«…ni se enciende la luz
para ponerla debajo de un celemín,
sino sobre un candelero,
a fin de que alumbre a todos los de la casa.»
(Mat., V.)
29 de noviembre de 1633. Tres o cuatro hermanas están bajo la dirección de la señorita Legras, en la casa situada cerca de la iglesia de San Nicolás. Había nacido una nueva obra: la Compañía de las Hijas de la Caridad. En 1643, después de diez años de ejercicios caritativos, la nueva Compañía pedirá una autorización para establecerse, cosa que no parecía necesaria cuando, en 1633, no se trataba más que de que algunas Siervas de los Pobres pudieran ayudar a las Damas en el servicio de los enfermos.
Luisa forma a sus hijas en las más recias virtudes. Con una doctrina austera, viva y penetrante, les presenta el cuadro completo de su vida de Hijas de la Caridad:
«Hay que estar dispuestas siempre—les decía—a trabajar por Dios cuando a Él le plazca ocuparnos en su servicio. Prestas a dar y a darse, prestas a recibir las enseñanzas y a asimilarlas, prestas a quedar noche y día al servicio de los pobres enfermos, prestas a ayudarles en todos sus deseos, prestas a ir siempre a buscar a los pobres, en las horas precisas o en cualquier tiempo.»
Y en otra ocasión les inculcaba la verdadera humildad evangélica que debían practicar en sus empleos:
«Debéis pensar siempre, hijas mías, que estáis sujetas a todos, que sois las últimas de todas, que no tenéis ninguna autoridad, y así debéis creerlo. En cuanto a las Damas de la Caridad, debéis rendirles siempre vuestro respeto. En ellas honraréis a las madres de vuestros señores los pobres.»
La santa previsión de Luisa en el importante punto de la admisión de las jóvenes que habían de formar la Pequeña Compañía no está dejada al azar. Pueden espigarse, de entre la correspondencia de Luisa, las condiciones que requiere de sus hijas para entregarlas al servicio de los pobres. Nada más equivocado que pensar que los santos fundadores hubiesen confundido la sencillez con la mediocridad. Vicente y Luisa velaron siempre para que dicha virtud fuese el distintivo de las hermanas, sea que éstas provinieran de las aldeas o que fuesen hijas de familias distinguidas de la corte francesa. Por almas sencillas entendían almas fuertes y vigorosas, capaces de trabajar sin otra mira en el servicio de los pobres que la de agradar exclusivamente a Dios, con verdadero espíritu evangélico. Además, esta virtud de la sencillez iba unida a la uniformidad de costumbres de todas las hermanas que formaban la Compañía naciente, lo cual las ponía a cubierto de ciertas distinciones sociales que hubieran enfriado la caridad.
De ahí que Luisa exigía de las nuevas aspirantes a la Compañía que fuesen personas capaces de trabajar en ella con cuerpo sano y alma grande; ni las admitía sin averiguar en lo posible los pormenores de la vida que habían llevado.
«Tenemos gran deseo de tenerlas con nosotras—dice refiriéndose a dos de ellas—, pero preferimos, ante todo, que las que vengan a la Compañía sean buenas.»
Por tanto, pide que se presenten a ella antes de la admisión, y, no conforme con esta visita, requiere una más larga experiencia, no contentándose únicamente con palabras que manifiesten el deseo que tienen de darse a la Compañía, sino más bien con los hechos de una vida entregada por completo a su misión.
No le interesan en absoluto aquellas que únicamente desean pertenecer a las Hijas de la Caridad «para venir a París», sin voluntad de servir a Dios ni de perfeccionarse. Si faltaran estas dos condiciones las aspirantes deberían salir de la pequeña casa de San Nicolás, y dejar la compañía de las otras hermanas.
Antes de admitir a dos determinadas postulantes pide a la persona que se las envía «que pruebe mucho a las mismas en el cuerpo y en el espíritu, pues sabéis—dice—que la delicadeza, tanto del uno como del otro, no nos son propias».
