Susana Guillemin: Circular sobre los votos, 1967

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Susana GuilleminLeave a Comment

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Autor: Susana Guillemin, H.C. .
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París, 2 de febrero de 1967

Mis carísimas Hermanas:

¡La Gracia de Nuestro Señor sea siempre con nosotras!

La admirable institución de nuestra Renovación anual me proporciona hoy la inmensa alegría de transmitirles, junto con la bendición de Nuestro Muy Honorable Padre, la autorización que ha tenido a bien darnos para reanudar los lazos que nos ligan al Señor. En este año 1967, haremos nuestra renovación, en unión con el Fiat de María, el 3 de abril, lunes de Cuasimodo. ¡Quiera el Señor otorgar en ese día a cada una de las Hijas de la Caridad, corno respuesta al don renovado de sí misma, una poderosa gracia de renovación espiritual!; gracia de luz para comprender mejor la naturaleza y exigencias de nuestros Santos Votos; gracia de fortaleza para asumirlos plenamente; gracia de perseverancia para mantener el esfuerzo a lo largo de la nueva etapa iniciada por el camino del amor.

El orden lógico que hemos adoptado para fijar los temas de nuestras Circulares anuales nos conduce hoy providencialmente a hablar de la obediencia. Digo «providencialtnente» porque el importante trabajo de renovación emprendido por la Compañía no puede efectuarse con seguridad sino llevándolo a cabo dentro del orden y la unidad que proceden de la obediencia. Con gusto repito, aplicándolo a la Pequeña Compañía, lo que su Santidad Pablo VI decía en octubre último hablando de la Iglesia: «…a vosotros que sentís el estímulo del Espíritu Santo para salir del conformismo, de la inercia, de la tibieza, para hacer algo bueno y útil en favor de la Iglesia, os presentamos una vez más una pregunta que es nuestra y vuestra: ¿qué necesita ahora la Iglesia? Hoy daremos una respuesta sencillísima, que vosotros, por ser buenos, fieles y fervorosos, podéis comprender y aceptar: La Iglesia necesita obediencia. Sí, hijos e hijas que amáis a la Iglesia, obediencia. Y más que una obediencia externa y pasiva, una obediencia interna y espontánea… ¿Cómo renovar espíritu, obras y estructuras en la Iglesia, si no es solidaria consigo misma?…» (S. S. Pablo VI, 5 octubre 1966.)

Es sumamente importante el que en este momento tan transcendental para la historia de la Compañía se renueve en todas las Hijas de la Caridad un sentido profundo de la obediencia y del papel que debe desempeñar en su vida: la obra de renovación, ya sea personal o comunitaria, es obra de obediencia. Y no creamos que hablar así restringir o despersonalizar la obra de renovación; al contrario, es darle toda su dimensión colocándola en su verdadero nivel que es el de la voluntad de Dios.

Hay que distinguir la obediencia social y la obediencia religiosa

No se puede hablar de la obediencia religiosa sin disipar antes un prejuicio demasiado extendido a este respecto. La obediencia que podemos llamar social se encuadra a la vez en el marco del derecho natural y del derecho civil, interviene en la vida de todo hombre, regula las relaciones de los hijos con sus padres, de los individuos en la sociedad; está al servicio del orden en todos los dominios. Es necesaria por razones de tipo puramente humano y natural: los imperativos de la educación, el bien de la sociedad, la eficacia del trabajo, etc… Podemos decir con Karl Rahner: «En muchos detalles de la vida diaria la obediencia no es en realidad nada más que esto: un método racional para que puedan vivir juntos seres racionales.»

Es fácil juzgar el grado de madurez y de sociabilidad de un hombre por la libertad con que ajusta voluntariamente su vida al orden establecido y a la autoridad legítima, en los terrenos que le son propios. Esta obediencia «de razón» es buena en sí misma y todos tenemos que practicarla: constituye el soporte natural de nuestra obediencia cristiana y religiosa. Pero no es la obediencia religiosa.

