María en el Nuevo Testamento

Francisco Javier Fernández ChentoFormación Cristiana, Virgen MaríaLeave a Comment

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Author: José Ignacio Fernández Hermoso de Mendoza, C.M. .
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Criterios generales

sagrdafamiliaLos diversos autores del N.T. relatan hechos históricos referentes a María pero leídos, interpretados y enriquecidos a la luz de la resurrección del Señor. Por otra parte, la intencionalidad catequética de los autores repercute en el tono y color de los diversos relatos. Para informarnos sobre María se sirven con frecuencia de instrumentos literarios tomados del A. T. y de diversas tradiciones orales y escritas que se fueron formando con anterioridad a la redacción de las Cartas, Hechos de los Apóstoles y Evangelios. Habrá que tener en cuenta todos estos parámetros a la hora de leer e interpretar los pasajes mariológicos. Me propongo comentar algunos textos del N. T. en los que se alude a la Virgen María.

Una palabra introductoria

Los Evangelios en su conjunto nos dan cuenta del nacimiento de Jesús y posterior subida de Galilea, donde pasó la mayor parte de su vida, a Jerusalén, y de aquí tras la resurrección al cielo. Durante este viaje geográfico y teológico Jesús contó con la compañía y la colaboración de no pocos contemporáneos suyos: los apóstoles, otros discípulos y ciertas personas amigas, hombres y mujeres. Pero de quien más apoyo recibió Jesús fue de su madre María. Esta es la razón por la que los escritos del N.T. dedican a María con pudoroso respeto espacios de gran significación.

Resumen de datos biográficos

¿Cómo hablar de María con ternura y a la vez con objetividad? ¿Cómo explicar su sencillez sin retóricas y su hondura sin palabrerías? ¿Cómo decirlo todo sin inventar nada, cuando sabemos tan poco de ella? El N.T. de cuyos testimonios nos servimos aquí le dedican espacios reducidos.

Su nombre era María, como la hermana de Moisés. Nació probablemente entre el quince y el veinte a. C. en Nazaret, donde vivió casi toda su vida. A su hijo le conocían como el «nazareno» (Mc 6,3). Apenas iniciada su juventud se desposó con José. José y su hijo Jesús eran carpinteros. María hablaba arameo. En la sinagoga escuchaba la lengua hebrea. Como una madre normal tuvo que atender a las necesidades de su familia: amamantar a su hijo, guisar, lavar, buscar agua en la fuente e iniciar a su hijo en los conocimientos básicos. Como la mayoría de las mujeres de su tiempo María era probablemente analfabeta. No saber leer y escribir era frecuente en el caso de la mujer. Conocía la Escritura y estaba familiarizada con las tradiciones de su pueblo. Los conocimientos se transmitían oralmente en dos ámbitos distintos: en el familiar y en la sinagoga. Su esposo José parece que murió joven, tal vez antes de que Jesús comenzara la vida pública. María vivió más años que su esposo y su hijo. Tuvo que experimentar un gran dolor cuando Jesús comenzó la vida pública, dejando la casa, el taller de carpintero y la familia. Los familiares trataban a Jesús de loco (Mc 3, 21). María durante la vida pública de Jesús siguió más a o menos de cerca los pasos de su hijo. María llevó una vida muy semejante a la de una mujer de su tierra y de su tiempo. Desposada con José, fue madre en una familia de trabajadores de clase media baja. Profundamente religiosa, alimentaba su fe con la escucha de la Palabra de Dios en la sinagoga, la oración en el hogar y la participación en las fiestas anuales. Amó entrañablemente a su esposo y a su hijo. A lo largo de su vida experimentó alegrías profundas y no pocos sufrimientos. Presenció la crucifixión de Jesús. Tendría en este momento unos cincuenta años. Tras la resurrección de Jesús, formó parte de la primera comunidad eclesial.

María, de la que nació Jesús, llamado Cristo (Mt 1,16)

¿A qué pueblo pertenecieron José, María y Jesús? ¿Quiénes fueron sus predecesores? Las genealogías de Mt 1,1-17 y Lc 3, 23-38 ponen de manifiesto que en Jesús , hijo de María, se cumplieron las promesas hechas a Abraham y David; que fue hijo del pueblo judío; que por José, esposo de María y padre legal de Jesús, perteneció a la descendencia de David; que María fue la tierra virgen de la que el Espíritu Santo plasmó al que es origen de la nueva humanidad: «…Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1, 16). En este pasaje inicial del Evangelio de San Mateo queda insinuada la maternidad virginal de María.

María, madre del Mesías (Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38)

María, esposa de José, concibió virginalmente y dio a luz a Jesús, el Mesías. Las afirmaciones anteriores se encuentran en los llamados evangelios de la infancia (Mt 1, 18-25 y Le 1, 26-38). Lo mismo San Mateo que San Lucas nos dan cumplida cuenta de esta peripecia divina y humana a la vez.

