Orsigny, a cuatro leguas de París, 24 abril 1647.
Mis queridas hermanas:
La gracia de Nuestro Señor sea siempre con nosotros.
Siempre pienso con gran consuelo en vosotras y en la dicha que tenéis de ser Hijas de la Caridad y de trabajar las primeras en ese lugar en que estáis para asistir a los pobres. Pero cuando oigo decir que vivís como verdaderas hijas de Dios, esto es, como verdaderas hijas de la Caridad, aumenta mi consuelo hasta el punto de que sólo Dios os lo podría dar a conocer. Seguid queridas hermanas, perfeccionándoos cada vez más en vuestro santo estado. Son éstas las razones que os deben mover a ello.
En primer lugar, la santidad de vuestro estado, que consiste en ser verdaderas hijas de Dios, esposas de su Hijo y verdaderas madres de los pobres; y ese estado, mis queridas hermanas, es tan grande que el entendimiento humano no puede concebir nada mayor en una pura criatura sobre la tierra.
La segunda razón es que, para elevaros a esta dicha, Dios os ha sacado de la masa corrompida del mundo.
La tercera es la fidelidad que habéis manifestado al corresponder a la santa inspiración que Nuestro Señor os ha dado al llamaros a ella, el ardor con que se lo pedisteis en el momento de ser recibidas, las resoluciones que entonces tomasteis de vivir y de morir santamente en esta vida.
En cuarto lugar, mis queridas hijas, la bendición que Dios ha querido dar a vuestros ejercicios de devoción y a vuestra asistencia a los pobres; tantos buenos ejemplos como habéis dado dentro de casa; tantas buenas muchachas a las que habéis atraído, que viven allí santamente; tantos buenos enfermos a los que habéis conducido al buen camino; tantos otros a los que habéis reconciliado con Dios con vuestros buenos consejos durante su enfermedad; y tantos y tantos otros que son ahora bienaventurados en el cielo y rezan incesantemente por la santificación de vuestras queridas almas. Estas son, mis queridas hermanas, otras tantas razones entre otras muchísimas que no podrían caber en varias hojas de papel, y que os tienen que animar cada vez más a perseverar y a perfeccionaros en vuestra santa vocación.
Me parece, mis queridas hermanas, que todas estáis de acuerdo en quererlo así, pero que os sentís agitadas por una infinidad de tentaciones que os oprimen. A esto respondo, mis queridas hermanas, que es Dios el que os envía o permite que os vengan esas tentaciones por las mismas razones que permitió y envió a su Hijo las que él sufrió, esto es, para que diera pruebas de su amor infinito a la gloria de su Padre y a la santificación de la Iglesia.
Sí, me diréis quizás; pero creemos que tantas otras almas buenas que están en el mundo y en las congregaciones religiosas, e incluso en nuestra comunidad, no se ven tan afligidas interiormente hasta el punto en que nosotras nos vemos. Pues bien, os responderé que no hay ningún alma en la tierra que haga profesión de entregarse por entero a Dios y a sus pobres miembros, que no sufra tantas penas interiores y exteriores como vosotras, ya que se trata de un decreto dado por Dios, no contra, sino en favor de las almas buenas y santas, de que todas ellas tendrán que sufrir tentación y persecución.
Pase, me diréis, que a veces venga la tentación, pero resulta insoportable que venga siempre, en todas partes, y por medio de casi todas las personas entre las que nos toca vivir. Queridas hermanas, es voluntad de Dios que esas benditas almas de elección, a las que quiere, se vean tentadas y afligidas todos los días; y esto es lo que quiere decir y a lo que nos exhorta cuando dice en el evangelio que los que quieran ir en pos de él, tienen que renunciarse a sí mismos y llevar la cruz, esto es, que sufran aflicciones, todos los días. Medid bien estas palabras, queridas hermanas: todos los días.
Me diréis: ya lo soporto todo esto de las personas extrañas; pero que esto venga de mis propias hermanas, que deberían servirme de aliento y que me sirven de aflicción, y esto en todo lo que dicen, en todo lo que hacen y dejan de hacer!
¡Ay, mis queridas hermanas, ¿quiénes nos pueden hacer sufrir más que aquellos con quienes estamos? ¿Serán acaso las personas lejanas, a las que no hemos visto ni veremos jamás? ¿Quién hace sufrir a un miembro del cuerpo, a no ser otro miembro del mismo? ¿Quién hizo sufrir a Nuestro Señor, sino sus apóstoles, sus discípulos y los hombres entre los que vivía, que eran el pueblo de Dios? Un buen hombre, al confesarse un día, le decía a su confesor cuando éste le preguntaba cómo empleaba las aflicciones que recibía por parte del prójimo: «¡Ay, padre! No tengo ningún sufrimiento de parte suya. Desde que murieron mi mujer y mis hijos, estoy solo y no puedo enfadarme con nadie, aunque quisiera». Esto es para que veáis, mis queridas hermanas, cómo nuestras cruces de cada día sólo nos pueden venir de personas con quienes vivimos.