Se podría llamar a la obediencia religiosa «la gran desconocida». Los que la consideran desde fuera la juzgan partiendo de conceptos falsos de lo que es y de lo que exige; muchos de los que la practican, superiores y súbditos, encuentran en ella grandes dificultades porque conocen imperfectamente su verdadera naturaleza, y reina en sus espíritus cierta confusión respecto a ella.

Lo que da carácter religioso a la obediencia que hemos consagrado es el estar motivada por la Fe con miras a la Caridad: Para amar a Dios plenamente someto mi vida a su voluntad, expresada, según su promesa, por mis Superiores. Para todo cristiano, la obediencia razonable que debe practicar según su condición se ilumina y se transforma a la luz de la Fe, poniéndole al servicio de la voluntad divina a ejemplo de Cristo. Para nosotras, consagradas, es aún más real y más visible el hecho de que

La obediencia religiosa nos hace participar en el misterio de Cristo

Y bien sabemos que en eso se encuentra la plenitud de nuestra vocación. Si lo dudáramos, nos bastaría volver a leer estas frases densas de sentido del Decreto sobre la Renovación de la Vida Religiosa:

«Los religiosos, por la profesión de la obediencia, ofrecen a Dios la total entrega de su voluntad, como sacrificio de sí mismos, y por ello se unen más firme y tranquilamente a la voluntad salvífica de Dios. Por eso, a ejemplo de Jesucristo, que vino a cumplir la voluntad del Padre, y, tomando forma de siervo, aprendió por sus padecimientos la obediencia, los religiosos, movidos por el Espíritu Santo, se entregan confiados a los Superiores, representantes de Dios, y por ellos son conducidos al servicio de todos los hermanos en Cristo, como el mismo Cristo sirvió a sus hermanos en consecuencia de su sumisión al Padre y entregó su vida en redención de muchos. De esta forma se unen más estrechamente al servicio de la Iglesia y se esfuerzan en llegar a la medida de la plenitud de Cristo.» (Perfectae Caritatis, Art. 14.)

No busquemos, pues, otro fundamento a nuestra obediencia que las admirables palabras que repetimos cada día al besar nuestro crucifijo: «Christus factus est pro nobis obediens usque ad mortem, mortem autem crucis.» Cristo es el ejemplo, la fuente y la sola justificación de toda obediencia religiosa. Nuestra obediencia es la continuación lógica, la prolongación de la que le clavó en la cruz. Antes de considerar sus modalidades concretas es preciso situarla en su verdad profunda que es la unión con Cristo. No se trata únicamente de imitar a Cristo, de hacer lo que El hizo en la tierra, lo que sería ya mucho; se trata de entrar desde nuestro puesto en el designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. El voto de obediencia nos entrega totalmente a Dios, en cuanto miembros de Cristo y para que se complete en nosotros su vida y su Pasión. Es la incorporación a Cristo lo que le da toda su fuerza y significado.

Contemplemos con los ojos de la Fe este destino nuestro, mis carísimas Hermanas, y busquemos su razón de ser en el amor. Nuestra vida está entregada a la voluntad de Dios expresada por nuestros Superiores, porque Dios ha establecido en su Iglesia que se manifestaría por medio de los Superiores. Puede decirse que no hay realidad sobrenatural más difícil de comprender para las generaciones actuales impregnadas de una mentalidad naturalista. No se les puede dar, sin embargo, ninguna explicación puramente humana: es un deseo, una voluntad de entrega absoluta, de don total a Dios, lo que nos lleva a hacer esta ofrenda incondicional de nosotras mismas para que venga su reino, a nosotras y a nuestros hermanos.

Esto debe comprenderse en su recto sentido. Es profundamente cierto, y no se insistirá nunca bastante sobre ello, que la obediencia religiosa es un absoluto y que no puede admitir restricciones; pero también es menester no situarla allí donde no está y distinguirla de sus falsificaciones.

La obediencia religiosa exige un compromiso responsable de toda la personalidad.