El nacimiento de Jesús fue de esta manera (Mt 1, 18-25)

El acento de este pasaje bíblico es ante todo cristológico. Sin embargo, María ocupa un lugar eminente. María, madre de Jesús, estaba desposada con José. Los desposorios por sí mismos eran un verdadero matrimonio legal. El joven tenía ya ciertos derechos sobre la joven prometida, aunque esta seguía viviendo en la casa paterna por un año más o menos. Transcurrido este tiempo la joven desposada pasaba a la casa del joven para iniciar una convivencia marital. Según San Mateo, María se hallaba entre estos dos momentos cuando quedó embarazada, antes de haber convivido con José. La concepción fue obra del Espíritu Santo creador. En consecuencia, Jesús, concebido por el Espíritu Santo, es Hijo de Dios y María es madre virginal de Jesús. Hasta aquí la enseñanza de San Mateo.

Fue enviado por Dios el ángel Gabriel (Lc 1, 26-38)

Los investigadores han detectado las semejanzas de este relato de la anunciación a María con otras anunciaciones del A. T: a Abraham (Gn 17, 1); a Moisés (Ex 3, 2); a los padres de Sansón (Jue 13, 3. 9. 11); a Gedeón (Jue 6, 11-12) y a Zacarías (Lc 1, 11). En las diversas anunciaciones se encuentran ciertos elementos coincidentes: la aparición del ángel portador de un anuncio; el saludo por el que el ángel llama a la madre por su nombre; el temor por parte de la madre; el anuncio de la concepción y del nacimiento de un hijo; la objeción de la persona receptora del mensaje y la señal que cerciora al beneficiario de dicho mensaje.

Este es el esquema literario adoptado por San Lucas para expresar de un modo humano la inexplicable y excepcional concepción de Jesús, hecha por Dios en el seno de María. Lo narrado por San Lucas es fundamentalmente histórico y de gran calado teológico. Corresponde al lector de este relato rastrear las enseñanzas fundamentales que se esconden bajo el ropaje literario adoptado por San Lucas. Puestos a señalar algunos puntos básicos enumeramos los siguientes:

El Ángel del Señor encontró a María en Nazaret, pequeña ciudad de Galilea. Lo sucedido tuvo lugar en la sencilla casa de María, sin más testigos que el Ángel el Señor y María.

María estaba desposada con José; el Ángel saludó a María por su nombre y con títulos honoríficos: «alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). Palabras que expresan el júbilo mesiánico de María y el favor divino que sobre ella había recaído como realidad permanente y como presencia activa del Señor.

María ante tan sorprendente saludo manifestó sus temores.

El Ángel le anuncia la concepción y nacimiento de un hijo llamado Jesús. A continuación se describen los títulos mesiánicos del que ha de nacer.

La objeción de María dimana del hecho de su virginidad: ¿cómo ser madre del Mesías sin conocer varón? Sin embargo lo anunciado se cumplirá porque María concebirá a ese hijo por el poder creador del Espíritu Santo.

En el relato, siguiendo el género literario propio de las anunciaciones, aparece la señal que garantiza el cumplimiento de lo anunciado.

Aceptación de María: «He aquí la sierva el Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). María acepta la propuesta en orden a ser colaboradora en la obra que el Señor le pide.

¿El mensaje de Dios llegó a María a través del Ángel o a través de la conciencia interior de María? En realidad no lo sabemos. Lo que sí conocemos es que Dios eligió a María para ser madre de Jesús, el Mesías. También sabemos que Dios no impuso su decisión, sino que María asumió libremente la llamada desde la fe oscura y luminosa. Nos es conocido igualmente que fue Dios quien hizo brotar en María la semilla del que sería Hijo de Dios encarnado.

María se fue a una ciudad de Judá (Lc 1, 39-56)

María con su hijo en el seno sintió la necesidad de correr y contar a alguien lo sucedido. Los hechos que nos afectan en la vida parece que no son del todo verdaderos hasta que se los contamos a alguna persona. Pero ¿a quién comunicarlo?, ¿ con qué palabras explicarlo?, ¿bastaría decirlo a José? A pesar de tantos interrogantes María tomó una decisión. Se fue a una ciudad de Judá, hoy identificada como Aín Karín. ¿En realidad, qué se proponía María al efectuar este viaje? Nos es posible aducir diversas motivaciones complementarias: para informar a Isabel sobre el favor que había recibido de Dios; para satisfacer el deseo de María de contemplar el milagro obrado por Dios en Isabel; para felicitar a su prima; para presentarse en cuanto madre del Redentor ante la madre del Precursor y, esto supuesto, el Mesías y el Precursor se encontraran. Con seguridad, María cursó esta visita porque, embarcada en una tarea maravillosa, necesitaba comunicarlo y transmitirlo; necesitaba compartir su gozo.

