«¡Oh Salvador!… ¡Oh Salvador mío!…» ¿Quién podría decirnos todo lo que San Vicente encerraba en esas expresiones que eran tan familiares? Su. Esperanza es Cristo: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn. III, 16). Jesucristo que, por la Fe, nos cogió, nos introduce y lleva a la vida eterna por la Esperanza, y por la Caridad nos permite vivir ya de antemano esa vida tan completamente como es posible en la tierra en espera de la plenitud del Reino.
Por eso, Fe, Esperanza y Caridad son concretamente los aspectos diversos de una actitud espiritual compleja, pero única, los pasos o actitudes complementarios de una sola y única vida teologal. S. Vicente, evocando a un cohermano fallecido, como gustaba de hacerlo para cultivar el espíritu de la Compañía, dando ejemplos vividos, le describía en estos términos:
«Cuando he dicho que su gran Fe le causaba tan gran temor de la justicia divina, no hay que imaginar que por ello le faltase la Esperanza; al contrario, era en él muy grande. Y no tenemos que extrañarnos, porque la misma Fe de la que hacía tantos actos le servía siempre de escudo para resistir a los asaltos de la tentación y, al mismo tiempo, de antorcha para ver con claridad la inmensidad de la Misericordia de Dios, el valor infinito de la muerte y pasión de Nuestro Señor y la verdad infalible de las promesas que ha hecho a los pecadores penitentes; esto, unido a su gran Caridad, inseparable de su Fe, era una señal cierta de que su Esperanza era igualmente grande, como cuando de noche se ve una gran claridad y se siente un gran calor es señal cierta de que hay una llama también grande. Así, habiéndoos mostrado la gran luz de su Fe y el gran ardor de su Caridad, se deduce infaliblemente que la llama de su Esperanza tenía las mismas proporciones. Y no sólo subsistía (esta Esperanza), sino que aumentaba sin duda en la misma medida en que se veía contrariada, del mismo modo que la llama de un gran fuego bien encendido crece al ser agitada por los vientos. En una palabra, ha hecho ver que su Esperanza iba creciendo a medida que veía cómo se acercaba la recompensa, como el movimiento de la piedra crece en velocidad cuanto más se acerca a su centro» (Coste, II, 347-48).
Estas palabras tan sencillas revelan la noción tan clara y, sobre todo, la intensidad de la esperanza de ese Misionero de los pobres, de ese Fundador de misioneros de los pobres que fue San Vicente. ¿Cómo podría ser de otro modo cuando, en seguimiento de Jesucristo, hay que llevar la Buena Nueva a los pobres, anunciar a los cautivos la salvación y a los afligidos la alegría?
I.— Nuestra esperanza es Cristo
Es fácil, a la par que instructivo, comparar lo que acabamos de decir con este texto de San Pablo:
«Justificados, pues, por la Fe, tenemos paz con Dios por mediación de nuestro Señor Jesucristo, por quien en virtud de la Fe hemos obtenido también el acceso a esta gracia en que nos mantenemos y nos gloriamos, en la Esperanza y la gloria de Dios. Y no sólo esto, sino que nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabedores de que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, una virtud probada, y la virtud probada, la esperanza. Y la Esperanza no quedará confundida, pues el Amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo quien os ha sido dado» (Rom. V, 1-5).
1. Cristo es quien nos permite esperar, quien hace posible la esperanza
Para fundamentar nuestra Esperanza no podemos apoyarnos, en definitiva, en nadie más que en Dios mismo, quien en la persona de su Hijo encarnado, muerto y resucitado por nuestra salvación, nos va llevando hacia la vida eterna hasta la plena glorificación.
Ya el Antiguo Testamento nos repite sin cesar que, para esperar, Israel se apoya en Dios y en Dios sólo. Por lo demás, esto era lo que especialmente convenía en aquel tiempo de espera y peregrinación. Los salmos, por ejemplo, expresan hasta la sociedad el ansia de Dios, la confianza en su fuerza y en su amor, fórmulas maravillosas que también nosotros gustamos de repetir.
