Vicente de Paúl, Conferencia 105: Conferencia Del 8 De Junio De 1658

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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SOBRE EL DESPRENDIMIENTO DE LOS BIENES TERRENOS

Motivos de desprendimiento. Objetos de los que hay que desprenderse. Medios de practicar esta virtud.

La conferencia era sobre el desprendimiento de las cosas de la tierra, y tenía tres puntos: el primero era sobre las razones que tiene la compañía para desprenderse por completo de las cosas de la tierra; el segundo punto, cuáles eran las cosas particulares de las que debían desprenderse los misioneros; y el tercero, los medios para desprenderse de ellas para no vivir en adelante más que en Dios y para Dios.

Esta conferencia era la segunda sobre este mismo tema; después de que hubieran hablado algunos de la compañía, tanto hermanos como sacerdotes, el padre Vicente concluyó este tema diciendo que uno de los motivos que tenía la compañía para entregarse por entero a Dios y desprenderse de todas las cosas de la tierra, de todo afecto a los bienes, honores y comodidades, es que nunca conseguirá nada sin ese desprendimiento y no será capaz de rendir nunca un gran servicio a Dios. Los apóstoles lo abandonaron todo cuando se trató de seguir al Señor; del mismo modo nosotros, que nos hemos entregado a Dios para seguirle y que incluso hemos hecho los votos: pues por el voto de castidad, le hemos prometido a Dios renunciar a los placeres del cuerpo y del espíritu, por el de pobreza hemos renunciado a los bienes y comodidades de esta vida, al oro, al dinero y a las riquezas de la tierra, y por el voto de obediencia hemos renunciado a los honores, dignidades y alabanzas del mundo. Estos tres votos, o sea el de castidad, el de pobreza y el de obediencia, van a destruir y son opuestos a esos tres vicios que reinan en la tierra, de los que habla san Juan, a saber: la concupiscencia de la carne, la soberbia de la vida y la codicia de los ojos.

Otro motivo que se me ha ocurrido y que debe llevarnos a eso, es el que se acaba de decir y que ha indicado el que termina de hablar; no voy a repetirlo.

Segundo punto. ¿En qué consiste este desprendimiento y cuáles son las cosas de las que los misioneros tienen que estar especialmente desprendidos? Convendrá explicarlo para provecho de nuestros hermanos coadjutores. Consiste en no tener apego ni afecto a ninguna de las cosas que acabamos de decir, en relación consigo mismo, con los sentidos, evitando todo lo que tienda a la impureza, tanto de espíritu como de cuerpo; no mimarnos tanto; no ser demasiado considerados con nosotros mismos ni tan ruines que no podamos tolerar que nos falte nada, tanto en la bebida, como en la comida. Queremos buen pan, buen vino, buenos hábitos, hablo de buenos hábitos, estar bien atendidos y que nada nos falte. Señores…; ¿os trataré de señores? ¿o de hermanos míos? Hace poco os dije que os trataría sólo de hermanos míos, y ahora resulta que acabo de llamaros señores; se me ha escapado esta palabra; quizás se me escape alguna vez más; sea lo que fuere, mi intención es la de llamaros siempre, de ahora en adelante, hermanos míos; así lo hacía nuestro Señor con sus discípulos.

Pues bien, volviendo a nuestro tema, os digo que es preciso que sepáis que ha habido uno tan ruin entre nosotros que no ha querido recibir un hábito, una sotana, que le daban, porque no le iba bien. ¿No es esto extraño? ¡Rechazar lo que a uno le presentan y decir: «No lo quiero; no me va bien»! ¿Dónde está una persona, por favor, cuando ha quedado reducida a ese estado? ¿Es eso practicar la virtud de la pobreza? ¡En vez de sentirse feliz por tener la ocasión de practicar un acto de virtud, se hace todo lo contrario! ¡Hermanos míos, hermanos míos, cuánto hemos de temer los castigos de Dios si no nos enmendamos!

¡Y yo, miserable e infame, que me sirvo de una infamia! ¡Un mendigo, un porquero, que va en carroza! ¡Qué escándalo! ¡Salvador de mi alma, perdóname! Mirad un poco la miseria en que Dios ha querido que caiga, de verme obligado a utilizar una carroza, por no poder caminar de otro modo!