Viajó seguramente con una caravana. El trayecto era peligroso y largo, de unos ciento cincuenta kilómetros. En compañía de alguien, María, en realidad, iba sola con el hijo que ya germinaba en sus entrañas. No menos de cuatro o cinco días serían empleados antes de avistar Aín Karín. En esta ciudad vivían Zacarías, sacerdote, e Isabel, ambos justos ante Dios. María entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Al oír Isabel el saludo de María saltó de gozo el niño en su seno y se llenó del Espíritu Santo. ¿Qué significado pueden encerrar semejantes afirmaciones? Por lo pronto se encontraron María e Isabel como también se encontraron el Mesías y el Precursor. Ese día ambas madres comenzaron a entender mejor la propia función y la función de sus respectivos hijos: María era la más bendita entre todas las mujeres por haber creído y por ser la madre del Mesías. Su hijo Jesús, fruto de su seno, era a su vez el Señor. El hijo de Isabel por su parte estaba llamado a ser el Precursor del Mesías. Todos, María, Isabel y sus hijos respectivos experimentaron la alegría propia del encuentro.

Engrandece mi alma al Señor (Lc 1, 46-55)

Este cántico evangélico fue compuesto y recitado originariamente por los primeros judeocristianos del entorno de Jerusalén. En este cántico resuena la voz colectiva de los pobres, quienes, perteneciendo al resto de Israel, habían abrazado el cristianismo. El Magníficat contiene fuertes resonancias antiguotestamentarias, es algo así como un mosaico compuesto por pequeñas piezas extraídas del A. T. Era recitado y cantado para reconocer y alabar al Señor por los hechos salvíficos a favor del pueblo escogido. San Lucas al situar esta pieza en los relatos de la infancia de Jesús, pretende manifestar la alegría de los judíos conversos por la llegada del Mesías en la persona de Jesús. El evangelista, una vez introducidas ciertas adaptaciones mariológicas, no duda en poner este cántico en labios de María, debido a que ella encarna a la perfección la piedad de los judeocristianos. María agradece y canta la salvación realizada por Dios y por Jesucristo en favor de su pueblo. Ella es portavoz eminente de cuantos antes y ahora reconocen la grandeza del Señor, la proclaman y se alegran. Se ha dicho, con razón, que el Magníficat es un espejo del alma de María.

En la actualidad no pocos cristianos consideran al Magníficat como un texto oracional de liberación integral del hombre. Liberación propugnada a través de los planes paradógicos de Dios: «lo necio del mundo lo escogió Dios» (1 Cor 1, 26-29). Dirá a este propósito Pablo VI que María fue una mujer «que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba del trono a los poderosos» (MC, n.37). Max Thurian alude a la justicia y a la comunidad de bienes cantada por María en el Magníficat (M. Thurian: María, Madre del Señor, figura de la Iglesia. Zaragoza, pp. 138-139).

El Magníficat es desde tiempos inmemoriales uno de esos textos oracionales privilegiados por el uso que de él han hecho los fieles y, entre éstos, la familia Vicenciana. No en vano en sus diez versículos se recogen las expresiones oracionales recitadas por los primeros cristianos y, en particular, por María. En el Magníficat encontramos un medio fácil para dirigirnos oracionalmente al Señor.

Salio un edicto de César Augusto (Lc 2, 1-20)

Los evangelistas son por lo regular parcos en palabras. Les interesa señalar únicamente lo fundamental. José y María subieron desde Nazaret a la ciudad de Belén. Las causas de este viaje de José y María pudieron ser múltiples. Según San Lucas y San Mateo su traslado a Belén se debió al censo decretado por César Augusto (30 a. C. – 14 d. C.). Tal vez hubo de por medio otros motivos. Belén distaba unos ciento cincuenta kilómetros de Nazaret. Al cabo de unos cuatro o cinco días de camino José y María avistaron «la ciudad de David», pequeño poblado con unas doscientas casas apiñadas sobre un cerro cubierto de olivos, higueras y vides. María dio a luz a su primogénito en una gruta, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre. Los evangelistas derrochan sencillez al narrar tan gran acontecimiento. Ponen de relieve dos puntos: la maternidad divina de María y la kénosis que, en el caso de Jesús, comenzó con su nacimiento y continuó hasta su muerte en cruz. El hijo de María había aceptado ser hombre como nosotros, sufriendo pobreza desde el día mismo de su nacimiento.

Encontraron a María y a José, y al niño acostado en un pesebre (Lc 2, 8-20)

La narración sobre los pastores encierra un gran valor teológico. El evangelista San Lucas incluye en este relato una proclamación mesiánica de Jesús. El género literario adoptado en este caso es el propio de una anunciación. Entran en juego el ángel, el anuncio, el temor, la señal que garantiza la veracidad de lo anunciado. A través de este relato San Lucas con suma sencillez endosa al recién nacido varios atributos mesiánicos que la primitiva comunidad cristiana aplicaba el resucitado, resaltando por una parte la humildad y pobreza del recién nacido y de los pastores y por otra la grandeza del niño. Asegura el evangelista que el recién nacido, un niño «acostado en un pesebre» (Lc 2, 12), es Salvador y Cristo Señor, descendiente de David y Mesías. Dentro de la escena, en la que las alegrías mesiánicas lo llenan todo, el evangelista da un relieve particular a María: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19). María conserva vivo el recuerdo de lo acontecido, profundiza en su significación y va ajustando su vida a los hechos. De esta manera, la esposa de José y madre de Jesús, se declara la más perfecta discípula de Jesús.