De hecho, todos somos peregrinos, pero en el Nuevo y definitivo Testamento Dios se hace nuestro socorro y protector en Jesucristo. En Él nos comunica su propia vida. Si es cierto, como decía tan acertadamente Santo Tomás de Aquino, que el verdadero fundamento de nuestra Esperanza no está en la ayuda de Dios, sino en Dios mismo que se hace nuestra ayuda, tenemos que reconocer que Jesucristo es, por excelencia, ese Dios ayudador. El nombre de Jesucristo significa: «Dios salva», y le designa en su Persona como el Salvador, el único Salvador. Ya sabemos con qué fervor pronunciaba San Vicente esta palabra.
2. Nuestra Esperanza sólo puede hacer referencia a Cristo
Proyectada únicamente hacia la plena realización del reino, nos introduce, nos lleva a ese Reino con Él. Cristo no tiene preocupación más dominante que la de cumplir el designio misericordioso del padre. San Vicente se refiere a Él constantemente y os apremia a que hagamos lo mismo «Esto es lo que Él ha hecho y lo que quiere continuar haciendo a través de nosotros».
Las dos dimensiones de la Esperanza —el deseo del Reino de Dios y, como consecuencia, el cumplimiento de su voluntad, y a la vez la plena confianza en El— encuentran en Jesús su Fuente y su Modelo. Cuando le vemos que llega hasta decir en nombre nuestro: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», bueno será que para unirnos a El meditemos ese Salmo 22 por entero. La Pasión de Cristo congregará a todos los pueblos en el festín mesiánico: «Los pobres comerán y serán saciados. Alabarán al Señor los que le buscan».
3. El objeto de nuestra Esperanza es el mismo Cristo
Si Jesús es el camino, el único camino de la Salvación, también es la verdad y la vida de la que tenemos que vivir cada vez más y de la que viviremos en plenitud al término del camino.
Hemos visto las expresiones de San Vicente hablando del Sr. Pillé: «No sólo subsistía (su Esperanza), sino que aumentaba en la misma medida en que se veía contrariada… Ha hecho ver que su Esperanza iba creciendo a medida que veía cómo se acercaba la recompensa».
De hecho, la Esperanza expresa el crecimiento de Cristo y de su vida en nosotros. Es el crecimiento en la espera de la herencia que tenemos prometida y que ya poseemos. El testimonio de los verdaderos creyentes se hace entonces realmente llamativo: a través de las penas y alegrías de este mundo, el día amanece y va creciendo hasta ese pleno mediodía que no conocerá el ocaso. De ahí procede esa paz y serenidad de que San Pablo hablaba a los romanos:
«… nos gloriamos en la esperanza y la gloria de Dios. Y no sólo esto, sino que nos gloriamos en las tribulaciones, sabedores de que la tribulación produce paciencia; la paciencia, una virtud probada, y la virtud probada, la Esperanza…»
A Isabel du Fay, San Vicente escribía: «Saquemos nuestra fortaleza de nuestra debilidad, que sirve de motivo a Nuestro Señor para hacerse El mismo nuestra fortaleza» (Coste, I, 225), y a Santa Luisa: «Ruego a Nuestro Señor Jesucristo que sea El mismo su fortaleza y su consuelo y que saque su gloria de las aflicciones públicas y particulares» (Coste, III, 420).
II.— Esperanza y aspiraciones
Se ha podido decir del hombre de hoy que tiene aspiraciones, pero que ha perdido la Esperanza. El realismo natural y sobrenatural de San Vicente nos permite percibir mejor las diferencias y, al mismo tiempo, el nexo que existe entre las aspiraciones de los hombres y su salvación en Jesucristo. Esta última es la que constituye el objeto de la Esperanza cristiana como tal; pero los llamados a viviría, personal y colectivamente, son hombres concretos, y han de hacerlo en la unidad de su ser, de su vida y de su obra.
San Vicente de todo esto da testimonio y lo encarna, mucho más que Io enseña, de palabra y por escrito. Hay que comprenderle y captarle, por de cirio así, en esa unidad dinámica.
Para reconocer la originalidad viva de nuestro Fundador es preciso:
Primero, no separar su vida personal de todas las actividades con las que se expresa. Por parte de él no encontraremos ni complicidad ni ayuda, porque actúa silenciosamente y su humildad utiliza todas las estrategias posibles, incluso la de ocultarse tras las obras que él mismo sostiene.
