San Juan Gabriel Perboyre (1802-1840)

Francisco Javier Fernández ChentoJuan Gabriel PerboyreLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: André SYLVESTRE · Fuente: Ecos 1996.
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El año pasado, el Padre General recibía de un sacerdote de China esta carta llena de emoción: «Hace unos días, cuando me encontraba en Wuhan, la antigua Ou Tchang Fou, me enteré de que el Padre Gabriel Perboyre iba a ser canonizado. Ante esta noticia, sentí una alegría y un orgullo inmensos, porque el Padre Perbo­yre fue misionero en la aldea de Shen Jo Yasi de la diócesis de Laohekou. Ahora hay en ese lugar más de cuatro mil fieles, es una de las bases de la diócesis de Laohekou. En realidad, aún antes de ser beatificado, había ya una iglesia del mártir Perboyre, que fue demolida después. Es triste que hoy no tengamos fuerza para reconstruirla. La canonización de Gabriel Perboyre es verdaderamente la mayor gloria de la Sociedad de ustedes y el mayor honor para nuestra diócesis de Laohekou… Por eso le escribo esta carta para transmitirle las felicitaciones respetuosas de la diócesis de Laohekou. El Señor esté con ustedes. Pida a san Gabriel Perboyre por nuestra pobre diócesis de Laohekou,.

Como miembros de la familia de san Vicente compartimos el orgullo de ese sacerdote de China y sentimos como esa diócesis, el gran honor de tener en Juan Gabriel Perboyre, el primer santo de China, un ejemplo extraordinario de vida misionera.

En un período de la historia de la Iglesia en que se nos recuerda sin cesar la necesidad de la inculturación por parte de los misioneros, confieso que yo prefe­riría que recordáramos sencillamente el ejemplo de san Pablo, que decía a los corintios: «… me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda. Con los judíos, me he hecho judío para ganar a los judíos, con los que están sin ley, como quien está sin ley. Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles. Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos» (1 Cor. 9,19-23). Es lo que se esforzó por realizar Juan Gabriel en las diversas etapas de su vida y es esta humildad y esta disponibili­dad la que hizo que ganara todos los corazones.

 

«Quercynés» entre los «quercynenses»

Fue primero «quercynés» en su país, su Quercy natal. Habló la len­gua local, el quercynol. Se enraizó en su tierra, se preparaba a suceder a su padre en la explotación de las tie­rras del Puech. Adquirió el saber rural y aprendió de su padre todos los ges­tos de una vida de campesino.

Marchó después lejos, primero a Montauban, y se preocupó por el trabajo de la granja; después a San Flour, donde se informó, para decírselo a su padre, de las posibilidades de vender en Auvernia el vino del Puech. Al llegar a China sigue pensando en las viñas de su padre, cuando en el puerto, donde están amarrados gran cantidad de barcos, el gran número de mástiles que percibe le hace pensar en la multitud de estacas en una viña de las laderas de su región natal. En fin, una tradición referida por varios misioneros cuenta que enseñó a podar la viña a varios de sus cohermanos chinos.

 

Ejemplo vivo para sus alumnos

En los diversos puestos que ocupó después de sus estudios de teología, se puede decir de él que se hizo todo a todos y que los ganó para Jesucristo. Picardo con los picardos en Montdidier, lanza con sus jóvenes alumnos una es­pecie de <‹Conferencia de san Vicente», antes de que éstas se fundasen, para la visita a los pobres y la ayuda a los presos. «Auvernés» con los <<auvernenses» en San Flour, es tan bien recibido por sus alumnos y sus familias que será una verdadera desolación en la pequeña ciudad cuando se enteren de que lo llama a París el Padre General.