Cuando se cumplieron ocho días (Lc 2, 21)

maria_jesus_and_good_manSiguiendo la costumbre, tuvo lugar la circuncisión en la sinagoga por la mañana del día octavo después del nacimiento de Jesús. Aquel día fue muy importante para José y María. La circuncisión encerraba un gran sentido religioso. Era un distintivo de los varones del pueblo escogido, un signo visible de agregación y pertenencia al pueblo judío. Era, además, el sello físico de la alianza. Con motivo de la circuncisión se solía organizar una gran fiesta, alegre y emotiva. Lo sería sin duda para José y María. Sigue diciendo San Lucas que el recién nacido recibió el nombre de Jesús. Tocaba al padre, en este caso a José, elegir el nombre. El nombre revestía una gran importancia para los judíos. Trataba de significar el destino de la persona. Pasados unos pocos años Jesús, que quiere decir «salvador», actuaría en consonancia con el nombre recibido. José y María al circuncidar y dar su nombre a Jesús se habían atenido con meticulosa fidelidad a la ley vigente.

Se cumplieron los días de la purificación (Lc 2, 22-24)

Las madres hebreas cuarenta días después del parto se personaban en el templo para quedar limpias de la impureza legal que habían contraído. Toda una lección de humildad por parte de María. ¿De qué iba a purificarse la que no tenía mancha? Pero María deseaba atenerse con docilidad a la ley y costumbres vigentes. María, junto con otras jóvenes madres, entró en el atrio de las mujeres y depositó en el lugar preparado dos palomas. Era la ofrenda de los pobres. Los levitas, precedidos por el humo del incienso, rociaron con agua a la concurrencia y recitaron oraciones. Acto seguido el oficiante mayor, tras degollar a una de las aves ofrecidas, roció con la sangre el pie del altar. María una vez más había cumplido una prescripción de la ley del Señor: la purificación.

Cuenta san Lucas a continuación que José y María «llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor» (Lc 2, 22). Cumplido este requisito, quedaba por rescatar al niño. Los primogénitos eran propiedad del Señor (Ex 13, 1-16). En rigor hubieran debido dedicar su vida entera al servicio de Dios. Al estar cubierta esta función por los miembros de la tribu de Leví, se hacía necesario rescatar a Jesús pagando un reducido precio. José y María depositaron cinco siclos de plata, con lo cual se atenían una vez más a la costumbre de las familias piadosas de Israel. La piedad cristiana recuerda este episodio evangélico en el santo rosario, al anunciar el cuarto misterio gozoso: la purificación de Nuestra Señora y presentación de Jesús en el Templo.

Había en jerusalén un hombre llamado Simeón (Lc 2, 25-32)

Es San Lucas quien describe la escena. Simeón era hombre justo y piadoso, esperaba la venida del Mesías. Encontrándose en el templo tomó al niño en sus brazos y pronunció un cántico reconociendo en él al salvador del mundo. ¿No resulta desconcertante esta escena? ¿No queda proyectada en este relato la fe de la Iglesia posterior a Pentecostés? Tal vez. Lo cierto es que Simeón frecuentaba el templo y que su espiritualidad era coherente con la espiritualidad de no pocos judíos de la época. Era observante y llevaba muchos años a la espera de la luz. Al encontrarla en Jesús estalló de júbilo. Ahora ya podía morirse en paz (Lc 2, 29-32). El salvador de todos los pueblos estaba a la vista (Lc 2, 32). Pero no se limitó a expresar su alegría. Anciano como era, se convirtió en profeta. ¿Qué pensamientos recorrían la mente de María al presenciar esta escena? Probablemente su corazón de madre se puso en pie y su fe se abrió a nuevos horizontes.

Una espada te atravesará el alma (Lc 2, 33-35)

Los corazones de María y José estallaban de contentos por lo que el anciano acababa de decir sobre el niño. Pero quedaba por descorrer otra cortina. Jesús será signo de contradicción. Para unos será resurrección, para otros ruina, para unos salvación y para otros condenación. Su hijo iba a dividir en dos la humanidad y las conciencias. En adelante nadie podrá situarse en tierra neutral. «Y a ti misma una espada te atravesará el alma» (Le 2, 35). Más que un dolor físico lo que Simeón anuncia es un dolor moral. María es la madre de Jesús y, por lo tanto, debe aceptar esa maternidad con todas las consecuencias. Sufrirá doblemente al presenciar la persecución y muerte de su hijo y al ver a Jesús rechazado por Israel. Esta pesadilla afectó a María durante casi toda su vida. Su destino era compartir el gozo pero también la pasión de su hijo Jesús.

