Manual del Visitador del Pobre (X)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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De los enfermos

Todos hemos oído alguna vez esta frase: «Los pobres nunca debían estar enfermos». Es doloroso, en efecto, ver cómo en casa del pobre suelen entrar con la enfermedad la miseria, el abandono y la desesperación. Considerado mate­rialmente el pobre, la enfermedad es un mal físico, que tiene para él mucha más gravedad que para el rico; pero conside­rado como ser moral, puede serle de gran provecho la dolen­cia que le aqueja. «Con frecuencia, dice San Vicente de Paúl, Dios manda la enfermedad del cuerpo para curar la del alma».

El autor de las Lecturas y Consejos para uso de los miem­bros de las sociedades de Caridad ha hecho notar cómo el pobre extraviado, que no podríamos ver aunque visitásemos con frecuencia a su familia, viene a ocupar un lugar en medio de ella cuando está enfermo, y entonces desaparece el obstáculo material que le separaba del que puede corregirle. Esto tiene más importancia de la que a primera vista pudié­ramos suponer, porque hay muchos casos en que ofrece grande dificultad entrar en relaciones con una persona que nos rechaza y que por su posición social se mueve en un cír­culo muy distinto del nuestro.

Cuando el pobre está enfermo, no sólo tenemos la seguridad de encontrarle a todas horas en su casa, sino la de hallarle mejor dispuesto a escucharnos. Está solo; los compañeros de sus desórdenes le abandonan en sus dolores; los lazos de familia son débiles, o se rompieron por sus malos procederes, y el aislamiento moral y material le abruma, como abruma la soledad al que no tiene para consolarla nin­gún dulce recuerdo, ninguna aspiración santa: podemos estar seguros de que, por más pervertido que esté y por más hostil que nos sea, deseará el momento de nuestra visita.

La enfermedad no sólo para al hombre que corría en pos del vicio, sino que le modifica de un modo muy favorable a su regeneración. Desde luego le espiritualiza, porque los sentidos callan y los apetitos groseros no ofuscan la luz de la razón. Esta se pierde en algunos casos; pero con más fre­cuencia adquiere mayor actividad, sobre todo en esta clase de hombres, que, teniéndola como aletargada, parecen necesitar que la fiebre les comunique un nuevo impulso. El amigo perverso no está allí personificando la mala tentación. En vez del ruido del mundo, con que se aturde el remordimiento, hay el silencio de las largas noches, en que no se duerme, tan propio para hacernos entrar en nosotros mismos y oír la voz de la conciencia. A la arrogancia, hija de la fuerza física, suce­den el abatimiento de la debilidad y del dolor y la disposición a reconocer nuestra miseria y a buscar alguna idea que levan­te el espíritu de aquel cuerpo tan caído y tan doliente. El mal hábito, que no podía romper, la enfermedad lo ha roto: ya no puede ir al lugar en que pecaba: su recuerdo tal vez le inspi­re horror, porque le considera como la causa del estado en que se halla. Si apreciamos bien todas estas circunstancias, comprenderemos que la enfermedad puede ser un auxiliar poderoso para corregir al pobre pervertido.

Sentémonos a la cabecera de su cama con espíritu de caridad: si tal vez sus ayes van acompañados de blasfemias y obscenidades, veamos con lástima estos dolorosos síntomas de enfermedades diferentes. Al buscar alivio a sus males, prescindamos de si son o no consecuencia de sus desórde­nes: un enfermo no es bueno, es un enfermo: para corregir­le tendremos a la vista sus antecedentes: para aliviarle, nada más que sus dolores.

Esa santa ceguedad de la compasión. que es un deber al lado del doliente desvalido, será un medio poderoso de corregir al hombre extraviado, que no podrá ser insensible a tantos bienes como recibe de aquella criatura que le acom­paña y le alienta y le consuela, que le proporciona recursos para que la miseria no le aflija al mismo tiempo que la enfer­medad, que va en busca del médico, que trae las medicinas, que se las da, que no se irrita por su ingratitud, que recibe como si no las mereciese las pruebas de su agradecimiento.

Siempre tendremos presente que para corregir al pobre es la primera condición que nos mire como a sus amigos, y podremos conseguirlo en mucho menos tiempo si está enfermo. Entonces nos necesita más, la clase de servicios que le prestamos le impresiona con mayor fuerza y llegan mejor a su corazón. Cuidemos, pues, de proporcionarle cuantos recursos materiales están en nuestra mano; dediquémosle todo el tiempo que nos sea posible, seguros de que cuando nos ame nos escuchará.