Después, no separar ni la vida ni las obras de San Vicente de la organización jurídica y religiosa que él consideraba corno la forma concreta unida sustancialmente a la materia de su obra. En él, el gusto por el detalle, las indicaciones sobre métodos de predicación o de catequesis, las directivas sobre la manera de actuar, de celebrar una asamblea, de administrar una cofradía, de gobernar una casa, de tratar a los pobres enfermos, todo ello no es fruto de un manía o de una afición de su espíritu, sino de una voluntad firme de asegurar la pureza y autenticidad de su esfuerzo, sosteniéndolo hasta el fin, cuando ya es digno de entrar en la eternidad y ser bendecido por Dios.
Y como no le falta coherencia, y tiene empeño en que todo salga bien, afirma rotundamente que los éxtasis son más perjudiciales que útiles, niega toda consistencia a los pensamientos que se diluyen como humo y no se concretan en actos; profesa que todas las obras e instituciones, por diversas que sean, deben complementarse interiormente, sostenerse y alimentarse en la misma fuente de que todas proceden.
Por último, no separar esa trinidad viva —vida, obras, organización— del resorte o motor interior e invisible que lo sostiene y propulsa todo. Esta referencia a lo Invisible y, digámoslo, al misterio de esta vida, nos fuerza a no gozar demasiado del espectáculo y a no contentarnos con una admiración estéril de «lo exterior» (Dodin, Misión y Caridad, pp. 29-30, ed. fr.).
1. Las necesarias distinciones
El esfuerzo de clarificación tiene que proseguirse sin cesar y lejos de detenerse sólo en la claridad de las ideas (lo que de todas formas es necesario) tiene que apoyarse sobre todo en una familiaridad con Jesucristo y con su Espíritu, como lo vemos precisamente en San Vicente. Trabajó hasta conseguir una sensibilización completa ante el. Señor y su acción incesante para realizar «el eterno designio de su Amor».
Perder de vista la originalidad y la trascendencia de la Esperanza cristiana sería catastrófico: se sepa o no se sepa (pero es infinitamente mejor saberlo), se quiera o no se quiera (pero es infinitamente mejor quererlo), es esta Esperanza lo que en definitiva da y dará su pleno significado y su plena realización a las aspiraciones humanas en todo lo que tienen de positivo; y sobre todo, es que nuestro destino futuro —tal como tenemos que vivirlo y anunciarlo a los hermanos— es lo que está en juego en esta dimensión de nuestra vida evangélica y teológica, lo mismo que tratándose de la Fe y de la Caridad.
Por ejemplo, ¿es necesario denunciar una vez más la reducción a lo político de la Salvación? Tal es el caso cuando:
«el compromiso en las liberaciones políticas, culturales o sociales se antepone a la iniciativa de Dios y cuando se encierra la Salvación en el círculo de las luchas individuales o colectivas por la promoción humana. De ello resulta que la fidelidad cristiana queda reducida a alianzas políticas, a estrategias partidistas, a objetivos de toma de poder. Esta secularización del mensaje cristiano lo reduce a fines culturales, a ideologías socio-económicas. Cristo, reconocido sólo en su ejemplaridad moral, si no es sólo en su solidaridad con los pobres, no cumple ya más que una misión de garantía o de referencia en una causa o en la lucha de una clase social. En realidad, si se hace una referencia a Cristo, es para valorizar una toma de posición política o ser aceptado por la opinión cristiana» (Consejo permanente del Episcopado de Francia, 1974).
Y el mismo documento añade:
«No seremos fieles al imperativo de la evangelización: «id y de todas las naciones haced discípulos» que tan hondamente había calado en San Pablo («iay de mí si me evangelizare!») sino en la medida en que estemos convencidos de la irreductibilidad y de la radicalidad de la Salvación cristiana. ¿Cómo, si no, podríamos descubrir a los demás la novedad de la liberación evangélica y dar cuenta de la Esperanza que está en nosotros?»
Por otra parte, las luchas y esperanzas humanas —en todo lo que pueden tener de positivo— no ganan nada con permanecer desconocidas en su propio valor. Y si su más alta dignidad es la de proporcionar eventualmente a la Esperanza el lugar, el terreno en que podrá crecer, ¿no procede entonces respetar su consistencia y tratar de hacerlas progresar auténticamente en las estructuras y en los corazones?