Bien saben, mis carísimas Hijas, que no entra en mi intención la menor veleidad de incorporarme a esos espíritus desviados por una concepción errónea de las relaciones entre la libertad y la obediencia y por un sentido del hombre mal comprendido; éstos corren el peligro de comprometer gravemente la obediencia religiosa a fuerza de criticarla ciegamente sin conocerla. Pero es de suma importancia, a causa del mismo clima de confusión reinante, que, sabiendo claramente lo que ella es y lo que no es, adquiramos convicciones sólidas capaces de informar toda nuestra conducta.

La obediencia condiciona nuestra vida, como toda vida humana, y la ejercemos en diferentes terrenos: comunidad, profesión, apostolado. Una visión sobrenatural de las cosas viene a dar un sentido cristiano a esta necesidad social, y el voto que hemos pronunciado en la Compañía la transforma en acto religioso. «Someteos todos a las autoridades que os gobiernan. Pues no hay autoridad que no proceda de Dios. Y cuantas existen, por Dios han sido establecidas.» (Rom. 13, 17.) «Se entregan confiados a los Superiores, representantes de Dios.» (Perfectae Caritatis, Art. 14.) Pero la adhesión a esta institución divina, cual es la autoridad establecida, puede ir de la simple rutina a la obediencia de los Santos. Tal vez nos hacemos muchas ilusiones a este respecto. ¿De qué calidad es nuestra obediencia?

No hablaré de las Hermanas que viven prácticamente como si la obediencia no les concerniera; son casos raros. Se trata aquí o de falta de madurez semipatológica o de inconsciencia engendrada por la tibieza habitual. La línea de conducta que ha de seguirse en tales circunstancias debe estar inspirada por una gran caridad. Hablaremos tan sólo de los casos más corrientes.

Hay sumisiones que no tienen nada de religioso a causa de sus motivaciones; las hay que deforman la personalidad religiosa manteniéndola en falsas actitudes espirituales y psicológicas. Y se descubre en esto una de las causas más frecuentes de la inadaptación y de la inutilidad de ciertas personas consagradas y hasta de ciertos institutos religiosos.

De buena gana aconsejaría a las Hermanas Sirvientes que se inquieten cuando se encuentren a Hermanas que obedecen sin ninguna dificultad aparente, que multiplican las peticiones de permisos para bagatelas, que necesitan de continuo recurrir a órdenes directas, que parecen estar ajenas a las decisiones que han de tomarse respecto a ellas o a su oficio. La obediencia es virtud de fuertes y no refugio de débiles. No es que la autoridad no pueda sostener durante algún tiempo la debilidad o el escrúpulo de principiantes y, más aún, responder a la delicadeza de conciencia de aquellas a quienes el Señor inspira la práctica de una obediencia más estricta. Pero es menester ayudar a las Hermanas a descubrir los impulsos secretos que podrían exponerlas a mantenerse perpetuamente en estado de infancia, y hay que llevarlas progresivamente al ejercicio de su responsabilidad en la obediencia.

Algunas obedecen con una obediencia infantil por el convencimiento que tienen de su debilidad y de lo que les falta; o bien por impotencia o temor ante una autoridad demasiado fuerte. Por una necesidad de sentirse seguras o por miedo al esfuerzo, se instalan en una especie de infantilismo permanente, huyendo de toda responsabilidad. Es un fracaso del fervor, y sus dones naturales y sobrenaturales pasan a ser el talento enterrado. Que pidan al Señor les dé una Hermana Sirviente de visión clara y firme que las ayude a salir de su letargo y a comprometerse personalmente.