Santa María de Nazaret (Lc 2, 39-40; 51-52)

Con una parquedad inquietante San Lucas alude a la vida oculta de José, María y Jesús en Nazaret. Allí permaneció Jesús en casa de sus padres durante treinta años. No fueron años de silencio inútil, sino la más honda de las predicaciones. En Nazaret Jesús vivió las bienaventuranzas que luego pronunciaría ante sus seguidores. Fue un período extraordinario porque nada fuera de lo normal ocurrió en ese tiempo. Por ese medio Dios demostró que nos amaba hasta el punto de hacerse uno de nosotros con una vida idéntica a la nuestra.

Hoy nos es posible acercarnos a la infancia y juventud de Jesús a través de una fuente de particular interés: el conocimiento de la vida cotidiana de la época. La vivienda contaba en Nazaret con lo elemental: un pequeño edificio por lo regular adosado a la montaña, la puerta de entrada, la cuadra para los animales y el dormitorio de la familia, ubicado justamente sobre un bajo en el que se encontraban el fogón y el horno. Las ollas de barro y las tinajas servían de recipiente para cocinar y conservar el agua y el grano. Sobre el techo del dormitorio se encontraba la terraza, cubierta con barro apelmazado. La familia pasaba gran parte del tiempo en la terraza, lugar de trabajo y de conversación. En una casa de estas características vivió la Sagrada Familia.

La familia era netamente patriarcal. El padre lo era todo: padre, amo y señor. Daba órdenes, castigaba y era el único responsable de los bienes domésticos y del matrimonio de los hijos. La esposa existía solo en cuanto madre. Como mujer no contaba ni existía en la vida pública. Tampoco los niños eran valorados en Israel. ¿Se respiró este clima en la casa de José? Tal vez, pero con muchos atenuantes. Jesús, ya adulto, hablará con los niños e incorporará a su comunidad a la mujer.

El trabajo llenaba la mayor parte del día. José era carpintero, sin excluir otras actividades. Lo más probable es que Jesús colaborara. Ya de adulto hablará con soltura de la casa y de la puerta, de la labranza y de la siembra, de granos y de semillas, de calidades de la tierra y de la recolección, del ganado y del pastoreo. Todo hace pensar que Jesús conocía el mundo rural. También la mujer campesina trabajaba: molía el grano y amasaba el harina fermentada con levadura. Así mismo tenía que recoger la leña y acarrear el agua con el cántaro de barro sobre la cabeza.

Se comía dos veces al día: a mediodía y al atardecer. Los principales alimentos eran el pan de cebada y el mijo, con menor frecuencia el pan de trigo. También se alimentaban con vegetales: calabazas, alubias, cebollas, ajos, pimientos, puerros y guisantes. Las carnes más frecuentes eran el cabrito y el cordero; raramente comían pescado. La fruta no faltaba, especialmente los higos y las nueces. El plato fuerte era la mezcla de leche con miel. Los miembros de la familia comían sentados en cuclillas sobre el suelo. Un recipiente común servía de plato para todos los comensales. La mujer confeccionaba el vestido en su propia casa. La materia prima era la lana, el lino y la piel. Las túnicas y mantos se tejían de una sola pieza.

El estudio de los niños y adolescentes varones era obligatorio en Palestina. La escuela se encontraba adosada a la sinagoga. La enseñanza era fundamentalmente religiosa: biblia, historia y tradiciones, arameo y hebreo. Además de aprender conceptos y nociones los niños lograban dominar un oficio. El trabajo manual era algo ineludible.

La dimensión religiosa lo llenaba todo. Todo estaba sacralizado. Lo profano y lo religioso se entremezclaban. La vida era oración y la oración era vida. Las familias piadosas acudían semanalmente a la sinagoga. La de Nazaret fue un centro vital en la infancia y adolescencia de Jesús. En ella aprendió la Escritura y participó en los actos de culto. El sábado también jugó en la infancia y juventud de Jesús un papel decisivo. Lo vivió con una exactitud ejemplar. Hizo de lector de la escritura, turnándose en las tareas de presidir la oración.

En este clima humano y espiritual transcurrió la infancia y juventud de Jesús. María y José desempeñaron un papel básico. Fueron los educadores y guías inapreciables de Jesús; de ese Jesús que durante su vida en Nazaret dio por descontado que asumía la encarnación con todas las consecuencias; de Jesús que «vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51), que crecía y «progresaba en sabiduría y estatura» (Lc 2, 52) ante Dios y ante los hombres. A los doce arios lo veremos en el Templo apuntando a una vocación misteriosa.