Al hablar aquí Santa Luisa de delicadeza de espíritu no se refiere a aquella exquisita formación que ella quería para sus hijas, sino a una actitud imaginariamente piadosa, débilmente lánguida, que no sirviera en absoluto para la vida fuerte que habían de llevar en la Compañía.
«La humildad, la sencillez y el amor a la santa humanidad de Jesucristo—decía—forman el espíritu de las Hijas de la Caridad; la mansedumbre, la cordialidad y el sufrimiento deben ser su ejercicio.»
Una de las cartas de Santa Luisa, escrita el 10 de febrero de 1660, el mismo año de su preciosa muerte, es muy significativa en cuanto a la espiritualidad que requiere de sus hijas. Viene a desmentir las afirmaciones de ciertas almas que, cegadas por espejismos atrevidos, dogmatizan sobre la falta de vida interior en las Hijas de la Caridad.
Ciertos espíritus, a quienes parece incompatible la perseverancia en una vida interior con las tareas propias, a veces absorbentes, de las Hijas de la Caridad, deben oír las palabras de Santa Luisa:
«En la Compañía hacen falta espíritus bien hechos y que deseen la perfección de los verdaderos cristianos, jóvenes que quieran morir a ellas mismas por la mortificación y el renunciamiento, para que el espíritu de Jesús esté en ellas y les dé la perseverancia en este modo de vida todo espiritual, aunque sea de continuas acciones exteriores, que parecen bajas a los ojos humanos, pero que son grandes ante Dios y sus ángeles.»
La fundación de la Compañía, llevada a cabo en pleno siglo XVII, venía a renovar la misión caritativa de la Tercera Orden franciscana en el siglo XIV, cuyas funciones desaparecieron en la Iglesia en los tiempos anteriores al siglo de San Vicente. Estas obras de caridad y las de los Hospitalarios de Laval habían cesado, por lo que la decisión de servir a los pobres a domicilio constituyó en el siglo XVII una verdadera revolución.
Que tales hermanas constituían una porción nueva en la Iglesia de Dios lo prueba la opinión del procurador general de París, a quien Luisa se dirigió a los diecisiete años de la fundación del Instituto. El procurador no desaprueba sus proyectos, pero le dice «que es una empresa sin ejemplo en los anales de la Iglesia». No era extraño que obispos, sacerdotes y magistrados careciesen de experiencia sobre la calidad de la nueva obra. Una fundación en cualquiera de las diócesis de Francia era siempre motivo de largas explicaciones ante las autoridades religiosas y civiles, sobre la índole del nuevo Instituto que se había creado.
En el panorama de la vida religiosa de entonces no cabían con tal denominación las Hijas de la Caridad. La condición de religiosas las habría hecho desaparecer de las casas de los pobres, y, en caso de pervivencia de la Compañía, ésta sería obligada a completa clausura. De ahí que tanto San Vicente como Santa Luisa impriman en sus hijas las respuestas que, sobre la naturaleza de la Compañía, han de dar a los señores obispos que las interroguen:
«Si os preguntan si sois religiosas les diréis que no, por la gracia de Dios, lo cual no significa que estiméis en menos, o que no estiméis mucho a las religiosas; mas que, si lo fuereis, habríais de ser claustradas, y, por tanto, habría que decir adiós al servicio de los pobres. Decidles que sois pobres Hijas de la Caridad, que os habéis dado a Dios para servirle en los pobres y en los enfermos.»
Así lo afirmaba también Santa Luisa al prelado de Vaux:
«He visto dos o tres veces al señor vicario para decirle que nosotras no somos más que una familia secular, y que, unidas conjuntamente a la Cofradía de la Caridad, tenemos a Vicente de Paúl, general de estas Cofradías, por nuestro director.»