Llegados a este caso, se le pueden aplicar las reglas gene­rales, modificadas según lo exija la prudencia. A un pobre que tiene dolores agudos, no hemos de abrumarle con lec­turas o amonestaciones, ni pretender que las comprenda el que tiene sus facultades embotadas por el padecimiento. Durante la enfermedad debe arrojarse la semilla de las bue­nas obras, para recogerla en la convalecencia: en ella senti­mos un bienestar que nos predispone a ser mejores. La razón es señora aun en el hombre materializado, a quien no hablan todavía los sentidos, los dolores no le turban, y puede pen­sar: el tiempo le parece muy largo y escucha con gusto la lec­tura piadosa o moral, que en otra ocasión le fastidiaría. El que visita a un pobre pervertido y ha hecho por él lo que debe durante su enfermedad, si no le corrige convaleciente, no le corregirá nunca.

Si hemos inspirado al vicioso propósito firme de corregir­se, si el impío vuelve a Dios, vigilémosle cuidadosamente, sos­tengámosle en su buen camino, porque la convalecencia del alma dura mucho más que la del cuerpo y está más expuesta a recaídas. Como es más fácil rectificar los errores que corregir las costumbres, es más temible la recaída del vicioso que la del impío. Apenas aquel sale a la calle encuentra por todas partes escollos para su débil virtud y las fuerzas del cuerpo aumentan para combatir sus buenas resoluciones. El hombre viejo lucha con el hombre nuevo y nunca serán excesivas las precauciones que tomemos para que no le derribe.

Hablamos de la convalecencia, porque es el caso más general, y el más raro la muerte. Pero ésta llega también y a veces nos deja pocos días, pocas horas, para volver a Dios al que se alejó de Él. Entonces es preciso, que nuestro celo redoble, supliendo el tiempo que nos falta. ¿Cómo se ha de hablar de la otra vida al que va a dejar ésta en pecado? Pocas reglas generales pueden darse, porque deben variar los medios según los antecedentes, el carácter y el género de enfermedad. Pero en cualquier circunstancia debemos hablarle con suma dulzura, procurando moverle por la espe­ranza más bien que por el temor. No debemos presentar la muerte como segura, porque la ciencia misma no puede afir­marlo en la mayor parte de los casos: el desaliento es mal estado de ánimo para una resolución que necesita fuerza; ni debe ser muy bien recibido por Dios el que vuelve a Él de una manera indebida. En este caso importa tanto, importa más que nunca, la idea que el pobre forme de nosotros y si nuestro amor conmueve su corazón, hay mucho adelantado para que la luz de la verdad llegue a su inteligencia. Nuestra solicitud, nuestro cariño, nuestra pena, los sacrificios que nos imponemos para aliviarle, son argumentos muy podero­sos que podemos emplear, porque el pobre, más que otro alguno, está dispuesto a dar la razón a los que ama y a no sos­pechar que pueden engañarle los que le consuelan.

En corroboración de esto citaremos un hecho notable.

Una señora visitaba a una pobre mujer cuyo marido tenía una enfermedad muy grave, de esas en que el enfermo se levanta, habla, come, y es sorprendido por la muerte en la hora que menos lo espera. Este hombre trataba a su mujer con una dureza que no conmovía la dulzura de la infeliz, la cual durante su enfermedad se entregó al trabajo más peno­so y sufría las mayores privaciones, para que su marido no careciese de lo necesario. Este, o porque no creyera su fin próximo, o por otro motivo, había sido sordo a todas las insi­nuaciones que se le hicieron para que se dispusiera a morir como cristiano. En este estado le conoció la señora de N…, que no tenía más que dos días para visitarle, porque al terce­ro le era forzoso emprender un largo viaje. En estos dos días le hizo cinco largas visitas; en las cuatro primeras no le habló más que de su enfermedad, de los medios de curación, de los alimentos que más le agradarían, porque estaba muy desga­nado, alimentos que ella misma le llevaba. Tratóse de unas peras de invierno, que tal vez le agradarían en compota, y se las ofreció para cenar. Pero llegada la noche, empezó a soplar un viento frío y recio, con abundante lluvia, y el enfermo, teniendo por cierto que su protectora no iría, mandó que le hiciesen una sopa. Luchaba en vano con la repugnancia que le causaba, cuando entró la señora de N…, bastante mojada y con las peras en la mano. Su aparición impresionó pro­fundamente al enfermo, que olvidó su cena y su enfermedad, para no ocuparse más que de la noche tempestuosa y del agua, que podía hacer daño a la señora de N… Esta le dijo alegremente que el viento no era más que ruido, que el agua era muy poca cosa, y que todo reunido producía una molestia bien pequeña, comparada con el gusto de hacerle un rato de compañía y ver que cenaba sin repugnancia. Y el pobre cenó, en efecto, con placer, después de pasado algún tiempo que necesitó para reponerse de su emoción. ¿Qué pasó en aquella pobre alma? Sólo Dios lo sabe; pero su mujer decía que era como un milagro, que la trataba con cariño, que era otro hombre; y cuando en su última visita la señora de N…, le habló de Dios, la escuchó piadosamente, ofreció reconci­liarse con Él y cumplió su palabra, con­fesando a los pocos días y muriendo como cristiano.