2. Distinguir para unir
Sólo existe una forma de no confundirlo todo: es la de distinguir. Pero no se debe distinguir si no es para unir lúcida y vitalmente.
Por eso, el Sínodo de 1974 sobre la Evangelización ponía de relieve que no seremos fieles a la unidad y a la unicidad del Designio de Dios, a la unidad de la vocación de la persona humana y de la humanidad, si no tomamos una parte activa en las acciones y luchas por la liberación humana: es en el centro o el corazón del mundo —¿podrían ignorarlo las Hijas de la Caridad?— donde se trata de anunciar a los pobres la Buena Nueva.
Haciéndose eco de este Sínodo, Pablo VI preguntaba en su Exhortación sobre la Evangelización en el mundo moderno:
«¿Por dónde se halla la Iglesia diez años después del Concilio? ¿Está establecida en el corazón del mundo, permaneciendo, sin embargo, lo bastante libre e independiente para dirigirse a él? ¿Da pruebas de solidaridad con los hombres, pero, al mismo tiempo, es testigo de lo Absoluto de Dios?«
Toda la primera encíclica de Juan Pablo II está consagrada al Redentor del hombre, mostrando a la vez que el hombre concreto es el camino de la Iglesia y que Cristo es el camino de esa humanidad concreta.
En efecto, según la hermosa definición de Pío XI,
«La Historia es el tejido vivo de los hechos, tejido en el que los pensamientos y acciones de los Hombres y de Dios se unen, se entremezclan, parecen a veces confundirse, oponerse, impedirse alternativamente, pero siempre con ese efecto final de componer el admirable plan providencial en el que domina y se manifiesta con toda evidencia el Amor de Dios por los hombres».
Por lo demás, todo queda dicho en el célebre pasaje de Lc. VII, 19 y ss. en que Juan Bautista manda que le hagan a Jesús la pregunta de las preguntas: «¿Eres Tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?». Juan Pablo II remite a ese pasaje en su Encíclica sobre la Misericordia,; haciendo el oportuno paralelo con las palabras del Salvador en la Sinagoga de Nazaret, y añade:
«Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el Amor, el Amor operante, el Amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; el contacto con toda su condición humana histórica, que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad del hombre, tanto física como moralmente» (n.o 3).
Esto nos sitúa en el corazón del Evangelio, en el verdadero motor al mismo tiempo que en el verdadero objeto de la Esperanza que el mismo nos trae. ¿Quién, más que San Vicente, fue sensible a esto? ¿Quién, más que él, vio lo inseparable —¡cuántas veces lo hemos dicho!— de la humanización y de la evangelización? ¿Quién, más que él, supo descubrir en esto «signos mesiánicos» o «signos del Reino», dados por el mismo Jesús, y discernirlos precisamente en la vida de los pobres? ¿Quién más que él comprendió, sin embargo, que lo más importante es revelar a ese Cristo tal como se presenta a nosotros —y no como nos gustaría imaginárnoslo— de suerte que, lejos de sentirnos escandalizados respecto a Él, sepamos acogerle en su verdad, en toda su verdad?
Ocurre con esta irrupción de la Gracia en el mundo como con la irrupción de la luz en una habitación oscura: no cambia nada y todo cambia; no sólo todo valor positivo sigue subsistiendo sino que queda promocionado, elevado a dimensiones insospechadas. Pero esto no llega a tener lugar sin cierta ruptura, sin una conversión a Jesucristo y a su mundo nuevo: es la Esperanza la que nos permite embarcarnos con El hacia ese nuevo inundo, sin remos y sin velas.
III.— Las dimensiones de la esperanza
Deseo del Reino y total abandono, tales son, como ya hemos visto, las principales dimensiones de la Esperanza. San Vicente —siempre realista— nos recuerda que ese deseo no es verdadero si no es efectivo, si no se traduce en una acogida dispensada a cada instante a la gracia de Dios que no hará nada sin nosotros, según lo que recomienda San Pablo:
«Combate los buenos combates de la Fe, asegúrate la vida eterna para la cual fuiste llamado…» (I Tim. VI, 12). Pero al mismo tiempo, si «creemos en el Amor» (y ¿cómo no crecer en él cuando se tiene como vocación y misión ser testigos y mensajeros de ese Amor?), nos abandonaremos totalmente a Aquel que es la Fidelidad misma, a pesar y a causa de lo imprevisible de su obrar: «No sabes de donde viene y a dónde va». San Vicente no duda ni por un instante que en cualquier acontecimiento, por desconcertante que sea, e! Amor está ahí actuando y nos apremia a saber descubrirle y unirnos a Él.