Y tres meses antes de su muerte Luisa escribía a Vicente:
«Algunos espíritus demasiado sutiles de la Compañía tienen alguna repugnancia por esta denominación, y no quisieran ésta, sino la de Sociedad o Comunidad. Me tomo la libertad de decir que esta denominación de Compañía o Cofradía nos es esencial y podría ayudar mucho a nuestra firmeza para no innovar nada, puesto que significa para nosotros estado secular, y que, habiéndonos dado la Providencia el de Compañía, nos enseña que debemos vivir regularmente, observando las reglas que hemos recibido».
Las autoridades, la opinión pública, los círculos sociales adonde llegaba noticia de la fundación de las Hijas de la Caridad fueron, en general, simpatizantes con la obra emprendida. En algunas ocasiones. sin embargo, desconfiaron obstinadamente de la labor de las hermanas. Las vacilaciones en torno a las Hijas de la Caridad duraron más de veinte años, necesarios para triunfar de todas las resistencias, de las objeciones del Parlamento francés y de las inquietudes que existían por parte del clero.
Gracias a las sabias y firmes precauciones de Vicente y Luisa una nueva corriente de vida religiosa vino a establecerse en la Iglesia. Lo que hasta entonces había parecido una contradicción vino a realizarse: la vida interior de una actividad exterior ininterrumpida.
Esta forma de vida, a la que Luisa de Marillac se consagra completamente, abre un nuevo campo de apostolado a la mujer de su siglo. En las avanzadas de esta hermosa corriente de santificación de las almas a ella le corresponde el puesto de honor, porque lo conquistó con el ejemplo de su vida.. Es cierto que las evoluciones de la sociedad hubieran dado, a su tiempo, la paralela evolución de la Iglesia, sociedad perfecta. Mas es de admirar la suma prudencia de Santa Luisa, que, pulsando con mano delicada, pero segura, los resortes de las posibilidades de su siglo, supo mantener a sus hijas en un estado perfectamente compatible con los empleos de caridad cerca de los pobres.
Desde hace algunos años la Santa Sede muestra un gran interés hacia ciertas asociaciones católicas cuyos objetivos son diversos, y que no son en sí ni Congregaciones religiosas ni sociedades de vida común. Sus miembros viven en el mundo y practican en él los consejos evangélicos, dándose por entero al apostolado social. Es interesante comprobar que, tres siglos antes de que estos Institutos seculares fueran fundados, Luisa de Marillac inauguró una vida toda entregada a Dios en el servicio del prójimo,, en medio del mundo, del cual no separa a sus hijas, lanzándolas en plena batalla, donde exista una miseria que aliviar, en el cuerpo o en el espíritu,
Esta concepción podía parecer atrevida, aunque hoy es una forma normal de vida dentro de las actividades propias de la Iglesia. La previsión de los fundadores, que en el modo de formar a las Hijas de la Caridad era propia de Luisa, iba respaldada con la firme seguridad de que tal obra no había surgido por un deseo de implantar una nueva familia en la Iglesia de Dios, sino precisamente siguiendo los sabios trazos de la providencia, que había escrito con su propia mano las principales líneas de aquella renovación.
Hubiera sido de temer una intromisión personal, humana, en los asuntos divinos. Pero si Dios iba manifestando su voluntad para seguir adelante en la hermosa floración de la caridad, Vicente de Paúl, el hombre de la exquisita prudencia, y Luisa de Marillac, su íntima colaboradora, que bebía en el mismo espíritu evangélico las enseñanzas, no hacían sino seguirlas sencillamente La fórmula vicenciana para las Hijas de la Caridad es ampliamente religiosa, audazmente renovadora. Las hermanas, según San Vicente, habían de tener
«… por monasterio, las casas de los enfermos; por celda, una habitación de alquiler; por capilla, la iglesia de la parroquia; por claustro, las calles de la ciudad y las salas de los hospitales; por clausura, la obediencia; por rejas, el temor de Dios, y por velo, la santa modestia.»