Este ejemplo manifiesta cuánto importa en ciertos casos impresionar a los que queremos corregir, no sólo por el fondo, sino por la forma de nuestros beneficios. La señora de N… hubiera podido ir en un rato en que no se hubiese mojado; pero entonces no habría producido el mismo efecto su visita, que en el fondo tenía igual mérito, porque el agua no pasó de su abrigo. De otro modo no cita­ríamos el hecho en este lugar, porque los ejemplos de los grandes sacrificios se presentan más bien para que se admi­ren, que para que sean imitados.

No se pide al visitador del pobre el sacrificio de su salud, sino en algunos casos el de su comodidad, haciéndolo de tal modo, que el mundo no le vea, que él no parezca notarlo y que penetre en el corazón del pobre para salir en forma de gratitud y arrepentimiento.

Podrá suceder que nuestro enfermo sea conducido al hospital, circunstancia por lo común poco favorable, y que procuraremos evitar. Pero si no nos fue dado, o no lo creí­mos conveniente por la situación en que el enfermo se halla­ba, debemos dispensarle la misma protección y ejercer la misma vigilancia que cuando estaba en su casa, sin más dife­rencias que las exigidas por las reglas del establecimiento. Que sean buenas o malas, respetémoslas, teniendo presente en este caso, como en todos, que el visitador del pobre no es legislador. Si podemos conseguir permiso para ver a nuestro enfermo cuando nos parezca oportuno, convendrá mucho; si no, resignémonos a ir los días y a las horas en que van todos. Procuremos inclinar en favor de nuestro pobre a los que le rodean, hablando a su corazón, o a su interés si es necesario, de tal modo que nos ayuden a consolarle y en algunos casos a corregirle. Allí también podrá haber personas caritativas a quienes podamos confiar el secreto de sus faltas, y que nos ayudarán a corregirlas, o las corregirán mejor que lo hubiéramos hecho nosotros. Seamos muy circunspectos al buscar auxiliares para nuestra obra; démosles datos y no consejos, evitando el aire de maestros aun con los que pudieran aprender algo de nosotros, porque el amor propio halla medio de alojarse en todas partes y la virtud más austera no pone a cubierto de sus veleidosos extravíos.

No le es menos necesaria al pobre nuestra solicitud cuando convaleciente sale del hospital. Sin fuerzas para tra­bajar, sin recursos para vivir, vendido o empeñado su mise­rable ajuar, no halla en el seno de la familia más que priva­ciones y la poca armonía que suele ser su consecuencia. La necesidad de reparar sus pérdidas exige más alimento y los recientes dolores producen por reacción un vehemente deseo de goces. Todas estas circunstancias ponen al pobre convaleciente en grave riesgo de buscar, por medios ilícitos, recursos que desea con ansia y no puede conseguir con su trabajo, o, cuando menos, de buscar en la embriaguez el olvido de su dolorosa situación.

El pobre convaleciente exige nuestro particular cuidado, para que no recaiga con algún exceso; para que la convale­cencia, prolongada por la miseria, no produzca una nueva enfermedad, y, en fin, si necesitaba corrección y hemos logrado corregirle, para que persevere en el bien; porque difícil será que se salve su naciente virtud, si la amenazan al mismo tiempo el hábito de los antiguos extravíos y una situación angustiosa.

De todo lo dicho se infiere cuán necesario es que redo­blemos nuestro celo con el pobre que ha perdido la salud: la enfermedad puede ser un escollo para su virtud o un áncora salvadora.

Concepción Arenal

Bilbao 2009

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