Más peligrosa y falsa que la sumisión por debilidad es la que podríamos llamar obediencia de sentimiento y de inteligencia. En este caso, su motivación es el afecto que une a una Hermana Sirviente, a una Visitadora, por las cualidades, inteligencia u otros dones que se descubren en ella, o bien porque su modo de pensar está de acuerdo con el propio. Esta clase de obediencia presenta, en general, todos los rasgos exteriores de la obediencia verdadera: apertura de corazón, diálogo, adhesión cordial a la decisión impuesta, ejecución pronta y alegre. Es necesario que venga la prueba de la separación para que se descubra la raíz completamente natural de lo que parecía virtud. Tan pronto como esa Hermana Sirviente sea reemplazada por otra de cualidades y defectos diferentes surgirán las reticencias y dificultades. Cuando Dios une por el corazón y por la inteligencia a las llamadas a trabajar juntas en su servicio, lo que es frecuente y muy de desear, es preciso que unas y otras, agradeciéndole este beneficio, le pidan todos los días, y con insistencia, la gracia de mantener la relación autoridad-obediencia al nivel de la Fe; es necesario que una disposición interior permanente de desprendimiento asegure la primacía de la voluntad divina y predisponga a reconocerla a través de otros intermediarios.

Existen aún otras falsas apariencias de obediencia religiosa: unas provienen de actitudes correctas, pero puramente naturales, como la obediencia exacta, completamente militar, de ciertos temperamentos apasionados por el orden y la disciplina; otras proceden de sentimientos más o menos confesables que se relacionan con cierta cobardía: puede uno escudarse en la obediencia para evitar algunas renuncias que no se tiene el valor de hacer y a las que invita la inspiración interior. ¡Cómo debemos pedir al Espíritu Santo su luz, y cómo hemos de esforzarnos por ser fieles a ella, para llegar a la pureza de intención necesaria!

Con plena libertad y responsabilidad, consciente de lo absoluto de su compromiso, es como una Hija de la Caridad debe renovar de continuo la elección que ha hecho de obedecer para que la voluntad de Dios se cumpla en ella y por ella. La plena posesión de sí misma, por una madurez lograda, le permitirá dar a su don todo su valor. Cuanto más se depure ella misma, más libre estará para entregarse al Espíritu Santo y para reconocerle en las órdenes de la autoridad. Sus facultades, inteligencia, juicio y voluntad, intervendrán continuamente al servicio de la obediencia.

¿Cómo debemos, pues, practicar la obediencia?

Diré en primer lugar que es necesario tener el sentido de la obediencia y amarla. No por el ejercicio de renunciamiento que representa, sino por ser el medio supremo para encontrar a Dios y unirse a Él. La obediencia es la plenitud del amor. Regula admirablemente nuestras relaciones con Dios en la humildad y la esperanza; es necesario practicarla para descubrir su valor: cada acto realizado acrecienta la luz en nuestra inteligencia, y en nuestro corazón, el deseo de practicarla. Por ella entramos ya en la vida eterna.

Pero si bien es cierto que la obediencia se sitúa en este nivel sobrenatural, no lo es menos que reclama el ejercicio de las facultades humanas que Dios nos ha dado. Por nuestra condición, el alma está unida al cuerpo, la vida sobrenatural está sostenida, animada, expresada por nuestras potencias humanas. La obediencia es el fruto de nuestra libertad, requiere un acto libre de nuestro juicio y de nuestra voluntad para adherirse a lo que la Fe nos presenta como voluntad de Dios. Esto es indiscutible; si así no fuera, no habría en ello obediencia, habría subordinación. Soportar una autoridad que se impone no es obedecer. Es preciso comprender esto, porque toda la grandeza de la obediencia reside en ese ejercicio soberano de nuestra libertad humana que somete nuestra vida a la Fe.

¿Quiere esto decir que cada acto de obediencia debe ir precedido de un examen, de un diálogo, de una reflexión personal para juzgar si es verdadero acto de obediencia? De ningún modo, y la primera razón para ello, de sentido común, es que la vida se haría imposible. En la mayoría de las circunstancias diarias, la adhesión a la orden de la Hermana Sirviente debe ser espontánea y emanar de la elección libre que previamente hemos hecho de obedecer; esto basta para asegurar la calidad de nuestra obediencia.

No debemos confundir libertad con oposición: la libertad no consiste en actuar siempre según la propia opinión y, para afirmarse en ella, oponerse a las opiniones contrarias, aunque fueran las de la Hermana Sirviente. Sería ésta una actitud específicamente adolescente. La verdadera libertad consiste en liberarse de las miras personales — las nuestras y las de otros— y, sobre todo, de las pasiones que inclinan nuestro corazón a hacerles concesiones más o menos razonables, todo ello para adherirse al orden establecido por Dios. Consiste también en discernir los actos de obediencia sin problemas de los casos que reclaman un diálogo.