Hermoso programa que aseguraría de por sí una vida perfectamente conforme al espíritu religioso. Luisa de Marillac, al pedir para sus hijas una denominación nueva, llamándolas seculares, no ataca en absoluto a la integridad del espíritu religioso; antes bien, reafirmándolo con nuevos motivos, avivándolo con la caridad, le brinda un ancho campo donde ejercer el celo por la gloria de Dios que, indudablemente, brota del alma que lo ama. No era sospechosa la innovación, porque estaba vinculada a dos santos.
«Tenernos nosotras—dice Luisa–un claustro del cual ha de sernos tan difícil salir como a las religiosas del suyo; porque si éste es un recinto cercado con muros, el nuestro es la santa obediencia, que debe ser siempre la regla de nuestros deseos y acciones.»
Luisa, alma exquisita, forjada en el temple de lo divino, había buscado a Dios hasta encontrarlo pleno, desbordante de amor, en la compañía de los pequeñas, de los humildes y de las siervas de éstos, las Hijas de la Caridad.
Las avanzadas de aquella labor apostólica, preámbulo hermosísimo de la moderna caridad, no se polarizaron en un sentido determinado, exclusivo y cerrado. La ambición de tender al bien es un motor poderosísimo para el alma que ama; es el ambiente en que vive y en el que solamente puede ser feliz. Un alma santamente apostólica siente dentro de sí la vibrante llamada que la impele a llevar el nombre de Dios a los confines del mundo.
Si tratásemos de enumerar las múltiples actividades a que Luisa de Marillac dedicó los mejores años de su vida; si, aplicados a escuchar los sentimientos de esta alma perfectamente evangélica, viésemos su bello proceder en las múltiples obras de caridad, desbordaría el patrón humano que tenemos trazado pata calibrar las almas santas. Basta leer Lis para percibir, en una síntesis acabada, todo un vasto programa de caridad, trazado a grandes rasgos, universalmente aplicable, viviente hoy, propio para todos los tiempos. Pero este hermoso panorama de caridad, esta armonía que nos hace ver las dimensiones que puede alcanzar un alma cuando se entrega al amor de Dios, sirviéndole en el prójimo, no sería suficiente para juzgar en toda su plenitud la de nuestra santa.
Existen personas capaces de sintetizar grandes obras, de concebir magnos proyectos, sobre los que derraman una luz brillante y capaz de cautivar los espíritus. Pero a estas grandes concepciones, a esa vasta caridad, se unen en Luisa las atrayentes facetas de lo pequeño, del detalle, tanto más precioso cuanto más rico en sus matices. De ahí que reúna en su figura todas las bellas condiciones de los espíritus abiertos a las grandes empresas, a la vez que fecundos en la práctica.
Los pequeños detalles que se desgranan de sus escritos, las menudas observaciones de los biógrafos, los testimonios de las hermanas que la conocieron, hacen ver en ella, junto al alma entregada completamente a Dios, capaz de abarcar con miradas de gigante las más atrevidas concepciones de caridad, un corazón vertido a las menores iniciativas para el buen servicio de aquellos pobres a quienes ella había hecho voto de consagrarse por entero.
Sin perder la santa ecuanimidad de su espíritu, guiada siempre en sus determinaciones por aquel que era para ella el representante de Dios, está dedicada completamente a la formación de sus hijas, al cuidado de su competencia profesional cada vez más diversificada, y, al mismo tiempo, a captar los nuevos medios y las prácticas más convenientes de caridad.
Su previsión es tan extraordinaria, tan bienhechora, que abarca desde las recias virtudes evangélicas que quiere ver florecer en sus hijas hasta la sencilla manera de proporcionar una taza de caldo a un enfermo, cuidadosamente, amorosamente, con el mismo espíritu de fe que si Cristo doliente fuera a recibirla de sus manos.
El reglamento que da a las primeras hermanas es sencillo a la vez que útil, brotado de las más genuinas fuentes del Evangelio.
