La nuestra es una misión de amor. Nuestra razón de ser consiste en llevar a Cristo a los hogares y en llevar los hombres a Cristo. Al ser misioneras de la caridad, nosotras somos enviadas para llevar el amor de Dios, para constituir una prueba del amor de Dios: de que Dios ama al mundo y de que Dios ama a los pobres. Dios se sirve de nosotras para demostrar su amor a las personas. Nosotras, en cambio, demostramos nuestro amor a Dios convirtiendo en actos concretos el amor que le profesamos mediante nuestro servicios a los pobres más pobres.
Es como una especie de intercambio: Dios se sirve de nosotras para demostrar su amor a los pobres mediante nuestra entrega y consagración a Él. Nosotras, a nuestra vez, nos servimos del amor de Dios para demostrar a las personas nuestro amor concreto por Él a través de nuestro servicio a los pobres más pobres, ya se trate de leprosos o moribundos, de paralíticos, de no amados y de preteridos: quienes quiera que sean, para nosotras son Cristo bajo las doloridas apariencias de los pobres más pobres.
Recuerdo el caso de una de nuestras hermanas. Acababa de llegar de la Universidad y procedía de una familia muy acomodada. De acuerdo con nuestras Constituciones, al día siguiente de su ingreso en la congregación fue con otras compañeras a trabajar en la Casa del Moribundo. Antes de salir les dije:
— Habéis visto con cuánto amor y delicadeza trataba el sacerdote durante la misa el cuerpo de Cristo. Aseguraos de hacer lo mismo cuando vayáis a la Casa del Moribundo, puesto que allí se encuentra Jesús bajo apariencias de dolor.
Tres horas más tarde se encontraban de regreso, y una de ellas —justamente la que acababa de llegar de la Universidad, que había visto muchas cosas‑ corrió a mi despacho y, con una sonrisa muy hermosa dibujada en su rostro, me dijo:
Madre, durante tres horas he estado tocando el cuerpo de Cristo.
Yo le pregunté:
Pues, ¿qué has hecho? ¿qué es lo que te ha sucedido?
—Al poco de llegar trajeron a un hombre recogido por la calle cubierto de gusanos. No me resultó fácil, ésa es la verdad, pero me di cuenta de que en él estaba tocando el cuerpo de Cristo.
A DISPOSICIÓN DE JESÚS
Resulta bastante significativo el episodio del taxista de Nueva York que se negaba a llevarme al convento de nuestras hermanas de la rama contemplativa en el South Bronx. Yo no las había advertido de mi visita, por lo que tenía que ir con aquel medio, pero él se negaba a llevarme por miedo. No servía de nada, porque le costaba creerme, que le dijese que nuestras hermanas tenían una casa y vivían allí. Para convencerle le dije:
Bueno, hagamos lo siguiente: yo me siento a su lado, en la cabina, y verá que no le pasa absolutamente nada.
Ante mi respuesta accedió. Y nos encaminamos en dirección a South Bronx. El buen taxista enmudeció al ver a las jóvenes hermanas saltar y reír, y a las gentes haciéndome inclinaciones de cabeza. Los que me reconocían, aunque estaban borrachos, me hablaban y se quitaban el sombrero. Al taxista le costaba creer lo que veían sus ojos. Estoy convencida de que la santidad es la primera razón de ser de nuestra congregación.
—Para nosotras —digo a mis hermanas— la santidad no debería ser difícil porque, al ofrecer a los pobres más pobres un servicio gratuito y de todo corazón, transcurrimos con Jesús las veinticuatro horas del día. Y como cada misionera de la caridad forma parte de los pobres más pobres, nuestra vivencia del cuarto voto se da mientras realizamos cualquier gesto unas a otras.
En una ocasión el cardenal-arzobispo de Saint Louis, en Estados Unidos, me pidió que le escribiese algo en el breviario. Escribí lo siguiente: «Deje que Jesús se pueda servir de usted sin pedirle permiso.»
Él me contestó, también por escrito: «No sabe lo que me ha hecho. Todos los días hago el examen de conciencia y me pregunto: «»¿He permitido a Jesús usarme sin permiso?».»