Bien, volviendo a nuestro tema, digo que hay que tener cuidado con las mujeres, cuando hay algo que decirles o que tratar con ellas: hay que hacerlo siempre en un sitio donde se nos pueda ver. Si es en el locutorio, no cerrar la puerta, e incluso es mejor no entrar siquiera en el locutorio. Tengo que deciros que hay alguien entre nosotros que, apenas van a decirle que hay en la puerta una mujer preguntando por él, enseguida corre a meterse en el locutorio pequeño y cierra la puerta a medias y se está allí a veces durante mucho rato. Bien, hermanos míos, evitemos esas frecuentes conferencias inútiles con las mujeres; hablemos con ellas sólo cuando sea necesario. Sé muy bien que es un sexo con el que estamos obligados a veces a tratar, pero procuremos que sólo sea en caso de necesidad; y además hacerlo con brevedad, aunque concediéndoles el tiempo que necesiten para que nos digan lo que tienen que proponernos. Por ejemplo, esas pobres hermanas de la caridad; tengo que tratar con ellas sobre lo que ha de hacerse; no puedo estar de pie, porque me lo impide mi enfermedad, y me veo obligado a entrar en el locutorio para sentarme allí.

Mirad un poco si no es una obra de Dios la fundación de esas pobres hermanas. Esta semana he recibido tres o cuatro cartas desde diversos lugares del reino, para pedirme que les envíe algunas. La señora duquesa de Aiguillon me escribe porque desea ponerlas en el Havre de Grace. La reina también pide algunas por su parte; no es ella la que me ha escrito, sino que ha mandado que me escriba el señor de Saint-Jean, uno de sus capellanes, para que vayan a asistir a los pobres soldados heridos y enfermos. Por otra parte, también quiere que le mande algunas el señor obispo de Sarlat, para que dirijan un pequeño hospital que hace poco ha fundado en Cahors. ¿Qué es todo esto, hermanos? ¿No es una obra de Dios? ¡Si no son más que unas pobres y humildes muchachas de aldea, la mayor parte de ellas sin educación alguna! ¡Pero he aquí que las piden de todas partes! Mañana tengo que darles una conferencia sobre sus reglas.

La soberbia de la vida: querer tener éxito en todas partes, escoger las palabras de moda, querer brillar en los púlpitos, en las charlas a los ordenandos, en los catecismos. ¿Y para qué? ¿qué se busca en todo esto? ¿Queréis saberlo, hermanos míos? Se busca uno a sí mismo. Quiere uno que hablen de él, que lo alaben, que digan que ha tenido éxito, que hemos hecho maravillas, que todos nos ensalcen. Ahí está la cosa, ahí está el monstruo, ahí está el bicho. ¡Oh miseria humana! ¡Oh maldita soberbia! ¡Cuántos males originas! Se trata, en una palabra, de predicarse a sí mismo, no a Jesucristo ni a las almas.

Hoy, después de comer, escuché la charla que les dirigía a los ordenandos el señor obispo de Sarlat; después, hablando con él, le dije: «Señor obispo, hoy me ha convertido usted» «¿Cómo es esto, padre?» «Es que todo lo que ha dicho, lo ha dicho usted tan sencilla y familiarmente que me he sentido impresionado y no he podido menos de alabar a Dios» «¡Ay, padre!, yo podría desde luego decir otras cosas más elevadas y elegantes, pero me parece que ofendería a Dios, si lo hiciese».

Fijaos bien, hermanos, en los sentimientos de este prelado; así es como obran los que buscan a Dios y la salvación de las almas: obrar sencilla y familiarmente. Si así lo hacéis, Dios se verá obligado en cierto modo a bendecir lo que digáis, a bendecir vuestras palabras; Dios estará con vosotros, obrará con vosotros: cum simplicibus sermocinatio eju. Dios está con los sencillos y humildes, les ayuda, bendice sus trabajos, bendice sus empresas. ¡Pues qué! ¡Creer que Dios ayudará a una persona que intenta perderse! ¡Que ayuda a un hombre a perderse, como hacen los que no predican con sencillez y humildad, sino que se predican a sí mismos, etcétera, es algo que ni siquiera puede uno imaginarse! Queridos hermanos míos, si supieseis qué mal está predicar de una forma distinta de como lo hizo nuestro señor Jesucristo aquí en la tierra, como lo hicieron los apóstoles y como lo hacen hoy todavía muchos siervos de Dios, tendríais horror de ello.