Porque la obediencia no destruye la responsabilidad personal.

Aquí también el Decreto «Perfectae Caritatis» es taxativo. Hablando a los Superiores dice: «Hagan que los Religiosos cooperen con obediencia activa y responsable en el cumplimiento del deber y en las empresas que se les confíen.» (P. C., Art. 14) Ya sea por adhesión pura y simple a una orden dada, ya participando por medio del diálogo en la elaboración de la decisión que debe tomarse, de una u otra forma, la responsabilidad queda siempre comprometida en todo acto de obediencia.

Así ha sido siempre y permanece cierto en todo tiempo y lugar; pero no siempre ha sido perfectamente comprendido y practicado por todos. La espiritualidad del siglo XIX, fuertemente centrada en el morir a sí mismo y en el renunciamiento, llevó a veces a ciertos espíritus insuficientemente esclarecidos a considerar la obediencia como una sumisión ciega y sin discusión a la autoridad, suprimiendo así la responsabilidad del que obedece. Esta desviación, seguida con demasiada frecuencia y considerada como norma general por la opinión pública, ha contribuido a crear la reputación de infantilismo que tanto nos está costando desterrar. Ahora, el sentido del hombre y de lo que cada uno representa de único e insustituible en los designios de Dios, puesto de relieve por el Concilio, ha hecho tomar conciencia de los abusos, sin menoscabo, no obstante, de la obediencia. El fin de la obediencia no es aplastar la persona, aniquilar sus cualidades y su voluntad; como, por otra parte, tampoco el promover el pleno rendimiento de las facultades de cada Hermana tiene por fin último el desarrollo humano en cuanto tal. El fin es la búsqueda de la voluntad de Dios y su mejor servicio utilizando los recursos que El ha dado a cada una, y esto bajo la guía y decisión de los Superiores. Todas las Hermanas son responsables de contribuir a esta búsqueda con la aportación de ideas, fruto de sus reflexiones y de su oración. La decisión final corresponde a la Hermana Sirviente.

La práctica de la obediencia está influenciada no sólo por la evolución del pensamiento universal, sino también por la transformación de las situaciones y de todo el contexto cultural y social en el que las Hermanas deben ejercerla. Es estrictamente imposible practicar hoy la obediencia como se hacía antaño, con una sujeción directa en todo momento y en todos los detalles. En el pasado bastaba que una Hermana Sirviente poseyera una doctrina segura, una buena cultura general, buen juicio y alguna experiencia para poder asegurar personalmente la dirección, no sólo de su comunidad, sino de cada una de las diversas actividades de la casa. Ahora el progreso ultrarrápido y continuo de la ciencia y de la técnica en todos los dominios ha transformado cada línea de acción en una especialidad. Buen número de Hermanas asumen actualmente puestos que llevan consigo responsabilidades profesionales y administrativas que exigen una formación especializada, de las que se les puede pedir cuenta legalmente y para las cuales sólo ellas poseen la competencia necesaria. En tal caso, es claro que tener iniciativas y responsabilizarse es, más que un derecho, un deber, y que entra en las perspectivas más legítimas de la obediencia.

También es claro que el ejercicio de la autoridad va a encontrar dificultades y a requerir, por parte de los Superiores, una gran abnegación y amplitud de miras, firmeza, confianza atenta y serena, y por parte de las Hermanas, gran apertura de acción, respeto absoluto de los límites fijados a sus iniciativas, una gran confianza y sumisión de espíritu a las directrices de la Hermana Sirviente y la preocupación de mantenerse continuamente bajo la influencia de la obediencia.

