Vicente de Paúl, maestro de sabiduría (I)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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LAS INFLUENCIAS EXTERIORES

Todos los autores espirituales lo dicen y las almas santas lo viven intensamente. Un hervor religioso y literario agita la sociedad de la época de los siglos XVI y XVII. Grandes personalidades tienen una influencia notable y bajo el influjo del movimiento renano-flamenco, muchas mujeres y hombres modelan el pensamiento de Vicente de Paul, y, como consecuencia, el nuestro. Vicente lee, profundiza y crea una biblioteca y un pensamiento. Realmente san Vicente no ignora las corrientes espirituales de su época, se nutre de grandes autores, bebe de ellos y se impregna de lo mejor, como hacemos nosotros al ritmo de nuestras lecturas y de nuestros latidos del corazón. Conoce el humanis­mo devoto, el misticismo español o flamenco, el jansenismo naciente. Avanza al ritmo de sus afinidades personales y permanece libre y capaz de trazar su propio itinerario y afinar su síntesis espiritual.

La influencia de la Escuela francesa

En el primer lugar está el Dios de Jesucristo que viene a expandir su amor en los corazones; él es el enviado del Padre. Adhiriéndose a esta visión, Vicente propone una espiritualidad cristocéntrica. Tiene su pro­pia concepción, pero su fuente es identificable, pertenece a la Escuela francesa de espiritualidad. Es imposible captarla con exactitud sin evo­car esta fuente, cuya influencia en san Vicente todavía no se ha valora­do suficientemente, dentro de los límites fijados de su independencia.

El origen está identificado: Pedro, cardenal de Bérulle (1575-1629), contemporáneo y amigo de Vicente. Cómo no recordar aquí, aunque sea brevemente, ¡ay!, al gran cardenal, artesano de la implantación de las Carmelitas y fundador del Oratorio de Francia. Político a sus horas, es sobre todo un místico y director espiritual solicitado. Vicente lo admira y le consulta. Para este referente de la espiritualidad del siglo XVII, el misterio de la Encarnación está en el corazón del pensamiento y de la vida. Y todo esto sobre un fondo trinitario. La Encarnación nos reenvía al Padre, que se dice tal por su Hijo, mientras que su Espíritu hace al hombre «capaz de Dios».

La persona del Verbo encarnado está en el corazón de la existencia, del pensamiento y de las enseñanzas de Bérulle… Urbano VIII le llama «apóstol del Verbo encarnado». Las palabras fluyen de este sentido: «Él fue enviado como un nuevo san Juan para señalar a Jesucristo con el dedo… Este fue, me atrevo a decirlo, su apostolado y su misión» afir­ma Bourgoing; «Él no amaba más que a Jesucristo, no se ocupaba ni gus­taba más que de Jesucristo, no se cuidaba, ni se entretenía más que con Jesucristo» señalaba Habert, su primer biógrafo; y Luis Cognet asegura: «Uno de los monumentos de nuestra historia espiritual».

Repiensa toda la espiritualidad a partir de Jesucristo; ciertamente, desea unirse al Dios que adora. A causa del pecado y de la incapacidad del hombre para poder adorar verdaderamente, propone el solo verda­dero adorador, Jesús. Señalamos este texto esencial: «Tu eres ahora, oh Jesús, este adorador, este hombre, este servidor infinito en poder, en calidad, en dignidad, para satisfacer plenamente este deber y rendir este divino homenaje». Texto esencial, se ha subrayado. Jesús es «el religioso del Padre», porque está enteramente consagrado a él. A partir de aquí se desencadena todo un dinamismo: el hombre se vuelve «ala­bador»; alaba a Dios, sobre todo por la eucaristía; toda su vida consiste en ser para Dios y «llegar a ser Jesús»; medita con perseverancia «los estados de Jesús». Es «la adherencia», porque se unió a Jesús.

Los grandes maestros son también Charles de Condren (1588-1641), Jean-Jaques Olier (1608-1657). San Vicente de Paúl, San Juan Eudes (1601-1667), San Juan Bautista de la Salle (1651-1719), y san Luis María Grignon de Montfort (1673-1719), son también los herederos activos de esta corriente espiritual. Luisa de Marillac, por su estatura intelectual y su finura de reflexión, es una verdadera teóloga, que estimula de algu­na manera al señor Vicente.

A éstos, hay que añadir los antiguos: Rodríguez, Vicente Ferrer, Benito de Canfield, Luis de Granada, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz y su amigo y confidente Duval.

A decir verdad, Vicente permanece él mismo; como señala el Padre Dodin «él tiene lo propio suyo con una deferencia que salvaguarda su perfecta autonomía. Adoptando, adapta y frecuentemente transforma». Sabemos que es conocedor y está interesado en el movimiento berulliano y, sin embargo, se aleja de todo lo que le parece excesivo o inadecuado a su pensamiento y a su práctica.

Francisco de Sales y la santidad

Vicente debe mucho a san Francisco de Sales. Este pone la per­fección al alcance de todos, es la gran revolución de este obispo, repu­tado por su dulzura, y gran amigo de Vicente, él, el colérico, que debía encontrar en su temperamento y su virtud un ideal de vida. En su Introducción a la vida devota, Francisco se dirige ante todo a los lai­cos, poniendo a su alcance los secretos del amor de Dios y todas las potencialidades de la vida espiritual. Ésta ya no está reservada, es ofertada a todos.