«Nos hace falta—dice—tener siempre ante los ojos a nuestro modelo, que es la vida ejemplar de Nuestro Señor Jesucristo, a cuya imitación somos llamadas, no solamente como cristianas, sino como escogidas por Él para servirle en la persona de los pobres.»
Experimenta un gran deseo, el gran deseo de su corazón: la santidad personal de cada una de sus hijas, la pureza del corazón libre aun de las mínimas ligaduras que pudieran sujetarlo a las cosas de este mundo, pronto siempre a emprender todos los trabajos por la mayor gloria de Dios.
Así podía pensar únicamente una persona que se había dado a la ocasión, que estaba convencida de su nada, penetrada completamente de la obra de Dios en ella. He aquí el poder de sus palabras y de sus obras. Si Luisa no hubiera sido un alma interior sus obras, por el propio peso de su consistencia humana, hubieran degenerado en vagos alardes de filantropía.
La filantropía del siglo, la filantropía de los derechos del hombre nacido bueno pero corrompido por la sociedad; la filantropía que más tarde habría de ser la propia del ateísmo o de la Diosa Razón. Hay, sin embargo, una filantropía amiga del Evangelio, de acuerdo con la caridad que no ha sido deformada y nace de ese fondo de bondad que el Creador deposita en el corazón del hombre. Esta filantropía, bajo los rayos del sol divino, puede producir frutos para el paraíso. Además, el amor del hijo por el padre, del esposo por la esposa, pueden asemejarse a lo sublime. Pero, si lucha la filantropía con la caridad, ésta, que viene del cielo, tiene su triunfo seguro.
La divina osadía con que Luisa midió la extensión de la caridad hizo que exigiera de sus hijas la misma altura de miras, que se esforzara por hacerlas conscientes de la grandeza de su vocación. Para ello cimentó la Compañía sólidamente. Sabía que la pobreza es el rico tesoro del reino de los cielos, y por eso la exigió desde un principio como columna y fundamento del edificio de la Pequeña Compañía. Si ésta se dedicaba al servicio de los pobres era una consecuencia razonable que permaneciera siempre pobre. La práctica de la virtud de la pobreza había de ser para sus hijas principio esencial de su vocación, puesto que la diversidad de sus empleos las ponía en contacto con las damas de la alta sociedad, peligro ante el cual debían permanecer siempre en guardia.
Aquellas hermanas que habían de ir de los grandes palacios de los ricos a los míseros tugurios necesitaban tener un corazón tan desprendido de los bienes de este mundo que las riquezas pasaran por sus manos sin otro contacto con ellas que el suave calor de caridad que les imprimieran antes de saciar las necesidades de los desgraciados.
Interna en el señorial colegio de Poissy, pensionista en una modesta casa de París, esposa, madre, tenía una experiencia de las cosas de la vida que había de ayudarle grandemente cerca de las hermanas. Las instruye en las curas de los enfermos, y al propio tiempo les dice que, cuando sean llamadas para acudir a su lado, sean afables con ellos, les hablen con toda dulzura, informándose después por los familiares sobre circunstancias particulares de su enfermedad; les indica los pequeños remedios y su aplicación, reglamentando con exquisito cuidado todo lo concerniente al servicio de los pobres.
Y en esta selección de virtudes prácticas que requiere de sus hijas, en una frase que recuerda otra muy parecida de San Vicente, Luisa les exige el respeto debido a todo el mundo.
«… a los pobres—dice—porque son nuestros amos, a los ricos porque nos dan los medios para hacer el bien a los pobres.»
Del mismo modo quiere para sus hijas una sencillez muy lejana de la pretensión de querer parecer más entendidas de lo que son, recomendándoles que:
«… La costumbre de tratar a los enfermos y lo que habéis aprendido de los médicos no os vuelvan demasiado atrevidas, no haciéndoles caso en lo que ordenen y desobedeciendo a las órdenes que se os pudieran dar… ¿Qué tenemos que no se nos haya dado? ¿Y qué sabemos que no nos haya sido enseñado?»
