Manos a la obra.- La Magdalena.- Acopios.- Báscula.- ¿Cuánto pesa la Casa de La Iglesuela?.- ¿Motín también?
Sí, manos a la obra sin perder tiempo; porque estamos a mitad de Julio, y las obras, sobre todo en este país, se han de hacer en verano. Después se echan encima las lluvias, y las nieves también, de otoño e invierno, y es imposible proseguirlas. Además, los albañiles están llenos de compromisos en este tiempo por la misma razón, y no es fácil echar mano de ellos. Los Paúles, pues, de La Iglesuela tienen que darse prisa y meter prisa a todo el mundo, si quieren hacer algo de provecho. ¿Y cómo no querer, y con empeño, si llevan ya transcurridos tantos meses agitándose mucho sin alcanzar nada? Manos, pues, a la obra, pero con actividad.
Invitan al superior a predicar en Villafranca del Cid el sermón de la Magdalena. La Magdalena es fiesta principalísima en dicho pueblo, con ferias y todo. También tienen otra de la misma solemnidad en el día del Corpus. El sermón de ésta, por cuenta de clavarios; el de aquélla, por cuenta del Ayuntamiento. Un clavario, de oficio albañil, llevó al P. Garcés a predicar el sermón del Corpus, y quedaron bien impresionados y amigos el clavario y su padre, dos hermanos, un tío y dos primos, todos albañiles. Estos albañiles tenían fama de ser diestros en su oficio. ¡Qué útiles podían ser ahora aquella buena impresión, aquella amistad y esa multitud de obreros y su destreza!
Cuando el ayuntamiento de Villafranca invitó al E Garcés a predicar el sermón de la Magdalena, acaso éste hubiera rehusado, porque eran muchas sus ocupaciones. Pero pensando en la urgencia de edificar rápidamente la casa, y en lo bien impresionados y devotos suyos que habían quedado en Mayo los albañiles dichos, aunque contaba ya con cuatro o seis de La Iglesuela, aceptó el sermón, esperando arrastrar también a aquellos con tan oportuna ocasión. Y no se equivocó, aunque le costó trabajo conseguirlo. Reunidos por la tarde, les expuso el caso, la necesidad de activar la obra para echar el tejado antes de las lluvias de otoño y la imposibilidad de que pudiera conseguir tal resultado solos los de La Iglesuela. Ellos se excusaban con sus adquiridos ineludibles compromisos, pero a puro de exhortaciones, réplicas e instancias, prometieron servirle cuatro o seis siquiera después de la Virgen de Agosto, lo cual cumplieron literalmente.
Con esta promesa ponen en juego su actividad el Superior y su digno compañero, el Sr. Ibáñez. Los dos son de genio, de tesón, entusiastas, incansables. Allí no hay más arquitectos, maestros de obra, ni capataces que ellos. El uno idea, combina, dispone, ordena. El otro hace ejecutar con inteligencia y acierto, multiplicándose entre los trabajadores, atendiendo a todo, vigilando todo. ¡Qué movimiento! ¡Qué agitación! ¡Qué ardimiento! Operarios en la Rambla para cavar y cribar arena; operarios en La Pedrera y en el Caño para arrancar y preparar la piedra; operarios en el sitio para abrir zanjas para los cimientos; ir y venir de las caballerías de carga, de carros y de volquetes arrastrando la arena, la piedra, la cal, yeso, madera, todos los materiales. Y el sol tostando las caras, abrasando las cabezas, secando las gargantas, sofocando los pulmones. Pero la gente animada, alegre, bulliciosa, cantando, silbando, chanceándose, bromeando.
Pues ¿y la báscula? Vamos, la báscula merece una mención especial.