1. Oración y Esperanza
La oración es ese «lugar» en que se expresan las dos dimensiones de la Esperanza. Es objeto de la misma y su motor.
¿Qué pedimos en nuestras oraciones? Sin duda muchas cosas… y es normal tratándose de esa conversación íntima de hijos con su Padre. Pero, ¿pedimos lo Esencial? Ahora bien, pedir la Esperanza, como San Vicente no deja de recomendarlo, no es pedir una cosa más entre las que pedimos, ni siquiera pedir algo importante. Si sabemos lo que significa, nos daremos cuenta de que es pedir el Reino mismo y poner en práctica las palabras de Jesús: «Buscar ante todo el Reino y la justicia de Dios, y lo demás se os dará por añadidura» (Cf. Coste, XI, 38-39).
Tendríamos que meditar todo ese salmo 42 con el que la Iglesia acompaña a los catecúmenos al Bautismo:
«Como anhela la cierva las corrientes de agua, así te anhela mi alma, ¡oh Dios! Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo iré a ver la faz de Dios?»
No seremos verdaderos bautizados si nuestra oración y nuestra vida no están así constantemente vueltas hacia Dios y hacia el Reino.
«Madre del Amor hermoso y de la Santa Esperanza», decimos a la Virgen María sirviéndonos de unas expresiones que los libros sapienciales aplican a la Sabiduría. La Sabiduría en persona es Cristo, quien «maternalmente» nos hace crecer en El, única razón de nuestra Esperanza. También se dice esto mismo de la Virgen porque está íntimamente asociada a ese alumbramiento y a ese crecimiento de los hijos de Dios. Pero, ¿por qué Santa Esperanza? Porque es esencialmente la Esperanza de la unión con Dios, con su vida, con su gloria, con su santidad: «Tú sólo eres Santo»; la santidad no es ni puede ser otra cosa que ese compartir la vida divina que inauguramos en la tierra y se realizará plenamente en el Reino. Nuestra oración debe ser ante todo y en todo petición de Dios mismo, como Jesús nos lo enseña en el Padre nuestro.
Este es también el motor de nuestra oración. Cristo nos envía su Espíritu filial que ora en nosotros con gemidos inenarrables. ¿Qué pide el Espíritu en nosotros? ¿Por qué gime? Lo que desea ante todo es, evidentemente, el perfeccionamiento de la filiación divina según el plan de Dios, que San Pablo recuerda después de las palabras anteriores:
«…Porque a los que de antes conoció, a éstos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que Este sea el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a éstos también llamó, y a los que llamó, a éstos los justificó; y a los que justificó, también los glorificó» (Rom. VIII 26-30).
Por eso no sabemos orar. Si nuestros deseos, nuestras necesidades como tales bastasen para constituir el motor de nuestra oración, ya sabríamos exponerlos. Pero en medio de todo esto y más allá de todo esto, tenemos algo incomparablemente más profundo. Es Cristo mismo con su Espíritu quien expresa sus deseos y nos los comunica; por eso, ciertas oraciones de la Liturgia nos hacen pedir lo primero la rectificación de nuestra oración: para que el Señor pueda escucharnos, le pedimos que nos infunda sus propios deseos. ¿Podría el Padre negar su Espíritu a los que se lo piden?
Hemos tenido ya ocasión de citar estas palabras de San Vicente:
«Se nos dice, pues, que busquemos el Reino de Dios. Buscar no es una palabra vana, me parece que encierra muchas cosas; quiere decir que nos pongamos en actitud de aspirar siempre a lo que se nos recomienda, de trabajar incesantemente por el Reino de Dios y no permanecer en un estado de cobardía y estancamiento» (Coste, II, 131).