En París, en la dirección del noviciado, asume de tal forma su cometido, que su enseñanza más clara y más convincente era la que daba con el ejemplo cotidiano de su vida. Tenía que enseñar a Jesucristo a los novicios y les decía: «Los santos del cielo no son sino retratos de Jesucristo resucitado y glorioso, así como en la tierra fueron retratos de Jesucristo doliente y humillado, y al actuar… tengamos los ojos continuamente fijos en Jesucristo, entremos en sus sentimien­tos, apropiémonos de todas sus virtudes». Este programa de vida, Juan Gabriel se lo aplicaba a sí mismo en su existencia cotidiana. Su ejemplo era más elocuen­te que todo lo que podía decir. Estaba perfectamente asemejado —o inculturado, si se quiere— a Jesucristo. Esta asimilación será aceptada por el mismo Señor, quien le concederá la gracia de seguirle paso a paso por el camino de la Cruz, realizando en su persona la Pasión de Otro Cristo.

 

Todo a todos, incluso de viaje

Juan Gabriel a lo largo de un viaje a China, estuvo aproximadamente un mes en la isla de Java. En la bahía de Batavia  la actual Yakarta—, los misioneros debían cambiar de barco. El cambio se hizo, personas y maletas, en una chalupa. Juan Gabriel se hizo marinero con los marineros. Cuenta en una carta dirigida a su tío de Montauban: «En el trayecto de un barco al otro, tuve que maniobrar como un marinero de profesión… me encontraba con cuatro o cinco hombres. Hubo que recoger la vela, soplaba un viento fuerte, quisimos en vano disputar con la ola que nos hacía retroceder más que avanzar a fuerza de remos. Hacíamos esfuerzos inútiles y corríamos el riesgo de zozobrar o de ser arrastrados a la costa, cuando llegaron nuevos remeros con dos canoas que se adaptaron por delante a la chalupa por medio de cuerdas, lo que nos hizo llegar muy pronto al navío. Yo me apresuré a cambiar de ropa, pues me encontraba cansado y manchado de llevar el timón y sacar el agua, empapado de sudor y del agua del mar»‘. Es curioso ver a nuestro misionero que encontrara totalmente natural hacer de mari­nero con la tripulación de la chalupa e incluso llevar el timón.

Los misioneros van a quedarse más de un mes en Java. El barco al que tuvieron que trasbordar sus equipajes en la bahía de Batavia debía ir a coger una carga en Surabaya, en el otro extremo de la isla. Juan Gabriel no tuvo tiempo para enraizarse en el país, sin embargo se interesó en la vida de la gente. En una carta al P. Salhorgne, Superior General, dice: «Los malayos… llevan una vida dura y pobre. La pesca es la principal ocupación de los que viven en las costas. Su lengua es dulce y fácil de aprender. Profesan la religión mahometana. Para con­vertirlos habría que hacerse semejante a ellos. Si se diera esta condición, creo que ganaríamos a muchos de ellos a la verdadera religión. Aquí, desgraciadamen­te, la conducta de los europeos ha dado una falsa idea del cristianismo a los naturales del país. Si se le habla a un malayo de hacerse cristiano, responde que no es bastante rico como para vivir como un gran señor. En efecto, un europeo… no puede ir a pie ni hacer ninguna obra servil sin que sienta deshonra. Cada europeo tiene en su casa una tropa de malayos que le sirven y a quienes trata como a hombres de otra especie que él…»2 Se ve bien a través de estas obser­vaciones, que Juan Gabriel, si hubiera sido misionero en Java hubiera adoptado otro comportamiento distinto y se hubiera hecho malayo con los malayos.

Nuestros misioneros llegan por fin a Macao, la puerta de entrada a China. En Macao va a hacerse chino en la medida que es posible a un europeo. Necesita ante todo aprender la lengua. «Después de dos meses, comenzamos a familiari­zarnos con ella… nos hizo falta volvernos como niños y comenzar con el abece­dario, aunque no hay ninguna letra del alfabeto en la lengua china que no por eso es menos difícil de aprender…»

Se hace chino por la indumentaria y los usos. Mientras todavía está en Macao, escribe a su hermano Santiago: «Si pudieras verme un poco ahora, os ofrecería un espectáculo interesante con mi vestimenta china, mi cabeza rapada, mi larga trenza y mis bigotes, balbuceando mi nueva lengua, comiendo con los palillos que sirven de cuchillo, de cuchara y de tenedor. Dicen que no represento mal a un chino. Por ahí es por donde hay que empezar, por hacerse todo a todos: que podamos nosotros así ganarlos para Jesucristo…»

