Vida de San Vicente de Paúl, de Fray Juan del Santísimo Sacramento. Libro primero, capítulo 05

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Fray Juan del Santísimo Sacramento · Año publicación original: 1701.
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Capítulo V. Varias ocupaciones de Vicente hasta que entra en la Casa de Gondí.

Entre los singulares favores que nuestro Señor concedió a su siervo en el suceso referido en el capítulo anterior, fue uno de ellos darle a conocer claramente cuán peligrosa es a los eclesiás­ticos la compañía de los seglares, y que nunca goza de más quietud su conciencia ni se halla más segura que cuando están más apartados de ellos. Con esto determinó buscar una casa donde vivir solo, retirado del trato del mundo y entregado en­teramente a la consideración de lo eterno. Parecióle muy a pro­pósito para este objeto la casa de los padres del Oratorio de Pa­rís, que era un seminario de virtud y santidad: entró en efecto, no para seguir aquel instituto al que Dios, como él mismo declaró, no le llamaba, sino para caminar por la senda de la per­fección, imitando el ejemplo de tantos varones ilustres que ha­bía en aquella casa, y para ponerse bajo la dirección del padre Berulle, hombre dotado de excelentes virtudes.

Disfrutó Vicente dos años la compañía de aquellos buenos sacerdotes, entre los cuales hizo tales progresos su virtud, que al cabo de ese tiempo lo consideraban como el más perfecto de todos. Vio el padre Berulle en Vicente los profundos cimientos de una hermosa fábrica que Dios se proponía levantar para aumento de su gloria y utilidad de su Iglesia, y por constante tra­dición se sabe que este padre predijo a Vicente, que con el tiempo había de ser fundador de una congregación de sacerdotes cuyos trabajos habían de procurar la salvación de muchas almas.

Vivía Vicente ocupado solamente en las cosas celestiales y tan desprendido de las terrestres, que no parecía que habitaba en el mundo, sino que alababa al Eterno entre los ángeles; mas como Dios tenía dispuesto que cultivase su viña, hizo que saliese de aquella quietud y se encargase por obediencia de servir una par­roquia. Era entonces cura de la iglesia de Clichy el P. Borgoino, que fue después Superior general del Oratorio; y cuando entró a esta congregación renunció el curato a favor de Vicente, a quien el P. Berrulle, que era su confesor, mandó aceptar; y co­mo Vicente nada hacía más a gusto que la voluntad de su di­rector, sin réplica obedeció.

Por el mismo tiempo que aceptó el curato, te dio el rey una abadía, y la reina Margarita lo nombró su capellán ordinario.

Cadenas fueron estos nombramientos que hubieran hecho a otro cualquiera fijar su residencia en la ciudad y admitir los hono­res que trae consigo el aprecio de los reyes; pero Vicente no quiso admitir ni lo uno ni lo otro, y se dirigió a su parroquia, siguiendo los designios de Dios que le iba encaminando de este modo a cultivar las almas de los pobres aldeanos.

Luego que tomó posesión del curato, conocieron los aldeanos el tesoro que Dios les mandaba en tan excelente pastor, pues además de la continua instrucción espiritual , encontraban en Vicente un padre, un hermano y un amigo, que daba consuelo y remedio a los necesitados, asistía con ardiente caridad a los enfermos, y se acomodaba a las circunstancias y capacidad de todos, para atraerlos a la obediencia de la ley de Dios, emplean­do, no sólo la dulzura y la exhortación, sino lo que es más, el buen ejemplo.