Cuando tuvo doce años subieron a la fiesta (Lc 2, 41-50)

El viaje de la Sagrada Familia a Jerusalén cuando Jesús tenía doce años rompe el silencio de la vida oculta en Nazaret. Jesús con esta subida a Jerusalén entra oficialmente en la vida religiosa de su pueblo. Todo israelita tenía obligación de visitar el Templo de Jerusalén tres veces al año. A los que vivían lejos les bastaba subir una sola vez, por Pascua. Esta obligación comenzaba a regir para los niños a los doce años. José y María hacían este viaje todos los años. Coincidiendo con la Pascua toda palestina se ponía en pie. Desde los rincones más remotos del país se organizaban caravanas. Los procedentes de Nazaret recorrían el trayecto en unas cinco etapas. A los ratos de silencio sucedían los cánticos y las plegarias.

Jerusalén durante la Pascua era un hormiguero en fiesta. Las casas, las posadas y las tiendas, levantadas éstas en torno al muro de la ciudad, estaban abarrotadas. Los rebaños de corderos, listos para el sacrificio, pastaban en torno a la ciudad. Los peregrinos podían presenciar los sacrificios que tenían lugar ante la puerta del Templo. Una vez que el sacrificador hundía el cuchillo en la garganta del cordero, los sacerdotes rociaban el altar con la sangre.

Cuenta San Lucas que José y María volvieron a Nazaret, percatándose al termino del segundo día de camino de la ausencia de Jesús. Le buscaron durante una jornada entre los parientes y amigos enrolados en la caravana y, al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén. Al cabo de tres días lo hallaron en el templo escuchando y preguntando a los doctores. Según costumbre, los doctores merodeaban por los atrios del Templo con el fin de responder a las preguntas de los curiosos. Jesús debió ser uno de estos curiosos interlocutores. María no entendió la conducta de su hijo a quien se dirigió lamentándose de lo sucedido: «¿Por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando» (Lc 2, 48). ¿Cuál es el significado de estas palabras? ¿Expresan afecto, pena, sufrimiento? La respuesta de Jesús fue desconcertante: «Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre? (Lc 2, 49).

Jesús, por supuesto, aludía a otra paternidad más alta. Situándose en distinto plano se refería al Padre-Dios, dando prioridad a la voluntad del Padre. Jesús no es de José y María ni se pertenece a sí mismo, es ante todo pertenencia del Padre. María prosiguió meditando estas cosas en su corazón. Comprendió que la cercanía a su hijo se debería conjugar con la distancia. Ciertamente, Jesús mantuvo ya desde ahora, pero sobre todo durante su vida pública, cierta reserva en lo concerniente a la relación con su propia familia: «¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Jesús tiene deberes especiales con relación a su Padre-Dios y reclama un margen de independencia para cumplirlos.

Se celebraba una boda en Caná de Galilea (Jn 2, 1-12)

El relato de San Juan sobre las bodas de Caná contiene un gran valor histórico, simbólico y teológico. La celebración de una boda era una de las pocas ocasiones en la que los familiares y convidados se reunían y disfrutaban de una suculenta comida. La celebración revestía un tono particular. Se salía en busca de la esposa y se la trasladaba hasta la casa del esposo. El espacio abierto delante de la casa servía de templo y de comedor. En dicho lugar se sucedían las bendiciones y se servían los alimentos. Entre los grupos, reunidos en corros y sentados por tierra, circulaba el maestresala quien atendía a los huéspedes y repartía el vino. La alegría humana y religiosa se entremezclaban.

En este ambiente es donde Jesús hará su primera presentación como Mesías. De la narración de San Juan se deduce que María estaba allí, mientras que Jesús, invitado, llegó con sus discípulos cuando la boda ya se estaba celebrando. Era la primera vez que María veía a su hijo rodeado por un grupo de discípulos. El Maestro y sus seguidores decidieron sumarse al gozo común.

«Y, como faltara el vino, le dice a Jesús su madre: No tienen vino» (Jn 2, 3). ¿Cuál es el significado de estas palabras? Sucede con frecuencia que los textos de San Juan dicen más de lo que parece a simple vista. ¿Se refiere María a la carencia del vino natural? ¿Intenta María evitar que los novios pasen una gran vergüenza, debido a la escasez de vino de mesa? ¿Lo que pide María es un milagro? ¿Está acaso incitando a Jesús a que ponga en evidencia su condición mesiánica? María se refiere directamente a la falta de vino e indirectamente a la carencia de bienes mesiánicos. Pero Jesús se resiste: «¿Qué tengo yo contigo, mujer?» (Lc 2, 4). Otros traducen: «¿Qué nos va a ti y a mí, mujer?». ¿Expresa Jesús en esta respuesta su firme deseo de desentenderse del asunto? ¿Manifiesta un cierto desacuerdo con su madre? Lo que de hecho indica Jesús a su madre es, al parecer, que no intente adelantar la hora de su manifestación mesiánica. Por eso dirá Jesús a continuación: «Aún no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4).