 

La complicidad de los guías

En un viaje que debe conducir a Juan Gabriel de Macao a su misión a mil quinientos kilómetros al noroeste, toma para buena parte de esa distancia, bien un junco o una sencilla barca y comparte de cerca la vida de los bateleros y la de los guías, por eso se crean entre ellos lazos de una especie de complicidad. Hablando de las peripecias de este viaje en una carta a su tío, escribe: «Nuestros guías estaban bien pagados para conducirnos, pero no para mentir. Se las arre­glaban como podían… Nos hacían pasar por mercaderes de té de Ningpo o de Nankin; si era preciso añadían que no entendíamos la lengua de esta provincia —la que estábamos atravesando—, lo cual era verdad… En los albergues donde nos deteníamos para cenar o dormir, cui­daban de no poner­nos demasiado en evidencia. Nos ha­cían atravesar las ciu­dades a paso de ca­rrera, para que pudieran reconocer­nos con menos facili­dad…»

En la última parte del viaje, la más difí­cil porque era una región montañosa, el que le conduce le ayuda a franquear la última etapa: «Tenía­mos que recorrer una decena de leguas a través de escarpadas montañas… yo no podía más… me sentaba en todas las piedras que encontraba, después volvía a escalar, a veces con las manos, si hubiera sido necesario lo hubiera hecho con los dientes… Mi pobre conductor quedaba limitado a prestar el servicio que se presta a una mala caballería a la que se levanta y empuja hacia adelante…»

 

Pobre con los pobres

Llegado por fin a su destino, Juan Gabriel fue acogido por el P. Rameaux, Sacerdote de la Misión, y un cohermano chino. Se compadece de las miserables condiciones de existencia de los pobres cristianos de la región. «Son pobres como nunca los había visto. Muchos no están vestidos; solamente en torno a su cuerpo cuelgan algunos harapos que sirven menos para cubrir que para mostrar la más extrema miseria a la que un hombre puede quedar reducido… En los años anteriores muchos han muerto de miseria… los que no mueren viven más o menos de nada…» Juan Gabriel va pues a vivir en ese marco, será pobre con los pobres. Describe los locales de la misión: «La Iglesia y la residencia que pasan por palacios aquí, están hechas de tierra, cubiertas de paja, y no tienen otro pavimento más que el suelo apisonado, ni otro techo más que las ramas de bambú que sostienen el tejado…».

 

En otra carta, Juan Gabriel describe la plaga de langostas y compadece el in­fortunio de la gente que ya no tiene de nada: ‹<Un innumerable ejército de langos­tas ha invadido la región… cubren los árboles y tapizan los muros… No queda ni una brizna de todas las hierbas que eran de su gusto, han devorado hasta las hojas de los bambúes… Vemos a familias que vuelven del campo llorando porque todo ha desaparecido». Tiene el corazón oprimido al describir esta miseria.

Juan Gabriel va a dedicar tres años de su vida misionera al servicio de esas pobres gentes, que habían estado un poco abandonadas. Colabora fraternalmente con sus cohermanos chinos y organiza con ellos recorridos misioneros por una extensa región, visitando y alentando a los cristianos, recibiendo para el bautismo a los catecúmenos, poniéndose a disposición de todos sin tener en cuenta su fatiga. Pero, la vida misionera de nuestro héroe no durará más que tres años, como los tres años de vida misionera que se atribuyen al mismo Jesús.

 

El tiempo de la Pasión

Los edictos de abolición del cristianismo publicados antaño no habían sido anulados, pero se había establecido cierta tolerancia. Los misioneros que se habían introducido clandestinamente en China debían ser prudentes. Era suficiente que un virrey o gobernador local quisiera mostrar su celo para que se empezaran persecuciones contra los cristianos o los misioneros extranjeros. Así ocurrió con el virrey del Houkouang, residente en Ou Tchang Fou, que desencadenó en otoño de 1839 una ola de pesquisas policiales y de arrestos.