En nuestros días no es fácil mandar ni obedecer, y las almas mediocres corren gran peligro de instalarse en una independencia completamente natural o en un personalismo orgulloso, mientras que la tentación de las Hermanas Sirvientes será una actitud de inhibición o de desinterés. La salvación está en la convicción profunda de que Hermana Sirviente y compañera están unidas en una obediencia común a la voluntad de Dios y que no la lograrán sino en la unión de sus papeles respectivos de autoridad y de obediencia. «La obediencia religiosa nos aparece, dice el P. Tillard, como el punto de incidencia de la obediencia del superior y de la obediencia al superior.»

La obediencia supone el diálogo y se vive en comunidad y en Iglesia

No podemos buscar solas la voluntad de Dios, ya sea para mandar, ya para obedecer; el diálogo es, podríamos decir, una de las técnicas de esta búsqueda. El ejercicio de la autoridad y de la obediencia religiosa vincula nuestra vida a Dios, asegura su unión total a la voluntad divina; nuestra convicción acerca de este punto es inquebrantable; pero Dios no quiere comunicar el conocimiento de su voluntad directamente, y en cierto modo sobrenaturalmente, sólo a la persona de la Superiora; la asistencia que presta a ésta en el ejercicio de su cargo no suprime el empleo de los medios de reflexión y de información que Él ha puesto en abundancia a su disposición.

Todas las Hermanas han recibido de Dios dones naturales y sobrenaturales que, desarrollados por la formación, son aptos para servir a la búsqueda común, y el conjunto de Hermanas de una casa constituye un tesoro de luz y de energías que la Hermana Sirviente tiene la misión de reunir y de aplicar al servicio de Dios, lo que no se puede concebir sin un diálogo permanente. Una Hermana que, por pereza o indiferencia, no se tomase la molestia de reflexionar sobre sus problemas y buscar personalmente soluciones para proponerlas a la Hermana Sirviente, sería culpable ante ella y ante la comunidad, a la que privaría así de los talentos que Dios le había confiado para el bien común.

La puesta en común de que aquí tratamos nos lleva a decir unas breves palabras sobre la verdadera naturaleza del diálogo del que tanto se habla, que todas desean y que tan pocas Hermanas, sobre todo las que se quejan de estar privadas de él, son capaces de llevar a la práctica. El diálogo religioso, preparatorio a la obediencia personal y comunitaria, exige ante todo disposiciones interiores de humildad y desprendimiento en cuanto a los propios pensamientos, de acogida y respeto al pensamiento de los demás, de ardiente invocación al Espíritu Santo para descubrir sus caminos. Requiere pocas palabras; no son la multiplicidad y extensión de los coloquios los que lo favorecen, sino su sinceridad y la caridad que los anima. Se establece un diálogo permanente en una comunidad cuando todas las Hermanas se preocupan por su parte, en los intercambios habituales, de comunicar con la conveniente discreción lo que es comunicable de su caminar espiritual y apostólico, sin tratar nunca de imponerse. Y también cuando, complementariamente, se mantienen atentas a sus Hermanas para admirar la obra de la gracia en ellas e ilustrarse con su ejemplo. La comunidad, unida así, constituye el cuadro privilegiado de la obediencia religiosa. Este clima de atención y escucha a Dios en las demás prepara verdaderos y fructuosos cambios de impresiones en torno a problemas concretos de acción y de apostolado.

En torno a estas cuestiones concretas suelen brotar las dificultades, surgen los problemas de obediencia más agudos, y en las circunstancias actuales se presenta el dilema autoridad religiosa–autoridad profesional, que no puede resolverse dando primacía a la una sobre la otra, sino asignando a cada una el papel que le corresponde. Es necesario que una apertura confiada por ambas partes esclarezca todos los aspectos de los problemas: necesidades de las personas a las que hay que servir, exigencias espirituales y comunitarias, reglas profesionales y administrativas, repercusiones sociales y apostólicas de las soluciones que se adopten, etc…, así se informará la Hermana Sirviente antes de dar la solución definitiva. Porque es a ella a quien corresponde decidir; ella tiene ante Dios, no el derecho, sino el deber estricto y al que no puede renunciar, de fijar la línea de conducta que va a seguir la obediencia.