Pequeña, de doscientos kilos nada más. Pero por encima de ella se puede decir que ha pasado todo el edificio. La arena, la cal, la piedra, todo ha sido pesado en esa basculita. Y está tan sana, tan imperturbable, tan servible como el primer día. —Pero ¿y por qué pesaban ustedes todo eso? Pregunta por ahí algún curioso, o tal vez, y será más aproximado a la verdad, alguna curiosa. —Mire usted, señor, mire usted, señora mía, hay respuesta múltiple y satisfactoria. Primero, no se contaba con millones, ni muchísimo menos, y, es claro, había que tirar la cuerda e irse a la mano en materia de gastos. Segundo, es tendencia general sacar al prójimo todo lo que se pueda, aunque sea preciso recurrir al engaño. Tercero, esta tendencia es más intensa y aguda cuando el prójimo es cura, fraile o monja, porque no se les tiene por propietarios y se juzga que todo lo suyo es de todos. Cuarto, en La Iglesuela era esa tendencia agudísima por el error y la preocupación del destino que debía de haberse dado a los bienes de la Señora Fundadora, según se ha dicho en el párrafo IV. Quinto, en la primera tentativa de arrastre de cal conoció ya el Superior que no eran temerarios los juicios antedichos, y, como debía de obrar sin perder de vista el voto de pobreza, y, como además no le gusta que lo
tengan por bobo —ni a ustedes tampoco, ni a nadie, si no es un santo de primera, le gusta—, y por tal parece que lo querían tener los bobitos de la sierra entres quienes andaba el juego, juzgó conveniente hacerles una jugarreta y darles una chuscada de buen género, lo que consiguió con la basculita, que se hizo célebre en La Iglesuela y en los contornos, porque a nadie se le había ocurrido jamás pesar la piedra, toda la piedra de un edificio, y de un edificio grande. ¡Estos frailes son así! ¡Al demonio no se le ocurre lo que ellos discurren! dirían, o habrán dicho, o han dicho sus enemigos.
Ni penséis que para esto tuvo que hacer algún grande esfuerzo o algún gran descubrimiento. Simplemente averiguar el jornal que solían ganar con las caballerías y los carros en tantas o cuántas horas de trabajo, y calcular las arrobas que podrían traerse a carga o con los vehículos en las horas ordinarias, o los viajes que podrían hacer desde tal o cual distancia, para que sacasen su jornal con ventaja. Y en efecto, les fue ventajoso este trato, porque madrugaban, trasnochaban más y echaban mayores cargas, y arreaban más, obligando a los animales a caminar a paso más ligero. De esta manera, aunque a costa suya, aumentaban todos en una tercera parte su jornal, y nosotros no perdíamos, ni había lugar a cuestiones y disgustos.
Porque se pesaba la cal y se pagaba a tanto el cahiz, según precio corriente, y ellos cargaban lo que bien les parecía, y no había por qué disputar si traían cahiz corto o largo, o si habían derramado o no por el camino. Se pesaba la arena, y, a cuatro céntimos la arroba, se pagaba por lo que se había pesado en la báscula. Se pesaba la piedra, y, a dos céntimos la arroba la de La Pedrera, que ya teníamos arrancada, y a céntimo arroba la del Caño, lugar más próximo, con camino más llano, se pagaba ni más ni menos que lo que se traía.
De este modo pudo saberse aproximadamente cuánto pesa el edificio de la Casa de La Iglesuela, y con este objeto guardó el Superior por mucho tiempo los datos más minuciosos, y si no los ha conservado hasta ahora es porque no sospechó que hubiera de escribirse esta historia.
Claro está que esto exigía un trabajo pesadito, pero a fe que no se acobardaron los directores del cotarro ni decayó un punto su ánimo ante dificultad alguna. Y eso que las hubo ¡vaya si las hubo! De todo género y calibre. Hasta motines con ribetes de huelga. ¡No faltaba más! Pues qué, ¿no somos del siglo también en La Iglesuela? ¿Y no hemos ido a trabajar a la raya de Francia y a Cataluña, y sabemos lo que son progresos y cosas? ¿Queréis saber el caso? Un poquito largo resultará, pero voy a contarlo, para solaz siquiera de la gente menuda. Las obras de la temporada iban aproximándose a su término. Los albañiles de Villafranca se retiraron ya. No eran necesarios tantos peones, había que despedir a algunos. Pero ¿a quiénes? La cuestión era seria; no era fácil resolverla. ¿Se despedía a los más malos trabajadores? Todos se habían portado como buenos, con ténues diferencias. ¿Se despedía a los que habían trabajado desde el principio? ¿A los últimos que habían sido llamados? Pero éstos alegaban contra los primeros que habían chupado más que ellos de los frailes. Y aquéllos contra éstos, que tenían menos méritos contraídos porque no habían dejado la siega como ellos por servir a los frailes.