El 15 de septiembre de 1839, debido a una denuncia, el virrey envió un escua­drón de soldados para detener a los misioneros que se encontraban reunidos en la residencia central de la misión para la fiesta de la Santísima Virgen. Hay quien corre a avisarles que deben huir; ellos no lo creen, pero ante la inminencia del peligro, se dispersan por el bosque y por la montaña.

Juan Gabriel se refugió en un bosque de bambúes, no lejos de la misión. El día siguiente, un desgraciado catecúmeno lo traiciona por treinta taels. Los poli­zontes del virrey se apoderan de su persona, lo encadenan, le hacen sufrir toda clase de brutalidades y se lo llevan. Va a comenzar un vía crucis que durará varios meses. Lo llevan de tribunal en tribunal, al ayuntamiento, a la capital del cantón, a la sub-prefectura, al Gobierno civil y, finalmente, ante el virrey. Sufrirá decenas de interrogatorios y soportará toda clase de tormentos a los que le sometieron para hacerle renegar de su fe o hacer que revelara los nombres de sus cohermanos. Lo golpearon con ramas de bambú, con correas de cuero, fue colgado por los dedos gordos de los pies y por los cabellos, lo pusieron de rodillas sobre cadenas o sobre cascotes, le obligaron a beber sangre de perro, encerrándolo entretanto en cárceles infectas. Durante esa larga pasión, su calma y su manse­dumbre no se desmintieron nunca.

 

Preso con los presos

Con los presos, su actitud de paciencia y de mansedumbre inalterables le ganó la simpatía de los guardias, quienes llegaron a curarle sus llagas y a lavar su ropa ensangrentada. Hubieran querido incluso ahorrarle algunos sufri­mientos, como las atadu­ras por la noche, pero Juan Gabriel no aceptó beneficiarse de un régi­men de privilegio, quería compartir la suerte de los demás presos que eran de «derecho común», ladro­nes o bandidos. Sus com­pañeros de cautividad im­presionados por la irradiación de su manse­dumbre lo consideraban con respeto y quedaron conmovidos por su volun­tad de compartir totalmen­te su suerte.

Una de las veces en que compareció ante el virrey, Juan Gabriel fue condenado a morir por es­trangulación, y tuvo que firmar él mismo su conde­na, lo que hizo con rapi­dez. Después de esta condena, el régimen de la cárcel se suavizó sensiblemente, el preso pudo recibir visitas de sus cohermanos o de cristianos que cui­daron de él. La condena, para ser llevada a cabo, debía recibir la aprobación del emperador. La firma del emperador, al pie del acta de condena, volvió de Pekín por correo en la mañana del 11 de septiembre de 1840.

 

Condenado con los condenados

En cuanto llegó la respuesta de Pekín, Juan Gabriel fue llevado a paso de carrera con otros siete condenados hasta el lugar de las ejecuciones, fuera de las murallas de la ciudad de Ou Tchang Fou. El siniestro cortejo iba acompañado de címbalos para atraer las miradas de los curiosos. A los compañeros de Juan Gabriel los decapitaron en seguida ante sus ojos. Mientras tanto él rezaba de rodillas. Testigos de su oración, muchos manifestaban su indignación al ver que mataban a un hombre que no había hecho mal a nadie y que irradiaba bondad.

Atado a un patíbulo en forma de cruz, Juan Gabriel fue estrangulado por la torsión de una cuerda que el verdugo le puso al cuello. Dios permitió una extraor­dinaria semejanza de la pasión de Juan Gabriel con la pasión de Cristo, y mani­festó la aceptación de este sacrificio por la aparición milagrosa de una gran cruz luminosa en el cielo en el momento de la muerte del mártir.

Tal como enseñaba a sus seminaristas, Juan Gabriel había llevado hasta el extremo, hasta las circunstancias de su muerte, la semejanza con Jesucristo. Pero se había asemejado también a aquellos que su ministerio o las circunstancias le hacían encontrar: la gente de su región, sus compañeros de estudio, sus alumnos, los marineros, los pobres de Java, los chinos, los pobres de su misión, sus com­pañeros de cárcel.

Era ya, antes de que se hablara de ello, una forma heroica de inculturación.

 

 

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