Monseñor Calvet, juzga así la influencia de Francisco sobre Vicente de Paúl: «Si se quiere encontrar, después de Bérulle, un pensamiento que se le haya impuesto, hay que acudir a san Francisco de Sales. A éste es a quien ha admirado, amado y seguido, con plenitud de gozo, como discípulo, sin restricciones. Se dejaba arrastrar por él hasta las alturas de la mística, en las que no obstante, por humildad, no creía poder resi­dir. Encontraba en la mística, o mejor, en el pensamiento místico del obispo de Ginebra, ese no sé qué de mesurado en el impulso, de racio­nal en la evasión…”.

¿Cuál era lo esencial que debía retener en cuanto a la búsqueda de la santidad? Fue en 1609 cuando aparece en Lyon La Introducción a la vida devota. El libro quiere ofrecer a las almas en búsqueda una vía segura y dulce. Más allá de las diversas corrientes que entonces se le ofrecen, proporciona una originalidad. Hombre de su época, Francisco comprende las necesidades y las llamadas de las mujeres y los hombres de su tiempo. Introduce un estilo nuevo, admirable y seductor al servicio de los sencillos. Su lenguaje maravilla. Fascina a sus lectores y todos se rinden a su encanto. Las imágenes y las historias son abundantes. Aboga con genio y modernidad en favor del Amor de Dios. Un amor gratuito.

¡Hagamos por amor lo que no llegamos a hacer por la fuerza! Un sol­dado, un artesano, un príncipe, un esposo, una esposa, pueden alcanzar la santidad. Revolución. «La verdadera devoción es la facilidad de hacer diligentemente y bien las acciones al servicio de Dios». Hacer bien lo cotidiano, actuar en Dios y por Dios. He aquí la santidad liberada de fal­sos problemas: dilema entre contemplación y acción, culto interior y exterior, piedad y juridismo, ascesis y mística, servicio de Dios y servi­cio de los hombres. No hay, por un lado, el monje henchido de santidad, y, por otro, el laico en estado de privación; el fervor de la caridad no es patrimonio de nadie, cualquiera sea su condición. Todos están llamados. Todos aquellos que están en camino pueden alcanzar este objetivo.

La devoción es sobre todo interior, es la «perfección de la caridad» y se adquiere más por el espíritu de la oración que por la multiplicidad de ejercicios. Y si estos son necesarios, como la oración, por ejemplo, no interfieren en nada en el cumplimiento integral, alegre y aplicado del deber de estado.

Al margen de algunas críticas, la temática del libro es acogida con aplausos, y se convierte, en opinión del gran especialista de san Francis­co de Sales, el padre André Ravier, en «el breviario de los cristianos». El Tratado del amor de Dios, refuerza ésta perspectiva muy innovadora de la época. Así nace el libro más leído en tiempo de Vicente y sobre el que se inclina con asiduidad y fervor para libar «su propia miel». Y la nuestra.

La herencia salesiana

Vicente ha aprendido bien el propósito de su amigo y maestro. Hom­bre de acción y contemplación, se encuentra muy cómodo en este modo de ver las cosas que concierne a todos los bautizados, tanto si su congregación se consagra, a la par, a la misión o a la formación de los sacer­dotes. Ha entendido bien la lección, no quiere oponer acción a contem­plación. Para él, éstos son dos aspectos complementarios que deben nutrirse el uno del otro. De su experiencia y de la de los miembros de sus comunidades nace una convicción: la vida espiritual intensifica la misión y la misión alimenta la vida espiritual.

La revisión de 1984 de las Constituciones de la Congregación de la Misión hace justicia a esta verdad salesiana: «Por la íntima unión de la oración y el apostolado, el misionero se hace contemplativo en la acción y apóstol en la oración». Con los mismos consejos, Vicente mantiene los ejercicios de piedad que no deben nunca perjudicar el compromiso con el mundo, y deja un gran espacio para la oración.

Esto es muy perceptible en las consignas dadas tanto a las Hijas de la Caridad como a los misioneros, sacerdotes y hermanos. Nunca deja de doblar todas sus consignas misioneras o caritativas en las recomenda­ciones espirituales. Para él, como para el obispo de Ginebra, las unas no van nunca sin las otras. Es muy interesante hacer notar que en las Reglas comunes de las Hijas de la Caridad, reglas pensadas en gran parte por él, más tarde ordenadas y presentadas por su sucesor, de nueve capítu­los, cinco son consagrados a la vida espiritual. En las Reglas comunes de la Congregación de la Misión, salidas enteramente de la mano de Vicen­te, de doce capítulos, siete están dedicados a la vida espiritual.

Vicente ha comprendido muy bien la idea matriz de Francisco de Sales: guardar su especificidad. Las Damas de la Caridad y las Hijas de la Caridad están al servicio directo de los pobres; los Misioneros son los responsables de la evangelización de los pobres. Cada grupo puede, sin embargo, ocuparse del uno o del otro campo. Y nada les impide llevar una vida espiritual fuertemente estructurada. No se trata de ser agen­tes técnicos de la pastoral y del servicio, sino de mujeres y de hom­bres impregnados del amor mediante el recurso esencial de la oración. Se trata de vivir de Cristo y poner resueltamente la proa hacia la vida bautismal.

  1. Renouard

Ceme

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