Corre la voz de que ha dicho el Superior que se les sorteará y saldrán unos una semana y otros otra. No era exacto el dicho, pero lo oyeron y no les gustó la proposición, como no suelen gustar las componendas y mesticerías de ninguna clase. Esto entre paréntesis, ya me entendéis los que podéis entenderme y conviene que me entendáis. Cada fracción quería sostener su pretendido derecho. Discutióse con calor, a espaldas, por supuesto, del aludido, como suele acontecer. Interesóse el amor propio, prevaleció el respeto humano y se convino en… vamos al decir, en amotinarse, en hacer una huelga o cosa así.
Lo cierto es que una mañana, cuando el Superior estaba revistiéndose para celebrar el Santo Sacrificio, se le presenta en la sacristía el amasador de que ya tenéis noticia, Gil, el encargado de recoger y de distribuir los instrumentos del trabajo, y, muy sobresaltado, le dice: —Padre, mire usted que los jornaleros no quieren ponerse a trabajar.
—¿No? ¿Por qué? —Por esto y esto (lo dicho arriba)— ¡Vamos! ¿Motín tenemos? Bueno, vé y diles que antes es Dios que los hombres, y que, por tanto, voy a decir tranquilamente Misa; que se vayan, si quieren, todos, que no faltarán trabajadores. — Pero, Padre, y si se van, ¿quién servirá a los albañiles que se han puesto a trabajar? ¡Hombre, no te apures, Gil! Ya se servirán ellos. Tú dí a los otros lo que te digo y déjate estar de espantos. Quiero que sepan que a mí no me asustan las huelgas ni los huelguistas. Les dices, pues, que se marchen todos, si quieren. Y si no quieren marcharse, les dices que ya iré yo por allí cuando me venga bien, y hablaremos. —Y fue, y se lo dijo, y se pusieron a trabajar.
Bien entrada la mañana fue allá el Superior, dio los buenos días a todos en general, miró por aquí y por allí cómo andaban las faenas, inspeccionándolo todo; ellos le miraban de reojo, en silencio, y con caras serias como tapias, y después de un buen rato, se marchó sin haberles hablado del asunto.
Por la tarde volvió e inspeccionó otra vez, y nada les dijo. Ellos visiblemente se preocupaban y se sentían contrariados, pero tampoco desplegaron los labios.
Por fin, cerca de la puesta de sol mandó que suspendiesen los trabajos albañiles y peones y que se acercasen a él. Los albañiles, inculpables, a un lado; los peones, a otro. Les habla de huelgas y de motines, y de su significación y de sus consecuencias. Les dice que para proseguir sus obras no necesita de ninguno de los presentes, pero que tampoco los rehúsa ni despide. Les intima que para continuar es condición indispensable la sumisión absoluta a lo que él disponga sobre si ha de despedir o no, a quiénes y en qué forma, si por semanas o de otro modo. Porque él es el amo, porque él es el que paga, porque él es el que ha de mandar lo que convenga: que ellos son muy dueños de su libertad y pueden retirarse o quedarse, pero que él es muy dueño de su dinero y retendrá o despedirá más o menos jornaleros y en la forma que le parezca; que, por tanto, los que quisiesen mantenerse en su actitud de la mañana, pasasen a su izquierda, y los que quisiesen retractarse, y someterse a sus disposiciones sin reserva ni discusión ninguna, que se colocasen a su derecha.
Y empezó a preguntar uno por uno. Y pasaron a su izquierda los tres primeros. Y el cuarto pasó a su derecha. Y se generalizó la división. Y comenzaron a increparse unos a otros e impidió el Superior el desarrollo de las disputas. Y… pero ¿para qué más? Se realizó lo del mons parturiens… Y todo se arregló, y todo se soportó, todo se superó y venció, todo se ofreció al Señor en aras de la obediencia.
Y así, así se comprende que con poco dinero, en poco más de dos meses, aunque trabajando diariamente ocho, diez, hasta trece albañiles, con diez, quince, veinte y más peones, se viera levantado y cubierto el primer cuerpo del agradable edificio que hoy constituye nuestra Casa de La Iglesuela.
XIX.- VIDA EXUBERANTE
¿Y la Capillita?.- Devoción.- La Tónica.- Ensanches.- Funciones diversas.