Era incansable en el cuidado del cumplimiento de su minis­terio y en el trabajo de apacentar aquel pequeño rebaño; y así fue tan abundante el fruto que dieron a Dios los afanes de su fiel ministro, que en poco tiempo vieron los vecinos de aquel pueblo reconciliados los enemigos, extinguido el odio, corregidos los vicios y más aprovechados los buenos en el camino de la perfección. Dio esto motivo a un religioso muy grave y estimado por sus virtudes y talento, a que predicando en la parroquia de donde era cura Vicente, dijese, después de lo que había presen­ciado: «Me glorío de haber oído muchas ocasiones y antes que felizmente hubiera comenzado el instituto de la Misión, las conferencias que en esta parroquia de Clichy hacia a sus feligre­ses el señor cura Vicente de Paúl, de quien la Divina Provi­dencia se ha servido para dar origen a esta pequeña fuente que va creciendo como caudaloso río e inundando copiosamente los campos con su doctrina; dando a la Iglesia más fertilidad que el Nilo al Egipto. Me empleaba en predicar al pueblo de Clichy, de donde él era cura; mas confieso que toda aquella buena gente tenía una vida angélica; y a decir verdad, yo no hacia otra cosa más que dar luz al sol.» Hasta aquí son palabras del religioso.

Volaba la fama de lo que Vicente hacía en Clichy por aque­llos lugares circunvecinos, y estimulaba a los curas de ellos a venir a aprender de aquel solícito pastor el modo de dar a sus ovejas saludable pasto; y se retiraban deseando imitarlo en el cumplimiento de su ministerio, pues la voz del buen ejemplo despierta al más dormido. No menos estimaron el celo ardiente de Vicente algunas Personas de París que tenían en Clichy casas de recreo, quienes contentas con la virtud y celo activo de su cu­ra, le dieron cuantiosas limosnas para reedificar la iglesia, que ya amenazaba ruina, y para habilitarla de todo lo necesario pa­ra el culto sagrado; con lo que se demuestra que la riqueza de los templos no consiste en sus cuantiosos tesoros, sino en el celo de sus ministros, que el sacerdote activo sabe enriquecer al templo pobre. Las iglesias estuvieran siempre vestidas, si sus sa­cerdotes se desnudaran de los afectos carnales; y poca falta les haría la renta de sus beneficios, si cuidasen con el verdadero ce­lo de su ministerio, de la decencia que inspira la reverencia en la casa del Señor.

Iba secretamente el Señor acercando a nuestro Vicente al cumplimiento de sus designios soberanos, pues mientras él se ocupaba en los trabajos de su ministerio, convirtiendo en ánge­les a aquellos rústicos labradores, dispuso que el mismo camino por donde había venido de la corte a la aldea, fuese el que le condujera de la aldea a la corte, porque el P. Berulle por ins­piración, pudiéramos decir divina, le ordenó que dejase la par­roquia y fuese a la casa del Exmo. Sr. D. Manuel de Gondí, General entonces de las galeras de Francia, y de la Sra. Francisca Margarita de Silly su esposa, mujer dotada de singular virtud. Huía Vicente los palacios, y Dios quiso, para mostrar cuan in­vestigables son sus caminos, que un palacio fuese el que sirviera de cimiento al instituto de la Congregación de la Misión.

Entró Vicente en esta casa como maestro de los tres hijos que tenía el general Gondí: el primero fue duque y par de Francia; el segundo, por sus méritos,1 vistió la sagrada púrpura: y el tercero, a la edad de diez u once años, lo perdió su piadosa ma­dre, o más bien, dispuso Dios asegurarle el gozo de los placeres eternos.