Bien, me diréis, yo soporto mejor las penas que me vienen de las demás hermanas que las que proceden de la hermana sirviente, de su frialdad, de su mal genio, de su taciturnidad, de que nunca me dice una palabra amable, sino que, cuando me habla, lo hace siempre con palabras secas y quejumbrosas; es lo que no puedo soportar y lo que me obliga a buscar el consuelo entre las demás hermanas que sufren como yo, y me hace charlar todo el tiempo que puedo con el confesor y decirle mis preocupaciones a las personas de fuera.
A esto respondo, mi querida hermana, que es ésta una señal de que somos muy débiles y enfermos, ya que necesitamos que nos halaguen los superiores en todo lo que nos dicen u ordenan; pues bien, una Hija de la Caridad debe estar tan lejos de considerar como provechosas estas caricias que, por el contrario, debería pensar más bien que, cuando la hermana sirviente la trata con mimos, es porque la trata como niña o como enferma. Nuestro Señor gobernaba a los suyos de una forma firme y seca y a veces con palabras duras y aparentemente injuriosas, hasta tratar a algunos de hipócritas y a otros de Satanás, y otra vez tomó cuerdas y golpeó a los que vendían a la puerta del templo y, lo que es más, sólo les predijo males y aflicciones para el futuro. Así pues, ¡querramos nosotros que nos halaguen los superiores y nos apartemos de ellos, como aquel desventurado que traicionó a Nuestro Señor, para formar bando aparte con los que están descontentos y con los confesores! ¡Oh, Jesús, mis queridísimas hermanas! ¡Que Dios les guarde!
Me parece, mis queridas hermanas, que me decís que no habéis caído en ese desgraciado estado, gracias a Dios, o que me pedís algunos consejos para apartaros de él, si habéis caído, y para reuniros con la que manda y con cada una de las hermanas de su familia y, por consiguiente, con Nuestro Señor, que no admite ninguna unión con él si no se tiene con los que le representan y con sus miembros. Si no habéis caído en ese lamentable estado, le doy gracias a Dios y celebraré la misa para agradecérselo; pero, si habéis caído, éstos son los medios para apartaros de ello, por]a misericordia de Dios, que le pediré en la santa misa que celebraré para conseguirlo de su misericordia.
El primer medio es que hagáis la oración dos o tres veces sobre lo que os he escrito, primero sobre la primera parte de esta carta, luego sobre la segunda, finalmente sobre la tercera.
El segundo medio es que os confeséis todas con el padre des Jonchères de todas las faltas que hayáis cometido en esto, no sólo desde vuestra última confesión, sino desde que estáis en Nantes, decididas a seguir los buenos consejos que os dé y a cumplirlos.
El tercero es que os deis todas un abrazo después de la comunión y os pidáis mutuamente perdón y os entreguéis unas a otras el corazón.
El cuarto, que todos los meses, durante un año, hagáis la oración sobre este tema.
El quinto, que no sigáis los movimientos de vuestro afecto de simpatía para tratar con alguna hermana en especial, sino que huyáis más bien del trato con aquellas a las que os sintáis más inclinadas, para uniros más a las otras.
El sexto, que no habléis con vuestro confesor más que en el confesonario, a no ser un par de palabras para lo que sea necesario, obrando entonces como obran las hermanas de vuestra casa de París con sus confesores de San Lázaro.
El séptimo, que cada una me escriba los sentimientos que Dios le dé después de esas tres meditaciones y de la confesión y comunión que hagáis por este motivo, como os he dicho.
El octavo, que la superiora le escriba todos los meses a la señorita Le Gras diciéndole cómo va progresando su familia en estas prácticas.
Y el último medio es que todos los meses tengáis con el señor des Jonchères la comunicación interior, sobre todo en lo que se refiere a los defectos contra lo que hemos dicho.
Estas son, mis queridas hermanas, mis pobres ideas sobre el motivo que tenéis para alabar a Dios por vuestra vocación, para perseverar y progresar en ella, acordándoos de los defectos en que puede caer una familia de la Caridad en una nueva fundación y de los medios para remediarlos. Les suplico muy humildemente, mis queridas hermanas, que acepten todo lo que les he dicho por amor a Nuestro Señor, en el que soy de todas ustedes su muy humilde servidor,
VICENTE DEPAUL
Indigno sacerdote de la Misión.
Dirección: A nuestras queridas hermana, las Hijas de la Caridad siervas de los pobres enfermos del hospital de Nantes.