¿La Capilla, decíais? ¿Aquella famosa Capillita del desván? Es verdad, tenéis mucha razón; hace ya mucho que no hemos hablado de ella, desde el párrafo XIII, y merece la pena de volver la vista sobre ella. Se dijo en ese párrafo que era un alabar a Dios observar en aquel desván la concurrencia, la devoción, las Confesiones y comuniones, la asistencia a la Misa y a las funciones vespertinas, y la emulación santa en los cánticos, y que todo esto se explicaría detalladamente en otro párrafo. Ha llegado la hora, y allá vamos.
Dejemos que las piedras del Caño y de La Pedrera tomen asiento firme en las paredes del edificio levantado hasta Octubre. Dejemos que esas sólidas e impenetrables paredes desafíen a los vientos huracanados del Norte que con frecuencia azotan los cerros y los valles, los bosques y los poblados de estas pintorescas sierras. Y que se burlen de las espesas capas con que las nieves cubren, durante meses enteros de invierno, los montes y los campos, los tejados de las casas y las calles de las poblaciones. Y que se rían de los aparatosos nublados que el próximo Mediterráneo arroja desde su seno sobre la cresta y picos de las cordilleras, y humillen sus torrenciales lluvias, rechazándolas y precipitándolas en los barrancos y ramblas. Y mientras esas paredes y ese edificio cumplen su destino, vayamos a la Capillita de la Costera, y observemos.
Sí; la concurrencia no puede ser mayor; llénase el local y están apretadas las gentes como los granos de una uva, y, cuando no lo impide el tiempo, fórmase en la calle un grupo considerable. La devoción es grande, afectuosa, cordial, constante, intrépida. Ni la obscuridad de las tempranas mañanas, ni las nieves que cubren las calles con espesor de uno y dos palmos, ni los fríos, capaces de dejar ateridos a los más robustos, ni los hielos de las calles, que las hacen intransitables, nada puede entibiar, ni debilitar, ni acobardar a aquellas buenas gentes, hombres y mujeres, ancianos, tiernas doncellas y aun niños.
Abre el Hermano la puerta de la Capilla a las cinco y media de la mañana… Allí se encuentran esperando, aun en invierno, una porción de hombres y mujeres, arrebujados en sus pobres ropas, arrecidos de frío, pero sin quejarse. Se abre a las cinco y cuarto… Allí están. Se abre a las cinco… Allí aparecen. Se les reconviene con cariñosa compasión, se les exhorta… se sonríen, pero no enmiendan, sino que siguen viniendo y esperando impertérritos, a pesar de lo desapacible del tiempo, sin impaciencia, sin llamar a la puerta, sin toser, sin hablar, sin hacer ruido, animados de su devoción. Por fin se abre a las cuatro y media: entonces, y ahora, y a las cuatro y media hay quien espera o muy pronto acuden, y están haciendo oración mientras los Padres hacen la suya, aguardando la Misa o las Misas, porque muchas personas no se contentaban, ni se contentan, con una, y hay quienes oyen tres, cuatro y cinco. Si esto no es devoción, no sé a qué vamos a llamar devoción.
No ha muchos días que ha fallecido una bendita mujer, viuda, calificada antes de morir, y mucho más después, de santa, a quien dirigía espiritualmente ya muchos años, quien esto escribe y a quien ha visto durante ellos estar habitualmente, mientras nuestra oración, en la Capilla, y oir después todas las Misas, de rodillas casi todo el tiempo, inmóvil y sin volver jamás la cabeza a ningún lado, sin hacer ningún alarde, sino escondida en su humildad, e ignorada, digámoslo así, de los hombres, porque ¿Qué saben ellos del interior de las almas?, pero muy conocida de los ángeles. Y venía aun en invierno, desde el Calvario, junto al cual vivía, frente a nuestra Pedrera, es decir, desde el punto más distante de la población. No me preguntéis por la materia de sus confesiones, porque no la tenía jamás. ¡Bendita Tonica! (Antonia). Me complazco en creer que estarás viendo desde el Cielo lo que estoy escribiendo. ¡Ay, hermanos míos; ay, hermanas mías de vocación, qué confusión, qué derroche de gracias, qué cuenta, qué espanto!
Y no sigamos por este camino de descripciones de las cosas enumeradas al principio, porque es interminable y la historia va resultado excesivamente larga.