Los mundanos creen que el voto de castidad nos resta humanidad, que nos hace sentirnos como piedras, carentes de sentimientos. Cada una de nosotras podría asegurarles que eso no es verdad. Es justamente el voto de castidad el que nos hace libres para amar a todo el mundo, en vez de convertirnos en madre de dos o tres hijos. Una mujer casada no puede amar más que a un hombre. Nosotras podemos amar a todo el mundo en Dios.
El voto de castidad no nos mutila. Más bien, observado con felicidad, nos permite vivir en plenitud. El voto de castidad no es una simple lista de prohibiciones y de noes. Es el amor. Nos damos a Dios y lo acogemos en nosotras. Dios se nos da y nosotras nos damos a Él. De ahí que, a través del voto de castidad, nos consagremos por completo a Él.
En alguna ocasión los periodistas me han preguntado:
—Siendo así que en la India existe una pobreza tan grande, ¿cómo se le ocurre a usted, Madre Teresa, enviar a sus hermanas a países menos necesitados?
Para esa pregunta yo tengo siempre a flor de labios una contestación, que es la siguiente:
—La pobreza de Occidente es mucho peor que la pobreza material en la India. ¿Por qué razón deberíamos limitar nuestra labor de apostolado a un solo país cuando también otros nos llaman?
Repito que existen dos clases de pobreza. En la India hay personas que viven y mueren en medio del hambre. Allí incluso un puñado de arroz resulta precioso. En los países de Occidente no existe pobreza material en el sentido que damos a esta expresión. No hay nadie en tales países que se muera de hambre. Nadie llega a padecer un hambre del tenor de la que sufren muchos en la India.
Pero en Occidente existe otro género de pobreza: la pobreza espiritual, que es mucho peor. Las gentes no creen en Dios, no rezan. Las gentes se vuelven la espalda unas a otras. En Occidente existe la pobreza de las personas, que no están satisfechas con lo que tienen, que no saben sufrir, que se abandonan a la desesperanza. Esta pobreza del corazón es a menudo más difícil de socorrer y de remediar. En Occidente son más numerosos los hogares rotos y los niños abandonados, y el divorcio alcanza niveles mucho más elevados.
ENFERMOS DE SIDA
Desde hace algunos años hemos abierto en Nueva York un hogar para enfermos de sida. Lo empezamos con 15 lechos para otros tantos enfermos, y los primeros internados fueron cuatro jóvenes a quienes conseguí sacar de la cárcel porque no querían morir allí.
Les había preparado una pequeña capilla, de modo que aquellos jóvenes, que acaso nunca habían estado cerca de Jesús o acaso se habían alejado de Él, pudiesen, si lo querían, acercarse a Él de nuevo. Poco a poco, gracias a Dios, sus corazones se ablandaron. Los primeros ya han fallecido todos, porque, como se sabe, se trata de una enfermedad mortal.
La última vez que estuve en aquel hogar, que fue no hace mucho, uno de los jóvenes enfermos hubo de ser trasladado al hospital. Antes de ir me dijo:
—Madre Teresa, como usted es amiga mía quiero tener una conversación a solas con, usted.
Os diré lo que me dijo:
—Madre Teresa, cuando más fuerte es el dolor de cabeza (que es uno de los síntomas del sida) pienso en Jesús coronado de espinas. Cuando el dolor es en la espalda pienso en los azotes de Jesús. Si me duelen las manos o los pies pienso en los clavos de la crucifixión. Lléveme al hogar. Quiero morir cerca de ustedes.
El médico autorizó el traslado. Le acompañé hasta la capilla. Y le vi rezar a Jesús. Lo hizo con una devoción que me sorprendió sobremanera. Murió tres días después. en él se había experimentado una transformación muy profunda.
QUE LOS POLÍTICOS RECEN
Alguien me preguntó el otro día:
¿Qué aconsejaría usted a los políticos?
Jamás me inmiscuyo en política. Sin embargo, me brotó espontáneamente contestar:
Creo que los políticos pasan demasiado poco tiempo de rodillas. Estoy segura de que serían mejores políticos si lo hicieran…
Eso es lo que todos necesitamos cuando tenemos que tomar decisiones que implican a los demás…
En cierta ocasión un hombre vino a nuestra casa y me dijo:
Aquí cerca hay una familia hindú con ochos hijos que lleva mucho tiempo sin probar bocado.