El diálogo fraterno entre Hermana Sirviente y Hermanas en la búsqueda de la voluntad de Dios crea un pensamiento común y aporta a la autoridad elementos de solución de que puede disponer en las diferentes ocasiones que se presenten. Es indispensable, en efecto, dejar bien sentado que no hay necesidad de entablar un diálogo particular cada vez que haya que dar una orden, y menos aún constituirlo en una especie de plebiscito de la autoridad. Escuchemos a Su Santidad Pablo VI señalando este punto: «¿Podremos decir que la obediencia se ha disuelto en diálogo democrático y en la voluntad de la mayoría numérica o de la minoría destacada? Ciertamente que no; antes confirmamos la necesidad de un sabio ejercicio de la autoridad y de una sincera práctica de la obediencia. El ambiente y el espíritu de la vida religiosa quedarían fatalmente comprometidos, en donde faltara la autoridad y la obediencia. Pero una y otra exigen formas nuevas, más elevadas y más conformes con el espíritu de Cristo.» (A los Sup. Mayores de Italia, enero 1967.)

El diálogo no suplanta, pues, la voz de la Hermana Sirviente, único órgano de la voluntad de Dios, por la de la Comunidad.

Pero favorece y prepara la dimensión comunitaria de la obediencia y realiza visiblemente la unión de los espíritus y de los corazones al servicio de Dios y de la Iglesia. Es necesario ver esto, mis carísimas Hermanas: nuestro voto de obediencia no es un acto aislado destinado a ser vivido individualmente; se hace «al Venerable Superior General de la Congregación de la Misión», que es nuestro Superior legítimo, y se sitúa «en la Compañía de las Hijas de la Caridad». El verdadero objeto de nuestra obediencia, con miras al cual se nos darán órdenes, es el género de vida prescrito por «nuestras Constituciones y nuestras Reglas», perseguir la santidad según el espíritu de San Vicente, el servicio de los Pobres en la Iglesia. Por la obediencia que rendimos a nuestro Superior General, a través de las autoridades legítimamente establecidas en la Compañía, comulgamos con la voluntad divina, ofrecemos a Dios la alabanza de unidad que El ama sobre todas las cosas y damos al mundo ese mismo testimonio de unidad en la caridad de la que Cristo hizo el signo evangélico por excelencia.

Esta obediencia abarca toda nuestra vida. Es cierto que el voto, hablando en rigor, entra raramente en cuestión, porque es insólito que se nos mande algo «en nombre de la obediencia». Pero si somos fieles en mantenernos al nivel de la Fe, en el don continuo de nosotras mismas, la obediencia penetrará poco a poco en todas las zonas de nuestra vida, como un amor creciente que invade progresivamente todas las facultades de pensar y de obrar. Leamos, pues, de nuevo, meditándolo, el Capítulo IV de nuestras Santas Reglas, que descubre a nuestros ojos todo el panorama de nuestra vida, sometiéndola a la obediencia, a la Iglesia: el Papa, los Obispos, el Párroco; a la Compañía: el Superior General, la Superiora y las demás autoridades «según su oficio»; a las autoridades administrativas y profesionales, médicos, enfermeras; e incluso «al sonido de la campana» como a la voz de Nuestro Señor.

Este Capítulo, en su santa brevedad, se nos presenta como un canto de amor continuo, el de dos santos: San Vicente y Santa Luisa; por amor, su vida estuvo sujeta a la obediencia, en los menores detalles. Una obediencia lúcida e inteligente; si queremos comprender las relaciones exactas entre la libertad y la sumisión de espíritu, el papel del diálogo en la obediencia y el ejercicio de la autoridad, contemplémoslos vivir; la obediencia los mantiene en una perpetua presencia de Dios. «El Señor es una comunión continua para los que están unidos a su querer y no querer», escribía San Vicente a Santa Luisa en marzo de 1634. Pero no hay nada de afectado ni de infantil en su adhesión total a las órdenes de los que representan a Dios. Nada les impide expresar sus pensamientos con santa audacia. Así, San Vicente, tan estrictamente obediente a la Iglesia en el asunto del Jansenismo, y conservando, no obstante, su afecto y protección a Saint-Cyran hasta su muerte. Así, Santa Luisa, que se inclina ante la voluntad del Fundador para vincular su Compañía a los Obispos, y no deja, sin embargo, de expresar con entereza su convicción de que es exponerla a la destrucción el separarla de la dirección del Superior de la Misión. Pero una vez expresada su opinión, la voz de la autoridad hace caer toda resistencia y pienso que no hay que buscar en otra parte el secreto de la extraordinaria vitalidad de su obra: no es de ellos, sino de Dios.

