiento apostólico, con todo lo que implica de capacidad de transparencia, de apertura, de honestidad, de libertad interior, de desapego, de con­fianza en los demás, de intercambio espiritual rico y profundo, de exponer la propia vulnerabilidad, de búsqueda conjunta y abierta de la voluntad de Dios, de implicación personal y el riesgo.

No creo que las anteriores exigencias de la vida común, que yo no he conocido en primera persona pero que las he podido compren­der en la relación con mis mayores, fueran fáciles de cumplir o que no reflejaran un auténtico ideal de vida consagrada. A pesar de ello, el retrato tan somero que acabo de presentar de la vida fraterna en comunidad alude por sí mismo a las dificultades y las altísimas exi­gencias con las que se encuentra nuestro actual modelo comunita­rio. Pues es mucho lo que se pide, a cada persona y a la comunidad en su conjunto, y el camino para alcanzarlo ni es fácil ni automáti­co. Es más… muchas veces tenemos grandes dudas sobre cómo dirigir nuestros pasos y, sobre todo, hacia dónde. No cabe duda que la ascesis forma parte de la vida comunitaria y no podemos prescin­dir de ella.

¿Hacia dónde nos dirigimos?

Creo que podemos afirmar que, después del Concilio Vaticano II y, con la renovación de los diversos estilos de vida (Constituciones y Estatutos), se pide a la vida fraterna en común cuotas muy altas de santidad y de perfección. ¿Cómo llevarlo a la práctica? He aquí la gran pregunta. Se han intentado respuestas muy variadas y se han puesto «en crisis» muchas formas de exis­tencia. Se han buscado caminos pero no hemos sido capaces, hasta ahora mismo, de articular un camino claro, atrayente, accesible. Hemos dado pasos: intercambios espirituales, discernimientos comunitarios, acogida real, fraterna y gratuita, búsqueda común…, pero hay algo que «no funciona». Hoy en día, la vida fraterna en común debería marcar una atracción y ser uno de los signos claros de nuestra existencia desde Dios, más la realidad es que nos encontramos con una comunión hacia el interior «que se lleva», dándonos cuenta que la comunión siempre se encuentra amenazada, resulta muy vulnerable, difícil de conseguir… y, acabamos por pensar, que no está en nuestras manos, nos sobrepasa de tal forma que no sabe­mos cuál es el camino a seguir. Los cambios sociales, políticos, cul­turales e incluso de tendencias religiosas, repercuten en nuestras formas de vida comunitaria y la afectan en buena medida: el bino­mio obediencia-libertad; autoridad-igualdad; común-individual… se plantean como riesgo y no somos capaces de armonizarlos como lo requeriría la vida fraterna en común.

Parece que, hoy en día, hemos tomado conciencia de que el ele­mento fraterno-comunitario, pertenece a la esencia, a la raíz misma de nuestra vida y de nuestra misión. Más todavía, que debe conver­tirse en el factor de credibilidad de nuestro mensaje sobre Dios Amor (VFC, 2d). Si esto es así, debería formar parte del testimonio diario, de lo que decimos y significamos con nuestra propia existen­cia, con mucha más fuerza que nuestras palabras o, incluso, nuestras acciones. Entonces resulta claro que el sujeto apostólico primero y por antonomasia es la misma comunidad religiosa, mucho más que los individuos aislados. Por lo tanto, como san Juan Pablo II nos recuerda, la fecundidad de la misión pasa directamente por la comu­nidad, por la calidad de las relaciones fraternas: «Toda la fecundi­dad de la vida religiosa depende de la calidad de la vida fraterna en común. Más aún, toda la renovación actual de la Iglesia y de la misma vida religiosa se caracteriza por una búsqueda de comunión y de comunidad.

En el campo de las vocaciones a la vida religiosa se percibe con mucha claridad la importancia de este factor. Uno de los elementos que intervienen de modo decisivo en la capacidad de atraer y susci­tar vocaciones a un instituto es precisamente esta gracia de «vida en familia», especialmente cuando se es capaz de suscitar la pregunta vocacional desde la felicidad, la compenetración comunitaria… como signo creíble de la calidad de la entrega.

Y en el campo «de lo pequeño», del día a día, tenemos que tener en cuenta la gran dificultad que surge con la caída libre en el activismo junto al individualismo. Ritmos frenéticos, estresantes, de «urgencias»… que constituyen a la sociedad capitalista y de con­sumo, favorecidos por los muchos servicios u oficios asumidos por la bondad, la generosidad o el » buenismo» pero sin una visión rea­lista de las situaciones por las que pasamos y por una falta seria de «prioridades». En otras palabras, las fuerzas escasean, los miembros de las Comunidades somos menos y más mayores… pero continua­mos con un ritmo que no se corresponde a nuestra situación actual. El activismo, la excesiva carga de trabajo, la primacía de «lo indivi­dual» sobre «lo comunitario», se convierten en un gran obstáculo que favorece la falta de comunión y de «calidad comunitaria»: «La afirmación unilateral y exasperada de la libertad ha contribuido a difundir en Occidente la cultura del individualismo, con el debilita­miento del ideal de la vida común y del compromiso de los proyec­tos comunitarios» (VFC 4b). Es verdad que es preciso favorecer la persona, sus cualidades, dones, etc., pero… ¿cómo conjugar el res­peto a las diferencias, el proceso personal y la llamada común al carisma compartido, a la misión única, en un estilo y modo frater­no con todo lo que esto conlleva?

En definitiva, y a nivel general, poseemos una convicción fuer­te y arraigada, de la importancia de la vida comunitaria para reali­zar y llevar a buen puerto la llamada recibida. Esto conlleva una serie de exigencias grandes, unas metas bien definidas que, cuando no se alcanzan, generan situaciones de crisis, decepciones, sufri­mientos, abandonos, etc. No cabe duda que el marco teológico de la vida comunitaria hoy tiene una formación «activa», de «progreso» que no puede quedarse parado en unas determinadas «normas» pero, también es verdad, que ese «ser dinámico» conllevan reflexiones distintas para los carismas diversos. Según dónde se ponga el acen­to comunitario: lugar de la oración en particular o en común, la autoridad, la forma de entender la pobreza, la obediencia… el ser­vicio realizado, la estructura externa, el edificio, etc., así habrá diversidad de intensificaciones o de notas en el gran pentagrama de nuestra vida consagrada.

Permítanme ahora, como decía en la introducción, acotar un tanto el tema e intentar reflexionar en los elementos, que considero esenciales, para intentar dar alguna respuesta a esta «vida fraterna en común según el propio modo de vida vicenciana» aun siendo consciente de las diferencias entre el actual estilo de vida de la Compañía y el de la Congregación de la Misión. Buscaré los ele­mentos que nos pueden unir y ayudar a reflexionar en este ámbito.

José Manuel Villar

CEME 2015

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