Para Jesús la «hora» por excelencia es la muerte y resurrección. Su hora en Caná era un preludio y un anuncio del calvario. Lo que, en definitiva, Jesús dice a María es que la manifestación mesiánica por excelencia tendrá su plenitud en otro momento, en el de la muerte y resurrección. ¿Comprendió María las palabras de Jesús? En cierta manera sí. Tal vez por eso dijo a los criados: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Los comentaristas ven esta expresión una demostración de la fe de María; una fe que incitó a Jesús a realizar un signo mesiánico inaugural: la conversión del agua en vino. También se ha descubierto en este pasaje la función mediadora de María.

«Pero tú has guardado el vino nuevo hasta ahora» (Jn 2, 10). El vino nuevo es el vino fruto del milagro. Pero también es Jesús en persona, el Mesías, la gran renovación que Jesús trae, la novedad que viene a implantar en el mundo, la vida nueva que comienza con Cristo. En definitiva, el vino nuevo es Jesús y su despliegue mesiánico.

«En Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus signos» (Lc 2, 11) Jesús realizó en Caná el primero de los signos en orden a hacer visible su condición mesiánica. Signo que se produce en una boda, siguiendo en este particular las antiguas profecías que anunciaban el banquete mesiánico.

El relato de San Juan termina diciendo que: «Creyeron en él los discípulos» (Jn 2, 11) y que: «Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus discípulos» (Jn 2, 12). Con ello el evangelista manifiesta que María ha entrado más y más en la comunidad mesiánica que acaba de nacer, en la comunidad de fe en Jesús. María a tenor del relato de las Bodas de Caná es digna poseedora de los siguientes atributos: colaboradora de su hijo, intercesora, madre de Jesús y madre espiritual de los discípulos, abierta a una fe en crecimiento y mediadora ante Jesús.

Éstos son mi madre y mis hermanos (Mc 3, 31-35; Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-51)

Hay en la vida de Jesús un hecho innegable: su moderada reserva con relación a su propia familia. Fue una constante en su vida: «¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). En Caná escuchamos de labios de Jesús una respuesta semejante referente a su relación con su madre (Jn 2, 4). Conocemos a un cierto número de miembros de la familia de Jesús: José, María, Isabel, prima de María, y su hijo Juan. En el evangelio se alude a los hermanos de Jesús, que, por cierto, no son otros que los primos y demás parientes o amigos. Jesús contaba en Nazaret con un elevado número de familiares, sin que podamos precisar cuántos eran ni el grado de parentesco. En todo caso, los distanciamientos entre Jesús y sus parientes fueron frecuentes.

¿Cómo se desenvolvieron las relaciones entre Jesús y María? Los evangelistas son muy discretos a la hora de suministrarnos información a este respecto. Poco es lo que nos dicen sobre las actividades de María durante los años de la vida pública de Jesús. ¿Acompañó María a su hijo durante las correrías y predicaciones? Sabemos que un grupo de mujeres le acompañaron durante aquel tiempo (Lc 8, 2-3), pero en la lista no aparece María, su madre. La encontraremos al pie de la cruz, pero no en los viajes apostólicos. ¿Cómo explicar la ausencia de María? Tal vez porque María escogió el camino del silencio voluntario, la vía de la discreción. María sabía que su misión era preparatoria y que le correspondía disminuir para que creciera su hijo. María a través de una presencia moderada respeta la vocación profética de su hijo, le deja actuar, le reconoce adulto, en fin acepta la independencia de Jesús. María calla y renuncia a la tentación de la gloria. Lo cierto es que María por medio de la kénosis personal colabora eficazmente con su hijo, no tanto a través de la presencia como a través de la fe.

Pero hay algo más desconcertante que el silencio prolongado de María. La segunda vez que aparece en la vida publica de Jesús también recibe un suave rechazo. Es una escena que nos cuesta digerir. Nos lo cuentan los tres sinópticos. Estaba Jesús predicando en el interior de una casa y la gente se agolpaba en la pequeña habitación. Fue entonces cuando llegó a la puerta de la casa un grupo de personas en torno a una mujer. Oían la voz del predicador pero a él no le veían. Para abreviar la espera alguno de los recién llegados exclamó que aquella mujer que iba con ellos era la madre del Maestro y que ellos eran sus parientes: «Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te esperan» (Mc 3, 32). Jesús respondió: «¿Quién es mi madre y mis hermanos…estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 33-35) ¿No resulta sorprendente la respuesta de Jesús? ¿No desconcertó en parte a María? ¿Daba Jesús por concluida la relación filial con su madre? En realidad, Jesús no estaba negando la maternidad física de María, lo que sí estaba señalando es que hay además otra maternidad. También estaba indicando que María poseía las dos: la maternidad física y la espiritual. María no solo había engendrado a su hijo sino que en todo momento mantenía con él un nueva relación, la propia de la fe. María estaba ligada a Jesús por ser madre y por ser discípula incondicional de su hijo. Con otras palabras, San Marcos viene a decir que se es o no seguidor de Cristo en proporción a la fe depositada en él y al cumplimiento de la voluntad de Dios.