Dios sabe cómo en tres ocasiones me he puesto de rodillas a los pies de uno de la compañía, que ya ha salido, durante tres días consecutivos, para rogarle con las manos juntas que predicase con sencillez y llaneza y que no dijese más que lo que estaba en los apuntes que se le habían dado; pero no pude conseguir nada de él. Dirigía entonces una plática a los ordenandos. ¡Pero fijaos hasta dónde había llegado en él ese maldito afecto a sí mismo! Dios no le bendijo; no sacó ningún fruto de sus predicaciones ni de sus pláticas; todo aquel montón de palabras y de períodos se disipó como el humo.

Así pues, sencillez, hermanos. Prediquemos a Jesucristo y a las almas; digamos lo que tenemos que decir con sencillez, con llaneza, con humildad, pero también con valentía y con caridad; no busquemos nuestra propia satisfacción, sino el convencimiento de las almas y su propósito de hacer penitencia, ya que todo lo demás no es más que vanidad y orgullo; sí, actuar de otro modo no es más que soberbia, pura soberbia; ya veréis cómo Dios castigará algún día a los que se hayan dejado llevar por ella.

Y si la Misión llegara alguna vez a ese estado tan miserable, se podría decir que ya no había nada que hacer, que todo se había perdido; todos nos dejarían. Porque decidme, por favor, ¿qué es lo que ha podido atraer a esos señores de la Sorbona, por ejemplo, a que vinieran aquí para la ordenación? Nada más que la humildad y la sencillez con que procuramos actuar, por la misericordia de Dios; es lo que hemos intentado hacer hasta ahora. Viene un licenciado en teología; ¿qué es lo que le ha hecho venir? ¿Ha venido para aprender algo distinto de la virtud? Pero cuando vean que en la compañía ha dejado de brillar la humildad, la sencillez, la caridad, ya no vendrán, porque, en lo referente a la ciencia, saben mucho más que nosotros. De forma, hermanos míos, que lo que más hemos de desear y pedir a Dios, es que conceda a cada uno de los individuos de la compañía y a toda la compañía en general la gracia de obrar con sencillez, con humildad y con llaneza; de predicar la pura verdad del evangelio de la misma manera con que la enseñó nuestro Señor, de modo que todo el mundo nos entienda y pueda aprovecharse de lo que decimos.

Por lo que se refiere al apego a los bienes, como verbi gratia desear tener dinero, quedarse con él cuando vuelve de la misión y luego ir en busca del superior para decirle: «Padre, me ha sobrado esto; ¿le parece bien que compre este libro, esta cosa?»; pues bien, esto es una señal de apego a los bienes y comodidades. No hay que obrar de esta manera, sino entregar al encargado o procurador de la casa todo lo que a uno le ha sobrado, apenas volver de la misión. Hay que desprenderse además de los bienes que uno tenga o que nos puedan dar, despegar el espíritu de todo esto y no sentir ningún apego, ni siquiera a parientes y amigos; sí, hermanos míos, os lo repito, hemos de despegarnos del afecto excesivo a los parientes y amigos, a sus intereses, y así con todo lo demás. En una palabra, el que dice misionero (me refiero a un misionero de verdad) dice un hombre que sólo piensa en Dios, en su salvación y en la del prójimo, dice un hombre que no tiene más apego que a lo que puede unirle más íntimamente con Dios.

Los medios. 1.° Entregarnos a Dios de todo corazón y tomar una firme resolución, desde ahora, de no apegarnos a nada en adelante, de no sentir afecto a ninguna cosa de la tierra que nos pueda impedir de alguna forma el progreso en la virtud y en la perfección que nuestro Señor nos pide a cada uno en nuestra vocación, sino buscar siempre a Dios pura y simplemente, y jamás a nosotros mismos o nuestros intereses. Creedme, si nuestra pequeña compañía obra de esta manera, estad seguros, hermanos míos, que nuestro Señor la bendecirá en todo cuanto haga, y que ese estado es una buena disposición para recibir el Espíritu Santo.

2.° Mañana, que es el día de pentecostés, cuando el Espíritu Santo bajó sobre la santísima Virgen y sobre los apóstoles y demás discípulos reunidos, será un buen medio para obtener este desprendimiento de nosotros mismos y de todas las cosas de la tierra, unirnos espiritualmente a la santísima Virgen y a los apóstoles y pedir insistentemente a Dios que nos haga partícipes de ese mismo Espíritu. ¡Quiera su divina Majestad concedernos esta gracia!

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