San Vicente de Paúl, un discernidor de espíritus (VI)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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CONFERENCIA A LOS MISIONEROS

No se puede afirmar que la conferencia que dio a los misio­neros el 7 de marzo de 1659 Sobre la voluntad de Dios, siguiendo la Regla de Perfección de Benito de Canfield, fuera una con­ferencia para discernir la voluntad de Dios. Ya se sabe que para san Vicente el problema no está en cumplir la voluntad de Dios, que hay que cumplirla siempre, sino en discernir cuál es la voluntad de Dios y dónde está. Y en esta conferencia, después de recordar que la voluntad humana es activa y pasiva, concluye que ante lo mandado o prohibido, es decir, ante el pecado o la bondad, la voluntad de Dios está clara, nada hay que discernir, como tampoco nada hay que discernir, pues también está clara su voluntad, ante los sucesos naturales que se presentan como inevitables o ineludibles: aunque haya que luchar por evitarlos, cuando no se los pueda eludir, hay que acatar pasivamente el querer de Dios, considerado como el gran Programador de este PC que es el universo. Viéndolo bajo este aspecto, podemos decir que no está lejos de lo que modernamente algunos llaman el designio inteligente.

Tampoco hay que discernir la voluntad de Dios en las cosas que ni nos gustan ni disgustan, ni al cuerpo ni al espíritu, y hasta en las cosas naturales, como comer o descansar, aunque las ape­tezca la parte inferior, siempre que la necesidad nos obligue a ello, pero haciéndolas por Dios.

Donde es necesario discernir es en las cosas indiferentes que no están mandadas ni prohibidas. La voluntad de Dios no se pre­senta con toda claridad y le toca a la inteligencia humana descu­brirla y a la libertad del hombre cumplirla activamente, siguien­do a Jesús y guiadas por las inspiraciones del Espíritu Santo, de acuerdo con el objetivo que Dios ha dado a los hombres de amar­se mutuamente y que Vicente de Paúl concreta personalmente como el de hacer felices a los excluidos. Por eso nos extraña hoy día y hasta nos repugna que ponga como criterio para discer­nir voluntad de Dios en las cosas indiferentes hacer lo que más contribuya a mortificar al hombre viejo, deteniéndose en hacer el elogio de la mortificación que nos lleva a hacer lo que le repugna a la naturaleza. Así era la espiritualidad del siglo XVII: la naturaleza humana está corrompida por el pecado original y para salvarse y santificarse hay que destruirla por me­dio de la mortificación y los sacrificios. Si esta doctrina en su forma exagerada de predestinación absoluta había sido condena­da en el luteranismo y calvinismo, y rechazada duramente en la de los jansenistas, era seguida de forma mitigada —respetando la libertad del hombre— por todos los espirituales de aquel tiempo, agustinianos en su mayoría.

Y he dicho que nos repugna, porque para la vida espiritual moderna, no se puede admitir que lo que cuesta más y es más sacrificado sea signo de la voluntad de Dios. Porque el sufri­miento, el dolor, el sacrificio es algo inhumano y antievangélico, como aparece en la creación del hombre para la felicidad, en las bienaventuranzas y en la vida de Jesús que pasó por la tierra haciendo el bien.

Teniendo en cuentas esas actitudes sacará una serie de conse­cuencias necesarias para discernir cuál es la voluntad de Dios: Dios ha creado el universo que evoluciona y se rige —expresión de su voluntad— de una manera racional. Su voluntad es que todo ser creado, especialmente el hombre, actúe y se gobierne por la razón. Deduciendo el santo que todo lo que es racional es volun­tad de Dios, pues Dios no puede contradecirse. Y esta norma del discernidor de espíritus es clara y firme: el Espíritu divino actúa en el hombre por medio de la razón, si no está nublada por el amor propio, la cólera, el egoísmo, la envidia, en una palabra, por las pasiones incontroladas.

Pero Dios ha puesto en la creación un programa de amor siempre en bien de los pobres, y esta voluntad de Dios se ante­pone a cualquier otra, aun a la manifestada en las Reglas. Al ser­virlos y evangelizarlos, lo racional es buscar la voluntad divina en los evangelios, en las Reglas, obedeciendo a los superiores, orando, consultando a los entendidos, acudiendo a la experien­cia, analizando las causas y los sucesos de la vida, pues Dios habla a través de ellos siempre en bien de los pobres. Pero en última instancia es el hombre libre el que decide después de dis­cernir guiado por la razón y la prudencia. «Esto se debe entender siempre con ese grano de sal de la prudencia cristiana y con el consejo de los que nos dirigen, ya que pudiera ser que una cosa fuera razonable por su naturaleza, pero no en las presentes cir­cunstancias de lugar, de tiempo o de forma; en ese caso, no habría que hacerla».

Benito Martínez

CEME, 2011

 

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