Al oírlo tomé un puñado de arroz y salí a toda prisa para que pudieran comer aquella noche. En los rostros de aquellos ocho niños vi dibujadas las huellas de hambre como pocas veces las había visto. A pesar de ello aquella madre tuvo el coraje de dividir el arroz en dos porciones iguales y salió con una: Cuando estuvo de vuelta le pregunté:
¿Adónde ha ido? ¿Qué ha hecho? Su respuesta fue muy lacónica:
¡También ellos tienen hambre!
Quiénes eran «ellos»? Una familia de religión musulmana que vivía en la otra puerta de enfrente y que tenía otros tantos hijos. Aquella mujer sabía que también ellos tenían hambre. Lo que me conmovió hasta las entrañas fue que «ella sabía» y, puesto que «sabía», fue generosa hasta el heroísmo de la privación. ¡Eso es algo realmente hermoso! ¡Eso es amor de verdad y de hecho! Aquella mujer dio con dolor. Aquella noche no volví a llevar más arroz, puesto que quise que experimentase la alegría de dar, la alegría de compartir.
Cuando fuimos invitadas a Bangladesh para hacernos cargo de las jóvenes que habían sido violadas por los soldados tuvimos que abrir un asilo para ellas. Tropezamos con grandes dificultades, puesto que era contrario a las leyes, tanto musulmana como hindú, dar acogida en la sociedad a jóvenes que habían sido violadas. Tuvimos que hacer frente a un escollo muy serio, pero cuando Mujibur Rahman declaró a tales jóvenes «heroínas de la patria», afirmando que habían tenido que luchar en defensa de su pureza y de su país, sus propios padres vinieron para acogerlas.
También hubo muchos hombres jóvenes que se ofrecieron para contraer matrimonio con ellas. Pero acudieron asimismo bastantes médicos dispuestos a practicar abortos a tales jóvenes. Yo me encontraba presente en aquellos momentos. Había una doctora que persistía en afirmar que un niño no nacido no es un ser humano. Yo le pregunté:
En el caso de que estuviese usted casada y llevase un ser en su vientre, ¿sería un ser humano o no?
Ella me contestó con ingenuidad: —Bueno, eso sería otra cuestión. Fue una tremenda lucha con aquella gente: Yo les dije:
Nuestras jóvenes han sido forzadas y violentadas; ellas no querían el pecado. En cambio, lo que ustedes quieren hacer, o lo que quieren ayudarles a llevar a cabo, eso sí que es cometer un asesinato, y esto no las abandonará durante toda su vida: jamás podrán olvidar que, en cuanto a madres, ellas fueron las asesinas de sus propios hijos.
Gracias a Dios, el Gobierno de Bangladesh comprendió que yo estaba dispuesta a hacerme cargo de los niños, y que no iba a permitir que ninguno de ellos fuera abortado. En consecuencia, resolvieron por escrito que sólo en caso de que una joven optase libremente por el aborto se permitiría intervenir a los médicos; de lo contrario, ninguna otra persona podría hacerlo. De esta suerte se nos permitió poner a salvo a muchos niños y a muchas jóvenes.
La parte más hermosa fue que más tarde se demostró que aquellas jóvenes habían sido obligadas por la fuerza a soportar lo ocurrido, y por eso fueron proclamadas «heroínas de la patria». Ocurrió que de los 40 niños que acogimos en nuestro orfanato, más de 30 fueron adoptados por familias de Canadá y de otros países: por familias estupendas. Pero un buen número de ellos fueron aceptados por sus propios parientes.
El aborto no es otra cosa que un verdadero asesinato. Me pregunto qué es lo que ha podido ocurrir en nuestros corazones de seres humanos. Lo que está ocurriendo es algo completamente antinatural. Resulta evidente que algo se ha perdido, que algo se ha roto.
Ya lo he dicho y no ceso de repetirlo:
—Cómo una madre puede llegar hasta tal extremo es algo que supera la capacidad humana de comprensión.