La sabia prudencia de nuestra santa había captado hasta qué extremo puede santificarse un alma, pero también a cuántos peligros se hallaba expuesta aun lanzándose puramente por amor de Dios al ejercicio de la caridad. Por ello, nada más necesario a la naciente Compañía que tener unas reglas que fueran la norma de una vida tan rica en posibilidades. El aprecio que las Hijas de la Caridad hicieran de su vocación vendría indicado en función del que hicieran de sus reglas. Pero un motivo más que nos inclina a la admiración de este alma privilegiada es ver que, en íntima colaboración con San Vicente, no dio a sus hijas una regla preestablecida, sino que, una vez que se había hecho experiencia de lo que era la vida de las hermanas, esta misma vida, ya practicada santamente por Hijas de la Caridad que habían ido a recibir la corona de sus trabajos en el cielo, fue escrita para que la siguieran las que iban a venir a la Compañía en el transcurso de los siglos.
Bien sabían que con tal proceder evitarían después la adaptación de un reglamento prefabricado, más o menos asequible a la práctica. El que dieron a las hermanas estaba perfectamente de acuerdo con la realidad de sus vidas, porque, gracias a él, sin formas equívocas y sin ilusiones frustradas, las Hijas de la Caridad habían aprendido a vivir y a morir en la Compañía.
Vicente, al ver esta edificante emulación, comentaba ilusionado a las Damas de la Caridad las palabras de sor Andrea en su lecho de muerte:
«A una pregunta que yo le hice—refería San Vicente—sor Andrea me respondió: —No, no tengo ninguna pena, ningún remordimiento, si no es el de haber sentido demasiado contento al servir a los pobres. Y como yo le preguntase: —Hija mía, ¿y no hay nada en el pasado que os haga temer los juicios de Dios? —No, señor, nada; si no es que he sentido demasiada satisfacción cuando iba por las aldeas a ver a esas buenas gentes; me parecía que volaba, tal era la alegría que tenía al servirlos.»
Testimonio luminoso el de la hora de la muerte. Si Vicente de Paúl y Luisa vieron partir para el cielo a algunas de sus hijas en plena juventud, y lloraron su pérdida, la grandeza de una muerte tan sencilla, tan santa, no podía menos de ser una señal de predestinación eterna para aquellos que guiaban sus almas al ejercicio de las obras de mise-ricordia en una total consagración.
Luisa de Marillac, con el espíritu en Dios, adivinaba lejos, en el transcurso de los siglos, la posteridad gloriosa de la Compañía. La veía reflejada en la santa muerte de sus hijas, necesaria semilla de nuevas vocaciones. Su alma contemplaba sin velo las verdades eternas cuando Vicente de Paúl, junto al lecho de una hermana que agonizaba, y que había pertenecido a una distinguida familia, preguntó a la moribunda:
«Hija mía, ¿qué preferiríais haber sido durante vuestra vida, una gran dama o una Hija de la Caridad?
Oh Padre mío—dijo la hermana—, Hija de la Caridad, Hija de la Caridad!…»
Luisa dilataba su alma pensando en que había sido destinada por la divina Providencia para Madre de la Pequeña Compañía en la que veía crecer, como flores destinadas para el sublime martirio de la caridad, las almas de sus hijas. Quedábale presenciar la expansión formidable de la caridad.
Desde 1652 las primeras Hijas de la Caridad parten para Polonia, y la solicitud de Luisa las seguirá hasta el fin de su vida en país extranjero. Esta epopeya, que nadie había previsto, tuvo por causa el matrimonio de Luisa María de Gonzaga, duquesa de Nevers, con Ladislao IV, viudo de Cecilia Renata de Austria, que ocupaba el trono de Polonia, a quien plugo elegir en Francia su futura esposa, ofreciéndole con su mano la corona de aquel reino.