2. «La hermana pequeña entre los dos hermanas mayores»
Recordamos cómo Péguy comparaba la Esperanza a una niña que caminaba entre sus dos hermanas mayores, la Fe y la Caridad, cogida de la mano de ambas. Es una intuición muy exacta, porque una Esperanza viva se enraíza en la Fe y florece en el Amor. Lejos de ser más «interesada» como a veces parece decirse o dejarse entender, la Esperanza no puede vivirse en verdad sino en una Fe profunda y un Amor sin límites. En este sentido puede llegar a decirse que es, según una expresión cara a Pío XI y que Juan Pablo II utiliza, el signo de la «redención plena» frente a otras «falsas redenciones» que se nos podrían proponer.
Para convencernos de ello, basta con referirse al texto ya citado de San Pablo a los Romanos y más especialmente a sus palabras finales:
«…y no sólo esto, sino que nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabedores de que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, una virtud probada, y la virtud probada, la Esperanza. Y la Esperanza no quedará confundida pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado».
Recordemos —en el mismo San Pablo— esa tensión, ese sentirse dividido entre el deseo de la última consumación y el de continuar dando testimonio de Cristo en medio de las dificultades de esta vida. Vivir la Esperanza es vivir la Fe en la paciencia y las pruebas, es dejar que Cristo viva en nosotros su humildad confiada y pobre.
San Vicente percibió muy bien esta relación con la pobreza, en nuestra vocación:
«¿Habéis visto jamás personas más llenas de confianza en Dios que las buenas gentes del campo? Siembran sus granos y después esperan de Dios el favor de su cosecha. Y si Dios permite que ésta no sea buena, no dejan por eso de tener confianza en El por lo que se refiere a su alimento de todo el año. Pues bien, hijas mías, ya que las primeras de vuestras Hermanas fueron llamadas principalmente de entre las buenas aldeanas y de entre las que tenían este espíritu de pobreza, ¿no tenéis motivo para conocer, por la práctica de esta virtud, si sois o no verdaderas Hijas de la Caridad?» (Coste, IX, 88).
Lejos de poner nuestra Esperanza en nosotros mismos, «en los carros y los caballos», como ya decía el Antiguo Testamento, la ponemos en Jesucristo en quien, por la Fe, vemos a nuestro único Salvador. Más aún, en El y por El todo lo que hay en nosotros y en este mundo de cargas, miserias, infidelidades, se tornará en la manifestación de la gloria de Dios.
Por ello mismo, la Esperanza florece en Amor; no sólo ayuda al mártir a superar sus tormentos, vislumbrando lo que hay más allá, sino que se sitúa en el centro mismo de su sufrimiento y le permite «ser testigo». También ocurre esto con nosotros:
«Bien sabéis, Hermanas mías, que no sois vosotras las que os dais fuerza y valor para emprender todo lo que hacéis por la Caridad; ¿No era esa misma confianza la que hacía emprender a los apóstoles todas las grandes obras que realizaron, la que les hacía hablar con tanta seguridad a los grandes y a los pequeños? ¿No era ella la que hacía decir a San Pablo: Todo lo puedo en que me conforta? Sí, Hermanas, las criaturas más débiles pueden hacer todo aquello que Dios les pide con tal de que tengan confianza en Nuestro Señor, que nunca dejará de darles su gracia, la que hay también que pedirle» (Coste, X, 201).
Por eso es por lo que la Esperanza crece en aquello mismo que humanamente hablando debería hacerla desaparecer. A propósito de Abraham, San Pablo explica:
«Abraham contra toda esperanza creyó que había de ser padre de muchas naciones, según el dicho: ‘Así será tu descendencia'» (Rom. IV, 18).
Abraham tiene un hijo, es el hijo de la Promesa; parecería, pues que toda su confianza habría de descansar en ese hijo; pero es ese hijo el que Dios le pide que le sacrifique. Es que Abraham pone en Dios mismo una Esperanza que va más allá de lo que puede ser la forma en que Dios quiera cumplir su promesa: «¡Dios proveerá!» En esta circunstancia, no son los acontecimientos los que contradicen el plan divino; es el mismo Dios el que —si me atrevo a expresarme así— parece inconsecuente con su propio plan, con su propia promesa. Pero ahí es donde la Esperanza se desenvuelve plenamente y crece en la paz de un corazón que descansa por completo en Dios, el Fiel.