Parece que Dios llevó a Vicente a habitar este palacio, pa­ra dejar un modelo en la conducta que observó, de lo que de­ben hacer los eclesiásticos que ocupan semejantes puestos en las ca­sas de los grandes, pues el primer y principal cuidado que tuvo el siervo de Dios en todo el tiempo que vivió en la dicha casa, fue el atender en todo lo que hacía a su dignidad de sacerdo­te, acostumbrándose a vivir siempre como si habitase en un mo­nasterio; con tal recogimiento, que nada le distraía del cumpli­miento de sus deberes. Así es que, de ordinario se estaba retirado en su cuarto sin entrometerse en los negocios que no estaban a su cargo; y si los señores de la casa no le llamaban, nunca se presentaba a ellos, huyendo de este modo aquellas ocasio­nes que en los palacios siempre andan buscando la ambición y la li­sonja. Si se le obligaba a que entrase en el manejo de algún asunto, más hacía con la oración que con la diligencia e industria huma­na, pues todo quería que fuese guiado por la voluntad divina. Tenía siempre puesto su corazón en Dios, y por eso refería a su Divina Majestad cuanto hacía por los hombres, sin esperar de ellos ninguna recompensa, ni aun agradecimiento. Bien se echa de ver lo mucho que se ejercitaba en la meditación, en lo que dijo a un confidente y amigo suyo, quien le rogó un día que le acon­sejase cómo podría conservar el espíritu de devoción en medio de las ocupaciones de una gran casa en donde servía, a lo que le contestó Vicente: Que él en todo el tiempo que había estado en el palacio de Gondí, por la gracia del Señor, había logrado ver siempre a nuestro Señor Jesucristo en la persona del general, y en la de su esposa a la Virgen Santísima, y que a los criados y otras personas que frecuentaban la casa, los miraba como a los discípulos y a la numerosa multitud que de ordinario se­guía a nuestro Redentor, y que de esta manera contemplaba al Criador en las criaturas. Además de esto, una de sus máxi­mas era, que para caminar con seguridad entre tantas y tan frecuentes ocasiones de peligro como hay en un palacio, era conveniente vivir retirado todo el tiempo que la necesidad no obligase a tratar con otros, o a salir de casa; mirando el cuar­to, no como la habitación de un seglar, sino como la celda de un religioso.

Con este espíritu vivía Vicente en la corte, admirando a cuantos le trataban, y siendo justo asombro de aquel palacio. Es muy digno de notarse que la vida tan austera del siervo de Dios, podía presentarse como ejemplo más bien que como imi­tación de la de un anacoreta: nunca tuvo disgusto alguno con los numerosos criados que servían en la casa del general; para ninguno fue molesto su apreciable trato; su rostro siempre ri­sueño, era un imán que con dulce violencia se llevaba tras de sí los corazones; todo lo componía con tal modestia, que que­daban prendados de su mansedumbre; fue tan amado de toda la familia, como si fuera hermano de cada uno, y tan venera­do como un ángel enviado del cielo: reverencia y amor que bien merecía Vicente, pues cuando alguno se hallaba enfermo, en la caridad y excesivo cariño con que le asistía, parecía más bien madre que amigo o compañero, no permitiendo que aque­llos oficios asquerosos que exige una enfermedad los hiciese otro; y era enfermero tan fino y cuidadoso, que el más pequeño ser­vicio solo lo fiaba a su mano. Cuando ocurría algún disgusto en la casa por ligero que fuese, todo lo apaciguaba, y procuraba que se conservase entre todos una perfecta unión. Era su consejo el acierto en los casos dudosos; en las adversidades sus palabras derramaban el consuelo, y finalmente era Vicente el padre amoroso de cuantos habitaban el palacio. En los días solemnes reunía a toda la familia y le hacía una plática exhortándola a confesarse y comulgar dignamente. Cuando estaba en las tierras del general, enseñaba la doctrina a los niños y a los pobres labradores, y les daba las instrucciones necesarias pa­ra que se confesasen; negábase todo descanso, para que siempre le hallasen en el confesonario los que quisieran acercarse a él. Como la esposa del general observaba la vida de Vicente y de­bidamente estimaba su rara virtud, dispuso entregarle el gobierno de su alma, eligiéndolo por su padre espiritual; resistióse el sier­vo de Dios cuanto pudo, porque le parecía que aun en tribunal tan sagrado podía peligrar su humildad, familiarizándose con el trato de una señora tan principal; que sabe la soberbia in­troducir el veneno en las cosas más santas. Viendo la señora que nada alcanzaba con sus ruegos, recurrió al Padre Berulle para que mandase a Vicente lo que ella deseaba, y obligado por la obediencia, aceptó aquella carga, pesada para él, por serlo la honra para los humildes.

  1. No fue este el discípulo que honró a su maestro, pues son bien conocidas las Memorias que escribió con el título de Memorias del cardenal de Retz, y sin embargo, como veremos en el curso de esta vida, cooperó mucho a los establecimientos que dejó fundados S. Vicente.

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