Dichoso el seno que te llevó (Lc 11, 27-28)

Jesús acaba de curar a un endemoniado y los escribas, envidiosos, le acusan de hacer milagros en nombre de Belcebú (Lc 11, 15). Estaba hablando Jesús cuando una mujer entusiasta alzó la voz y dijo: «Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron» (Le 11, 27). Era esta una alabanza popular y femenina. Para elogiar a Jesús se ensalzaba a su madre. Pero también en esta ocasión nos desconcierta la respuesta de Jesús: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lc 11, 28). ¿Es que molestaba a Jesús el elogio dirigido a su madre? Lo que sucede es que Jesús se percataba de que se estaba elogiando a su madre por algo que ella había hecho: por su relación física con su hijo y no por la fe de María en su hijo, a tono con la Palabra de Dios. Con su respuesta Jesús establece un nuevo orden de valores y nos recuerda que todo parentesco carnal debe subordinarse al parentesco propio de la fe. Lo que sucede es que María llevó en su seno a Jesús y también lo llevó en su corazón caldeado por la fe.

Junto a la cruz de Jesús estaba su Madre (Jn 19, 25-27)

Nos cuenta San Juan que junto a la cruz estaba su madre, la hermana de su madre, María mujer de Cleofás, María Magdalena y el discípulo a quien Jesús amaba. Jesús agonizaba. Los apóstoles habían huido. Quedaba únicamente el grupo de fieles, formado por mujeres, a excepción de Juan. El centro del grupo al pie de la cruz lo ocupaba María.

Jesús en la cruz había pedido al Padre que perdonara a cuantos le perseguían; también había prometido el cielo al buen ladrón. Le faltaba aún el mejor de los regalos a la humanidad: entregarnos a su madre. Durante la vida pública Jesús había mantenido una cierta distancia con relación a su madre. ¿Por qué ahora, en el momento del dolor, la quiere a su lado? Tal vez porque esta presencia de María encierra algún sentido mayor que el de la simple compañía. María y el pequeño grupo, la Iglesia naciente, se encuentra al pie de la cruz por algo más que por razones sentimentales. Con su presencia María se une al dolor y a la misión de Jesús. En esa Iglesia, fruto de la siembra de Jesús, María tiene reservado un puesto propio y va a desempeñar un papel peculiar.

«Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27). Con esta palabras Jesús sobrepasa su interés por el futuro material de su madre, dejando en manos de Juan su cuidado. Estamos ante una realidad más honda. Jesús se refería a una maternidad distinta de María, la espiritual, y a una filiación distinta de Juan, la espiritual. A la Iglesia y a toda la humanidad, representada por Juan, le es dada una madre espiritual. Jesús desde la cruz encomienda a María una segunda maternidad, consistente en acoger como hijos a todos los humanos. Por la anunciación del Ángel María había recibido en su seno a Jesús. Por las palabras de Jesús en la cruz María pasa a ser madre espiritual de todos, y nosotros sus hijos. En resumen, Juan, y con Juan toda la Iglesia, fueron confiados al amor maternal de María. María a su vez fue confiada al amor filial de Juan. Juan es hijo espiritual de María. Juan acogió a María en su casa como madre suya en la fe.

María en la Iglesia de Jerusalén (Act 1, 14)

La escena nos remite al momento posterior a la Ascensión. Los Apóstoles de nuevo en Jerusalén se reunieron en una estancia superior: «Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús y de sus hermanos» (Act 1, 14). Se trata de la única alusión en los Hechos de los Apóstoles a la presencia de María en el seno de la comunidad cristiana postpascual. María junto con los demás miembros de la comunidad cristiana se entrega a la oración y manifiesta su condición de miembro fraterno y activo de la comunidad. María «la madre de Jesús» ejerce su misión maternal sobre la Iglesia naciente. Teniendo en cuenta la obra completa de San Lucas descubrimos que María estuvo presente en los inicios de la vida de Jesús, encarnación, y lo está en los comienzos de la vida de la Iglesia, en cuanto miembro y testigo del nacimiento de la comunidad. En este caso, además, en permanente espera de la venida del Espíritu Santo.

Envió Dios a su Hijo nacido de mujer (Gal 4, 4)

Llama la atención la sobriedad de uno de los testimonios más antiguos del N.T. sobre María. San Pablo se limita a decir que Jesús, el Hijo de Dios, nació de una mujer: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer» (Gal 4, 4). Esta sencilla expresión encierra afirmaciones de no poco relieve. Jesús, viniendo de Dios, entró a este mundo por medio de una mujer a la que nosotros reconocemos como María. María, por lo tanto, en el momento culminante de la acción salvadora de Dios ostenta un puesto peculiar y eminente en cuanto madre del Hijo de Dios encarnado.

Conclusión

La documentación eclesial más reciente sobre la Virgen ha señalado la conveniencia de destacar en lo concerniente a la mariología las siguientes dimensiones: bíblica, cristológica, eclesial, litúrgica y ecuménica. En la ponencia que aquí termina me he referido a la vertiente bíblica y cristológica de la mariología.

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