Es que su Fe y su Esperanza habían alcanzado una plenitud que nosotras estamos lejos de poseer, ya que en nuestros razonamientos tenemos tanta dificultad de prescindir de miras puramente humanas. En este campo de la obediencia, tan difícil de descubrir, tan contrario al ambiente que nos rodea, tan poco de acuerdo con las tendencias íntimas de nuestra naturaleza, pero tan «esencial para la vida religiosa» (Pablo VI), hemos de penetrar poco a poco con la firme convicción de que ahí está el secreto de la santidad. No es posible valorar en un momento todo su alcance: es una ley de la vida espiritual que cada paso dado en la virtud ensancha el horizonte y hace descubrir nuevas perspectivas y nuevas exigencias. Dios solo sabe a dónde nos llevará si somos fieles. ¡Ojalá seamos fieles!

Cristo vino a este mundo para cumplir la voluntad de su Padre: no tenía otro plan para su vida terrenal. Se hizo obediente y la obediencia le condujo «hasta la muerte y muerte de cruz». No sabemos a dónde nos conduce Dios, pero la cruz se halla en las perspectivas normales de los que quieren seguir a Cristo. No seamos, mis carísimas Hermanas, de las que se escandalizan del misterio de la Cruz. La cruz está prometida a nuestra vida, a cada una según su talla y su llamamiento particular; se presentará bajo formas muy distintas, pero siempre campeará en ellas la obediencia. Es algo que entra en los designios de Dios, en el plan universal de salvación, incluso si la cruz nos viniera de los que están encargados de conducirnos. Ya aceptamos ese riesgo cuando, apoyándonos en la palabra de Dios, empeñamos nuestra vida en la obediencia: «Quien os escucha, me escucha, quien os desprecia, me desprecia.» En esto reside el valor y el carácter de «locura» de nuestra vida consagrada.

Repito que no hay explicación humana para esto; no hay que pedir una explicación racional que apunte a fines de eficacia natural. Instintivamente se ofrece al pensamiento esta frase clave del Evangelio: «¡El que pueda comprender, que comprenda!» No hay más que sumergirse en el misterio de una vida teologal aceptada en toda su plenitud y con todas sus consecuencias.

Entonces descubriremos con la límpida sencillez y alegría de un niño, que la obediencia nos mantiene en una perpetua comunión entre nosotras y con Dios, y diremos con San Vicente: «Fuerza es confesar que en esta virtud hay algo grande y divino, puesto que Nuestro Señor la amó desde su nacimiento a su muerte, hasta tal punto, que todas las acciones de su vida las hizo por obediencia.» (San Vicente, 19 diciembre 1659.)

Encomendamos filialmente a nuestra Madre Inmaculada las intenciones de Nuestro Muy Honorable Padre, que dirige en el espíritu de San Vicente a la doble familia que le está confiada, así como las de Nuestro Respetable Padre Jamet, Director General, y las de Nuestro Venerado Padre Castelin, sin olvidar a los celosos misioneros que con tanta abnegación buscan el bien de nuestras almas y de nuestras obras.

Unida a Nuestras Veneradas Madres Blanchot y Lepicard, a nuestras Hermanas Consejeras, Ecónoma General, Secretaria General y Secretarias, les reitero la seguridad de mí solicitud maternal y quedo en amor de Jesús y de María Inmaculada,

mis carísimas Hermanas, su humilde y afectísima,

Sor Susana Guillemin,
Ind.h.d.l.c.s.d.l.p.e.

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