Pero ¿os acordáis de las dimensiones reducidísimas que tenía nuestra primitiva Capilla del desván? En el párrafo XIII la tenéis. ¡Y qué lástima daba no poder introducir mayor número de gentes tan piadosas! ¿Qué hacer? ¡Ay! —Mire usted, Sr. Ibáñez— exclamó un día el Superior— no hay otro remedio, es preciso tirar esos tabiques. ¡Quién puede presenciar estas escenas sin conmoverse y sin hacer algo, todo lo que se pueda, por evitarlas? Voy a decir al tío Simón que mande quitar las patatas y el trigo de esos graneros, y que permita que lo derribemos todo, porque da angustia ver lo que pasa.
Pidiósele, en efecto, permiso, prometiéndole rehacerlo todo cuando desalojasen la Casa. Y el venerable anciano, siendo quien es, y como es, según visteis en el párrafo XII, y estando, como estaba, tan entusiasmado con la animación que veía, con la honra que había recibido su casa, albergando, no solamente una Comunidad religiosa, que para su fe y su piedad ya era mucho honor, sino nada menos, como él decía, que al Señor de Cielos y tierra. ¿Qué respuesta había de dar? ¿Cómo no alegrarse de la propuesta? ¿Cómo no acceder, cómo no consentir con gusto?
Y saber todo esto el Sr. Ibáñez, él, que no deseaba otra cosa, y ponerse una blusa sobre la sotana, y coger los instrumentos convenientes, y, sin esperar albañil ninguno, arremeter con afanoso fervor a los tabiques, fue todo operación de un momento. Y en un tris desapareció el primer granero. Y se duplicó el concurso de gente.
Algo era aquello. Muchos hombres empezaron a asistir a la Misa. Pero tenían que apiñarse como los granos de maíz. Era todavía muy estrecho aquel local. Pues fuera el otro granero. Y desapareció volando. Y se triplicó el auditorio. Aquel segundo ensanche ya dio más resultado. El concurso que allí se acomodaba ya era satisfactorio. La predicación ya podía ser más solemne. Aquel sillón de esparto y aquella rejilla que servía de confesonario junto al altar, pudieron ser retirados ya a un rincón del segundo granero, donde se confesaba con mayor separación, con menos peligro del sigilo.
Pero el entusiasmo aumentaba, las funciones sagradas se multiplicaban, los cánticos enardecían, todo iba en creciente, y el nuevo local resulta pequeño en cierto modo; relativamente a los aumentos, más pequeño, más estrecho que antes; las apreturas son mayores día por día. ¿Qué hacer otra vez? Para el celo no debe de haber obstáculos, mucho menos imposibles. Se dijo en el párrafo XIII que al entrar en la Capilla, a la derecha, había una cuadra separada de los graneros y del desván por un paredón. ¿Os acordáis? Nueva idea, pues, nuevo recurso. Y de valía. Se abren dos grandes boquetes en esa pared, que permitan ver en parte y oír por entero la Misa, predicaciones y demás. Y se hizo así. Y se quintuplicó el concurso. El cual, en los veintiún meses que subsistió aquella Capilla, no aflojó ni un punto en la devota asistencia a las Misas diarias, a las funciones matutinas y vespertinas que se hacían los domingos, y a las especiales que se verificaban cuando convenía.
Y creedme, quienesquiera que seáis los que leáis u oís este relato, si amáis la sencillez, la naturalidad, la piedad, la pureza de intención, la verdad de todo —y qué lectores o lectoras de estos Anales no se sentirán arrastrados por el perfume celestial de estas virtudes tan divinas?—; creedme, hubierais disfrutado mucho viendo aquellas pobres gentes corriendo presurosas a tomar sitio en la Capilla de la Costera; oyendo con tanto gusto y con afán siempre nuevo tantas pláticas dominicales relativas al progreso en la vida espiritual; asistiendo con reverencia angélica a variedad de novenarios de Animas, de la Milagrosa, de Navidad, y otros ejercicios semejantes que no se detallan por atención a la brevedad, aunque os gustarían ciertos tintes, ciertos matices de que estaban revestidos. Creedme, os hubierais imaginado transportados muchas veces a la antesala del Cielo, al oír las armonías deliciosísimas de afinadas y dulcísimas voces de criaturas inocentes y sencillas, como debieron ser los pastores y pastoras de los contornos de Belén, y hubierais bendecido con toda vuestra alma al Señor, que tales sentimientos sabe comunicar a cristianos tan aislados del mundo, y en lugares tan toscos y desmantelados como el desván que sirvió de primera Capilla a los Paúles en La Iglesuela del Cid.