Luisa María de Gonzaga formaba parte de las Cofradías de la Caridad y secundaba a Vicente de Paúl y a la señorita Legras, sobre todo en el auxilio de los pobres del Hospital General, lo mismo que lo habían hecho Carlota de Montmorency, madre del gran Condé; María de Orleans, la duquesa de Nemours, y la marquesa de Combalet, más tarde duquesa de Aiguillon, y otras damas no menos célebres. El matrimonio de Luisa María se celebró por procuración, y la reina se puso en camino seguidamente para Polonia. Tres años después moría Ladislao IV. Su hermano y sucesor, Juan Casimiro, ofreció, a su vez, a Luisa María su mano y su corona.
Dos veces consagrada reina de Polonia, Luisa María de Gonzaga, que guardaba en su corazón una profunda gratitud y una admiración sin límites hacia Vicente de Paúl, le pidió que enviara a su país de adopción a los padres de la Misión, a las Hijas de la Caridad y a las Salesas, de las que era rector. Así es como la señorita Legras ve partir en 1652 para Europa Central a tres de sus hijas: sor Margarita Moreau, sor Magdalena Drugeon y sor Francisca Drouelle. Vicente de Paúl las hace venir la víspera de la partida. El pequeño discurso de despedida nos ha llegado escrito por la mano de Luisa. Documento de gran valor que nos hace ver el espíritu del santo fundador traducido por la pluma de la cofundadora:
«¡Cuán pocas mujeres y jóvenes son llamadas a hacer el bien espiritual y corporal del cual vosotras recibís hoy la misión! Esta fue en otros tiempos la de un San Francisco Javier. ¡Oh qué gran vocación la vuestra, hacer crecer a Jesucristo en este nuevo reino, en el que la fe está en peligro! ¡Qué gracia la de vuestra vocación! ¡Quién la pudiera expresar! No pueden hacerlo los ángeles, únicamente podría hacerlo Dios. Suplico a su bondad que os dé las grandes bendiciones que se extienden, no del Oriente al Occidente, sino del tiempo a la eternidad, para haceros avanzar de virtud en virtud.»
Ya había Hijas de la Caridad en toda Francia y en Polonia. Ahora las reclamaban desde Madagascar, donde los padres de la Misión habían puesto su primera casa en 1648.
«Se os llama de todas partes—decía Vicente en 1655—y tengo pena por no poder satisfacer a las personas que os piden, tan pronto como ellas desean… En Madagascar nuestros padres nos instan para que os mandemos, a fin de ayudarles a conquistar las almas. Me dicen los padres que ellos creen que éste sería el medio para que los del país reciban la luz de la fe; que se podría hacer un hospital para los enfermos y una casa de educación para instruir a las jóvenes. Disponeos, hijas mías…, hay cuatro mil quinientas leguas, y hacen falta seis meses para hacerlas. Disponeos, hijas mías, y daos a Dios para ir adonde a Él le plazca.»
Estaban dispuestas, con toda seguridad, las Hijas de Vicente y de Luisa. Hacía falta que estuviesen prestas a ir por el mismo camino, siguiendo las huellas de los santos fundadores, las del renunciamiento total, que conduce a la alegría perfecta. «¿Qué queremos, en cualquier lugar que estemos, puesto que tenemos a Dios con nosotras? Estemos, pues, en la alegría», podían ellas responder al presente, tomando las palabras de Luisa de Marillac.
«–¿Estáis, pues, dispuestas a ir a cualquier parte, sin excepción?
—Sí, padre mío—habían respondido a la vez todas las siervas de los pobres.»
Este era para los santos fundadores, en medio de los disgustos y de los sufrimientos, gran consuelo, alegría profunda y objeto de acción de gracias por el pasado. Al mismo tiempo, podían mirar con serenidad, en la limpidez de aquellas almas, el futuro glorioso de la Pequeña Compañía.